viernes, 1 de noviembre de 2024

EL VÉRTIGO DE VOLVER

 


Contempla solo unos segundos la imagen paradisíaca de la postal, mira el reverso que menciona el lugar, después una leyenda de puño y letra del afortunado contará los parabienes del disfrute a algún familiar o amigo que la recibirá seguramente con alborozo, y que leerá en apenas dos segundos; vuelta a la imagen un segundo más de visual contemplación, consumando el acto de envidia buena del destinatario de la misiva para acabar guardada en alguna caja junto con otras de otros lugares, las que probablemente no volverán a ser desempolvadas, o para peor destino que acaben en algún vertedero. Se ha consumido una imagen que no reporta más interés, actitud muy en boga en el metaverso. Pero no importa, hay miles de ella en los exhibidores de las tiendas de recuerdos que aseguran su supervivencia.

En esta ocasión para encabezamiento de esta entrada al blog he huido intencionadamente de esas imágenes comercialmente edulcoradas y tan explícitas de su intencionado reclamo turístico, algo sin alma que nos impide leer más allá de un cielo intensamente azul reflejado en un mar acotado donde se recortan, como exotismo del sitio, algunas palmeras y otras plantas tropicales. ¿Dónde queda el espíritu del lugar? Ya escribí alguna vez que, como creían los antiguos civilizadores, todo paraje tiene su genius locci, genio que lo habita y lo protege preservando por siempre su esencia, la misma que guía al poeta que con las palabras precisas, y solo con éstas, nos hace aflorar todo un caudal de sentimientos ocultos.

En mi modestia tan alejada de la excelencia del poeta, anduve empeñado en captar alguna vez una representación que no fuera una alegoría de algo diferente, sino su quintaesencia, su fundamento, aunque este fuera, a sentir de otros algo abstracto –menos es más--, unos símbolos que introdujeran valores y conceptos por sugerencia y asociación subliminal de signos, y así producir emociones. Cuando hallé el paraje en unos de mis reencuentros a la Arcadia de mi niñez, y tras unos segundos de ensimismamiento solo tuve que encuadrar y disparar el click de mi cámara fotográfica. ¡Esto es! Casi una vida de cambios y aquí está aún toda la idealización de lo que muchos años atrás me sugería el paraíso: una muralla ciclópea que se encarama defensiva sobre la ladera de la montaña hasta encumbrar un castillo que fue asentamiento de varias civilizaciones, descubridores afortunados de la bondad del lugar y en cuyo desnivel se aposentaron los hábitat de los nuevos colonizadores, los modernos: sobre la construcción vernácula del arco las arquitecturas cúbicas aterrazadas, de un mellado estilo corbusier, conviven en un perfecto diálogo con la construcción popular en torno al castillo. Los planos inclinados de las escaleras pegados a la roca evocan las empinadas y estrechas calles del sitio; paredes rectas, encaladas, donde enseñorea el trópico su suave clima de humedad y de vientos favorables que acicalan el cabello de las palmeras, como estandartes permanentes del sitio –el sur cálido del mediterráneo-- y donde la gaviota, flotando sobre las térmicas, despliega sus poderosas alas en grácil vuelo circular que anuncia el mar próximo, no el limitado de las postales sino ese otro que de niño me ayudó a entender un poco el misterio de lo eterno. Mar a veces dócil y otras bravo... Mar para el disfrute del baño y para el difícil y peligroso oficio de pescador... Mar juntura de mezcla de nativos de tez tostada y curtida por el clima y gentes tan distintas de otros lugares, algunos muy lejanos con lenguas insólitas... Mar que me arrullaba de noche y el mismo que en la tempestad bamboleaba la frágil mamparra de madera hasta el naufragio... Mar de vida y a veces de muerte... En fin mar, mar, mar... ¡Venid lectores, he conocido lugar!




Vigilia en víspera

Vuelvo a vivir el tránsito de la primavera al estío. Una primavera ya madura, un estío en sazón; y lo vivo con el patente temor de su mortalidad. He visto aparecer su gloria en lo alto de la sierra, enfrente, por encima de tapias degradadas de color; ahora, en esta transformación, desnuda de su inmaculado fulgor, de su resplandor de invierno. En su desnudez la montaña, un gran macizo de piedra, dibuja claramente una figura soñadamente de animal yacente. El paisaje se desenfunda y se viste de nuevos ropajes, de nuevas voces: en las alturas de las ramas verdes de moreras que me rodean en mi encierro habitan millares de pájaros, haciéndose ensordecedores. Bulle el ciclo de la vida por doquier y se pregona a viva voz. Estamos otra vez aquí. Instantes de gloria que podían ser de cualquier estación, cualquier sitio, cualquier día; pero no, son exclusivamente de esta transición. Pero aquí y ahora se añade algo: al esplendor original y gratuito se junta otro logrado por el empeño de vivir; el empeño de descubrir cierto estado del alma, de aflorar de lo más recóndito del ser, aunque sólo sea un atisbo de felicidad. El mundo es pequeño desde aquí; hay prisa por caminar hacia donde el agua es infinita y verdea en variados y celebrados tonos verdes la fértil vega, plagada de exuberantes hortalizas y ricos frutos tropicales. En las vigilias de mi marcha observo de noche las estrellas, las fijas, las que siempre están ahí. Son puntos de referencia. Meditación para un viaje que está por venir pronto, dentro de muy poco. Esas cuantas estrellas conocidas se fijarán después en el destino anhelado como ideas ciertas, hitos en el oscuro y vasto espacio nocturno. Las justas, no necesitamos más para la curiosidad, la fantasía, y el secreto deseo por cumplir cuando en un límpido cielo oscuro se trasmuten en estrellas fugaces.

Traspongo el tiempo y el espacio. El visitante es ahora un hombre, al igual que yo, de aquel mundo de niños de antaño. Alguien de mis mismas experiencias vitales. Ha sido viajero que con vaguedad sigue tejiendo ciertas hipótesis misteriosas en un anecdotario inacabable. Ha vencido la edad joven y las fantasías le siguen acompañando con nostalgia recopiladora. En este mundo tan vasto no ha aprendido a estar, no ha aprendido a conocerse; quizás a seguir soñando despierto permanentemente. Rememoramos una larga conversación en soledad de ambos, una noche de víspera, desahuciados, los dos, por otros seres del mismo pequeño mundo, de los que a distancia apenas percibíamos sus animadas charlas en grupo, ya que en parte eran anuladas por los agudos chirridos de los grillos, lejanos, monótonos, alargados y a los que curiosamente replicaban las cigarras aserrando la noche calurosa de verano en víspera; sonidos, todos ellos, a los que ponía contrapunto el quebrado croar de las ranas en las albercas. A la luz de la luna llena el concierto se recrudece: cuanto más brilla la charca, más se multiplican, más se muestran, más se hacen visibles los huevos eclosionados hasta saturar todo el agua, haciendo ruidoso coro en el silencio de la noche iniciática. Con banda sonora tan singular de fondo, indiferentes a las cuitas de esos otros seres mezquinos, nos dispusimos a soñar a rápidos sorbos, cual ingenuos, el futuro aún muy lejano, mezclando lo que estaba por llegar con lo pasado: los olores, las texturas, los sonidos... En nuestra cabeza resonaba ahora el acorde del mar, su agradable y relajante cadencia como susurro de cuna en la duermevela del infante, segundos antes del sueño que sigue al repetitivo parpadeo que inevitablemente lo anuncia. Sueño que se adentra en el terreno de las últimas confidencias, como antaño en las vísperas. Todo parece completo cuando se va a abandonar el pequeño mundo. Creemos firmemente que la esperanza de algo extraordinario, novedoso, se va a imponer sobre la infelicidad como bálsamo que nos cure de la normalidad de esta reclusión; esa normalidad obligada: larga, eterna, tediosa, aburrida..., asfixiante. Después, ¿cuánto después?, acaso tiene medida el sueño... el pequeño mundo crece: su horizonte irreversiblemente se ensancha, el olor del paisaje se hace cósmico, la visión es atemporal: tierra, árboles, cielo y más cielo que de improviso en la lejanía se hace inmensidad de agua que salta, se encrespa, se enreda..., se dilata y se dilata hasta el infinito. Cielo y mar, interminables reflejos del uno en el otro condenados eternamente a contemplarse, a retarse, a extasiarse... Nuestra mente se ha abierto al paisaje del viaje mágico que nos reconforta tanto. Creemos soñar. No soñamos; realmente lo vivimos, lo tocamos. De golpe el sonido y el movimiento han cesado, incluso el del mar.

Largas noches de confidencias, ¿largas o cortas?, no sé. Esta de hoy se nos ha ido en un soplo; lapsus de tiempo tan distinto de las otroras noches de vigilia en la víspera: animadamente muy lentas. Clareaba cuando desfallecemos rendidos de agotamiento por la energía gastada en los recuerdos; por las conversaciones entrecruzadas, disparatadas, divertidas, añoradas. El último sorbo de aliento rememora el mismo cansancio que muchos años atrás nos derivaba, irremisiblemente, al sueño en la madrugada del viaje ansiado, después de toda una noche en vela. Pauta necesaria para el delirio en la ebriedad por venir de instantes continuos de felicidad hasta casi la saciedad, aunque aquella fuera solo temporal. ¿Es corto un mes de dicha frente a los otros once de desazón? Suficiente para seguir sobreviviendo, para comenzar a contar el tiempo nuevo. Despertar en la alegría incontenible. Asombroso amanecer donde se crea de nuevo la tierra conformada por esa luz iniciante detrás del animal yacente; esa luz imprecisa pero ya brillante de colores que provoca por sí misma y que refleja individualizada en cada objeto, en cada cosa; que nos maravilla: un prodigio. Conocíamos el color de este amanecer: el de la promesa del mar. Milagro imprevisible que cada año revivíamos. Este compañero para quién el mundo fue tan pequeño, tan dominable, tan frío y tan cansado; estaba ahora sobrecogido en el universo real, y he recordado y reconocido, al hilo de sus palabras, cuán sobrante e interminable era la parte más pequeña del mundo que nos acogía y me he reconfortado en su compañía y en nuestro despertar juntos. Me congratula la madrugada del nuevo día; presiento –presentimos-- una gran jornada, sin duda. Juntos respiramos profundamente: un oloroso hálito fresco que aspiramos con disfrutada intensidad y que nos espabila en la modorra del despertar venía de lo hondo del espacio impregnando todo el ámbito. Después en un lapsus de tiempo sin determinar comprobamos que seguimos vivos a punto de emprender vuelo como gaviotas.


Vértigo de volver

El acto a celebrar con alegría y jolgorio es un traslado. Es un viaje gustoso en el que el tiempo se ve nutrido por la transición del espacio. Cambio de mundo. Rotura de costumbres por el gusto auroral de la novedad, presentida por ya vivida de antemano, aunque abierta a todas las sorpresas. Atrás, muy atrás vamos a dejar un insustancial horizonte encorsetado entre tapias que nos comprimen hasta hacernos invisibles; un límite que nos asfixia; necesitamos volar, para seguir respirando. Con recién estrenadas risas nos despedimos: adiós pequeño mundo, no te echaremos de menos. Al fin lanzarse de nuevo al camino. Traspongo la edad y el momento: mi visitante, aquí y ahora, compañero de viaje en la liturgia del reencuentro quiere comprobarse si todavía es posible repetir lo que su fuero interno de recuerdos amontonados, con pronunciada y desbordada nostalgia, le dice obstinadamente que es irrepetible. No se quiere dar por vencido; yo tampoco. Iniciamos el viaje con cierto temor de que tanta ilusión se rompa, de que nada sea ya igual que antes; quizás tuviera razón el cantautor de estos tiempos inciertos en su advertencia poética: al mundo donde has sido feliz no debieras tratar de volver. Volvemos. Pero ahí afuera hay otro horizonte, deconstruído, decolorado..., todavía un puzzle de paisajes que ya no nos subyuga como cuando éramos infantes. Viene a nuestra memoria una estela de cautivas imágenes de entonces durante el viaje anhelado: el principio es un llano interminable donde se apilan en montones los haces de trigo que relucen al sol naciente de la mañana. Durante la travesía se han avivado los olores: el aire huele a tierra removida y a siembra recién cortada. También los colores: las gavillas relucen doradas en la luz ya brillante hacia el mediodía, esperando su transformación en las eras a cielo abierto con el bullicio de campesinos y caballerías. La parva reseca extendida en ruedo deslumbra como el mismo sol. Acémilas cansadas, abrasadas, resignadas con el giro mil veces repetido trotan arrastrando la tabla de cortante pedernal. Un brazo tostado y robusto hace chascar el látigo sobre los lomos sudados de las mulas que contraen sus músculos. En otra parva más adelantada de faena, largas horquillas de madera, como tenedores gigantes, hacen volar la paja, dejando el trigo mondo y amontonado. La tierra y los hombres del verano son ya bendito pan para el resto del tiempo.

