Fotografía
de familia de Anita, un día festivo de alguno de aquellos años
cincuenta del pasado siglo, en el campo, en compañía de otras
familias. De izquierda a derecha Pepe, después de su salida del
orfanato, su abuela, sus primos Enrique el mayor con el pequeño del
que no recuerdo el nombre --¿Paquito?--, junto a su madre Eugenia
hermana de Anita, la que cierra el grupo familiar, de riguroso negro,
seria, circunspecta, todo lo contrario de lo que realmente era: una
de las mujeres más divertidas y cariñosas que haya conocido, para
mí como una segunda madre.
Prólogo
No
entendía bien porqué aquellos niños, al contrario de compadecerle
en su tragedia, se mofaban de él imprecándole con el mote que le
pusieron nada más ingresar en el orfanato: ¡Camisa negra!, ¡camisa
negra!... Tampoco él era plenamente consciente de los trágicos
acontecimientos que de repente habían dado una vuelta vertiginosa a
su vida. Ni de aquella vorágine de lágrimas, y profundos y
entrecortados suspiros que se había instalado en su casa antes de su
ingreso en el orfanato, cuando ya le habían vestido del color del
carbón; del más negro carbón. Todo había sucedido tan rápido: la
agonía y fallecimiento de su padre, la pena de él y de sus dos
hermanos, de negro, inconsolables, estupefactos, desconsoladamente
perdidos en la espiral de dolor indisimulado de la madre, escondiéndolo, tragándose
sus propias lágrimas para no entristecer aún más a sus hijos,
envuelta de pies a cabeza en el rigor del color del duelo; agravándose
éste en la necesidad de tener que ingresar a su hijo Pepe, el
mediano de ellos, en el orfanato. Más dolor aún.
De
la misma manera Pepe Camisa negra tampoco comprendía del todo porqué
aquél mayor --mi hermano Antonio-- le defendía de los chicos que le
afrentaban. ¿Porqué aquella protección? sin que hubiera mediado
trato alguno debido a su reciente ingreso. Quizás en el desamparo y
la tristeza que mostraba la cara del nuevo, reflejara mi hermano la
suya propia cuando ingresamos en el mismo lugar a la muerte de
nuestra madre. Tampoco supo el momento justo en el que el
agradecimiento por la defensa de su persona ante la burla --la que ya
intuyó Pepe que perduraría en el tiempo--, con la que ya sería
para sus compañeros y para siempre: Camisa negra, derivó en cierta
dependencia de mi hermano; ni cuando aquellos primeros lazos de
gratitud se escoraron hacia los afectivos, y de éstos a la amistad;
una profunda amistad que los hizo inseparables, y a la que me uní
cuando ya éramos más que amigos: como hermanos. Sentimientos de
cariño que se prolongaron, por contagio, de nosotros hacia su madre
y de él hacia nuestro padre viudo, como no podía ser de otra
manera.
Casi
con toda seguridad yo no necesité, como Pepe, de ningún estado de
consciencia para intentar entender lo que, a su vez, me estaba
sucediendo a mí --era demasiado pequeño--, así que con la
simplicidad práctica de una criatura todavía muy tierna para
interpretar los asuntos de la vida, hice de una manera natural
abstracción de mi tragedia y acogí rápidamente a Anita --la madre
de Pepe-- como sustitutivo de madre, aunque solo fuera
esporádicamente en los días de visita de familiares: las tardes de
los domingos. Sólo tenía cuatro años y una necesidad inmensa,
supongo, de rellenar el vacío que de forma inconsciente sentía por
dentro debido a la ausencia de mi madre, de la que sólo quedaba una
imagen: yo me colaba muy pequeñito entre sus largos ropajes negros
como el tizón, al igual que los de Anita en el luto; el mismo color
del largo vestido que cubría sus piernas sobre las que ahora, en la
visita, ésta me sentaba para apretarme contra su cuerpo,
desbordante, risueña, bromista, desmesuradamente afectuosa
llenándome de besos ruidosos: ¡Ay, mi Emilillo!; que contrastaba
con los más discretos y exiguos de mi padre --muy comedido en los
afectos--, y menos suaves: recuerdo el picor que me producían en los
labios su barba rala sin afeitar en las ocasiones que le besaba;
aunque me sentía igualmente querido.
En
aquellas tardes de domingo nuestro padre y Anita nos agrupaba a los
cinco –los tres hijos de Anita: Andrés, Pepe, Ani, y nosotros
dos-- en la intención de que fuéramos, aunque por unas pocas horas,
una sola familia, disfrutando del amor y el cariño que ambos nos
dispensaban, participando todos de los agasajos y dulces que
llevaban, de los que dábamos inmediata cuenta, ansiosamente golosos,
devorándolos como si fueran los últimos que comiéramos en la vida,
en agradable hermandad entre nosotros; mientras nuestro padre y Anita
seguían, todavía en el duelo de sus viudedades, consolándose las
penas que no conseguían superar, sobre todo en lo referente a la
separación de sus hijos. ¿Qué inmenso dolor en el alma de un padre
o de una madre no se ha de sentir, cuando son obligados a desgarrar
su ser del de sus hijos, con los que han convivido hasta ese momento?
Aquel ansiado goce de besos y caricias, envuelto de codiciados dulces, que traían consigo las visitas de domingo, se prolongó escasamente
hasta dos años, coincidiendo con la muerte de nuestro padre y la
determinación de Anita de llevarse a casa para siempre a su hijo
Pepe: más delgado que cuando ingresó, sin la camisa negra, y con
aquella imagen inconfundible de hospiciano por el corte de pelo al
rape para evitar el contagio de la tiña. El más inoportuno
desamparo hizo mella en mi ser, el que trasmutó a sentimiento de
abandono cuando tres años más tarde mi hermano Antonio emigró a
Barcelona desde el orfanato. En la vorágine de aquella absoluta
soledad siempre hubo un resquicio de esperanza, acordándome de Anita
que ya me quería como si fuese su hijo, aunque para entonces ella
tenía, además de una vida muy complicada tratando de sacar adelante
a su familia, muy difícil acceso a mi persona al no ser familiar
consanguíneo.
I.
La llamada del cariño.
Se
levantó con el cuerpo muy destemplado, algo más que de costumbre,
notando en toda su piel la punción helada del implacable cerco del
frío de la pasada noche. El mismo frío que había hecho sitio en
toda la casa. A horas tan tempranas, fuera del resguardo de las
mantas, aquella madrugada de invierno Anita tiritaba, mientras se
desperezaba ligera aún de ropa, lavándose la cara en una
palangana con agua que había dejado reservada en la pequeña cocina
el día anterior, ante la sospecha de que durante la noche se pudieran
helar las tuberías, como así pudo comprobar. Al enjuagarse el
rostro se le desvanecieron súbitamente los últimos desvelos de
sueño que aún le pesaban en los párpados a medio abrir; en un
espasmo de tiritona más fuerte y que le produjo castañetear de
dientes: ¡Demonios de frío!, exclamó por lo bajo. A pesar del frío
que se había aposentado en cada una de las moléculas del aire de la
habitación y de aquel agua tan necesaria, se tomó todo el tiempo
del mundo que le exigía el rito de su higiene personal, como lo
hacía siempre a falta de cuarto de baño, frotándose
ceremoniosamente y de forma meticulosa con una toalla mojada con agua
y jabón su desnudo cuerpo, hasta desprenderse de ese olor pegajoso a
cierta edad –la de final de la cuarentena--, comprobando las
aristas agudas de sus huesos en la presión de la prenda de limpieza
contra su piel, la que secó y perfumó a continuación. En el
improvisado espejo al que asomó su cara seguidamente, se reconoció
en la imagen un día más; convino que ese rictus de tristeza
infinita que reflectaba el cristal era exclusivo, suyo y de nadie
más; era la enseña de su viudedad que le sobrevino súbitamente y a
edad todavía joven; como lo era también el elaborado moño en el
que ahora atareada recogía con mucha destreza –la que da la
cotidianidad-- su suelto cabello blanco y gris. La otra divisa que
adoptó para siempre a la muerte de su marido en un trágico suceso
de repercusión en todo el país: la explosión de la fábrica de
pólvora del Fargue, era un color: el negro, que vestiría como
blasón y estandarte de respeto y recuerdo toda su vida. Para aquella
ocasión había reservado sus prendas oscuras más nuevas y
elegantes: saya, vestido de algodón hasta los pies, rebeca de lana,
y por encima de todo el abrigo de piel sintética que reflejaba
cierto lustre. Embutida en aquella defensa que la aislaba del propio
frío de la casa –que en nada se diferenciaba del frío exterior--,
se sentía especialmente contenta, ilusionada, sonriendo hacia
dentro, no en vano iba en busca de un trocito de su corazón que
estaba demasiado ausente en su vida, a su pesar, encerrado en un
orfanato de las afueras de la capital, en Armilla, a un muy largo
trayecto de su casita de las Espeñuelas en Haza Grande, a lo alto
del barrio del Albaicín.
Procuraba
no hacer mucho ruido para no despertar a los hijos que vivían con
ella y que aún dormían. Del dormitorio de la chica, Ani, se oyó
una lejana y suave voz que preguntaba, todavía medio dormida: A
dónde vas tan temprano. Ani tenía siempre el sueño muy ligero. El
chico, Pepe, no daba señales de inmutarse, siempre dormía
profundamente, al igual que le sucedía al hermano mayor Andrés que
ahora ya no vivía con ellos: Voy a por Emilillo, le dijo al oído
con voz muy templada para no despertarla del todo, luego la besó y
ya fuera de la casa enfrentó con ilusión y contenta las primeras
trabas de aquel día que presumía especial y largo: la oscuridad le
mostró inmediatamente y sin ambages el intenso frío en el dibujo
del continuo vaho de su respiración, más forzada que nunca, aquella
adelantada madrugada, donde las últimas sombras de la noche
esbozaban un paisaje algo viscoso que no le dejaban ver con claridad las
siluetas de las otras casitas adosadas, en lo alto de la colina, a
excepción de la última, la del bar, iluminada por la única luz que
amarilleaba su incandescencia sobre la pared blanca. Le quedaba un
buen trecho de terreno virgen hasta alcanzar, bajando, las primeras
viviendas del Albaicín. A cada paso sentía en sus pies, a través
de la fina suela del zapato, la propia tierra helada de espumilla
blanca que había dejado la noche y que destacaba sobremanera en los
hierbajos resecos a los lados del pedregoso camino, el que atravesaba
como dardo el único hueco abierto torpemente en la antigua muralla
árabe, cuyos flancos laterales se le aparecieron como sombras
fantasmales que quisieran aprisionarla al alcanzarlos.