¿Es prudente seguir rememorando? Como magia que todavía sorprendía inocencia de niño, el estrenado horizonte ha mutado a montañas más avistadas, más definidas en cumbres y hondonadas; es el valle frutícola que sucede al páramo de labor. Un vergel de frutales muestra esplendoroso el milagro: las pasadas flores de primavera son ahora sabor y alimento en su transformación: naranjas, manzanas, peras, ciruelas... son ambrosía en mercados de la capital. Iniciamos la subida para después hacer más sublime el descenso. El camino antes abierto al aire de la llanura, plano, recto, libre, sin ataduras, de visión panorámica, se hace ahora sinuoso, íntimo, pegado a la montaña en perfecto maridaje. La rica variedad topográfica recrea la unidad de un mundo completo que se nos niega en nuestro internamiento. El todo y las partes. Todo es grande porque hay mucho pequeño que lo conforma. El paisaje crece como un fractal. Los lados de la tortuosa carretera que abraza la montaña nos da la bienvenida con sus mejores galas y se acicalan para la ocasión con delicados perfumes que nos regalan con generosidad; retama de flores silvestres y plantas aromáticas esparcen sus delicadas fragancias --huele a esencia de romero, de tomillo, de lavanda, de salvia...--, salpicadas entre matojos de flores siempre viva. Cuando atravesamos el pequeño puente de piedra en la parte más estrecha del río visualizamos largas masas arbóreas que se yerguen altas con cierta nobleza en el paisaje de ribera, son las alamedas que en las márgenes del río enseñorean su presencia como ejército protector de la vida que bulle a su sombra; también benefactoras de esa otra vida que pasa sin detenerse junto a ellas, la nuestra; calmante para el ánimo en la alegría exaltada que relaja rumor de fondo, alto y claro, murmullos de viento al vibrar por entre sus hojas y que nos permite una pausa para discernir, con razón de niño conforme íbamos creciendo, lo que permanece y lo que se ausenta, las piedras del lecho y el agua que discurre sobre él, como nosotros discurrimos en el tiempo sobre la carretera contemplando ya relajados ese otro inabarcable sendero: el que fluye en el cauce bajo un sol de plata. Todo es nuevo, variado, animado, interesante... Siento inmensamente ese gusto de posesión: de poseer y ser poseído por la naturaleza; siento apetito de aprender, apetito de vivir y disfrutar.

¿Y mi compañero de infancia?, montados los dos en asientos contiguos del anticuado vehículo que nos acoge yo sigo intentando aprehender todo lo que mi memoria pudiera después recordar del mundo que nos negarán otra vez las tapias, al regreso. En él creo percibir otro inusitado interés: con la cara vuelta casi pegada al cristal de la ventanilla iba hablando solo y en voz baja. Estamos llegando al ecuador del viaje, a punto de atravesar su pueblo, de retrotraerse a sus primeras luces, a sus primeros balbuceos, a sus iniciales apegos, al punto de inflexión de sus desdichas que se llevaron parte de él a un lugar desconocido. Yo lo sé y callo. Silencio de los dos que se resguarda en la bóveda verde de plátanos de sombra que soportan viejos y anchos troncos con desnudez de blancura metálica y que amortiguan el calor de una tierra que arde en las horas verticales del mediodía, regalo de frescura para cuerpos sudorosos justo cuando el vehículo atraviesa lentamente la única calle visible de casas bajas y encaladas, refrigerando también su piel metálica ardiente, su obsoleta mecánica que abandona por fin el prolongado y ronco sonido de su asfixia en las pronunciadas cuestas del camino. Todo un regalo necesario, que se repetía en todas las travesías de los pueblos, como nódulos del camino, inmutables, familiares hitos importantes a recordar en un itinerario que ya nos pertenecía. De improviso se vuelve hacia mi con la cara iluminada: ha visto en alguien semiescondido en uno de los árboles a él mismo, a su primera infancia, a sus primeros juegos; hay conciliación en el relato, en la resignación; hay en definitiva, en ambos, ganas de vivir y disfrutar.

Pero ahora, en esta última aventura hacia la memoria común que certifique la existencia todavía de la otrora tierra de promisión, para pasar por el pueblo de mi acompañante hemos tenido que abandonar la moderna autovía de la costa y desviarnos por la estrecha y adoquinada carretera antigua, donde ahora nadie le saluda, no hay nadie escondido detrás del árbol para verle pasar en una travesía solitaria, poco transitada, a la que le han despojado de su bóveda verde; se nota extraño en su propia tierra; lleva mucho tiempo fuera como otros tantos de sus paisanos: ¿Dónde están los mozos, madre? / que no los oigo cantar / ya no acuden a la fiesta / ni a la plaza del lugar / ¿Dónde están los mozos, madre? / que no los oigo reír / marcharon a otros lugares / que están muy lejos de aquí... canción que tarareamos y que nos embarga el ánimo en la certeza de que ya nadie conocido nos espera en algún sitio, se marcharon sin edad para el desarraigo, madurando a destiempo; desertores del valle en busca de la aventura de subsistir en la ciudad anónima; extramuros de ella, ya no queda gente en los bancales de la ladera; ahora la fruta crece espontánea y cae madura sobre la tierra reseca. Hace tiempo escribí sobre mi propio extrañamiento acordándome de los demás: (…) Sin edad ni tiempo ya para entender el mundo de los afectos, se nos fueron definitivamente. Equivocamos las direcciones y recibimos devueltas las cartas sin acuse de recibo. Después nos lanzaron al vacío partiendo hacia un viaje desconocido. Entre gruesos muros quedaron las pruebas de nuestra existencia: las confesiones, los inútiles llantos, las risas...; hasta la inocencia (…) De muchos ni nos despedimos, ¡¡Hasta siempre!! (…) Ahora están muy lejos, en ese remoto lugar donde habita el olvido. Otros, los menos, nos citamos, nos llamamos sin darnos cuenta de que era inútil (…) Viajamos solos, guardando en la maleta la única herencia: no queríamos olvidar los primeros apegos; no estábamos dispuestos a perderlos. Durante las escalas embarcamos a nuevas rutas que nos obligaron a reinterpretar los mapas; marcamos nuevos territorios; trazamos nuevos caminos, aunque nunca en línea recta (…) Me pregunto ¿Adónde me han llevado las encrucijadas de esos caminos; y sobre todo, ante la eterna incertidumbre: adónde les llevó a ellos ?

No sé si era del todo prudente en nuestro particular trayecto, seguir evocando la niñez; pero acordamos necesario acercarnos en los recuerdos a una parte inevitable ligada a nuestra existencia: la del viaje mágico pendiente: Seguíamos en la fascinación, prendados del paisaje cuando llegamos a la cima más alta del recorrido; exhaustos en la euforia desgastada a viva voz de canciones repetidas, una y otra vez, sin parar; en el entusiasmo derrochado en bromas, abrazos y felicitaciones; al final algo amodorrados por el madrugar en la mañana y el calor que oprime el aire en este inicio ya avanzado de la tarde. Más de las doce y no hemos oído la campana anunciando el angelus; ni la llamada a recoger las viandas: pan, postre y pailas; ni el ruido de la última avioneta sobrevolando los patios; ni el bullicio de los gorriones parapetados en las moreras que se prodigaban por doquier...; solo el bisbiseo del viento resbalando por las paredes del autobús. Descendemos. La visión del entorno se hace más rápida en la bajada El anticuado vehículo con berlina se ha liberado de su peso, de su ronroneo en las cuestas, de su falta de aliento; ahora trepida en la bulla de la propia inercia de la caída con algo más de velocidad aprovechando la topografía a su favor. ¡Ahora sí!, ya nos llega algo de viento fresco con olor a salitre, un olor familiar que nos reanima, nos despierta próximos a alcanzar la vega en una interminable recta, flanqueada por cultivos de maizales, plataneras, chirimoyos, y cañas de azúcar, agradeciendo el frescor de una extraña brisa: espesa, empalagosa; mezcla de melaza, trópico, y mar, que se intensifica al pasar muy cerca de la Azucarera de la costa. Estamos en las puertas de la gloria.

Queda un último tirón en cuesta. El repecho es una suave colina que se alza como privilegiado mirador de un prodigio que se nos ofrece insinuante a pequeños sorbos; a cuentagotas; como magia que prepara una gran sorpresa, envolviendo el misterio en secuencias discontinuas, pautadas por los resquicios de la espesa vegetación verde de pinos y eucaliptos por entre los que se cuelan pequeños puntos de un intenso azul penetrante; secuencias de una película en la que el móvil somos nosotros. ¡¡¡Por fin el mar!!! ¡Qué fuerza la del mar!; siento repeluzno ante lo infinito cuando dejando atrás la masa arbórea éste se muestra en toda su dimensión, desnudo su poder, sin interferencias. Sentimos ya revuelo en el estómago en el goce de llegar; estamos muy cerca, tan cerca que podemos devolver el abrazo de la más alta y esbelta palmera, vieja conocida, que en el primer patio de la Colonia agita sus brazos al viento hacia nosotros; devolvemos nerviosos el saludo desde la ventanilla del vehículo a punto de agotamiento. ¡Hola mundo grande!, ¡cuánto te hemos extrañado! Todo es distinto. De improviso hemos mutado a nuevos árboles, a nuevos pájaros, a nuevas flores, a nuevos aires en los que son idénticos frescura y ardor, a nuevos rumores de noche. ¡¡Es el lugar!!; gracias genio por protegerlo en nuestra ausencia.

Rápidamente nos congraciamos con el sitio, a pesar del extrañamiento tanto tiempo. No podemos esperar; sentimos ambos un impulso irrefrenable de aventura, de abarcar el paraje; de subir, al día siguiente, al cerro que resguardaba la espalda de la edificación para contemplar quedamente el paraíso. Desde abajo aquella cúspide que encumbra un mirador parece altísima. Ascendemos. En la ladera de tierra arenosa y seca, los almendros nos acompañan en la pendiente, ellos erguidos, nosotros torpes equilibristas; apenas dan sombra pues parece que hayan recogido aún más la hoja breve para mostrar el fruto: neto, duro, y brillante. En lo alto, resguardados en chambao, entre chumberas y ágaves, la visión es todo un poema, una experiencia vital. Abajo, en nuestra casa ahora –Colonia Marítima-- corren niños en los patios como manchas de frescura instantánea. Parecen lejanos pero conservan su tamaño, ¡cómo se agranda todo lo que es humano en un mundo de tan minuciosa brevedad! Enfrente, en la arena, otros cuerpos más perezosos se muestran libres distendidos, recién llegados a la brisa. Un recio viento que llega del sur, toma las olas cuando vienen a romperse en la playa. Es un viento que al moverse pesa sobre la piel; un viento que afloja los nervios y deja caer agradecida soñolencia. Desde el horizonte hasta la orilla rige escala de azules, de los más oscuros al fondo hasta el blanco luminoso cerca, como el del sol que en el cielo estalla derramándose por todo lo que vemos. El mundo grande solo puede emerger aquí en este rincón; un mundo exclusivamente para nosotros, sin vecinos; perdidos por fortuna en el corazón de la extensa vega verde, que nos abraza y nos mima de día; de noche el mar arrulla los sueños. Nos gustaría quedarnos de por vida en el mismo lugar que descubriera el poeta: todo lo que hacen los bosques, los ríos o el aire cabe entre estos muros que creen cerrar la estancia; acudid caballeros que atravesáis los mares, solo tengo un techo de cielo, encontraréis lugar. Más tarde nos fueron desalojando poco a poco, difuminándose el sitio hasta desaparecer. Constatar la ausencia de todo al final de nuestro viaje adulto nos produjo cierto abandono, una segunda orfandad. Ya no hay nostalgia, solo melancolía.


¿Púrpura y zafiro?

De los envidiados, tiempo atrás, días de arena dorada y mar azul –días de púrpura y zafiro-- solo restan vestigios de lo que fue mi cielo, tres hitos, tres coordenadas como vértices de un triángulo que poco a poco se desdibuja; es cuestión de tiempo: una montaña decreciente como daga en punta clavándose en el mar; un trozo de vega testimonial, arrinconada por la zafiedad, y la codicia; y tres peñones desiguales que desde la orilla emergen del agua salada, apareciendo y desapareciendo a cierta distancia entre ellos, como rocas entrando de puntillas para no molestar dejando ventanas abiertas al infinito turquesa. Tres esquinas que abrazan el último trozo de mar que me emociona, al fundirse cielo y agua en luminoso hechizo: resplandeciente declinar del sol hacia la curvada línea del horizonte. Catarsis de luz con fulgores de fuegos violáceos y anaranjados en el final del día que subyuga el espíritu, anunciando un nuevo crepúsculo de esperanza por venir. Hace muchos años --¿cuántos?, quizás el tiempo sea indefinido allá donde habita el olvido-- que mi antiguo visitante, compañero de viaje y de fatigas en forzada reclusión no me visita, no me acompaña, no baja a nuestra playa, tal vez yo haya equivocado los recuerdos e hiciéramos solo el viaje de la infancia y no el de la madurez a pesar de haberle llamado, a veces insistentemente, quizás fuera éste viaje último solo alucinaciones de mi mente, una ilusión por cumplir. De cualquier forma puede ser que ambos tengamos las mismas sensaciones en la distancia: que no nos reconozcamos en el mundo real por habérsenos cambiado repetidamente la lontananza, antes opresora; después muy lejana y misteriosa; y ahora al alcance de la mano, abarcable, extraña; lo mismo que el mar y la playa. Seguramente tampoco reconozcamos la noche estrellada desaparecida en la excesiva luminosidad que borra el profundo fondo oscuro de brillantes estrellas fugaces. Acaso hayamos entendido, por fin, la advertencia poética del cantautor, recluyéndonos en nuestros propios laberintos, en los libretos memorizados de nuestras historias, mezcla de recuerdos confundidos con remembranzas actuales: anécdotas vividas junto a las más extrañas ficciones, con el fin de no perder la memoria, de no desprendernos en vida de los escasos momentos felices que nos regalaban. Los lugares cambian, pasan. Seguro que como él, me he obsesionado en acopiar entre mis manos los recuerdos que inevitablemente se me desparraman por entre los dedos; pero persisto: estoy aquí para desentrañar este momento. Ahora solo me queda el presente: un trozo de mar, un suelo arenoso, y la mitad de mi mismo –Teresa-- compañera de viaje de los últimos tiempos, compartiendo mochila a medias –... y los antiguos conocidos fueron extraños, y los extraños conocidos parte de nosotros mismos: la mitad que nos faltaba...-- : Me deleito junto a ella, en el arrebato que sucede a la sublimación de estrella como si no hubiera un mañana.