Las
estrechas calles del Albaicín resguardaban aún los últimos
estertores de la noche en pugna con las luces de la calle, empañadas,
por efecto de su tenue claridad, en una neblina clara que presagiaba,
en la memoria selectiva de muchos inviernos madrugados por Anita, un
día frío pero soleado: Hoy va a ser un buen día, se decía para
adentro, agradeciendo al todopoderoso que mora en las alturas la
oportunidad de encajar, aunque fuera por unos días, el puzzle
afectivo que completaba su corazón. Los viejos y destartalados muros
de las casas bajas del antiguo barrio árabe, empaquetaban un
silencio sepulcral solo roto de cuando en cuando por un lejano
ladrido de perro, casi afónico, y al alcanzar la calle san Luis, en
su inicio, por el golpeo con su puño del cristal de la ventana de la
cocina, donde, aunque pobremente iluminada, había avistado a su
hermana atareada ya en recoger el excedente de los primeros
menesteres del nuevo día: del desayuno y de los restos de comida que
hacía un rato se llevó en una fiambrera su marido, camino del
trabajo: A dónde vas a estas horas, le preguntó la hermana toda
intrigada: Voy a por Emilillo al hospicio, le contestó rebozante de
alegría que contagió a su hermana, la que de inmediato se emocionó:
Angelico, te acuerdas la última vez que estuvo en casa, ¿qué edad
tendría, seis añicos o algo así?…, sólo quería seguir jugando
con las figuras de plástico de Enrique..., y como ya se tenía que
ir se las guardó en un bolsillo tan abultado que delataba su
inocencia de niño que nunca ha tenido nada..., pobrecillo..., no sé
porqué le obligasteis a devolverlas todas, si mi chico le quería
regalar algunas..., se puso tan triste el angelico que bien entrada
la noche se quedó dormido; seguía emocionada la hermana: Fue Ani la
que se enfadó mucho..., aquel fue el mismo día, te acuerdas –le
decía Anita-- que después para no despertarlo lo envolví en una
manta y lo llevé en brazos hasta Haza Grande, ¡cómo pesaba ya!...,
al día siguiente solo hacía preguntarme cómo había llegado
hasta allí por la noche pues no recordaba que hubiera caminado hasta
la casa..., yo le decía que la nuestra era una familia mágica que
podía hacer que nos trasladáramos por el aire de una casa a otra
sin darnos cuenta..., él me miraba con ojos muy abiertos de
incredulidad mientras esbozaba una sonrisa de complicidad que quería
competir, sin conseguirlo, con mi cara muy seria, la más seria que
tú puedas imaginar: Sííí, sííí..., volando; decía a
sabiendas de que era muy bromista, pero en el fondo confiando que
fuera cierto..., ¡cómo le quiero!..., ¡qué ganas de volver a
verlo!..., bueno a todo esto los niños me imagino que están
durmiendo; le seguía hablando Anita a su hermana: Sí, además se
levantarán tarde aprovechando que ya les han dado las vacaciones de
Navidad.
Las
primeras luces del día sorprendió a ambas hermanas sentadas en la
cocina ante unos humeantes cafés --de esos concentrados que
resucitan a un muerto, y que tanto gustaban a Anita-- que se fueron
enfriando en el transcurso de las confidencias, en una prolongada
conversación de lo que realmente les importaba: las alegrías y los
pesares de sus vidas y las de los suyos, para rematar la velada con
el acontecimiento del día en la familia: Oye Anita, ¿cómo vas a
sacar a Emilillo del hospicio si no eres su familiar?, no te lo van a
dejar. No le contestó, se miró el reloj y salió rápido de la
casa: ¡¡Uuufff!!, se me hace tarde, ¡hasta luego!, ya hablaremos.
La primera claridad del día empezaba a mostrar ya los detalles de la
vida cotidiana en el barrio, el que se iba despertando de manera
pausada, sin sobresaltos, sólo un murmullo: era el primer pálpito
de la urbe que ascendía, difuso, hasta ella. Sobre ese fondo
percibía nítidos los sonidos metálicos de las campanas de las
iglesias cercanas llamando a los tempranos oficios religiosos. Notas
de bronce que marcaban diariamente, y a intervalos, el latido de la
ciudad, y que aquella mañana se mezclaban con otros sonidos más
cercanos: los de la vida de unas gentes humildes resignadas a su
suerte de perdedores, a los que saludaba cuando se cruzaba con ellos:
Buenos días nos dé Dios...: Buenos días señora, le devolvía el
saludo... ¡el lechero!, ¡el lechero!; pregonando madrugador a lomos
de una mula su vital mercancía al ritmo del pausado sonido que hacía
la acémila que acarreaba las grandes lecheras metálicas, al intentar escalar
penosamente la cuesta de la calle, y que resonaba como golpes de metal sobre el suelo de piedra, acompasados por el ladrido de
los perros que garabateaban juguetones entre sus patas. Prosiguió
su descenso a pie, severa en su dignidad, muy contenta por dentro,
sin importarle la larga distancia a recorrer desde lo alto del
Albaicín hasta la parada del tranvía en el centro de Granada, que
le llevaría hasta Armilla, y desde allí, y después de otra larga
caminata, hasta el orfanato.
Aunque
se hubiese dejado ya atrás la posguerra, eran todavía tiempos de
difícil movilidad para las mercancías y las personas: ante la
incipiente adquisición de vehículos utilitarios eran muy
recurrentes, aún, los animales de carga, carros, motos con o sin sidecar, motocarros,
bicicletas, furgonetas, y sobre todo el coche de san fernando: ese de
un poquito a pie y otro caminando, medio de transporte personal de
los pobres, y como no de Anita, del que sólo se resentía por el
desgaste de las suelas de sus zapatos cada vez que el zapatero tenía
que ponerles unas sobresuelas, o comprarse, por no tener arreglo,
unos nuevos. Conforme se iba acercando al centro aceleró los pasos
en las bulliciosas calles que atravesaba, repletas de comercios en
donde ya relucían los adornos propios de las fiestas que se
avecinaban junto a los carteles con las buenas nuevas. En Puerta Real
tentó a la suerte y compró un cupón de la lotería de los ciegos,
e inmediatamente se dirigió a rezar a su protectora: la Virgen de
las Angustias, en su Basílica de la Carrera. Le rezó con fe pidiendo para los demás: por su marido y por sus padres que se
habían reunido ya con él; por el marido de su hermana, que pese a
estar enfermo tenía un penoso trabajo por el que cobraba un mísero
sueldo que apenas alcanzaba para ir sobreviviendo; por su hermana
Eugenia y sus hijos para que el día de mañana fueran hombres de
provecho; por sus hijos: por el trabajo de Andrés que ahora vivía
lejos, por Pepe para que la Virgen le iluminara y resolviera aquella
etapa algo rebelde que estaba pasando; por Ani agradeciendo que
hubiera encontrado trabajo en el cub juvenil de la parroquia de san
Nicolás; por el novio de ésta, Quique, para que continuara la buena
racha de trabajo como repartidor por su cuenta de bombonas de butano,
y así poder pagar el motocarro que, para esta actividad, se había
comprado a plazos; por ella para que su diabetes no fuera a peor y
así poder atender a su familia; por Antonio que no daba noticias
desde Barcelona; ¡ah!, y por Emilillo: Que me lo dejen sin que me
pongan pegas. Ella creyó siempre a pie juntillas que fue su Virgen
la que iluminó a la monja. Con la ayuda de sor Josefa, a la que
conocía bien de los tiempos de internamiento de su hijo Pepe,
consiguió sacar del orfanato a Emilillo, avalada por ésta en la
certificación de que era su tía carnal.
II.
El goce del cariño
Iba
colocando, muy concentrado, las figuritas del belén que estaba
montando, no sin cierta tiritona que le provocaba la baja temperatura
en el interior de aquel sótano. Podía más la ilusión y la
fascinación por la invención del ilusorio paisaje y la
escenificación de sus personajes, que el frío viento de sierra que
se filtraba por las carpinterías de los ventanucos, hasta olvidarse
de su punzante clavazón; autocomplaciéndose en su soledad, de tal
suerte que ignoraba –o más bien quería deliberadamente ignorar--
lo que seguramente ocurría arriba. En el salón de estar del
pabellón de menores del orfanato se sucedían las llamadas de los
chicos afortunados a pasar las fiestas con sus familiares que habían
ido a buscarlos. Emilillo, bueno Emilio para sus compañeros de
orfanato –aunque en realidad se llamaba Francisco; cosas que
pasan-- se abstraía de su entorno, del mundo, fascinado en esa creación, esperada y deseada especialmente en aquellos difíciles
momentos –los de la mañana del mismo día en el que alguien,
recorriendo un largo y frío trayecto, había llegado hasta el
orfanato--, a sabiendas de que nadie allende las tapias le
reclamaría, de que su existencia se había borrado hacía tiempo
de la memoria de los pocos familiares conocidos. Ocurría lo de cada
año por estas fechas: que ni padecía ni dejaba de padecer por ello.
Divagaba como terminar de colocar las figuras cuando un compañero le
avisó a gritos: ¡Emilio, Emilio, ha venido una señora mayor a
sacarte!, está con sor Josefa en el cuarto de la Radio.
Se
quedó quieto, de pie mirando al compañero con ademán de sorpresa;
después los gestos de su cara mutaron a incredulidad; para derivar
en ansiosa curiosidad con pregunta: ¿Quién será? Súbita
incertidumbre que puso en alerta su ya acreditado sistema de defensa
frente al afecto caducable, o en el peor de los casos al afecto
ausente; coraza adquirida en las lides de los innumerables domingos
sin visita de familiares, o en las suertes de las fiestas señaladas
del año de las que de antemano sabía que carecía de boleto para el
sorteo, en especial aquellas de la Navidad. La curiosidad hizo el
camino inverso hacia la gran sorpresa cuando Emilillo se encontró
con Anita que abalanzándose sobre él le abrazó de tal suerte que
sintió en su pecho sus acerados huesos, llenándole su cara de los
mismos besos ruidosos de cuando era pequeño, ante la complacencia
sonriente de sor Josefa: ¡Ay, Emilillo, qué grande estás!, y
contemplándole a corta distancia se congratulaba en su fortuna, la
de aquellos instantes: Pero si estás hecho todo un hombrecito le
decía muy sonriente. Al arrebujarle Anita de nuevo contra su pecho
notó en él cierto envaramiento, que comprendió no era rechazo sino
esa normal desconfianza que provoca la ausencia desacostumbrada de
unos padres, o en su caso de alguien que hiciera de ellos: ¿Pero
cuántos años tienes?, le preguntó Anita, ansiosa por saber la
edad: Tengo doce años; entonces ella cayó en la cuenta que hacía
seis años que no sabía nada de él: Es muy buen niño y además un
gran estudiante de bachiller, dijo sor Josefa toda orgullosa.
El
cariño que Anita le fue dispensando, en dosis justas, camino a Haza
Grande fue debilitando las primeras resistencias de él: empezaba a
desear ser querido sólo unos días, aunque luego dejara de serlo el
resto de su difícil pubertad que ahora enfrentaba en su día a día,
y quizás también de su incierta futura adolescencia. Mientras
avanzaban de cara al frío viento de los Llanos de Armilla, para
tomar el tranvía a Granada capital, él fue retrocediendo en el
tiempo y el espacio de los recuerdos almacenados en el desván de su
vida hasta vislumbrar, a su manera, los posos que se habían
depositado en los fondos de su ser: ese grito callado de
desesperación de que nunca nadie supiera de sus ocultos
sentimientos, porque no tenía a nadie con quién compartirlos; la
frustración de sentir la imposibilidad, como ahora, de no poder
abrir la compuerta de las emociones porque el mecanismo de apertura
estaba oxidado; o la necesidad perentoria de haberse revestido de
una coraza y apretarla hasta cortarle la respiración sin que lo
notaran los demás; sintiendo siempre vergüenza de que los más
cercanos –sus compañeros con familia visitante-- se apercibieran
de sus carencias afectivas; y fue retrocediendo deliberadamente hasta
verse pequeñito en el regazo de Anita y complacerse en los besos y
arrumacos que ésta, en la remembranza, le prodigaba; divagaciones
que le acudían a la mente al tiempo que ella toda solícita
apercibida de los finos ropajes del orfanato, y para protegerle del
frío del llano, le ponía su rebeca de lana amorosamente sobre sus
hombros: Abrígate que ya está aquí el tranvía..., verás, cuando
levante el sol hará menos frío.
El
cariño a dosis justas pero constante hizo que durante el viaje, y
poco a poco, Emilillo fuera aperturando el candado que apretaba su
coraza, agradeciendo que si no podía respirar bien ahora no era
porque el escudo imaginario le oprimieran los costados, sino porque
aquella opresión era ejercida por los pasajeros que de pie, como
sardinas en lata, saturaban la furgoneta –medio barato de transporte
pirata-- que les trasladaba desde el centro de la ciudad en donde les
había dejado el tranvía, a lo alto del Albaicín. Fuera del
vehículo, caminando hacia la casa por la pendiente de tierra,
Emilillo sentía cierto alivio, como el que ascendiendo por empinada
rampa empezara a soltar lastre para ir más ligero, y cuando por el
agujero abierto entre las dos masas de tapial de la muralla árabe visibilizó
la casa, que sorprendentemente reconoció de la última vez, respiró
profundamente tomando aire a raudales por donde notó que se colaba
el bálsamo del goce del cariño. Aperturó definitivamente su
blindaje y arrojó la odiosa llave del candado imaginario al
pedregoso camino. Miró a Anita, le sonrió abiertamente como lo
hubiera hecho a su madre, y se lanzó a correr hacia la casa desde
donde les saludaba Ani con los brazos en alto. El sol muy oblicuo
había alcanzado ya su punto más alto, y amortiguado en algo la baja
temperatura. Aquellos fueron todos días soleados. ¡Qué suerte!, o
es que tal vez aquella familia en realidad sí fuera mágica y
hubieran maniobrado en ese sentido. Quién sabe.
Anita,
Ani.
Los
abrazos de buenos días olían a fresca agua de colonia lavanda, la
preferida de Anita, a quién Emilillo se pegó como una lapa desde el
primer día: Emilillo ven a ayudarme a darle de comer a los conejos; y en tanto él le acercaba la hoja de lechuga al conejo que
fácilmente extrajo de la conejera y que ahora tenía en su regazo,
ella le contaba que aquella carne era muy buena para "su azúcar" --se refería así a su diabetes--,
aunque él no entendiera bien de aquella enfermedad de la que le
hablaba, ni su relación beneficiosa con la carne del animal,
simplemente gozaba con estar allí, a su lado, de sonreírle
escuchando muy atento los avatares de su vida, que ahora los había
hecho parte de la suya: Hoy vamos a comer arroz con conejo..., verás
que bueno está; y él le sonrió más abiertamente, relamiéndose ya
con el guiso imaginado pues sabía que Anita era una experimentada
cocinera, de esas de cocina casera de posguerra. Condición que había
heredado su hija Ani. La experiencia de tener una familia prometía
felicidad, al igual que el gusto de aquel arroz.
--
Después de comer y antes que se vaya el sol, ¿quieres acompañarme
a los pinares a coger ramas y piñas para el brasero?; la propuesta
de Anita entusiasmó a Emilillo. Los pinares en suave laderas se
extendían muy vastos junto a la última casa, la del bar: De las
piñas coge las abiertas..., las que están apretadas pueden saltar
cuando las pongamos al fuego. Encendieron el brasero en el patio, con
parsimonia, respetando los tiempos necesarios para un buen brasero de
carbón de picón, el que añadieron a las brasas de la leña
recogida, dejando reposar la combustión un buen rato, el tiempo
justo para empezar a combatir el frío que a la caída del sol, al
final de la tarde, cercaba ya las casitas asaltando su interior.
Entonces la vida se hacía circular, cercana, apretada, más íntima
alrededor de la mesa camilla con el brasero, dónde el placer del
calor hacía más fluida la conversación de las novedades recibidas:
Hemos tenido carta de Andrés, dice que está bien de salud, y que
tiene mucho trabajo porque se están construyendo muchos pisos y
hoteles por allí, y necesitan fontaneros; contaba Anita: A lo mejor
me tendré que ir yo también a Málaga..., buen sitio..., a todo
esto si Conchi está de acuerdo; soltó Pepe sin mucho
convencimiento; y a renglón seguido una pregunta: Oye Emilillo tú
te acuerdas de mi hermano Andrés... :Claro que sí, me acuerdo mucho
de él, de la última navidad que estuve aquí con vosotros hace seis
años, lo recuerdo bien; suspiros y silencio prolongado con las
miradas algo perdidas por unos instantes –había pasado un ángel--,
pausa que aprovecharon para reavivar el fuego con la paleta, para a
continuación seguir dilucidando los asuntos de familia, los más
complicados: el de la medida de la falda y la hora de recogerse en
casa de Ani para aquellas fiestas: A las diez es muy temprano ten en
cuenta mamá que Quique necesita mucho tiempo para el reparto, y con
mi trabajo casi no nos podemos ver...: Bueno a las once pero tienes
que alargar la falda por debajo de las rodillas...: ¡Bah!, déjala
mamá si está muy guapa con la falda corta --le echaba un cable
Pepe ejerciendo ahora de hermano mayor--, así que hermanita a las once y media, y que la falda solo te
tape las rodillas..., ¿vale mamá? Él ya con dieciocho años, y además varón, no
tenía restricción de horario. Y para relajar la conversación y
rematar en armonía la tarde-noche antes de la cena: una sesión de
juegos reunidos, nunca mejor dicho: ¿Jugamos una partida al
parchís?...: Vale.
Emilillo
escuchaba complacido, mientras movía sus fichas, identificándose
con aquellas intimidades de la familia, interviniendo para compartir
las vivencias del día y cuando le preguntaban por su hermano
Antonio: Apenas tengo noticias de él; decía; y a continuación
Anita, al tiempo que se apuntaba un ¡doce!, soltó un buen
propósito: Alguna vez iremos todos a Barcelona a buscarlo..., ¡qué
ganas de verlo y abrazarlo!...: ¡Eh!, que te has contado cuatro de
más; protestó Ani. En cuanto te descuidabas la madre alargaba la
ficha varias casillas: ¡Ah!, me habré equivocado, se disculpaba en
la pillería Anita, guiñándole el ojo a Emilillo que le sonreía.
Algunas tardes la mesa camilla se completaba con la visita para
felicitar las fiestas de algún vecino y su familia: Felices fiestas
y próspero mil novecientos sesenta y cinco, brindaban todos en
vasitos pequeños con un anís tan fuerte que quitaba el hipo, al que
acompañaban con auténticos dulces de mantecado, polvorones, y
alfanjores que Anita extraía de un arcón donde celosamente guardaba
los licores y los dulces; y a falta de un aparato de televisión –era
inasequible para la economía de aquellas gentes, excepto para el
dueño del bar--, una distendida y amable tertulia con fondo de
música de la radio que reinaba sobre el aparador, en donde Adamo
ponía melancolía al nombre no pronunciado en las mismas notas tarareadas por
Pepe, pensando en el nombre que le ocupaba su mente: “Tu nombre para
mi es el emblema / el más bello poema...”; canción ligera que
empezaba a desplazar lentamente la otra música: flamenco, boleros,
copla, canción española... banda sonora de unos tiempos
difíciles pero de esperanzada y sincera solidaridad entre ellos: los
desheredados.
Una
noche muy fría a Emilillo le dio tiritona incluso con las piernas
tapadas con las gruesas ropas de la mesa camilla, que resguardaba muy
bien el calor del brasero debajo de la mesa, ¿pero fuera?: Toma esta toquilla de
lana, te la echas por los hombros y luego te quitas los zapatos y los
calcetines, verás como entras rápidamente en calor. La sugerencia
de Anita fue bien hasta que Emilillo movió un pie descalzo hacia el
brasero introduciendo uno de los dedos entre la alambrera de
protección del calefactor. Un ¡ayyyyyyy! largo en la pronunciación
pero contenido en el dolor fue suficiente señal de alarma para que
Anita se apercibiera que se había quemado, y rápidamente le aplicó
el sabio remedio sobre el dedo del pie quemado: unas gotas de tinta
china, embadurnándole de negro todo el dedo. Sorprendentemente para
Emilillo la cosa funcionó: la quemadura no hizo ampolla, y al día
siguiente ya no había ni señal. Magia de aquella familia, o
simplemente remedio popular. Quién sabe. Él estaba entusiasmado
con toda aquella ¿magia? que estaba viviendo: el desvelo de los
demás hacia él, las atenciones, el ambiente de cariño, las miradas
amables, las sonrisas sinceras, los abrazos, los besos...; de tal
suerte una auténtica magia, sí, que hacía que cada día se
sintiera más vinculado con sus miembros, los que no le daban tregua
a que se aburriera aquellos especiales días. Toda una sucesión de
descubrimientos agradables.
Uno
de esos días buscando a Anita, Emilillo descubrió su silueta que se
transparentaba entre la ropa que tendía en la parte más soleada del
patio, junto a las conejeras, y se quedó observándola en silencio,
sin que ella se apercibiera de su presencia, conteniendo la emoción
de percibir el amor de hogar que desprendían las prendas de ropa
colgadas de las cuerdas, todas juntas, exclusivas, sólo de ellos,
limpias, expuestas al tenue soleamiento, y deseó que por siempre su
ropa estuviera allí tendida; e inmediatamente dejó correr la riada
de emociones por lo que tenía de intimidad familiar la escena, y
queriendo sorprender en la broma a Anita se abalanzó sobre ella: Te
pillé!; Emilillo la abrazó envolviéndola entre las ropas, a lo que
ella se revolvió, liberándose entre risas y colocando sus frías
manos de rojo y amoratado por el agua fría del lavado, en las
mejillas de él, que peleaba por deshacerse de esas manos tan frías,
en un alboroto de tira y afloja al que se les unió con alborozo
juguetón el perrito que tenían. Entonces vio la pila de lavar de
piedra adosada a la casa, y comprendió lo de las manos de Anita, el
amor a su familia, su entereza frente a las adversidades, su alegría
a pesar de todo..., y el excelente colofón: una poesía intimista
escrita en unas cuerdas. Siempre le emocionaría la visión de las
ropas tendidas en los patios de luces, como estandartes de intimidad,
de pertenencia al mismo grupo afectivo. En aquel tiempo por no
faltarle sorpresas hasta descubrió una declaración de cariño
envuelta en un nuevo olor que rápidamente guardó en su memoria
olfativa de esos días: el olor particular a colmado antiguo que
fijaría de por vida, junto con aquel afecto constatado.