Pero obviando el espectáculo de luz, ahí enfrente hay ahora un mar que me resulta casi extraño, donde pululan otros seres y otros artefactos que ya no tienen la prestancia de sus antiguas moradoras –las barcas de pesca--; el equilibrio de su rítmico bamboleo en la trabajosa tarea de pescadores al sacar el copo a la playa, al que sobrevuelan multitud de hambrientas gaviotas; la dignidad atrapadas en sus redes como sustento de gente sufrida, humilde, y sabia. Confieso que últimamente, incluso el mar empieza a serme un desconocido, algo que aparece en el sueño recurrente del desencanto: Tiempo más tarde --¿corre el tiempo o se para, o quizás ni lo uno ni lo otro...?-- vendré a mi lugar y no lo reconoceré, vendré a mi mar y no lo veré, dudaré con disgusto del ensalmo eterno y de su ensueño para un instante después bajar a la playa de mi memoria que lo pondrá de nuevo aquí y me lanzaré de cabeza al rompeolas, zambulliéndome en el fondo de mis recuerdos; pero ¡qué raro!, el mar no está en calma; hoy se me muestra alborotado, muy alborotado. Con la temprana en la playa hemos oído los primeros estruendos. El mar golpea con fuerza sobre la arena donde se clava levantando un fortín que embalsa de burbujeo níveo. ¿De donde surge esta espuma?; se me antoja que no del coraje de la superficie sino de la pérfida bravura del fondo. Me aventuro en el borde siendo atrapado por una de esas muelas bravías en fauces gigante que me engulle y me vomita varios metros afuera envuelto en delicada maraña de seda blanca con la que cubre mi fragilidad; metamorfosis de ola que el viento me arrebata de inmediato y la evapora, dejándome indefenso, sin pudor frente a la desnudez. Hoy el aire viene del propio mar, de sus confines: todo un mundo recreado y que recrea, ¿qué hay más allá del embeleso? hay pena y gloria, hay plástica: ciclos creativos de juegos de agua que sube y baja, que se contrae y se dilata sin final; todo en un mismo acto, en un mismo rito, en un mismo color, ¿qué color?, si acaso tuviera color lo indefinido, y si así fuera ¿de que color será este arrojo de mar? Ante tal fuerza empequeñezco y me transformo en ausencia, en grano de arena mojada en la que han hundido atropelladamente mi frágil cuerpo, mis pies, mis manos..., mi inconsciencia. El agua está fría, muy fría. Mi miedo y mi fracaso también. Urge arrastrarse, huir de la amenaza que barrunta este levante que encabrita olas con ronco y seco rumor de certero golpe definitivo. Corro menos deprisa de lo que tarda la ola desde su último impulso hasta su destino, mucho más despacio de lo que deseo... Me despierto, ¡qué alivio!

Tal vez ni el cantautor, ni mi compañero ni yo tengamos las razones que oprimen el pecho y descargan ríos de melancolía en el vértigo de volver. Quizás, casi con toda seguridad, estemos equivocados evocando la imagen de un lugar que ya no existe. ¿Es contraproducente reproducirla sin límite?. En cierta ocasión, a propósito de mi despedida emocional de aquel pequeño mundo, a fin de curar las cicatrices aún visibles de viejas heridas, dejé negro sobre blanco en el encabecimiento de una carta abierta a quién quisiera leerla: Porqué escribir sobre un lugar ¿es eso importante? Un lugar puede ser solo un recuerdo borroso en la memoria; ¿pero en qué memoria?, quizás en la del alma si ésta acaso la tuviera. ¿Porqué evocamos su realidad con imágenes que se pierden en el mundo de los sueños? Quizás habría que comenzar escribiendo sobre el universo que encierran esas palabras: memoria, imágenes, sueños; pero ¿dónde queda el testimonio de los sentidos? Porqué no escribir acerca de un lugar atemporal del que solo quedan las emociones y los sentimientos, experiencias que no tienen tiempo. Porqué no comenzar simplemente describiendo un lugar desde lo vivido, desde lo sentido..., desde el corazón. Confieso que durante todos mis días he llevado un lugar preeminente en mi corazón. Ahora, después de haber ahondado en la vorágine de persistir en reconocer lo irreconocible; de apostar por repetir momentos, que se fueron, que se esfumaron para nunca volver; de querer desentrañar de qué están hechos los instantes, muchas veces fugaces, de felicidad, he comprendido que el vértigo que me recorría todo el cuerpo, haciéndolo vibrar, no estaba ligado a un lugar concreto que no reconozco, ni me reconoce; éste vértigo está enraizado en las entrañas; proviene de otro sitio más profundo: del interior de uno mismo, de los sentimientos que generaron unos días irrepetibles llenos de emociones cercanas a la dicha cuando más la necesitábamos. Hoy he hecho el viaje definitivo: he recorrido el camino inverso hacia el fondo de mis sentimientos, descubriendo lo hondo de la felicidad de un niño, que aún siento y sentiré de por vida, aunque aquella fuera solo un regalo temporal. No hay felicidad pequeña cuando ha hecho tanto bien a un ser...; a muchos seres en edad muy tierna. Hoy, en las reflexiones, sin más pretensión, de los renglones de este escrito, al fin he curado mi vértigo de volver.


FranciscoMolinaGómez









































martes, 3 de octubre de 2023

EL GUARDIÁN HOSPICIANO


Fulgencio Sánchez, fila de abajo segundo por la derecha, en los tiempos en los que todavía no era el guardián de las monjas, aunque ya en su cara mostraba gestos del animal-hiena que llevaba dentro. En el extremo de esa misma fila, primero por la izquierda el autor del blog.



 

miércoles, 27 de enero de 2021

EL ANSIADO GOCE DEL CARIÑO











 










































Fotografía de familia de Anita, un día festivo de alguno de aquellos años cincuenta del pasado siglo, en el campo, en compañía de otras familias. De izquierda a derecha Pepe, después de su salida del orfanato, su abuela, sus primos Enrique el mayor con el pequeño del que no recuerdo el nombre --¿Paquito?--, junto a su madre Eugenia hermana de Anita, la que cierra el grupo familiar, de riguroso negro, seria, circunspecta, todo lo contrario de lo que realmente era: una de las mujeres más divertidas y cariñosas que haya conocido, para mí como una segunda madre.




Prólogo

No entendía bien porqué aquellos niños, al contrario de compadecerle en su tragedia, se mofaban de él imprecándole con el mote que le pusieron nada más ingresar en el orfanato: ¡Camisa negra!, ¡camisa negra!... Tampoco él era plenamente consciente de los trágicos acontecimientos que de repente habían dado una vuelta vertiginosa a su vida. Ni de aquella vorágine de lágrimas, y profundos y entrecortados suspiros que se había instalado en su casa antes de su ingreso en el orfanato, cuando ya le habían vestido del color del carbón; del más negro carbón. Todo había sucedido tan rápido: la agonía y fallecimiento de su padre, la pena de él y de sus dos hermanos, de negro, inconsolables, estupefactos, desconsoladamente perdidos en la espiral de dolor indisimulado de la madre, escondiéndolo, tragándose sus propias lágrimas para no entristecer aún más a sus hijos, envuelta de pies a cabeza en el rigor del color del duelo; agravándose éste en la necesidad de tener que ingresar a su hijo Pepe, el mediano de ellos, en el orfanato. Más dolor aún.

De la misma manera Pepe Camisa negra tampoco comprendía del todo porqué aquél mayor --mi hermano Antonio-- le defendía de los chicos que le afrentaban. ¿Porqué aquella protección? sin que hubiera mediado trato alguno debido a su reciente ingreso. Quizás en el desamparo y la tristeza que mostraba la cara del nuevo, reflejara mi hermano la suya propia cuando ingresamos en el mismo lugar a la muerte de nuestra madre. Tampoco supo el momento justo en el que el agradecimiento por la defensa de su persona ante la burla --la que ya intuyó Pepe que perduraría en el tiempo--, con la que ya sería para sus compañeros y para siempre: Camisa negra, derivó en cierta dependencia de mi hermano; ni cuando aquellos primeros lazos de gratitud se escoraron hacia los afectivos, y de éstos a la amistad; una profunda amistad que los hizo inseparables, y a la que me uní cuando ya éramos más que amigos: como hermanos. Sentimientos de cariño que se prolongaron, por contagio, de nosotros hacia su madre y de él hacia nuestro padre viudo, como no podía ser de otra manera.

Casi con toda seguridad yo no necesité, como Pepe, de ningún estado de consciencia para intentar entender lo que, a su vez, me estaba sucediendo a mí --era demasiado pequeño--, así que con la simplicidad práctica de una criatura todavía muy tierna para interpretar los asuntos de la vida, hice de una manera natural abstracción de mi tragedia y acogí rápidamente a Anita --la madre de Pepe-- como sustitutivo de madre, aunque solo fuera esporádicamente en los días de visita de familiares: las tardes de los domingos. Sólo tenía cuatro años y una necesidad inmensa, supongo, de rellenar el vacío que de forma inconsciente sentía por dentro debido a la ausencia de mi madre, de la que sólo quedaba una imagen: yo me colaba muy pequeñito entre sus largos ropajes negros como el tizón, al igual que los de Anita en el luto; el mismo color del largo vestido que cubría sus piernas sobre las que ahora, en la visita, ésta me sentaba para apretarme contra su cuerpo, desbordante, risueña, bromista, desmesuradamente afectuosa llenándome de besos ruidosos: ¡Ay, mi Emilillo!; que contrastaba con los más discretos y exiguos de mi padre --muy comedido en los afectos--, y menos suaves: recuerdo el picor que me producían en los labios su barba rala sin afeitar en las ocasiones que le besaba; aunque me sentía igualmente querido.

En aquellas tardes de domingo nuestro padre y Anita nos agrupaba a los cinco –los tres hijos de Anita: Andrés, Pepe, Ani, y nosotros dos-- en la intención de que fuéramos, aunque por unas pocas horas, una sola familia, disfrutando del amor y el cariño que ambos nos dispensaban, participando todos de los agasajos y dulces que llevaban, de los que dábamos inmediata cuenta, ansiosamente golosos, devorándolos como si fueran los últimos que comiéramos en la vida, en agradable hermandad entre nosotros; mientras nuestro padre y Anita seguían, todavía en el duelo de sus viudedades, consolándose las penas que no conseguían superar, sobre todo en lo referente a la separación de sus hijos. ¿Qué inmenso dolor en el alma de un padre o de una madre no se ha de sentir, cuando son obligados a desgarrar su ser del de sus hijos, con los que han convivido hasta ese momento? Aquel ansiado goce de besos y caricias, envuelto de codiciados dulces, que traían consigo las visitas de domingo, se prolongó escasamente hasta dos años, coincidiendo con la muerte de nuestro padre y la determinación de Anita de llevarse a casa para siempre a su hijo Pepe: más delgado que cuando ingresó, sin la camisa negra, y con aquella imagen inconfundible de hospiciano por el corte de pelo al rape para evitar el contagio de la tiña. El más inoportuno desamparo hizo mella en mi ser, el que trasmutó a sentimiento de abandono cuando tres años más tarde mi hermano Antonio emigró a Barcelona desde el orfanato. En la vorágine de aquella absoluta soledad siempre hubo un resquicio de esperanza, acordándome de Anita que ya me quería como si fuese su hijo, aunque para entonces ella tenía, además de una vida muy complicada tratando de sacar adelante a su familia, muy difícil acceso a mi persona al no ser familiar consanguíneo.