Emilillo
había acompañado aquel día a media mañana a Anita a hacer la
compra en un colmado de chacinas, salazones y conservas del Albaicín
donde le fiaban la adquisición de los comestibles: exiguos, sólo
los imprescindibles para cocinar el plato contundente del día:
Buenos días, feliz Navidad; Anita saludaba sonriente a las mujeres
que esperaban la vez: Feliz Navidad Ana..., ¿y este niño?; le
preguntaba una de ellas; y mientras le ponía un poco al tanto de su
historia, con los oídos atentos de las otras, él iba fijando para
siempre en su percepción olfativa las esencias que colmataban el
ambiente de la alargada habitación, y que evocaba un olor singular,
desconocido pero agradable, como a pimentón, hierbas aromáticas,
especias, y adobos que provenían esencialmente de las conservas y de
los productos frescos de matanza colgados a lo largo de unos palos
por encima del mostrador, el que por su proximidad con las chacinas
había absorbido los mismos aromas que éstas desprendían; todo ello
sin dejar de escuchar las explicaciones de Anita a aquellas mujeres
que permanecían atentas, mirando con bondad a Emilillo entre
exclamaciones de compasión de ellas, hasta concluir: Emilillo es
como si fuera hijo mío, en el tiempo que ya era atendida por el
dueño del colmado, de mediana edad, con guardapolvos azul, y un
lápiz prendido en la oreja, como eficaz calculadora, con el que fue
anotando y sumando los gastos de la compra ante la atenta mirada de
Anita: Bueno esto me lo apuntas en mi libreta, ya te lo pagaré como
siempre, cuando cobre mi pensión; nunca se sabía exactamente el día
del pago de aquellas escasas pensiones de viudedad, fluctuaba en el tiempo: Mañana vamos a ir a la Casa la
Perra Gorda a preguntar..., ¿quieres venir?; le dijo Anita todavía
dentro de la tienda…: Vale, pero ¿qué es eso de la perra
gorda?...: Dónde pagan la pensión, no muy lejos de aquí, en la Gran Vía... Ya en la calle, Emilillo le
confesaba: Te has dado cuenta que el tendero huele igual que el
mostrador y que las tripas que tiene colgadas..., ¡ah!, que sepas
que para mi también eres como mi madre; le dijo de sopetón, y luego
se abrazaron y besaron. En todo ese tiempo las muestras de cariño se
prodigaron continuamente, pero faltaba una importante que venía con
sorpresa.
No
esperó a Reyes. Anita despertó muy temprano a Emilillo. Ella había
madrugado antes para asearse y perfumarse, por lo que olía a lavanda
recién cortada. Para entonces ya había calentado agua en una olla
para que en el aseo el contacto de la toalla con su piel fuera
templado, restregándole el agua y jabón por pecho, espaldas, brazos
y piernas de su cuerpo casi desnudo, abandonándose Emilillo al
disfrute relajante de aquellas manos trabajadoras y delicadas a la
vez: Bueno ahí por debajo te das tú, eso también hay que lavarlo
¡eh!; lo dijo entre risas que le contagió; y mientras se frotaba
sus partes íntimas por debajo del calzoncillo se sorprendió de que
ese prurito de pudor, que hubiera mantenido con cualquier otra
persona, se había esfumado con ella. Era la prueba de aceptación y
complicidad que se tiene con una madre. Mientras él terminaba su
limpieza y se vestía, Anita le ponía un poco al tanto del plan por
el que le había hecho madrugar: Ahora, dentro de poco, vendrá
Quique a recogernos con el motocarro..., nos vamos de excursión al
centro..., desayunaremos..., veremos las luces y adornos de
Navidad..., la Catedral..., los Belenes..., después nos quedaremos
a comer..., y por la tarde al cine que ponen una de Raphael...: ¡Pero
eso cuesta mucho!, le espetó Emilillo, como rechazando el sacrificio
que para la economía de ella supondría aquel gasto: No te
preocupes..., verás..., los licores y dulces que tengo en el arcón es
gracias a Quique, que para las fiestas nos ha regalado quinientas
pesetas, ¡un capital!, y lo bueno es que todavía me ha sobrado
dinero para nuestra excursión.
Quique
los dejó en la Gran Vía de Colón, cuando ya los establecimientos,
bares y comercios llevaban un par de horas abiertos. La ciudad bullía
de actividad y de gentes deseándose paz y felicidad, en las fiestas
más importantes del año. Desayunar en la calle emblemática de
Granada fue todo un lujo y una gran novedad: Prueba las Maritoñis,
son unas tortas de bizcocho con relleno de cabello de ángel,
canela, y una pizca de malafollá, ja, ja, ja...: ¿Una pizca de
qué..., porqué te ríes?...: De malafondinga que es lo mismo; ¡vamos!, de la más pura esencia granaina, ya
la irás descubriendo, ya verás...: ¡Hummm! que rica, ¿puedo otra?
Si la sorpresa del desayuno fue deliciosa, la siguiente le colmó de
dicha: Pruébele esta rebeca de lana; le decía Anita a la
dependienta de la tienda de ropa donde habían entrado en la misma
calle, cuando aún el probado paladar de Emilillo mantenía el gusto del cabello
de ángel y la canela: ¿Te gusta ésta?; y tras una pausa de espejo
y aceptación: No hace falta que la envuelva se la lleva puesta. Al
regalo de la rebeca le siguieron los guantes, y a éstos una gruesa
bufanda y un gorro, todo de lana, entre los que se coló un capricho de pubertad: una corbata a rayas; prendas que Emilillo se llevó ajustadas ahora a su cuerpo: Si hay que abrigarse para que esperar; le decía sabiamente
Anita a la dependienta, luego pagó y le miró con mucha ternura:
Estos son los Reyes de este año para que no pases frío..., ¿te
gustan?; por contestación él la abrazó y la besó: Gracias, te
quiero mucho; le dijo al oído de ella.
La
inolvidable jornada festiva que se prolongó hasta que terminó la
película que fueron a ver en el teatro-cine Isabel la Católica, ya
de noche, cursó con dos sorpresas no esperadas para ninguno de los
dos: una en la propia sala del cine cuando se encendieron las luces:
¿Qué haces aquí?; la que preguntaba a Emilillo sorprendida era su
hermana Carmencita –habían visto la misma película a escasos
metros-- que vivía con unos padrinos desde que falleciera la madre
de ambos; presentándosela a Anita, aprovechando el casual encuentro;
por fin conocía a la niña de la que tanto le hablara el padre de
Emilillo en los domingos de visita en el orfanato; y curiosa por
saber más después de la despedida: ¿Es mayor que tú?...: Sí,
tres años más...: Pero tienes alguna relación con ella...: Apenas,
no va nunca al orfanato...: Es muy guapa..., se parece a tí... La
otra sorpresa era que a la salida les esperaba Quique con su
motocarro aparcado enfrente de la puerta del cine: ¡Ah mira
Emilillo..., qué lujo!: tenemos chófer y coche particular. Quique
los dejó en la misma puerta de casa, donde recogió a Ani que tenía
día libre de trabajo: ¡Adiós!, que seáis buenos, a las once y
media en casa; les dijo la madre a ambos en advertencia amable;
ellos sabían bien a qué se refería. Emilillo también.
Los
días que Ani trabajaba, que eran alternos, Anita y Emilillo iban a
recogerla por la noche al trabajo en el Albaicín, para acompañarla
después a casa: ¿Qué tal te ha ido hoy?; le preguntaba la
madre: ¡No sabes mamá!, ha sido muy divertido y muy movido, les he
puesto en el pickup todo rato el Tuí Sanchao (Twist And Shout), y
les ha encantado sin parar de bailar, ¡qué noche!...: ¿El qué le
has puesto?; le preguntaba Emilillo...: El Tuí Sanchao de los Bitel
(The Beatles); le contestaba Ani, tarareando la canción, moviendo la
cabeza como posesa de un lado a otro, cayéndole el flequillo de la
melena por los ojos: ¿Los conoces?; le preguntaba curiosa a
Emilillo, mientras se le iba disipando aquella energía corporal:
Bueno..., por uno de mi clase de bachiller, que es muy fans de los
Bitel..., es curioso mueve la cabeza como tú, pero ese canta otra,
algo así como Silaiú, Yé, Yé, Yé (She Loves You, Yeah, Yeah,
Yeah)...: ¡Ah!, esa también la ponemos a veces, tiene mucho ritmo;
Anita se reía a carcajadas, no entendiendo nada: ¿De qué demonios
habláis?...: De los Bitel mamá, los mejores..., verdad Emilillo; y
al echarle el brazo y atraerlo hacia ella, esparció hacia él su
esencia: un agradable olor a perfume Myrurgia, el que cuidaba como
oro en paño, sólo unas gotitas en los sitios estratégicos de la
cara, en el cuello, en las muñecas, y que se esfumó de golpe por el
penetrante olor a torrefacto, que les dio como un bofetón al entrar
en el bar que estaba junto al club juvenil donde trabajaba Ani --un
local dentro de la parroquia de san Nicolás--, y en el que siempre
hacían una parada para hablar y reponer fuerzas, antes de marchar
para casa.
El
olor del café exprés de la Cimbali, toda una novedad de máquina de importación
italiana para un bar de barrio; las luces de colores por las fiestas;
los adornos navideños de espumillones, estrellas, ángeles,
campanas; el ambiente festivo y cordial: ¡Hola, doña Ana!, lo
de siempre...: Sí, pero para Emilillo no pongas mucho café, casi
todo leche y uno de esos pastelillos que tú sabes; todo ello lo
recordará Emilillo para siempre como parte de la magia de la familia
y su entorno, del que ya iba marcando territorio: ¿Qué tal el
párroco?; le preguntaba la madre a Ani: Muy moderno, uno de los
nuestros, no tendrá más edad que Andrés, y se preocupa mucho por
la gente..., hoy sin ir más lejos me ha ayudado a recoger todo y a limpiar el
club..., toma esto es lo que me ha dado por esta noche, el hombre no
puede más: No está mal..., oye Ani el baile ese ¿como es?; le
seguía preguntando la madre: Un tuí, mamá..., baile suelto, aunque
el cura también nos anima al otro más agarrado, pero vigilado...:
¡Ah!; dijo Anita lacónica. Antes de irse, ésta dejó una moneda
de propina que sonó como un premio de lotería: ¡¡¡Bote!!!,
gritaba el camarero que les atendió lanzando la moneda a un tarro
metálico adornado de espumillón, mientras les despedía:
¡Adiós!..., oye Ani!, me han dicho que la noche de hoy ha sido para
recordar...: Y que lo digas. Los tres rieron a pierna suelta al
salir. Emilillo estaba encantado con su hermana yé-yé. A sus
dieciséis años todo un descubrimiento que le contagió de alegría
esos días.
Pepe
Desprendía
un olor singular, mezcla de Varon Dandy y tabaco rubio que se
acentuaba en el olfato de Emilillo cuando éste se pasaba algunas
noches, desvelados ambos, a su cama. Cogían el sueño tarde ya que
ninguno tenía que madrugar al día siguiente. Él porque estaba de
vacaciones y Pepe..., bueno Pepe se había tomado su particular año
sabático en su trabajo de fontanero por cuenta propia pues tenía
una misión apremiante: dedicar el máximo de tiempo en cortejar a
Conchi, la hija del dueño del bar. Arrebujados cuerpo con cuerpo
combatían mejor el frío, que ya no era sólo el de la habitación
sino ese que a fuerza de tantos inviernos sin calor les había
invadido por dentro hasta fijarse definitivamente en el tuétano de
sus huesos. Los peores inviernos: los del orfanato: ¿Te acuerdas
Pepe cuando estábamos juntos en el pabellón de menores?, ¡¡qué
frío!!; y Pepe que había dejado aquel tiempo en algún recoveco
escondido de su memoria, recuperó las imágenes del aislado lugar
que les unió para siempre, rechazando rápidamente las que no les
gustaba --que eran casi todas--, quedándose solo con las de su
hermanamiento con él y su hermano Antonio: Me acuerdo mucho de tu
padre cuando junto con mi madre nos visitaban los domingos..., sabías
que se conocían desde jóvenes, al parecer vivían en pueblos
vecinos...: ¡Ah!, no lo sabía...: Yo tampoco, de eso me enteré
después de que mi madre me sacara de allí; Pepe se quedó un rato
en silencio sopesando contarle o no lo que estaba evocando ahora en
su cabeza, hasta que se lo confesó, tenía que saberlo: Eras muy
pequeño y había muchas cosas que no entendías o las entendías a
medias..., ¿recuerdas que era domingo cuando murió tu padre?...:
Bueno recuerdo a mi hermano llorando abrazándome cuando iba en fila
a misa, me dijo algo pero no me enteraba muy bien el qué y el porqué
de aquello...: Después de eso se fue al funeral y volvió a la tarde
muy apenado, tanto que no podía ni hablar. Como era domingo de
visita tu esperabas como siempre ver aparecer a tu padre y..., tuve
que ser yo el que te dijera que tu padre no iba a venir más --Pepe
se estaba emocionando en la evocación de la escena de su mente que
recordaba como si fuera ayer--..., que se había ido al cielo para
siempre...; ambos se abrazaron con los ojos llorosos: Bueno, vale ya
de penas, mañana nos vamos a ir a cazar pajarillos...: A cazar
¿qué?...: Bueno, mañana lo verás, vamos a dormir que es muy tarde.
¿Esa
ropa para cazar pajarillos?; Emilillo no le hizo la pregunta pero sí
la pensó, sorprendido cuando lo vio aparecer en el salón donde
desayunaba sólo --Anita y Ani no estaban en la casa--, a la vista de
la fina vestimenta perfectamente acoplada a sus dieciocho años para diecinueve bien
plantados: camisa blanca, pantalones grises de finas rayas, botas
camperas de piel, chaleco y chaquetón de ante de color ocre y un
pañuelo en el cuello; todo repeinado de tal manera que su cara
despejada acentuaba su atractiva sonrisa: Termina de desayunar que
nos vamos...: ¿Nos llevamos el perro?...: No que nos espanta los
pajarillos con sus ladridos..., déjalo en el patio..., vamos a un
bosquecillo que hay cerca de los pinares; y allá marcharon, carabina
de aire comprimido al hombro de Pepe, no sin antes hacer una escala
que les pillaba de camino: la última casa, la del bar; bueno la
parada se llamaba más bien Conchi: Que guapo estás, si pareces el
Cordobés; le decía Conchi detrás de la barra, enfrente de él, a
corta distancia ambas caras. El sabía de su agraciado parecido con
el joven y famoso torero, y explotaba aquella coincidencia que tanto
gustaba a su ¿novia?, en una conversación casi de alientos,
aprovechando que no estaba el padre. En un momento de la íntima
conversación ambos miraron a Emilillo que se había sentado en unas
de las mesas a ver la televisión y le sonrieron, por lo que supuso
que hablaban de él, y no entendiendo mucho la razón de aquella
excesiva demora en el pavoneo de los dos, salió afuera a contemplar
desde la terraza del bar la extensión de pinos que empezaban a
reverdecer su oscuro color con los mañaneros rayos de sol,
rememorando las tardes de recogida de piñas.
Era
sorprendente como Pepe subía y bajaba los desniveles del terreno
cubiertos de hojas secas, sin descomponer su figura, repeinado, el
pañuelo del cuello sin desbaratar; enseñando a Emilillo como
manejarse por el terreno sin espantar a los gorriones, con la
carabina en punto de mira hacia las ramas de la arboleda, el perdigón
en la recámara, oído muy atento a cualquier sonido: ¡Chiiisssttt!,
mira hay ahí varios, decía a la vez del disparo: ¡Joder!, no les
he dado..., se han ido..., dame otro perdigón; le pedía a Emilillo,
y otro, y otro.., hasta acabar con la munición, después de
recorrer todo el bosquecillo arriba y abajo sin conseguir ninguna
presa, con un cansancio ya, que apremiaba la vuelta a casa, pero
antes: la misma parada, esta vez sentados en la terraza del bar,
atendidos por Conchi, con buscada exclusividad con respecto a los
otros clientes, en clave de complicidad entre los dos tortolitos en
pleno galanteo: miradas que lo decían todo, sonrisas que lo
confirmaban, palabras casi susurradas, en un extraño pero curioso
lenguaje de gestos y dobles intenciones que a su edad Emilillo ya
descifraba, aunque aún estaba en una etapa de transición: Para mi
Emilillo una Coca Cola, y para mí una cerveza...: ¿Para ti sólo
una cerveza?... :Bueno, te pediría algo mejor, pero no se puede
decir; ambos rieron ante la insinuación y la pícara mirada de reojo
de Emilillo, en momento existencial en cuanto se hubo marchado Conchi: ¡Cuánto tiempo y cuántas cosas nos han pasado!, ¿verdad Pepe?..., y
ahora ya con novia..., y dentro de poco con hijos...: Bueno, para el carro, nos estamos conociendo todavía. Estaba
claro que ambos se gustaban y se querían mucho.
Al
punto llegó Conchi con las bebidas y unas tapas de morcilla de
matanza reciente que quitaba el sentido nada más con olerlas: Para
mis chicos preferidos; dijo sonriente, y se marchó rápido ante la
mirada constante de Pepe que no le quitaba la vista, a la que se
sobreponía la del padre, siempre vigilante dándole órdenes
constantes. Conchi no daba abasto para atender a la parroquia
masculina que frecuentaba el bar: el aperitivo a la salida del
trabajo antes de comer era sagrado, y las tapas de morcilla pecado de
cardenal. Con Conchi desaparecida se abandonaron a los halos del
momento y del lugar, rechazando de plano por antinaturales otros
lugares y otros momentos menos gratos. El sol calentando sus cuerpos,
el olor de los pinos perfumando el aire que les llegaba desde el
bosque hasta la terraza, relajados en la conversación envuelta en
humo de tabaco rubio, el preferido de Pepe; era como si estuvieran en
la galería soleada de un sanatorio curándose de algo pendiente: de
los abrazos reprimidos, de las caricias deseadas pero prohibidas, de
los sentimientos anulados, de las emociones que insistentemente les
negaron, con obsesiva voluntad por considerarlas conductas
degeneradas y pecaminosas, quienes rigieron sus vidas en el orfanato.
A pesar de tanta iniquidad, no consiguieron su propósito, en todo
caso lo contrario: un cariño perpetuo entre ambos y el anhelado
cuerpo a cuerpo en las noches de confidencias. Y ahora, a falta de
referente, un hermano mayor con el que compartir sentimientos; y, como
no, también acontecimientos: los naturales de sus vidas durante
aquellos días.
--Dame
esa llave..., esa no..., la otra más grande; le apremiaba Pepe en
una postura inverosímil debajo del fregadero a Emilillo, en la casa
de un vecino, a la que habían acudido una tarde a arreglarle las
cañerías que habían reventado con la helada de la noche. Aunque
sin mucho entusiasmo, y con permiso del padre de Conchi, publicitaba
en un anuncio sus servicios profesionales de fontanería en el bar:
Te has buscado un buen ayudante, va a aprender bien el oficio; le
decía el vecino a Pepe: No, éste está estudiando para hacer una carrera
cuando sea mayor..., va a hacer grandes cosas, ¿verdad Emilillo?; y
mirándole le regalaba una generosa sonrisa con doble mensaje: el del
cariño y el del deseo de que aquello se cumpliera. Era curioso que
Pepe se había vestido y arreglado para reparar la avería lo mismo
que lo hiciera para la seducción, e igual de sorprendente era que
pese a las forzadas posturas permanecía impoluto; como si el
esfuerzo del trabajo respetara su aspecto inmaculado; como si tuviera
muy claro que era simplemente un trabajo ocasional para ir tirando en
sus pequeños gastos; como si lo importante fuera vivir lo que le
estaba sucediendo, las otras cosas del mundo podían esperar. El
final del trabajo con el fuego del soplete sobre el plomo de las
nuevas tuberías era como la satisfacción de los fuegos artificiales
al final de la fiesta: ruidoso y espectacular; ahora a cobrar y a ver
a Conchi al bar. Se entendía su acicalado aspecto.
Aquella
noche cuando llegó ya muy tarde Anita respiró aliviada en el
butacón del salón dónde le esperaba despierta, hablando a
continuación con contundencia pero bajito para no despertar a Ani y a Emilillo: ¿¡Te has
dado cuenta de la hora que es!?...: Es que me he entretenido con
Conchi picando algo de cena en el bar...: Pero ¿sólos?...: No, el
padre andaba por allí de carabina...: ¡No habrás bebido mucho!...:
Bueno un poco..., ¡ah! mamá toma lo que he cobrado..., no está
todo, me he quedado con un poco...: ¡A ver si buscas un trabajo
estable, no puedes estar haciendo sólo chapuzas, ni perder todo el
tiempo en el bar!..., venga vamos a dormir que mañana tengo que
madrugar; le dijo la madre muy seria mientras besaba al hijo. En el
dormitorio acercó la cara a la de Emilillo, al que creía dormido, y
le deseó buenas noches entre emanaciones de un aliento en donde el
olor a tabaco y alcohol habían anulado el del Varón Dandy. Al
instante quedó profundamente dormido. Afuera en el patio Emilillo
oía el empuje del aire sobre la ventana, como queriendo entrar, y
recordó el ruido del viento presionando con furia los cristales de
los balcones de los dormitorios del orfanato en las noches de
desamparo. Siempre le desagradó esos sonidos. Estaba desvelado y
no conciliaba el sueño: en su mente hacía unos días se había
activado la espoleta de la cuenta atrás del final de aquella mágica
Navidad, un sueño feliz pero muy corto. En un par de días marcharía
al orfanato. ¿Y después?..., bueno, después Dios dirá; como decía
siempre Anita. ¿Y Dios qué dijo?