I. La llamada del cariño.

Se levantó con el cuerpo muy destemplado, algo más que de costumbre, notando en toda su piel la punción helada del implacable cerco del frío de la pasada noche. El mismo frío que había hecho sitio en toda la casa. A horas tan tempranas, fuera del resguardo de las mantas, aquella madrugada de invierno Anita tiritaba, mientras se desperezaba ligera aún de ropa, lavándose la cara en una palangana con agua que había dejado reservada en la pequeña cocina el día anterior, ante la sospecha de que durante la noche se pudieran helar las tuberías, como así pudo comprobar. Al enjuagarse el rostro se le desvanecieron súbitamente los últimos desvelos de sueño que aún le pesaban en los párpados a medio abrir; en un espasmo de tiritona más fuerte y que le produjo castañetear de dientes: ¡Demonios de frío!, exclamó por lo bajo. A pesar del frío que se había aposentado en cada una de las moléculas del aire de la habitación y de aquel agua tan necesaria, se tomó todo el tiempo del mundo que le exigía el rito de su higiene personal, como lo hacía siempre a falta de cuarto de baño, frotándose ceremoniosamente y de forma meticulosa con una toalla mojada con agua y jabón su desnudo cuerpo, hasta desprenderse de ese olor pegajoso a cierta edad –la de final de la cuarentena--, comprobando las aristas agudas de sus huesos en la presión de la prenda de limpieza contra su piel, la que secó y perfumó a continuación. En el improvisado espejo al que asomó su cara seguidamente, se reconoció en la imagen un día más; convino que ese rictus de tristeza infinita que reflectaba el cristal era exclusivo, suyo y de nadie más; era la enseña de su viudedad que le sobrevino súbitamente y a edad todavía joven; como lo era también el elaborado moño en el que ahora atareada recogía con mucha destreza –la que da la cotidianidad-- su suelto cabello blanco y gris. La otra divisa que adoptó para siempre a la muerte de su marido en un trágico suceso de repercusión en todo el país: la explosión de la fábrica de pólvora del Fargue, era un color: el negro, que vestiría como blasón y estandarte de respeto y recuerdo toda su vida. Para aquella ocasión había reservado sus prendas oscuras más nuevas y elegantes: saya, vestido de algodón hasta los pies, rebeca de lana, y por encima de todo el abrigo de piel sintética que reflejaba cierto lustre. Embutida en aquella defensa que la aislaba del propio frío de la casa –que en nada se diferenciaba del frío exterior--, se sentía especialmente contenta, ilusionada, sonriendo hacia dentro, no en vano iba en busca de un trocito de su corazón que estaba demasiado ausente en su vida, a su pesar, encerrado en un orfanato de las afueras de la capital, en Armilla, a un muy largo trayecto de su casita de las Espeñuelas en Haza Grande, a lo alto del barrio del Albaicín.

Procuraba no hacer mucho ruido para no despertar a los hijos que vivían con ella y que aún dormían. Del dormitorio de la chica, Ani, se oyó una lejana y suave voz que preguntaba, todavía medio dormida: A dónde vas tan temprano. Ani tenía siempre el sueño muy ligero. El chico, Pepe, no daba señales de inmutarse, siempre dormía profundamente, al igual que le sucedía al hermano mayor Andrés que ahora ya no vivía con ellos: Voy a por Emilillo, le dijo al oído con voz muy templada para no despertarla del todo, luego la besó y ya fuera de la casa enfrentó con ilusión y contenta las primeras trabas de aquel día que presumía especial y largo: la oscuridad le mostró inmediatamente y sin ambages el intenso frío en el dibujo del continuo vaho de su respiración, más forzada que nunca, aquella adelantada madrugada, donde las últimas sombras de la noche esbozaban un paisaje algo viscoso que no le dejaban ver con claridad las siluetas de las otras casitas adosadas, en lo alto de la colina, a excepción de la última, la del bar, iluminada por la única luz que amarilleaba su incandescencia sobre la pared blanca. Le quedaba un buen trecho de terreno virgen hasta alcanzar, bajando, las primeras viviendas del Albaicín. A cada paso sentía en sus pies, a través de la fina suela del zapato, la propia tierra helada de espumilla blanca que había dejado la noche y que destacaba sobremanera en los hierbajos resecos a los lados del pedregoso camino, el que atravesaba como dardo el único hueco abierto torpemente en la antigua muralla árabe, cuyos flancos laterales se le aparecieron como sombras fantasmales que quisieran aprisionarla al alcanzarlos.

Las estrechas calles del Albaicín resguardaban aún los últimos estertores de la noche en pugna con las luces de la calle, empañadas, por efecto de su tenue claridad, en una neblina clara que presagiaba, en la memoria selectiva de muchos inviernos madrugados por Anita, un día frío pero soleado: Hoy va a ser un buen día, se decía para adentro, agradeciendo al todopoderoso que mora en las alturas la oportunidad de encajar, aunque fuera por unos días, el puzzle afectivo que completaba su corazón. Los viejos y destartalados muros de las casas bajas del antiguo barrio árabe, empaquetaban un silencio sepulcral solo roto de cuando en cuando por un lejano ladrido de perro, casi afónico, y al alcanzar la calle san Luis, en su inicio, por el golpeo con su puño del cristal de la ventana de la cocina, donde, aunque pobremente iluminada, había avistado a su hermana atareada ya en recoger el excedente de los primeros menesteres del nuevo día: del desayuno y de los restos de comida que hacía un rato se llevó en una fiambrera su marido, camino del trabajo: A dónde vas a estas horas, le preguntó la hermana toda intrigada: Voy a por Emilillo al hospicio, le contestó rebozante de alegría que contagió a su hermana, la que de inmediato se emocionó: Angelico, te acuerdas la última vez que estuvo en casa, ¿qué edad tendría, seis añicos o algo así?…, sólo quería seguir jugando con las figuras de plástico de Enrique..., y como ya se tenía que ir se las guardó en un bolsillo tan abultado que delataba su inocencia de niño que nunca ha tenido nada..., pobrecillo..., no sé porqué le obligasteis a devolverlas todas, si mi chico le quería regalar algunas..., se puso tan triste el angelico que bien entrada la noche se quedó dormido; seguía emocionada la hermana: Fue Ani la que se enfadó mucho..., aquel fue el mismo día, te acuerdas –le decía Anita-- que después para no despertarlo lo envolví en una manta y lo llevé en brazos hasta Haza Grande, ¡cómo pesaba ya!..., al día siguiente solo hacía preguntarme cómo había llegado hasta allí por la noche pues no recordaba que hubiera caminado hasta la casa..., yo le decía que la nuestra era una familia mágica que podía hacer que nos trasladáramos por el aire de una casa a otra sin darnos cuenta..., él me miraba con ojos muy abiertos de incredulidad mientras esbozaba una sonrisa de complicidad que quería competir, sin conseguirlo, con mi cara muy seria, la más seria que tú puedas imaginar: Sííí, sííí..., volando; decía a sabiendas de que era muy bromista, pero en el fondo confiando que fuera cierto..., ¡cómo le quiero!..., ¡qué ganas de volver a verlo!..., bueno a todo esto los niños me imagino que están durmiendo; le seguía hablando Anita a su hermana: Sí, además se levantarán tarde aprovechando que ya les han dado las vacaciones de Navidad.

Las primeras luces del día sorprendió a ambas hermanas sentadas en la cocina ante unos humeantes cafés --de esos concentrados que resucitan a un muerto, y que tanto gustaban a Anita-- que se fueron enfriando en el transcurso de las confidencias, en una prolongada conversación de lo que realmente les importaba: las alegrías y los pesares de sus vidas y las de los suyos, para rematar la velada con el acontecimiento del día en la familia: Oye Anita, ¿cómo vas a sacar a Emilillo del hospicio si no eres su familiar?, no te lo van a dejar. No le contestó, se miró el reloj y salió rápido de la casa: ¡¡Uuufff!!, se me hace tarde, ¡hasta luego!, ya hablaremos. La primera claridad del día empezaba a mostrar ya los detalles de la vida cotidiana en el barrio, el que se iba despertando de manera pausada, sin sobresaltos, sólo un murmullo: era el primer pálpito de la urbe que ascendía, difuso, hasta ella. Sobre ese fondo percibía nítidos los sonidos metálicos de las campanas de las iglesias cercanas llamando a los tempranos oficios religiosos. Notas de bronce que marcaban diariamente, y a intervalos, el latido de la ciudad, y que aquella mañana se mezclaban con otros sonidos más cercanos: los de la vida de unas gentes humildes resignadas a su suerte de perdedores, a los que saludaba cuando se cruzaba con ellos: Buenos días nos dé Dios...: Buenos días señora, le devolvía el saludo... ¡el lechero!, ¡el lechero!; pregonando madrugador a lomos de una mula su vital mercancía al ritmo del pausado sonido que hacía la acémila que acarreaba las grandes lecheras metálicas, al intentar escalar penosamente la cuesta de la calle, y que resonaba como golpes de metal sobre el suelo de piedra, acompasados por el ladrido de los perros que garabateaban juguetones entre sus patas. Prosiguió su descenso a pie, severa en su dignidad, muy contenta por dentro, sin importarle la larga distancia a recorrer desde lo alto del Albaicín hasta la parada del tranvía en el centro de Granada, que le llevaría hasta Armilla, y desde allí, y después de otra larga caminata, hasta el orfanato.

Aunque se hubiese dejado ya atrás la posguerra, eran todavía tiempos de difícil movilidad para las mercancías y las personas: ante la incipiente adquisición de vehículos utilitarios eran muy recurrentes, aún, los animales de carga, carros, motos con o sin sidecar, motocarros, bicicletas, furgonetas, y sobre todo el coche de san fernando: ese de un poquito a pie y otro caminando, medio de transporte personal de los pobres, y como no de Anita, del que sólo se resentía por el desgaste de las suelas de sus zapatos cada vez que el zapatero tenía que ponerles unas sobresuelas, o comprarse, por no tener arreglo, unos nuevos. Conforme se iba acercando al centro aceleró los pasos en las bulliciosas calles que atravesaba, repletas de comercios en donde ya relucían los adornos propios de las fiestas que se avecinaban junto a los carteles con las buenas nuevas. En Puerta Real tentó a la suerte y compró un cupón de la lotería de los ciegos, e inmediatamente se dirigió a rezar a su protectora: la Virgen de las Angustias, en su Basílica de la Carrera. Le rezó con fe pidiendo para los demás: por su marido y por sus padres que se habían reunido ya con él; por el marido de su hermana, que pese a estar enfermo tenía un penoso trabajo por el que cobraba un mísero sueldo que apenas alcanzaba para ir sobreviviendo; por su hermana Eugenia y sus hijos para que el día de mañana fueran hombres de provecho; por sus hijos: por el trabajo de Andrés que ahora vivía lejos, por Pepe para que la Virgen le iluminara y resolviera aquella etapa algo rebelde que estaba pasando; por Ani agradeciendo que hubiera encontrado trabajo en el cub juvenil de la parroquia de san Nicolás; por el novio de ésta, Quique, para que continuara la buena racha de trabajo como repartidor por su cuenta de bombonas de butano, y así poder pagar el motocarro que, para esta actividad, se había comprado a plazos; por ella para que su diabetes no fuera a peor y así poder atender a su familia; por Antonio que no daba noticias desde Barcelona; ¡ah!, y por Emilillo: Que me lo dejen sin que me pongan pegas. Ella creyó siempre a pie juntillas que fue su Virgen la que iluminó a la monja. Con la ayuda de sor Josefa, a la que conocía bien de los tiempos de internamiento de su hijo Pepe, consiguió sacar del orfanato a Emilillo, avalada por ésta en la certificación de que era su tía carnal.


II. El goce del cariño

Iba colocando, muy concentrado, las figuritas del belén que estaba montando, no sin cierta tiritona que le provocaba la baja temperatura en el interior de aquel sótano. Podía más la ilusión y la fascinación por la invención del ilusorio paisaje y la escenificación de sus personajes, que el frío viento de sierra que se filtraba por las carpinterías de los ventanucos, hasta olvidarse de su punzante clavazón; autocomplaciéndose en su soledad, de tal suerte que ignoraba –o más bien quería deliberadamente ignorar-- lo que seguramente ocurría arriba. En el salón de estar del pabellón de menores del orfanato se sucedían las llamadas de los chicos afortunados a pasar las fiestas con sus familiares que habían ido a buscarlos. Emilillo, bueno Emilio para sus compañeros de orfanato –aunque en realidad se llamaba Francisco; cosas que pasan-- se abstraía de su entorno, del mundo, fascinado en esa creación, esperada y deseada especialmente en aquellos difíciles momentos –los de la mañana del mismo día en el que alguien, recorriendo un largo y frío trayecto, había llegado hasta el orfanato--, a sabiendas de que nadie allende las tapias le reclamaría, de que su existencia se había borrado hacía tiempo de la memoria de los pocos familiares conocidos. Ocurría lo de cada año por estas fechas: que ni padecía ni dejaba de padecer por ello. Divagaba como terminar de colocar las figuras cuando un compañero le avisó a gritos: ¡Emilio, Emilio, ha venido una señora mayor a sacarte!, está con sor Josefa en el cuarto de la Radio.