Aunque
todos madrugaron, la mañana se iba demorando en los preparativos de
la vuelta, y en las despedidas, siempre difíciles: ¿Porqué cuesta tanto cortar las
ataduras que uno mismo ha apretado?; ¿porqué el sueño era tan
efímero y la penosa normalidad tan larga, casi eterna?; pero esta
vez podía ser distinto, ¿porqué iba a ser igual que siempre?; las
preguntas y reflexiones se agolpaban en su cerebro en una dicotomía
de pesar y esperanza a la vez, mientras besaba y abrazaba a Pepe y
Ani, apretados sus cuerpos, dilatando el adiós entre ojos llorosos
de todos. Incluso el perrito emitió unos apagados aullidos
lastimeros, que sorprendieron gratamente a Emilillo: ¡Qué
intuición, y qué capacidad de sentir!, pensó acariciando al animal
que agachado se le encaramaba a su pecho queriendo lamerle la cara.
Anita y Emilillo hacían ahora el camino inverso con el mismo frío
y el mismo sol atenuado del primer día. Bajando la rampa de tierra
Emilillo afinó los sentidos queriendo aprehender todo lo que éstos
pudieran fijar en su memoria, como los ¡clik! repetidos de una
cámara fotográfica imprimiendo la película: el bullicio de un
asentimiento gitano con quejíos de fondo; la vida en la colina con
sus tiras y aflojas diarios que siempre acababan en andanadas en el
bar; el sosiego del bosque de pinares, su olor que curaba las
enfermedades del alma, la brisa que desde allí ahora soplaba fría y
seca sobre su abrigado cuerpo de pertrechos de lana, limpiando el
aire ya limpio y elevando los sucesos vividos a la nube, la de su
memoria en donde pervivirían por siempre. Al llegar al hueco de la
muralla árabe volvieron sus miradas hacia la casa: ¡Adiós!,
¡adiós!...; se oía gritar desde la terraza a Pepe y Ani brazos en
alto, en compañía del perrito muy tieso con las orejas levantadas y
el rabo gacho, al que se le había borrado el ladrido.
A
partir de ahí Emilillo sólo oía sus propios pasos en el descenso:
el ruido de rozamiento de sus zapatos sobre la arenosa tierra, el del
puntapié a alguna lata interpuesta en el camino...; que sonaban
exagerados, a su percepción, en el silencio que se había aposentado
entre Anita y él, caminando con las manos en los bolsillos del
pantalón, cabizbajo con su mirada pendiente solo de sus pies
avanzando sobre los hierbajos y las piedras de la rambla,
resistiéndose a encontrar la llave imaginaria –pero real-- que
allí arrojó el primer día. Ella entendía su pena y le dejó
tranquilo, mientras andaban callados, cada uno en sus divagaciones en
aquel silencio que hablaba por sí sólo, más elocuente que las
propias palabras, pero que si se dilata más de lo necesario hiere;
lo sabía bien Anita: Bueno, me dijo sor Josefa que eres un gran
estudiante..., si sigues aplicándote en los estudios ya verás como
te comes el mundo..., pero para poder terminarlos tienes que seguir
en el hospicio..., yo no puedo..., bueno a todo esto que vas a hacer
cuándo seas mayor...: Casas, quiero ser arquitecto... : ¿Y me vas a
hacer un cuarto de baño?; él la miró sonriéndole y ella entendió
el mensaje: sin ninguna duda le haría el baño que se merecía, no
iba a ser menos que nadie, ya no tendría que asearse con una toalla: ¡Prometido!; le dijo mientras se abalanzaba sobre ella en un abrazo
ansiado desde que salieron de la casa: Si yo pudiera, te traería
conmigo para siempre..., ¡ay!, si yo pudiera..., te quiero como a
cualquiera de mis hijos..., tu no te apenes y queda contento que sí
Dios me da salud y un poco de suerte te sacaré para Semana Santa.
Aquel consuelo en forma de promesa, aunque condicionada, fue
suficiente para devolverle la alegría y la esperanza a Emilillo: su
interior gritaba desesperadamente que no quería perderlos, que no
podía esperar otros seis años.
III.
El ansiado goce del cariño
Inició
el ascenso a pie desde Plaza Nueva, inseguro de dar con la ruta que
le llevara a lo alto del barrio del Albaicín, que para alguien que
no se movía nunca por la ciudad tenía la dificultad de un complejo
laberinto, teniendo como orientación sólo unas imágenes en su
memoria, y cómo brújula una dirección con un sólo sentido: el de
avanzar siempre ascendiendo. Era muy fuerte su determinación de
encontrarlos y de querer saber qué había sucedido durante aquellos
cinco años transcurridos desde que se despidiera de Anita y sus
hijos: Seguro que había una explicación; se dijo para sí mismo en
el instante que acusaba un pinchazo en el bajo vientre, pensando que
tal vez les hubiera ocurrido algún percance: No tiene porqué...,
simplemente las propias dificultades de la vida..., que en su caso
siempre estaban ahí; pensaba aliviándose por su cuenta pero sin
dejar de seguir perturbándole tal pensamiento, al tiempo que al
subir la última empinada cuesta identificaba una de aquellas
construcciones de sus paseos con Anita por el barrio: Esto es un
aljibe, donde se almacenaba el agua ya en tiempo de los moros, éste
se llama...; aunque le había dicho el nombre de la curiosa
construcción no lo recordaba, pero si reconoció sus arcos de
ladrillo y el enrejado que cerraba el hueco: ¡Voy bien!; pronunció
casi audible, en la satisfacción de reconocer algunos vestigios
archivados en el recuerdo del complicado territorio: un entramado de
calles tortuosas y estrechas que se contraían hasta casi sentir la
opresión de sus destartaladas fachadas contra su persona, para
después aliviarla al ensancharse en pequeñas y recónditas
placetas: Señora por favor, ¿esta plaza cuál es?...: Es la del
Salvador, no ve la iglesia y el aljibe al lado...: ¡Ah! el aljibe,
es verdad, gracias. Después de evocar como reconocible la singular
construcción aboveda de ladrillo del depósito, Emilillo se sentó
en un borde del mismo, más para calmar su estado de excitación –que
se iba acelerando por momentos conforme creía estar llegando a la
cima--, que por descansar del esfuerzo físico: tenía dieciocho años
y unas poderosas piernas en un cuerpo atlético.
Después
de una rápida ojeada a la fachada de la iglesia, reconoció en su
construcción cierto estilo mudéjar, no en vano había comenzado
aquel año la carrera de arquitectura técnica, después de aplicarse
en aprobar todos los cursos de bachillerato como le había prometido
a Anita: Qué orgullosos se pondrán cuando se lo cuente a todos...,
qué ganas de verlos y abrazarlos; he intentó hacer una reflexión de lo
vivido durante todos aquellos complicados años en su ausencia, pues
tenía que ponerles al día; pero a renglón seguido desistió de la
idea en la constatación de que eran demasiados, y que todos les
llevaban a la misma pesadumbre: pudo constatar con fuerza que seguía
solo, y le invadió un estado de desolación al que asomaban lágrimas
en unos ojos rayano al llanto: la soledad es hiriente en las penas,
pero es más inhumana en las alegrías, es desolador no tener a nadie
que te abrace en el triunfo, después de un gran esfuerzo y mucho
sacrificio; era un sentimiento que había experimentado muy a menudo
durante esos años. Se enjugó las lágrimas y se calmó. Mejor sería
contarles poco a poco, aunque lo primero era encontrarles; fijó una
mirada perdida arriba, en el azul infinito de esa mañana de
primavera cercana ya la Semana Santa, con el sol más levantado que
la última vez, y el mismo aire limpio de entonces, y dejó volar la
imaginación en lo que le apremiaba: en la posible escena del
reencuentro, con el temor de la incertidumbre y la esperanza de la
suerte, luchando entre bastidores; inimaginable, no podía seguir
pensando en ello ante el nerviosismo que se le aposentó en el
estómago –como le sucedía siempre que tenía que afrontar una
situación complicada a su crónica timidez--, como un hormigueo que
persistía: A lo mejor es inoportuna mi búsqueda.., no sé...,
¿quien soy yo para...?; y fue pasando en segundos por una sucesión
de estados de ánimo, en una escala que fue desde la perturbación a
no encontrarles, a la emoción de verles de nuevo, en una ráfaga de preguntas: ¿Porqué era tan
difícil comunicarse entre personas?, ¿porqué no había recibido
ninguna carta de ellos?, ¿porqué la vida se les complicaba tanto a
los pobres?, ¿porqué todo era siempre cuesta arriba, como las
empinadas rampas que ahora subía, sin que le esperara nadie en los
rellanos?, ¿porqué tenía la sensación de que siempre le estaban
abandonando? Pudo más la llamada del cariño, esta vez a la inversa.
Se
creía ya perdido en el zi-zag de los interminables escalones de
piedra y el de las calles, apretadas, todas iguales, sin prestar
atención a las gentes con las que se cruzaba, con la zozobra a flor
de piel hasta que vislumbró el último aljibe: Es inconfundible,
estoy cerca de la calle san Luis, tengo que localizarla; se planteó
mientras su corazón se aceleraba. Sabía que ascendiendo todo lo
larga que era sin abandonarla abocaría a la muralla árabe. Podía
ser que en breves momentos estuviera delante de alguno de ellos, y en
la deseada evocación: un escalofrío le recorrió el cuerpo;
todavía no se lo podía creer. Por fin alcanzó la brecha en la
muralla y su mente empezó a rebobinar aceleradamente emociones y
sentimientos que no se habían ido, estaban allí en la visión de la
casita que identificó sin ninguna duda. No había cambiado nada en
la hilera de casitas de la colina, todo seguía igual, confianza con
la que pretendía tranquilizar su corazón tan desbocado que quisiera
salirse de su pecho, consiguiéndolo sólo en parte mientras se
acercaba a la terraza, imaginando ya la cara de sorpresa y alegría
de cualquiera de ellos, daba igual. En la puerta se demoró en el
temor de no entender del todo aquella situación que le aturdía por
momentos.
Después
de varios minutos de vacilación, con frustrados intentos de
alejarse, se armó de valor. Golpeó la puerta, se abrió, y su
corazón pasó de la más veloz aceleración a la paralización
total, aturdido delante de una desconocida, quien le había abierto
la puerta: una señora más joven que Anita, con vestido en estampado
de colores: ¡Buenos días!, ¿desea algo?...: Por..., por favor,
¿Anita?; balbuceaba Emilillo, inseguro en su cortedad: ¿Anita?,
aquí no vive ninguna Anita, se habrá equivocado de casa...: Bueno a
lo mejor la conoce por Ana Fernández Unica..., vivía aquí hace
cinco años...: Lo siento no conozco a esa persona... pregunte por ahí...: Vale, gracias
y perdone; en la disculpa de él y en los siguientes instantes de
extrañeza mirándose ambos antes de que la mujer cerrara la puerta,
notó cierta persistente turbación, como si se les encendieran las
mejillas en su extrema timidez, sintiéndose culpable de no haber
intentado siquiera retenerla para seguir preguntándole algo más; al
contrario le arrebataba la vergüenza: ¿Qué habrá pensado esta
señora...?, y su propia frustración: ¿Porqué no se me ha ocurrido
hacer este viaje antes, cuando aún les hubiera encontrado? Aquella
incómoda turbación incubada en los años de orfanato, y que
afloraba involuntaria e inoportuna en cualquier situación no
controlada, le persiguió durante muchos años, incluso ya de adulto.
En
estado de shock, trastornado por el impacto de la visión que no
esperaba en la puerta, con la mente bloqueada, paralizado sin saber
que hacer se abandonó a donde le llevaran sus piernas, que no fue
otro lugar que el que le podía amparar de aquel golpe: los pinares.
Pasó a propósito antes por el bar, sin atreverse a entrar,
escudriñando desde la puerta su interior como el que busca
desesperadamente algo, un referente: tal vez Conchi; alzó la mirada
entre los pocos clientes que ocupaban el local, apoyados en la barra
que atendía un hombre serio y con cara de pocos amigos, y quiso
reconocer en él al padre de Conchi: Estoy seguro que es él con el
pelo más blanco..., ¿y la hija?; se preguntaba mientras permanecía
allí , disimulando mirar el verde paisaje, por si en algún momento
aparecía. Ni señal de ella. El que si dio una señal fue el padre
que se le quedó observando. Le importunó aquella inquisitiva mirada, y se marchó
desistiendo de su último recurso: ¿Al final, se harían novios Pepe
y Conchi?, ¿se habrían casado..., ¿y Andrés y su novia de
Málaga?..., ¿y Ani y Quique?..., ¿será ya abuela Anita?..., ¿se le habrá
agravado su enfermedad?...; las preguntas le rondaban la mente mientras
iba recorriendo las veredas entre los pinos, pulsando el pálpito de
las huellas dejadas en los mágicos días: las mismas ramas y las
mismas piñas dispersas que veía por doquier; escuchando de nuevo el
sonido de sus pasos orillando los bordes de los terraplenes, sobre
dos líneas de pisadas que como una estela hubieran quedado
esculpidas en la tierra, y ahora las estuviera siguiendo; en un
reguero de sueños que flotaban, sin señal de arraigo, en aquel
inmenso ámbito verde, sin dueños ahora, perdidos posiblemente para
siempre como los ecos de sus voces.
Conforme
los recordaba, los iba echando ¡¡¡tanto!!! de menos; aguantando
como podía la emoción en cada paso; sabiendo que estallaría sin
posibilidad de que aquel frágil dique aguantara la presión de haber
perdido irremisiblemente el tan ansiado goce del cariño, y lo ansió
más que nunca, una vez, y otra, y otra..., entre sollozos en el
lamento de que se hacía irreversible algo muy importante en su
vida, hasta derrumbarse con la espalda apoyada sobre una de aquellas
laderas, y se acordó de los domingos de visita en el orfanato; de su
padre; de su madre transformada en Anita; de sus besos; de los días
mágicos en la casa; de las emotivas charlas de mesa camilla al calor
del brasero; de su foto de Primera Comunión en exclusiva, debajo del
cristal de la mesita de noche de Anita; del calor humano en las frías
noche envuelto en las confidencias pendientes; del suave tacto de la
toalla que olía a lavanda en la pequeña cocina; de la pila de lavar
adosada al habitáculo del excusado en el patio; de la ropa colgada
en las cuerdas; de las conejeras como salvación de la enfermedad de
Anita; y de un árbol, creía recordar un limonero; y el sol con su
luz y su calor oblicuo marcando las horas mágicas de aquellos
días...; y lloró amargamente con el mismo desconsuelo que había
sentido cuando su hermano Antonio se despidiera en el orfanato, sin
importarle que alguien oyera sus escandalosos gemidos; desahogando su
tristeza infinita: sabía inexorablemente que a partir de aquel
momento quedaba completamente sólo.
Se
fue calmando en la medida que pudo, a la vez que se sentía un
extraño, un advenedizo que ya no tuviera derecho a estar allí. De
vuelta al pasar junto al bar reconoció la música que sonaba en la
sinfonola del local; cantaba Raphael: Balada triste de trompeta / Por
un pasado que murió / Y que llora / Y que gime / ¡Cómo llora!...,
y se le erizó el vello del cuerpo. Al bajar giró la cabeza para
avistar la casa por última vez; ya no la sentía suya, se la había
arrebatado una señora extraña y poco amable, con un vestido de
estampado de colores; y no volvió nunca más. En la rampa de tierra
quedó olvidada la llave que en su día tiró; no hizo ademán de
buscarla; no la necesitaba, pues ahora ya tenía una nueva,
reciente, de esas de candado de doble vuelta. Giró sólo una vuelta
al percibir en su ánimo el último rayo de esperanza: si él ahora
no tenía referencias de Anita para poder localizarla, ella sí podía
buscarle en el mismo lugar en el que llevaba ya quince años interno,
y que conocía bien. Seguía resistiéndose: En cualquier momento irá
a verme, seguro...
Epílogo
Un
año después de mi incursión por las empinadas calles del Albaicín,
mi vida en el orfanato era la misma existencia lineal de siempre:
lenta, monótona, reprimida de afectos, y qué sé yo cuántas cosas
que no quiero recordar; la que transitaba acostumbrado a su severa
rigidez y exagerada disciplina; eran ya muchos años recluido y eso
formaba carácter, además ¿qué remedio tenía?: ninguno. El año
–mil novecientos setenta y uno-- se había estrenado con un final
de invierno y principio de primavera muy frío por una nevada nunca
vista por aquellos lares, que no me salvó de que el sábado de la
nevada me bañara con el agua más fría que nunca haya sentido, pero
resistí --al igual que los otros internos-- como jabato: había
--habíamos-- adquirido cierta inmunidad al frío; bueno al frío, a
los desafectos, a todo lo sufrible. Pero aquel destemplado invierno,
había dado paso a un final de primavera esplendoroso, con un sol
casi de verano. Era domingo y después del desayuno posterior a la
preceptiva misa, lo que procedía para combatir las tediosas horas de
la mañana se llamaba fútbol: hicimos de su juego más que un
deporte, una diversión, casi la única que nos permitía hermanarnos
con un objetivo de equipo, y además poder abrazarnos en la
celebración de los goles, sin que el apretón de los cuerpos fuera
sospechoso. En pleno juego alguien desde la banda del campo me hacía
señales de que me acercara, y cuando lo hice: Emilio, detrás del
pabellón hay una señora que quiere verte, parece que tiene prisa.
Cuando
la vi resguardada a la sombra del pabellón de mayores, corrí como
no lo había hecho en el partido, y los dos nos fundimos en un
profundo abrazo, exageradamente apretado, de tal suerte que no es que
ahora notara sus huesos, sino su clavazón en mi cuerpo a través de
la fina y sudada camiseta; no me importaba la acerada sensación, ni
a ella mi sudor. Al besarla pude comprobar que su extrema delgadez le
había alcanzado ya la cara en los ángulos agudos de sus facciones,
presumiendo que se hubiera agravado de su enfermedad: Atiéndeme
Emilillo, siento no poder estar mucho tiempo contigo, ¡qué
pena!..., bueno primero ¿cómo estás?...: Yo bien, ¿y tú?...: Voy
tirando, con "mi azúcar" un poco peor, pero no te preocupes, está
controlado..., he venido a despedirme, mañana me voy con Ani
y Quique a Gerona..., no nos han ido bien las cosas y tenemos que
marcharnos allí a encontrar trabajo...: ¿Y Ani y Quique, no han
venido?...: No, han tenido que quedarse a preparar las maletas, por
eso tengo que marchar pronto para ayudarles, pero no quería irme sin
decirte adiós; en la conversación casi confidencial con mi cara
junto a la de Anita, como si fuera una sola, fundimos también
nuestras lágrimas en un sólo lloro.
A
partir de aquí sólo tengo retazos de recuerdos, como una película
con cortes en las imágenes y en las voces, quizás por un trastorno
transitorio que padecí súbitamente y que duró, seguramente, el
tiempo de la visita: un lapso muy corto de tiempo de mostrar los
afectos, para un infinito silencio posterior. Cuánto no daría
porque alguien hubiera grabado el reencuentro, con sus imágenes y
conversaciones, y que yo pudiera después visualizar la película
cuándo y cuántas veces quisiera..., ¡qué no daría por vernos y
saber lo que hablamos!; aunque sí recuerdo lo último hablado,
quizás atenuada aquella perturbación por su inminente despedida: No
te preocupes seguiremos en contacto, cuando tengamos unas señas
fijas te mando una carta con la dirección, y a lo mejor un día
cuando salgas de aquí ya con tu trabajo, nos vemos …: Claro, aquí
me puedes mandar todas las cartas que quieras, yo no me puedo mover
de momento de este sitio, aunque no sé el tiempo que aguantaré
aquí, pues estoy preparando unas oposiciones para el Estado, y así
poder marcharme..., cuando lo haga sabiendo dónde vives, ten seguro
que te buscaré...: ¡Ojalá, sea así, Dios te bendiga Emilillo...,
recuerda siempre que te quiero como si fueras mi hijo, siempre te he
tenido en mi pensamiento y en mis oraciones...: Yo también, como si
fueras mi madre. La acompañé hasta las verjas de entrada y allí
nos dimos el último adiós entre lágrimas, últimas confesiones, y
promesas: Adiós, adiós, te buscaré, le decía mientras ella se
alejaba por el camino que tantas veces había transitado. Al año
siguiente, mil novecientos setenta y dos, con veinte años de edad y
dieciséis de orfanato, me despidieron de allí. Durante ese tiempo
no hube recibido ninguna carta de Anita ni de Ani --al día de hoy no sé nada de ellos--. Aún así no eché la
segunda vuelta a la llave del candado. Nunca me rendí.