Se quedó quieto, de pie mirando al compañero con ademán de sorpresa; después los gestos de su cara mutaron a incredulidad; para derivar en ansiosa curiosidad con pregunta: ¿Quién será? Súbita incertidumbre que puso en alerta su ya acreditado sistema de defensa frente al afecto caducable, o en el peor de los casos al afecto ausente; coraza adquirida en las lides de los innumerables domingos sin visita de familiares, o en las suertes de las fiestas señaladas del año de las que de antemano sabía que carecía de boleto para el sorteo, en especial aquellas de la Navidad. La curiosidad hizo el camino inverso hacia la gran sorpresa cuando Emilillo se encontró con Anita que abalanzándose sobre él le abrazó de tal suerte que sintió en su pecho sus acerados huesos, llenándole su cara de los mismos besos ruidosos de cuando era pequeño, ante la complacencia sonriente de sor Josefa: ¡Ay, Emilillo, qué grande estás!, y contemplándole a corta distancia se congratulaba en su fortuna, la de aquellos instantes: Pero si estás hecho todo un hombrecito le decía muy sonriente. Al arrebujarle Anita de nuevo contra su pecho notó en él cierto envaramiento, que comprendió no era rechazo sino esa normal desconfianza que provoca la ausencia desacostumbrada de unos padres, o en su caso de alguien que hiciera de ellos: ¿Pero cuántos años tienes?, le preguntó Anita, ansiosa por saber la edad: Tengo doce años; entonces ella cayó en la cuenta que hacía seis años que no sabía nada de él: Es muy buen niño y además un gran estudiante de bachiller, dijo sor Josefa toda orgullosa.

El cariño que Anita le fue dispensando, en dosis justas, camino a Haza Grande fue debilitando las primeras resistencias de él: empezaba a desear ser querido sólo unos días, aunque luego dejara de serlo el resto de su difícil pubertad que ahora enfrentaba en su día a día, y quizás también de su incierta futura adolescencia. Mientras avanzaban de cara al frío viento de los Llanos de Armilla, para tomar el tranvía a Granada capital, él fue retrocediendo en el tiempo y el espacio de los recuerdos almacenados en el desván de su vida hasta vislumbrar, a su manera, los posos que se habían depositado en los fondos de su ser: ese grito callado de desesperación de que nunca nadie supiera de sus ocultos sentimientos, porque no tenía a nadie con quién compartirlos; la frustración de sentir la imposibilidad, como ahora, de no poder abrir la compuerta de las emociones porque el mecanismo de apertura estaba oxidado; o la necesidad perentoria de haberse revestido de una coraza y apretarla hasta cortarle la respiración sin que lo notaran los demás; sintiendo siempre vergüenza de que los más cercanos –sus compañeros con familia visitante-- se apercibieran de sus carencias afectivas; y fue retrocediendo deliberadamente hasta verse pequeñito en el regazo de Anita y complacerse en los besos y arrumacos que ésta, en la remembranza, le prodigaba; divagaciones que le acudían a la mente al tiempo que ella toda solícita apercibida de los finos ropajes del orfanato, y para protegerle del frío del llano, le ponía su rebeca de lana amorosamente sobre sus hombros: Abrígate que ya está aquí el tranvía..., verás, cuando levante el sol hará menos frío.

El cariño a dosis justas pero constante hizo que durante el viaje, y poco a poco, Emilillo fuera aperturando el candado que apretaba su coraza, agradeciendo que si no podía respirar bien ahora no era porque el escudo imaginario le oprimieran los costados, sino porque aquella opresión era ejercida por los pasajeros que de pie, como sardinas en lata, saturaban la furgoneta –medio barato de transporte pirata-- que les trasladaba desde el centro de la ciudad en donde les había dejado el tranvía, a lo alto del Albaicín. Fuera del vehículo, caminando hacia la casa por la pendiente de tierra, Emilillo sentía cierto alivio, como el que ascendiendo por empinada rampa empezara a soltar lastre para ir más ligero, y cuando por el agujero abierto entre las dos masas de tapial de la muralla árabe visibilizó la casa, que sorprendentemente reconoció de la última vez, respiró profundamente tomando aire a raudales por donde notó que se colaba el bálsamo del goce del cariño. Aperturó definitivamente su blindaje y arrojó la odiosa llave del candado imaginario al pedregoso camino. Miró a Anita, le sonrió abiertamente como lo hubiera hecho a su madre, y se lanzó a correr hacia la casa desde donde les saludaba Ani con los brazos en alto. El sol muy oblicuo había alcanzado ya su punto más alto, y amortiguado en algo la baja temperatura. Aquellos fueron todos días soleados. ¡Qué suerte!, o es que tal vez aquella familia en realidad sí fuera mágica y hubieran maniobrado en ese sentido. Quién sabe.

Anita, Ani.

Los abrazos de buenos días olían a fresca agua de colonia lavanda, la preferida de Anita, a quién Emilillo se pegó como una lapa desde el primer día: Emilillo ven a ayudarme a darle de comer a los conejos; y en tanto él le acercaba la hoja de lechuga al conejo que fácilmente extrajo de la conejera y que ahora tenía en su regazo, ella le contaba que aquella carne era muy buena para "su azúcar" --se refería así a su diabetes--, aunque él no entendiera bien de aquella enfermedad de la que le hablaba, ni su relación beneficiosa con la carne del animal, simplemente gozaba con estar allí, a su lado, de sonreírle escuchando muy atento los avatares de su vida, que ahora los había hecho parte de la suya: Hoy vamos a comer arroz con conejo..., verás que bueno está; y él le sonrió más abiertamente, relamiéndose ya con el guiso imaginado pues sabía que Anita era una experimentada cocinera, de esas de cocina casera de posguerra. Condición que había heredado su hija Ani. La experiencia de tener una familia prometía felicidad, al igual que el gusto de aquel arroz.

-- Después de comer y antes que se vaya el sol, ¿quieres acompañarme a los pinares a coger ramas y piñas para el brasero?; la propuesta de Anita entusiasmó a Emilillo. Los pinares en suave laderas se extendían muy vastos junto a la última casa, la del bar: De las piñas coge las abiertas..., las que están apretadas pueden saltar cuando las pongamos al fuego. Encendieron el brasero en el patio, con parsimonia, respetando los tiempos necesarios para un buen brasero de carbón de picón, el que añadieron a las brasas de la leña recogida, dejando reposar la combustión un buen rato, el tiempo justo para empezar a combatir el frío que a la caída del sol, al final de la tarde, cercaba ya las casitas asaltando su interior. Entonces la vida se hacía circular, cercana, apretada, más íntima alrededor de la mesa camilla con el brasero, dónde el placer del calor hacía más fluida la conversación de las novedades recibidas: Hemos tenido carta de Andrés, dice que está bien de salud, y que tiene mucho trabajo porque se están construyendo muchos pisos y hoteles por allí, y necesitan fontaneros; contaba Anita: A lo mejor me tendré que ir yo también a Málaga..., buen sitio..., a todo esto si Conchi está de acuerdo; soltó Pepe sin mucho convencimiento; y a renglón seguido una pregunta: Oye Emilillo tú te acuerdas de mi hermano Andrés... :Claro que sí, me acuerdo mucho de él, de la última navidad que estuve aquí con vosotros hace seis años, lo recuerdo bien; suspiros y silencio prolongado con las miradas algo perdidas por unos instantes –había pasado un ángel--, pausa que aprovecharon para reavivar el fuego con la paleta, para a continuación seguir dilucidando los asuntos de familia, los más complicados: el de la medida de la falda y la hora de recogerse en casa de Ani para aquellas fiestas: A las diez es muy temprano ten en cuenta mamá que Quique necesita mucho tiempo para el reparto, y con mi trabajo casi no nos podemos ver...: Bueno a las once pero tienes que alargar la falda por debajo de las rodillas...: ¡Bah!, déjala mamá si está muy guapa con la falda corta --le echaba un cable Pepe ejerciendo ahora de hermano mayor--, así que hermanita a las once y media, y que la falda solo te tape las rodillas..., ¿vale mamá? Él ya con dieciocho años, y además varón, no tenía restricción de horario. Y para relajar la conversación y rematar en armonía la tarde-noche antes de la cena: una sesión de juegos reunidos, nunca mejor dicho: ¿Jugamos una partida al parchís?...: Vale.

Emilillo escuchaba complacido, mientras movía sus fichas, identificándose con aquellas intimidades de la familia, interviniendo para compartir las vivencias del día y cuando le preguntaban por su hermano Antonio: Apenas tengo noticias de él; decía; y a continuación Anita, al tiempo que se apuntaba un ¡doce!, soltó un buen propósito: Alguna vez iremos todos a Barcelona a buscarlo..., ¡qué ganas de verlo y abrazarlo!...: ¡Eh!, que te has contado cuatro de más; protestó Ani. En cuanto te descuidabas la madre alargaba la ficha varias casillas: ¡Ah!, me habré equivocado, se disculpaba en la pillería Anita, guiñándole el ojo a Emilillo que le sonreía. Algunas tardes la mesa camilla se completaba con la visita para felicitar las fiestas de algún vecino y su familia: Felices fiestas y próspero mil novecientos sesenta y cinco, brindaban todos en vasitos pequeños con un anís tan fuerte que quitaba el hipo, al que acompañaban con auténticos dulces de mantecado, polvorones, y alfanjores que Anita extraía de un arcón donde celosamente guardaba los licores y los dulces; y a falta de un aparato de televisión –era inasequible para la economía de aquellas gentes, excepto para el dueño del bar--, una distendida y amable tertulia con fondo de música de la radio que reinaba sobre el aparador, en donde Adamo ponía melancolía al nombre no pronunciado en las mismas notas tarareadas por Pepe, pensando en el nombre que le ocupaba su mente: “Tu nombre para mi es el emblema / el más bello poema...”; canción ligera que empezaba a desplazar lentamente la otra música: flamenco, boleros, copla, canción española... banda sonora de unos tiempos difíciles pero de esperanzada y sincera solidaridad entre ellos: los desheredados.

Una noche muy fría a Emilillo le dio tiritona incluso con las piernas tapadas con las gruesas ropas de la mesa camilla, que resguardaba muy bien el calor del brasero debajo de la mesa, ¿pero fuera?: Toma esta toquilla de lana, te la echas por los hombros y luego te quitas los zapatos y los calcetines, verás como entras rápidamente en calor. La sugerencia de Anita fue bien hasta que Emilillo movió un pie descalzo hacia el brasero introduciendo uno de los dedos entre la alambrera de protección del calefactor. Un ¡ayyyyyyy! largo en la pronunciación pero contenido en el dolor fue suficiente señal de alarma para que Anita se apercibiera que se había quemado, y rápidamente le aplicó el sabio remedio sobre el dedo del pie quemado: unas gotas de tinta china, embadurnándole de negro todo el dedo. Sorprendentemente para Emilillo la cosa funcionó: la quemadura no hizo ampolla, y al día siguiente ya no había ni señal. Magia de aquella familia, o simplemente remedio popular. Quién sabe. Él estaba entusiasmado con toda aquella ¿magia? que estaba viviendo: el desvelo de los demás hacia él, las atenciones, el ambiente de cariño, las miradas amables, las sonrisas sinceras, los abrazos, los besos...; de tal suerte una auténtica magia, sí, que hacía que cada día se sintiera más vinculado con sus miembros, los que no le daban tregua a que se aburriera aquellos especiales días. Toda una sucesión de descubrimientos agradables.

Uno de esos días buscando a Anita, Emilillo descubrió su silueta que se transparentaba entre la ropa que tendía en la parte más soleada del patio, junto a las conejeras, y se quedó observándola en silencio, sin que ella se apercibiera de su presencia, conteniendo la emoción de percibir el amor de hogar que desprendían las prendas de ropa colgadas de las cuerdas, todas juntas, exclusivas, sólo de ellos, limpias, expuestas al tenue soleamiento, y deseó que por siempre su ropa estuviera allí tendida; e inmediatamente dejó correr la riada de emociones por lo que tenía de intimidad familiar la escena, y queriendo sorprender en la broma a Anita se abalanzó sobre ella: Te pillé!; Emilillo la abrazó envolviéndola entre las ropas, a lo que ella se revolvió, liberándose entre risas y colocando sus frías manos de rojo y amoratado por el agua fría del lavado, en las mejillas de él, que peleaba por deshacerse de esas manos tan frías, en un alboroto de tira y afloja al que se les unió con alborozo juguetón el perrito que tenían. Entonces vio la pila de lavar de piedra adosada a la casa, y comprendió lo de las manos de Anita, el amor a su familia, su entereza frente a las adversidades, su alegría a pesar de todo..., y el excelente colofón: una poesía intimista escrita en unas cuerdas. Siempre le emocionaría la visión de las ropas tendidas en los patios de luces, como estandartes de intimidad, de pertenencia al mismo grupo afectivo. En aquel tiempo por no faltarle sorpresas hasta descubrió una declaración de cariño envuelta en un nuevo olor que rápidamente guardó en su memoria olfativa de esos días: el olor particular a colmado antiguo que fijaría de por vida, junto con aquel afecto constatado.