En
mil novecientos setenta y cinco estaba de paso por Granada. Venía de
Madrid donde había realizado un curso de prácticas al haber
aprobado por segunda vez unas oposiciones para el Estado, más
ventajosas que las primeras, y así poder retomar mis estudios de
arquitectura. Disfrutaba, por tanto, de unos días de asueto,
pendiente de incorporarme a mi destino: Barcelona: ¡qué lejos
está mi hermano! El último día paseaba por la comercial calle
Mesones, atestada de gente a esas horas de la mañana, cuando en la
dificultad de ir evitando a las personas para avanzar, casi chocamos
el uno con el otro, y a un segundo de habernos evitado nos
reconocimos de refilón, nos miramos para confirmarlo paralizados en
la sorpresa: ¡¡¡Emilillo!!!...: ¡¡¡Pepe!!!... ¡¡¡qué
alegría!!!...; nos fundimos en un abrazo percibiendo en su
intensidad el mismo que nos dimos Anita y yo en el último
reencuentro, el que se dilató un rato en medio de la acera, cerca ya
de Puerta Real, sin importarnos los transeúntes que nos esquivaban
con desagradables gestos, e intencionados roces contra nosotros para
que no estorbáramos. Estaba próximo el verano y la gente se había
lanzado en tropel a asaltar los comercios. Ante la incomodidad de
poder hablar con aquella avalancha nos refugiamos en el bar Granada,
de mucha solera en la capital, y que estaba a escasos metros.
Recuerdo que ocupamos uno de los veladores de mármol que aún
conservaba el establecimiento de sus tiempos ilustres.
Él
pidió un tercio de cerveza a la vez que expulsaba el humo del
cigarrillo que empezó a fumar, yo una Coca Cola; bebidas que no
tardó en servirnos un camarero de los de mandil y pajarita negra, el
que desafortunadamente no tenia en su bandeja poder servirnos lo que
más deseábamos los dos en ese momento: que nuestra hermandad no se
quedara extraviada allí; que no perdiéramos aquel último tren que
la bendita casualidad, o lo que fuera, nos brindaba subir de nuevo;
que la vida no nos pusiera en la tesitura, otra vez, de estar
buscándonos unos a otros; pero el hombre propone y Dios dispone, y
las circunstancias de Pepe no eran las mejores, ni siquiera buenas,
fijándome en su poco agraciado aspecto: vistiendo una ropa que
quedaba muy lejos de aquellas de dandy que recordaba, y mostrando una
cara desmejorada para su edad –le calculé veintiocho años--,
pero en la que afortunadamente no se había borrado su familiar
sonrisa que me regaló sin descanso, como también fueron pródigos
sus gestos de cariño; estaba claro que los únicos cambios eran
físicos, los afectivos seguían intocables como los de hacía...?
¡diez años ya!, qué rápido me pareció el paso del tiempo, aunque
en realidad entre aquellas dos fechas nos habían ocurrido infinidad
de sucesos, de los que imagino –no recuerdo de la conversación
nada más que trazas-- comenzamos a hablar, sobre todo de los
últimos: Siento que mañana tenga que viajar a Barcelona sin más
remedio a tomar posesión de mi plaza de funcionario..., ¡qué
rabia!, no quedarme más tiempo..., nos podíamos haber citado
cualquier otro día que tuvieras libre, aquí mismo en este bar...;
el resto de la conversación es una nebulosa que no logro
desentrañar, me imagino que hablamos atropelladamente y sin guión
un poco de todo lo que se nos pasaba por la cabeza; lo único que me
quedó claro era la inoportunidad de la maldita coincidencia de que
los encuentros, buscados o al azar, eran previos a viajar uno de los
dos a un sitio muy lejos; todos anduvimos siempre de un lugar a otro:
primero fue Antonio, después Andrés, más tarde Anita y Ani; y
ahora yo.
En
un momento de la conversación que se prolongó el resto de la mañana
al amparo de muchos cigarrillos, varias cervezas, y un par de
coca-colas más, me llegó el olor a tabaco y alcohol de aquel último
día; estaba claro que yo había quedado varado en la felicidad de
una navidad, pero él estaba ahora en su desventura presente; ni
siquiera recuerdo si contó algo de su madre y hermanos, ¿quizás
estuviera viviendo una vida bohemia, al margen de la familia?, por su
desaliño podía ser..., lo que sí dejó entrever es que estaba
sólo, que no tenía pareja; pero sus palabras han quedado en ese
lugar donde habita el olvido: ¿Porqué creemos que tenemos todo el
tiempo del mundo; que las situaciones difíciles son siempre
reversibles, y que se arreglaran por ellas mismas?, ¿porqué no nos
molestamos unos momentos, sólo unos momentos después de vivir algo
vital, en pasarlo al papel, para después leerlo y releerlo, y ayudar
así a la memoria cansada?; peno por ello en este momento por si en
aquella conversación quedaron perdidas las claves para localizar a
su madre y hermanos; no lo creo las hubiera guardado celosamente
hasta que hubiera podido dar con ellos. ¿Pero..., y él?, no tenía
que buscarlo, lo tenía delante de mí, le quería tanto que no
quería perderlo: Bueno Pepe tendrás alguna dirección, dámela y la
apunto y así nos podemos escribir : No tengo ninguna fija, voy de
una en otra pensión..., pero no te preocupes estoy peleando a ver si
me quedo fija en alguna...: Entonces te voy a dar la de mi hermano
Antonio en Hospitalet de Llobregat en Barcelona..., sabes que después
de diez años prácticamente sin noticias, me escribió invitándome
una Navidad a su casa, está casado y tiene dos hijos..., de hecho
ahora lo veré porqué pararé en su casa; le decía Emilillo a Pepe
mientras le escribía la dirección en un papel, el que dobló y
guardó Pepe en el bolsillo del pantalón: ¡Cómo me acuerdo de
Antonio!, os quiero mucho a los dos; lo decía emocionado, con la
premonición, tal vez, de que aquello era una despedida. Lo vi en su
mirada, aunque me tranquilizaba el que tuviera en su poder las señas
de la casa de mi hermano. Desde entonces no he tenido noticias de él; tampoco de Andrés,
aunque seguí persistiendo durante mucho tiempo sin echar la doble
vuelta de la llave del candado.
Foto
de los tres hermanos, a la izquierda Pepe, y en el centro Andrés y
Ani con otra chica, desconocida, a la derecha, en el día de la
Primera Comunión de Ani, con fondo de un pabellón del orfanato. En
día tan señalado, se juntaban los hermanos... mis hermanos ...
Los
siguientes años, desaparecidos ellos, busqué desesperadamente, si
no lo mismo, lo más parecido a lo que había sentido con mi familia
de sentimiento --¡Ufffff, que listón más alto!--, volcándome con
ilusión en tener la mejor relación afectiva con mis dos hermanos,
ya casados y con hijos; retomar lo que la vida nos había negado,
empezando por el respeto y así poder recuperar el cariño, y más
tarde ya el amor de hermanos; todo un despropósito: tuve la
sensación de estar rodeado de gente que, más que empatía, sólo
buscaban competir conmigo en su desgracia: ¡La mía ha sido mucho
peor que la tuya!; ¿porqué?, si yo no quería competir con nadie,
sólo compartir. Vagué de nuevo sólo, en la resignación,
constatando mi acelerado retroceso hasta las casillas anteriores a
Anita y su familia, que hizo que echara la segunda vuelta de llave
del candado. Con veinticuatro años cuando
conocí a Teresa, mi mujer, estaba inmerso en una profunda crisis
nerviosa, en un cuerpo que pedía a gritos ahogados en silencio que
le quisieran, embutido ahora, no en una coraza, sino en una armadura
completa; aunque seguía resistiéndome, deseaba fervientemente
intentarlo, no quería perderla; ésta vez no: la necesitaba como el
aire que respiraba, pero parapetado en aquellas defensas tenía mis
dudas: como iba a querer si casi no había sido querido; como iba a
amar, si casi no había sido amado; como iba a darlo todo, si casi
no había recibido nada; como iba a ser padre si apenas había sido
hijo. Gracias cariño. Lo siento, no he podido, o no he sabido
hacerlo mejor. Ahí estamos queriéndonos, juntos, después de
cuarenta y cuatro años. Sigue siendo muy difícil: cuando se ha
sentido mucho frío de pequeño, ya se tiene frío toda la vida.
FranciscoMolinaGómez
(Emilio --”Emilillo”--)
(Me
ha costado mucho escribir esta entrada al blog; confieso que todo ha
sido puro sentimiento. He intentado alejarme del relato sentimental
decimonónico del huérfanito. Todo en él es desde el corazón, sin
artificios, verídico, en la medida que es veraz un relato literario,
aunque haya equivocado seguramente algunos nombres y confundido algunas
situaciones: a veces a la memoria, después de tantos años de
archivar recuerdos, le cuesta recuperar los detalles de las
vivencias. De las importantes no me he olvidado: Anita, Andrés, Pepe
y Ani, allí donde estéis os sigo queriendo sin que mis sentimientos
hacia vosotros haya variado ni un ápice. Me siento muy afortunado de
haberos conocido y querido, sin vuestra asistencia en mi vida, yo
hubiera sido otra persona, con toda probabilidad con muchas más
carencias. Recibid este homenaje-recordatorio en la esperanza y
confianza de que alguien que visualice las fotos –vosotros mismos,
hijos o allegados-- las reconozca y me haga un comentario –lo
espero con ansiedad--, sería más que una lotería, mis mejores
Reyes de este 2021. ¿Quién sabe...? A tí Anita que por cuentas de
la edad, seguramente ya no estés entre nosotros, decirte que no es
verdad, que sigues en mí con tu legado de amor: Gracias por hacer de
madre, en la ausencia de madre tan pequeñito; por ser un trocito de
tu corazón, aunque demasiado ausente en tu vida; por llevarme en
volandas con la magia del amor; por no conocer obstáculo para llegar
a mí; por entender la desconfianza en la ausencia desacostumbrada
del cariño; por sacarme del agujero negro del abandono; por respetar
el silencio de la pena, sin alargarlo para que no hiera; por
regalarme hasta lo que no tenías; por ser una madre coraje; por
confiar en mis sueños cuando los demás no lo hacían; por tu
esforzada despedida a pesar de tu enfermedad; por tenerme
perennemente en tu mente aún en la ausencia; gracias por enseñarme
tantas cosas: a valorar que el tiempo más provechoso y feliz es el
que se comparte con la gente que quieres; a tener entereza frente a
las adversidades; a mostrar alegría pese a la tempestad; a comprobar
que la dignidad del pobre es más loable que la del pudiente; a ser
honrado; a vivir del esforzado trabajo; a que no es más rico el que
más tiene, sino el que menos necesita; a saber resignarme en lo que
más me duele: en la mala suerte de no poder haber compartido con
todos vosotros los logros de mi vida, que también eran los
vuestros...; ¡ah! se me olvidaba: gracias por regalarme esta
terapia, para seguir respirando sin que me aprieten muchos los
costados, a soltar lastre para ir más ligero y poder seguir
caminando, para ir aperturando poco a poco, y de nuevo, la llave del
candado de la coraza que guardaba por prevención..., para entenderme
yo mismo y que los que más quiero me comprendan un poco..., mil
gracias por todo, siempre vivirás en mí.
Mientras
escribo afuera cae la nieve copiosamente --¡¡¡impresionante nevada en
Madrid!!!-- ; con los cascos de audición activados en You Tube,
canta Adamo: Cae la nieve / y esta tarde no vendrá / Cae la nieve /
y mi amor de luto está / Es como un cortejo / de lágrimas blancas /
y el pájaro canta / las penas del alma....)