Emilillo había acompañado aquel día a media mañana a Anita a hacer la compra en un colmado de chacinas, salazones y conservas del Albaicín donde le fiaban la adquisición de los comestibles: exiguos, sólo los imprescindibles para cocinar el plato contundente del día: Buenos días, feliz Navidad; Anita saludaba sonriente a las mujeres que esperaban la vez: Feliz Navidad Ana..., ¿y este niño?; le preguntaba una de ellas; y mientras le ponía un poco al tanto de su historia, con los oídos atentos de las otras, él iba fijando para siempre en su percepción olfativa las esencias que colmataban el ambiente de la alargada habitación, y que evocaba un olor singular, desconocido pero agradable, como a pimentón, hierbas aromáticas, especias, y adobos que provenían esencialmente de las conservas y de los productos frescos de matanza colgados a lo largo de unos palos por encima del mostrador, el que por su proximidad con las chacinas había absorbido los mismos aromas que éstas desprendían; todo ello sin dejar de escuchar las explicaciones de Anita a aquellas mujeres que permanecían atentas, mirando con bondad a Emilillo entre exclamaciones de compasión de ellas, hasta concluir: Emilillo es como si fuera hijo mío, en el tiempo que ya era atendida por el dueño del colmado, de mediana edad, con guardapolvos azul, y un lápiz prendido en la oreja, como eficaz calculadora, con el que fue anotando y sumando los gastos de la compra ante la atenta mirada de Anita: Bueno esto me lo apuntas en mi libreta, ya te lo pagaré como siempre, cuando cobre mi pensión; nunca se sabía exactamente el día del pago de aquellas escasas pensiones de viudedad, fluctuaba en el tiempo: Mañana vamos a ir a la Casa la Perra Gorda a preguntar..., ¿quieres venir?; le dijo Anita todavía dentro de la tienda…: Vale, pero ¿qué es eso de la perra gorda?...: Dónde pagan la pensión, no muy lejos de aquí, en la Gran Vía... Ya en la calle, Emilillo le confesaba: Te has dado cuenta que el tendero huele igual que el mostrador y que las tripas que tiene colgadas..., ¡ah!, que sepas que para mi también eres como mi madre; le dijo de sopetón, y luego se abrazaron y besaron. En todo ese tiempo las muestras de cariño se prodigaron continuamente, pero faltaba una importante que venía con sorpresa.

No esperó a Reyes. Anita despertó muy temprano a Emilillo. Ella había madrugado antes para asearse y perfumarse, por lo que olía a lavanda recién cortada. Para entonces ya había calentado agua en una olla para que en el aseo el contacto de la toalla con su piel fuera templado, restregándole el agua y jabón por pecho, espaldas, brazos y piernas de su cuerpo casi desnudo, abandonándose Emilillo al disfrute relajante de aquellas manos trabajadoras y delicadas a la vez: Bueno ahí por debajo te das tú, eso también hay que lavarlo ¡eh!; lo dijo entre risas que le contagió; y mientras se frotaba sus partes íntimas por debajo del calzoncillo se sorprendió de que ese prurito de pudor, que hubiera mantenido con cualquier otra persona, se había esfumado con ella. Era la prueba de aceptación y complicidad que se tiene con una madre. Mientras él terminaba su limpieza y se vestía, Anita le ponía un poco al tanto del plan por el que le había hecho madrugar: Ahora, dentro de poco, vendrá Quique a recogernos con el motocarro..., nos vamos de excursión al centro..., desayunaremos..., veremos las luces y adornos de Navidad..., la Catedral..., los Belenes..., después nos quedaremos a comer..., y por la tarde al cine que ponen una de Raphael...: ¡Pero eso cuesta mucho!, le espetó Emilillo, como rechazando el sacrificio que para la economía de ella supondría aquel gasto: No te preocupes..., verás..., los licores y dulces que tengo en el arcón es gracias a Quique, que para las fiestas nos ha regalado quinientas pesetas, ¡un capital!, y lo bueno es que todavía me ha sobrado dinero para nuestra excursión.

Quique los dejó en la Gran Vía de Colón, cuando ya los establecimientos, bares y comercios llevaban un par de horas abiertos. La ciudad bullía de actividad y de gentes deseándose paz y felicidad, en las fiestas más importantes del año. Desayunar en la calle emblemática de Granada fue todo un lujo y una gran novedad: Prueba las Maritoñis, son unas tortas de bizcocho con relleno de cabello de ángel, canela, y una pizca de malafollá, ja, ja, ja...: ¿Una pizca de qué..., porqué te ríes?...: De malafondinga que es lo mismo; ¡vamos!, de la más pura esencia granaina, ya la irás descubriendo, ya verás...: ¡Hummm! que rica, ¿puedo otra? Si la sorpresa del desayuno fue deliciosa, la siguiente le colmó de dicha: Pruébele esta rebeca de lana; le decía Anita a la dependienta de la tienda de ropa donde habían entrado en la misma calle, cuando aún el probado paladar de Emilillo mantenía el gusto del cabello de ángel y la canela: ¿Te gusta ésta?; y tras una pausa de espejo y aceptación: No hace falta que la envuelva se la lleva puesta. Al regalo de la rebeca le siguieron los guantes, y a éstos una gruesa bufanda y un gorro, todo de lana, entre los que se coló un capricho de pubertad: una corbata a rayas; prendas que Emilillo se llevó ajustadas ahora a su cuerpo: Si hay que abrigarse para que esperar; le decía sabiamente Anita a la dependienta, luego pagó y le miró con mucha ternura: Estos son los Reyes de este año para que no pases frío..., ¿te gustan?; por contestación él la abrazó y la besó: Gracias, te quiero mucho; le dijo al oído de ella.

La inolvidable jornada festiva que se prolongó hasta que terminó la película que fueron a ver en el teatro-cine Isabel la Católica, ya de noche, cursó con dos sorpresas no esperadas para ninguno de los dos: una en la propia sala del cine cuando se encendieron las luces: ¿Qué haces aquí?; la que preguntaba a Emilillo sorprendida era su hermana Carmencita –habían visto la misma película a escasos metros-- que vivía con unos padrinos desde que falleciera la madre de ambos; presentándosela a Anita, aprovechando el casual encuentro; por fin conocía a la niña de la que tanto le hablara el padre de Emilillo en los domingos de visita en el orfanato; y curiosa por saber más después de la despedida: ¿Es mayor que tú?...: Sí, tres años más...: Pero tienes alguna relación con ella...: Apenas, no va nunca al orfanato...: Es muy guapa..., se parece a tí... La otra sorpresa era que a la salida les esperaba Quique con su motocarro aparcado enfrente de la puerta del cine: ¡Ah mira Emilillo..., qué lujo!: tenemos chófer y coche particular. Quique los dejó en la misma puerta de casa, donde recogió a Ani que tenía día libre de trabajo: ¡Adiós!, que seáis buenos, a las once y media en casa; les dijo la madre a ambos en advertencia amable; ellos sabían bien a qué se refería. Emilillo también.

Los días que Ani trabajaba, que eran alternos, Anita y Emilillo iban a recogerla por la noche al trabajo en el Albaicín, para acompañarla después a casa: ¿Qué tal te ha ido hoy?; le preguntaba la madre: ¡No sabes mamá!, ha sido muy divertido y muy movido, les he puesto en el pickup todo rato el Tuí Sanchao (Twist And Shout), y les ha encantado sin parar de bailar, ¡qué noche!...: ¿El qué le has puesto?; le preguntaba Emilillo...: El Tuí Sanchao de los Bitel (The Beatles); le contestaba Ani, tarareando la canción, moviendo la cabeza como posesa de un lado a otro, cayéndole el flequillo de la melena por los ojos: ¿Los conoces?; le preguntaba curiosa a Emilillo, mientras se le iba disipando aquella energía corporal: Bueno..., por uno de mi clase de bachiller, que es muy fans de los Bitel..., es curioso mueve la cabeza como tú, pero ese canta otra, algo así como Silaiú, Yé, Yé, Yé (She Loves You, Yeah, Yeah, Yeah)...: ¡Ah!, esa también la ponemos a veces, tiene mucho ritmo; Anita se reía a carcajadas, no entendiendo nada: ¿De qué demonios habláis?...: De los Bitel mamá, los mejores..., verdad Emilillo; y al echarle el brazo y atraerlo hacia ella, esparció hacia él su esencia: un agradable olor a perfume Myrurgia, el que cuidaba como oro en paño, sólo unas gotitas en los sitios estratégicos de la cara, en el cuello, en las muñecas, y que se esfumó de golpe por el penetrante olor a torrefacto, que les dio como un bofetón al entrar en el bar que estaba junto al club juvenil donde trabajaba Ani --un local dentro de la parroquia de san Nicolás--, y en el que siempre hacían una parada para hablar y reponer fuerzas, antes de marchar para casa.

 El olor del café exprés de la Cimbali, toda una novedad de máquina de importación italiana para un bar de barrio; las luces de colores por las fiestas; los adornos navideños de espumillones, estrellas, ángeles, campanas; el ambiente festivo y cordial: ¡Hola, doña Ana!, lo de siempre...: Sí, pero para Emilillo no pongas mucho café, casi todo leche y uno de esos pastelillos que tú sabes; todo ello lo recordará Emilillo para siempre como parte de la magia de la familia y su entorno, del que ya iba marcando territorio: ¿Qué tal el párroco?; le preguntaba la madre a Ani: Muy moderno, uno de los nuestros, no tendrá más edad que Andrés, y se preocupa mucho por la gente..., hoy sin ir más lejos me ha ayudado a recoger todo y a limpiar el club..., toma esto es lo que me ha dado por esta noche, el hombre no puede más: No está mal..., oye Ani el baile ese ¿como es?; le seguía preguntando la madre: Un tuí, mamá..., baile suelto, aunque el cura también nos anima al otro más agarrado, pero vigilado...: ¡Ah!; dijo Anita lacónica. Antes de irse, ésta dejó una moneda de propina que sonó como un premio de lotería: ¡¡¡Bote!!!, gritaba el camarero que les atendió lanzando la moneda a un tarro metálico adornado de espumillón, mientras les despedía: ¡Adiós!..., oye Ani!, me han dicho que la noche de hoy ha sido para recordar...: Y que lo digas. Los tres rieron a pierna suelta al salir. Emilillo estaba encantado con su hermana yé-yé. A sus dieciséis años todo un descubrimiento que le contagió de alegría esos días.

Pepe

Desprendía un olor singular, mezcla de Varon Dandy y tabaco rubio que se acentuaba en el olfato de Emilillo cuando éste se pasaba algunas noches, desvelados ambos, a su cama. Cogían el sueño tarde ya que ninguno tenía que madrugar al día siguiente. Él porque estaba de vacaciones y Pepe..., bueno Pepe se había tomado su particular año sabático en su trabajo de fontanero por cuenta propia pues tenía una misión apremiante: dedicar el máximo de tiempo en cortejar a Conchi, la hija del dueño del bar. Arrebujados cuerpo con cuerpo combatían mejor el frío, que ya no era sólo el de la habitación sino ese que a fuerza de tantos inviernos sin calor les había invadido por dentro hasta fijarse definitivamente en el tuétano de sus huesos. Los peores inviernos: los del orfanato: ¿Te acuerdas Pepe cuando estábamos juntos en el pabellón de menores?, ¡¡qué frío!!; y Pepe que había dejado aquel tiempo en algún recoveco escondido de su memoria, recuperó las imágenes del aislado lugar que les unió para siempre, rechazando rápidamente las que no les gustaba --que eran casi todas--, quedándose solo con las de su hermanamiento con él y su hermano Antonio: Me acuerdo mucho de tu padre cuando junto con mi madre nos visitaban los domingos..., sabías que se conocían desde jóvenes, al parecer vivían en pueblos vecinos...: ¡Ah!, no lo sabía...: Yo tampoco, de eso me enteré después de que mi madre me sacara de allí; Pepe se quedó un rato en silencio sopesando contarle o no lo que estaba evocando ahora en su cabeza, hasta que se lo confesó, tenía que saberlo: Eras muy pequeño y había muchas cosas que no entendías o las entendías a medias..., ¿recuerdas que era domingo cuando murió tu padre?...: Bueno recuerdo a mi hermano llorando abrazándome cuando iba en fila a misa, me dijo algo pero no me enteraba muy bien el qué y el porqué de aquello...: Después de eso se fue al funeral y volvió a la tarde muy apenado, tanto que no podía ni hablar. Como era domingo de visita tu esperabas como siempre ver aparecer a tu padre y..., tuve que ser yo el que te dijera que tu padre no iba a venir más --Pepe se estaba emocionando en la evocación de la escena de su mente que recordaba como si fuera ayer--..., que se había ido al cielo para siempre...; ambos se abrazaron con los ojos llorosos: Bueno, vale ya de penas, mañana nos vamos a ir a cazar pajarillos...: A cazar ¿qué?...: Bueno, mañana lo verás, vamos a dormir que es muy tarde.

¿Esa ropa para cazar pajarillos?; Emilillo no le hizo la pregunta pero sí la pensó, sorprendido cuando lo vio aparecer en el salón donde desayunaba sólo --Anita y Ani no estaban en la casa--, a la vista de la fina vestimenta perfectamente acoplada a sus dieciocho años para diecinueve bien plantados: camisa blanca, pantalones grises de finas rayas, botas camperas de piel, chaleco y chaquetón de ante de color ocre y un pañuelo en el cuello; todo repeinado de tal manera que su cara despejada acentuaba su atractiva sonrisa: Termina de desayunar que nos vamos...: ¿Nos llevamos el perro?...: No que nos espanta los pajarillos con sus ladridos..., déjalo en el patio..., vamos a un bosquecillo que hay cerca de los pinares; y allá marcharon, carabina de aire comprimido al hombro de Pepe, no sin antes hacer una escala que les pillaba de camino: la última casa, la del bar; bueno la parada se llamaba más bien Conchi: Que guapo estás, si pareces el Cordobés; le decía Conchi detrás de la barra, enfrente de él, a corta distancia ambas caras. El sabía de su agraciado parecido con el joven y famoso torero, y explotaba aquella coincidencia que tanto gustaba a su ¿novia?, en una conversación casi de alientos, aprovechando que no estaba el padre. En un momento de la íntima conversación ambos miraron a Emilillo que se había sentado en unas de las mesas a ver la televisión y le sonrieron, por lo que supuso que hablaban de él, y no entendiendo mucho la razón de aquella excesiva demora en el pavoneo de los dos, salió afuera a contemplar desde la terraza del bar la extensión de pinos que empezaban a reverdecer su oscuro color con los mañaneros rayos de sol, rememorando las tardes de recogida de piñas.

Era sorprendente como Pepe subía y bajaba los desniveles del terreno cubiertos de hojas secas, sin descomponer su figura, repeinado, el pañuelo del cuello sin desbaratar; enseñando a Emilillo como manejarse por el terreno sin espantar a los gorriones, con la carabina en punto de mira hacia las ramas de la arboleda, el perdigón en la recámara, oído muy atento a cualquier sonido: ¡Chiiisssttt!, mira hay ahí varios, decía a la vez del disparo: ¡Joder!, no les he dado..., se han ido..., dame otro perdigón; le pedía a Emilillo, y otro, y otro.., hasta acabar con la munición, después de recorrer todo el bosquecillo arriba y abajo sin conseguir ninguna presa, con un cansancio ya, que apremiaba la vuelta a casa, pero antes: la misma parada, esta vez sentados en la terraza del bar, atendidos por Conchi, con buscada exclusividad con respecto a los otros clientes, en clave de complicidad entre los dos tortolitos en pleno galanteo: miradas que lo decían todo, sonrisas que lo confirmaban, palabras casi susurradas, en un extraño pero curioso lenguaje de gestos y dobles intenciones que a su edad Emilillo ya descifraba, aunque aún estaba en una etapa de transición: Para mi Emilillo una Coca Cola, y para mí una cerveza...: ¿Para ti sólo una cerveza?... :Bueno, te pediría algo mejor, pero no se puede decir; ambos rieron ante la insinuación y la pícara mirada de reojo de Emilillo, en momento existencial en cuanto se hubo  marchado  Conchi: ¡Cuánto tiempo y cuántas cosas nos han pasado!, ¿verdad Pepe?..., y ahora ya con novia..., y dentro de poco con hijos...: Bueno, para el carro, nos estamos conociendo todavía. Estaba claro que ambos se gustaban y se querían mucho.

Al punto llegó Conchi con las bebidas y unas tapas de morcilla de matanza reciente que quitaba el sentido nada más con olerlas: Para mis chicos preferidos; dijo sonriente, y se marchó rápido ante la mirada constante de Pepe que no le quitaba la vista, a la que se sobreponía la del padre, siempre vigilante dándole órdenes constantes. Conchi no daba abasto para atender a la parroquia masculina que frecuentaba el bar: el aperitivo a la salida del trabajo antes de comer era sagrado, y las tapas de  morcilla pecado de cardenal. Con Conchi desaparecida se abandonaron a los halos del momento y del lugar, rechazando de plano por antinaturales otros lugares y otros momentos menos gratos. El sol calentando sus cuerpos, el olor de los pinos perfumando el aire que les llegaba desde el bosque hasta la terraza, relajados en la conversación envuelta en humo de tabaco rubio, el preferido de Pepe; era como si estuvieran en la galería soleada de un sanatorio curándose de algo pendiente: de los abrazos reprimidos, de las caricias deseadas pero prohibidas, de los sentimientos anulados, de las emociones que insistentemente les negaron, con obsesiva voluntad por considerarlas conductas degeneradas y pecaminosas, quienes rigieron sus vidas en el orfanato. A pesar de tanta iniquidad, no consiguieron su propósito, en todo caso lo contrario: un cariño perpetuo entre ambos y el anhelado cuerpo a cuerpo en las noches de confidencias. Y ahora, a falta de referente, un hermano mayor con el que compartir sentimientos; y, como no, también acontecimientos: los naturales de sus vidas durante aquellos días.

--Dame esa llave..., esa no..., la otra más grande; le apremiaba Pepe en una postura inverosímil debajo del fregadero a Emilillo, en la casa de un vecino, a la que habían acudido una tarde a arreglarle las cañerías que habían reventado con la helada de la noche. Aunque sin mucho entusiasmo, y con permiso del padre de Conchi, publicitaba en un anuncio sus servicios profesionales de fontanería en el bar: Te has buscado un buen ayudante, va a aprender bien el oficio; le decía el vecino a Pepe: No, éste está estudiando para hacer una carrera cuando sea mayor..., va a hacer grandes cosas, ¿verdad Emilillo?; y mirándole le regalaba una generosa sonrisa con doble mensaje: el del cariño y el del deseo de que aquello se cumpliera. Era curioso que Pepe se había vestido y arreglado para reparar la avería lo mismo que lo hiciera para la seducción, e igual de sorprendente era que pese a las forzadas posturas permanecía impoluto; como si el esfuerzo del trabajo respetara su aspecto inmaculado; como si tuviera muy claro que era simplemente un trabajo ocasional para ir tirando en sus pequeños gastos; como si lo importante fuera vivir lo que le estaba sucediendo, las otras cosas del mundo podían esperar. El final del trabajo con el fuego del soplete sobre el plomo de las nuevas tuberías era como la satisfacción de los fuegos artificiales al final de la fiesta: ruidoso y espectacular; ahora a cobrar y a ver a Conchi al bar. Se entendía su acicalado aspecto.

Aquella noche cuando llegó ya muy tarde Anita respiró aliviada en el butacón del salón dónde le esperaba despierta, hablando a continuación con contundencia pero bajito para no despertar a Ani y a Emilillo: ¿¡Te has dado cuenta de la hora que es!?...: Es que me he entretenido con Conchi picando algo de cena en el bar...: Pero ¿sólos?...: No, el padre andaba por allí de carabina...: ¡No habrás bebido mucho!...: Bueno un poco..., ¡ah! mamá toma lo que he cobrado..., no está todo, me he quedado con un poco...: ¡A ver si buscas un trabajo estable, no puedes estar haciendo sólo chapuzas, ni perder todo el tiempo en el bar!..., venga vamos a dormir que mañana tengo que madrugar; le dijo la madre muy seria mientras besaba al hijo. En el dormitorio acercó la cara a la de Emilillo, al que creía dormido, y le deseó buenas noches entre emanaciones de un aliento en donde el olor a tabaco y alcohol habían anulado el del Varón Dandy. Al instante quedó profundamente dormido. Afuera en el patio Emilillo oía el empuje del aire sobre la ventana, como queriendo entrar, y recordó el ruido del viento presionando con furia los cristales de los balcones de los dormitorios del orfanato en las noches de desamparo. Siempre le desagradó esos sonidos. Estaba desvelado y no conciliaba el sueño: en su mente hacía unos días se había activado la espoleta de la cuenta atrás del final de aquella mágica Navidad, un sueño feliz pero muy corto. En un par de días marcharía al orfanato. ¿Y después?..., bueno, después Dios dirá; como decía siempre Anita. ¿Y Dios qué dijo?

Aunque todos madrugaron, la mañana se iba demorando en los preparativos de la vuelta, y en las despedidas, siempre difíciles: ¿Porqué cuesta tanto cortar las ataduras que uno mismo ha apretado?; ¿porqué el sueño era tan efímero y la penosa normalidad tan larga, casi eterna?; pero esta vez podía ser distinto, ¿porqué iba a ser igual que siempre?; las preguntas y reflexiones se agolpaban en su cerebro en una dicotomía de pesar y esperanza a la vez, mientras besaba y abrazaba a Pepe y Ani, apretados sus cuerpos, dilatando el adiós entre ojos llorosos de todos. Incluso el perrito emitió unos apagados aullidos lastimeros, que sorprendieron gratamente a Emilillo: ¡Qué intuición, y qué capacidad de sentir!, pensó acariciando al animal que agachado se le encaramaba a su pecho queriendo lamerle la cara. Anita y Emilillo hacían ahora el camino inverso con el mismo frío y el mismo sol atenuado del primer día. Bajando la rampa de tierra Emilillo afinó los sentidos queriendo aprehender todo lo que éstos pudieran fijar en su memoria, como los ¡clik! repetidos de una cámara fotográfica imprimiendo la película: el bullicio de un asentimiento gitano con quejíos de fondo; la vida en la colina con sus tiras y aflojas diarios que siempre acababan en andanadas en el bar; el sosiego del bosque de pinares, su olor que curaba las enfermedades del alma, la brisa que desde allí ahora soplaba fría y seca sobre su abrigado cuerpo de pertrechos de lana, limpiando el aire ya limpio y elevando los sucesos vividos a la nube, la de su memoria en donde pervivirían por siempre. Al llegar al hueco de la muralla árabe volvieron sus miradas hacia la casa: ¡Adiós!, ¡adiós!...; se oía gritar desde la terraza a Pepe y Ani brazos en alto, en compañía del perrito muy tieso con las orejas levantadas y el rabo gacho, al que se le había borrado el ladrido.

A partir de ahí Emilillo sólo oía sus propios pasos en el descenso: el ruido de rozamiento de sus zapatos sobre la arenosa tierra, el del puntapié a alguna lata interpuesta en el camino...; que sonaban exagerados, a su percepción, en el silencio que se había aposentado entre Anita y él, caminando con las manos en los bolsillos del pantalón, cabizbajo con su mirada pendiente solo de sus pies avanzando sobre los hierbajos y las piedras de la rambla, resistiéndose a encontrar la llave imaginaria –pero real-- que allí arrojó el primer día. Ella entendía su pena y le dejó tranquilo, mientras andaban callados, cada uno en sus divagaciones en aquel silencio que hablaba por sí sólo, más elocuente que las propias palabras, pero que si se dilata más de lo necesario hiere; lo sabía bien Anita: Bueno, me dijo sor Josefa que eres un gran estudiante..., si sigues aplicándote en los estudios ya verás como te comes el mundo..., pero para poder terminarlos tienes que seguir en el hospicio..., yo no puedo..., bueno a todo esto que vas a hacer cuándo seas mayor...: Casas, quiero ser arquitecto... : ¿Y me vas a hacer un cuarto de baño?; él la miró sonriéndole y ella entendió el mensaje: sin ninguna duda le haría el baño que se merecía, no iba a ser menos que nadie, ya no tendría que asearse con una toalla: ¡Prometido!; le dijo mientras se abalanzaba sobre ella en un abrazo ansiado desde que salieron de la casa: Si yo pudiera, te traería conmigo para siempre..., ¡ay!, si yo pudiera..., te quiero como a cualquiera de mis hijos..., tu no te apenes y queda contento que sí Dios me da salud y un poco de suerte te sacaré para Semana Santa. Aquel consuelo en forma de promesa, aunque condicionada, fue suficiente para devolverle la alegría y la esperanza a Emilillo: su interior gritaba desesperadamente que no quería perderlos, que no podía esperar otros seis años.


III. El ansiado goce del cariño

Inició el ascenso a pie desde Plaza Nueva, inseguro de dar con la ruta que le llevara a lo alto del barrio del Albaicín, que para alguien que no se movía nunca por la ciudad tenía la dificultad de un complejo laberinto, teniendo como orientación sólo unas imágenes en su memoria, y cómo brújula una dirección con un sólo sentido: el de avanzar siempre ascendiendo. Era muy fuerte su determinación de encontrarlos y de querer saber qué había sucedido durante aquellos cinco años transcurridos desde que se despidiera de Anita y sus hijos: Seguro que había una explicación; se dijo para sí mismo en el instante que acusaba un pinchazo en el bajo vientre, pensando que tal vez les hubiera ocurrido algún percance: No tiene porqué..., simplemente las propias dificultades de la vida..., que en su caso siempre estaban ahí; pensaba aliviándose por su cuenta pero sin dejar de seguir perturbándole tal pensamiento, al tiempo que al subir la última empinada cuesta identificaba una de aquellas construcciones de sus paseos con Anita por el barrio: Esto es un aljibe, donde se almacenaba el agua ya en tiempo de los moros, éste se llama...; aunque le había dicho el nombre de la curiosa construcción no lo recordaba, pero si reconoció sus arcos de ladrillo y el enrejado que cerraba el hueco: ¡Voy bien!; pronunció casi audible, en la satisfacción de reconocer algunos vestigios archivados en el recuerdo del complicado territorio: un entramado de calles tortuosas y estrechas que se contraían hasta casi sentir la opresión de sus destartaladas fachadas contra su persona, para después aliviarla al ensancharse en pequeñas y recónditas placetas: Señora por favor, ¿esta plaza cuál es?...: Es la del Salvador, no ve la iglesia y el aljibe al lado...: ¡Ah! el aljibe, es verdad, gracias. Después de evocar como reconocible la singular construcción aboveda de ladrillo del depósito, Emilillo se sentó en un borde del mismo, más para calmar su estado de excitación –que se iba acelerando por momentos conforme creía estar llegando a la cima--, que por descansar del esfuerzo físico: tenía dieciocho años y unas poderosas piernas en un cuerpo atlético.

Después de una rápida ojeada a la fachada de la iglesia, reconoció en su construcción cierto estilo mudéjar, no en vano había comenzado aquel año la carrera de arquitectura técnica, después de aplicarse en aprobar todos los cursos de bachillerato como le había prometido a Anita: Qué orgullosos se pondrán cuando se lo cuente a todos..., qué ganas de verlos y abrazarlos; he intentó hacer una reflexión de lo vivido durante todos aquellos complicados años en su ausencia, pues tenía que ponerles al día; pero a renglón seguido desistió de la idea en la constatación de que eran demasiados, y que todos les llevaban a la misma pesadumbre: pudo constatar con fuerza que seguía solo, y le invadió un estado de desolación al que asomaban lágrimas en unos ojos rayano al llanto: la soledad es hiriente en las penas, pero es más inhumana en las alegrías, es desolador no tener a nadie que te abrace en el triunfo, después de un gran esfuerzo y mucho sacrificio; era un sentimiento que había experimentado muy a menudo durante esos años. Se enjugó las lágrimas y se calmó. Mejor sería contarles poco a poco, aunque lo primero era encontrarles; fijó una mirada perdida arriba, en el azul infinito de esa mañana de primavera cercana ya la Semana Santa, con el sol más levantado que la última vez, y el mismo aire limpio de entonces, y dejó volar la imaginación en lo que le apremiaba: en la posible escena del reencuentro, con el temor de la incertidumbre y la esperanza de la suerte, luchando entre bastidores; inimaginable, no podía seguir pensando en ello ante el nerviosismo que se le aposentó en el estómago –como le sucedía siempre que tenía que afrontar una situación complicada a su crónica timidez--, como un hormigueo que persistía: A lo mejor es inoportuna mi búsqueda.., no sé..., ¿quien soy yo para...?; y fue pasando en segundos por una sucesión de estados de ánimo, en una escala que fue desde la perturbación a no encontrarles, a la emoción de verles de nuevo, en una ráfaga de preguntas: ¿Porqué era tan difícil comunicarse entre personas?, ¿porqué no había recibido ninguna carta de ellos?, ¿porqué la vida se les complicaba tanto a los pobres?, ¿porqué todo era siempre cuesta arriba, como las empinadas rampas que ahora subía, sin que le esperara nadie en los rellanos?, ¿porqué tenía la sensación de que siempre le estaban abandonando? Pudo más la llamada del cariño, esta vez a la inversa.

Se creía ya perdido en el zi-zag de los interminables escalones de piedra y el de las calles, apretadas, todas iguales, sin prestar atención a las gentes con las que se cruzaba, con la zozobra a flor de piel hasta que vislumbró el último aljibe: Es inconfundible, estoy cerca de la calle san Luis, tengo que localizarla; se planteó mientras su corazón se aceleraba. Sabía que ascendiendo todo lo larga que era sin abandonarla abocaría a la muralla árabe. Podía ser que en breves momentos estuviera delante de alguno de ellos, y en la deseada evocación: un escalofrío le recorrió el cuerpo; todavía no se lo podía creer. Por fin alcanzó la brecha en la muralla y su mente empezó a rebobinar aceleradamente emociones y sentimientos que no se habían ido, estaban allí en la visión de la casita que identificó sin ninguna duda. No había cambiado nada en la hilera de casitas de la colina, todo seguía igual, confianza con la que pretendía tranquilizar su corazón tan desbocado que quisiera salirse de su pecho, consiguiéndolo sólo en parte mientras se acercaba a la terraza, imaginando ya la cara de sorpresa y alegría de cualquiera de ellos, daba igual. En la puerta se demoró en el temor de no entender del todo aquella situación que le aturdía por momentos.

Después de varios minutos de vacilación, con frustrados intentos de alejarse, se armó de valor. Golpeó la puerta, se abrió, y su corazón pasó de la más veloz aceleración a la paralización total, aturdido delante de una desconocida, quien le había abierto la puerta: una señora más joven que Anita, con vestido en estampado de colores: ¡Buenos días!, ¿desea algo?...: Por..., por favor, ¿Anita?; balbuceaba Emilillo, inseguro en su cortedad: ¿Anita?, aquí no vive ninguna Anita, se habrá equivocado de casa...: Bueno a lo mejor la conoce por Ana Fernández Unica..., vivía aquí hace cinco años...: Lo siento no conozco a esa persona... pregunte por ahí...: Vale, gracias y perdone; en la disculpa de él y en los siguientes instantes de extrañeza mirándose ambos antes de que la mujer cerrara la puerta, notó cierta persistente turbación, como si se les encendieran las mejillas en su extrema timidez, sintiéndose culpable de no haber intentado siquiera retenerla para seguir preguntándole algo más; al contrario le arrebataba la vergüenza: ¿Qué habrá pensado esta señora...?, y su propia frustración: ¿Porqué no se me ha ocurrido hacer este viaje antes, cuando aún les hubiera encontrado? Aquella incómoda turbación incubada en los años de orfanato, y que afloraba involuntaria e inoportuna en cualquier situación no controlada, le persiguió durante muchos años, incluso ya de adulto.

En estado de shock, trastornado por el impacto de la visión que no esperaba en la puerta, con la mente bloqueada, paralizado sin saber que hacer se abandonó a donde le llevaran sus piernas, que no fue otro lugar que el que le podía amparar de aquel golpe: los pinares. Pasó a propósito antes por el bar, sin atreverse a entrar, escudriñando desde la puerta su interior como el que busca desesperadamente algo, un referente: tal vez Conchi; alzó la mirada entre los pocos clientes que ocupaban el local, apoyados en la barra que atendía un hombre serio y con cara de pocos amigos, y quiso reconocer en él al padre de Conchi: Estoy seguro que es él con el pelo más blanco..., ¿y la hija?; se preguntaba mientras permanecía allí , disimulando mirar el verde paisaje, por si en algún momento aparecía. Ni señal de ella. El que si dio una señal fue el padre que se le quedó observando. Le importunó aquella inquisitiva mirada, y se marchó desistiendo de su último recurso: ¿Al final, se harían novios Pepe y Conchi?, ¿se habrían casado..., ¿y Andrés y su novia de Málaga?..., ¿y Ani y Quique?..., ¿será ya abuela Anita?..., ¿se le habrá agravado su enfermedad?...; las preguntas le rondaban la mente mientras iba recorriendo las veredas entre los pinos, pulsando el pálpito de las huellas dejadas en los mágicos días: las mismas ramas y las mismas piñas dispersas que veía por doquier; escuchando de nuevo el sonido de sus pasos orillando los bordes de los terraplenes, sobre dos líneas de pisadas que como una estela hubieran quedado esculpidas en la tierra, y ahora las estuviera siguiendo; en un reguero de sueños que flotaban, sin señal de arraigo, en aquel inmenso ámbito verde, sin dueños ahora, perdidos posiblemente para siempre como los ecos de sus voces.

Conforme los recordaba, los iba echando ¡¡¡tanto!!! de menos; aguantando como podía la emoción en cada paso; sabiendo que estallaría sin posibilidad de que aquel frágil dique aguantara la presión de haber perdido irremisiblemente el tan ansiado goce del cariño, y lo ansió más que nunca, una vez, y otra, y otra..., entre sollozos en el lamento de que se hacía irreversible algo muy importante en su vida, hasta derrumbarse con la espalda apoyada sobre una de aquellas laderas, y se acordó de los domingos de visita en el orfanato; de su padre; de su madre transformada en Anita; de sus besos; de los días mágicos en la casa; de las emotivas charlas de mesa camilla al calor del brasero; de su foto de Primera Comunión en exclusiva, debajo del cristal de la mesita de noche de Anita; del calor humano en las frías noche envuelto en las confidencias pendientes; del suave tacto de la toalla que olía a lavanda en la pequeña cocina; de la pila de lavar adosada al habitáculo del excusado en el patio; de la ropa colgada en las cuerdas; de las conejeras como salvación de la enfermedad de Anita; y de un árbol, creía recordar un limonero; y el sol con su luz y su calor oblicuo marcando las horas mágicas de aquellos días...; y lloró amargamente con el mismo desconsuelo que había sentido cuando su hermano Antonio se despidiera en el orfanato, sin importarle que alguien oyera sus escandalosos gemidos; desahogando su tristeza infinita: sabía inexorablemente que a partir de aquel momento quedaba completamente sólo.

Se fue calmando en la medida que pudo, a la vez que se sentía un extraño, un advenedizo que ya no tuviera derecho a estar allí. De vuelta al pasar junto al bar reconoció la música que sonaba en la sinfonola del local; cantaba Raphael: Balada triste de trompeta / Por un pasado que murió / Y que llora / Y que gime / ¡Cómo llora!..., y se le erizó el vello del cuerpo. Al bajar giró la cabeza para avistar la casa por última vez; ya no la sentía suya, se la había arrebatado una señora extraña y poco amable, con un vestido de estampado de colores; y no volvió nunca más. En la rampa de tierra quedó olvidada la llave que en su día tiró; no hizo ademán de buscarla; no la necesitaba, pues ahora ya tenía una nueva, reciente, de esas de candado de doble vuelta. Giró sólo una vuelta al percibir en su ánimo el último rayo de esperanza: si él ahora no tenía referencias de Anita para poder localizarla, ella sí podía buscarle en el mismo lugar en el que llevaba ya quince años interno, y que conocía bien. Seguía resistiéndose: En cualquier momento irá a verme, seguro...


Epílogo

Un año después de mi incursión por las empinadas calles del Albaicín, mi vida en el orfanato era la misma existencia lineal de siempre: lenta, monótona, reprimida de afectos, y qué sé yo cuántas cosas que no quiero recordar; la que transitaba acostumbrado a su severa rigidez y exagerada disciplina; eran ya muchos años recluido y eso formaba carácter, además ¿qué remedio tenía?: ninguno. El año –mil novecientos setenta y uno-- se había estrenado con un final de invierno y principio de primavera muy frío por una nevada nunca vista por aquellos lares, que no me salvó de que el sábado de la nevada me bañara con el agua más fría que nunca haya sentido, pero resistí --al igual que los otros internos-- como jabato: había --habíamos-- adquirido cierta inmunidad al frío; bueno al frío, a los desafectos, a todo lo sufrible. Pero aquel destemplado invierno, había dado paso a un final de primavera esplendoroso, con un sol casi de verano. Era domingo y después del desayuno posterior a la preceptiva misa, lo que procedía para combatir las tediosas horas de la mañana se llamaba fútbol: hicimos de su juego más que un deporte, una diversión, casi la única que nos permitía hermanarnos con un objetivo de equipo, y además poder abrazarnos en la celebración de los goles, sin que el apretón de los cuerpos fuera sospechoso. En pleno juego alguien desde la banda del campo me hacía señales de que me acercara, y cuando lo hice: Emilio, detrás del pabellón hay una señora que quiere verte, parece que tiene prisa.

Cuando la vi resguardada a la sombra del pabellón de mayores, corrí como no lo había hecho en el partido, y los dos nos fundimos en un profundo abrazo, exageradamente apretado, de tal suerte que no es que ahora notara sus huesos, sino su clavazón en mi cuerpo a través de la fina y sudada camiseta; no me importaba la acerada sensación, ni a ella mi sudor. Al besarla pude comprobar que su extrema delgadez le había alcanzado ya la cara en los ángulos agudos de sus facciones, presumiendo que se hubiera agravado de su enfermedad: Atiéndeme Emilillo, siento no poder estar mucho tiempo contigo, ¡qué pena!..., bueno primero ¿cómo estás?...: Yo bien, ¿y tú?...: Voy tirando, con "mi azúcar" un poco peor, pero no te preocupes, está controlado..., he venido a despedirme, mañana me voy con Ani y Quique a Gerona..., no nos han ido bien las cosas y tenemos que marcharnos allí a encontrar trabajo...: ¿Y Ani y Quique, no han venido?...: No, han tenido que quedarse a preparar las maletas, por eso tengo que marchar pronto para ayudarles, pero no quería irme sin decirte adiós; en la conversación casi confidencial con mi cara junto a la de Anita, como si fuera una sola, fundimos también nuestras lágrimas en un sólo lloro.

A partir de aquí sólo tengo retazos de recuerdos, como una película con cortes en las imágenes y en las voces, quizás por un trastorno transitorio que padecí súbitamente y que duró, seguramente, el tiempo de la visita: un lapso muy corto de tiempo de mostrar los afectos, para un infinito silencio posterior. Cuánto no daría porque alguien hubiera grabado el reencuentro, con sus imágenes y conversaciones, y que yo pudiera después visualizar la película cuándo y cuántas veces quisiera..., ¡qué no daría por vernos y saber lo que hablamos!; aunque sí recuerdo lo último hablado, quizás atenuada aquella perturbación por su inminente despedida: No te preocupes seguiremos en contacto, cuando tengamos unas señas fijas te mando una carta con la dirección, y a lo mejor un día cuando salgas de aquí ya con tu trabajo, nos vemos …: Claro, aquí me puedes mandar todas las cartas que quieras, yo no me puedo mover de momento de este sitio, aunque no sé el tiempo que aguantaré aquí, pues estoy preparando unas oposiciones para el Estado, y así poder marcharme..., cuando lo haga sabiendo dónde vives, ten seguro que te buscaré...: ¡Ojalá, sea así, Dios te bendiga Emilillo..., recuerda siempre que te quiero como si fueras mi hijo, siempre te he tenido en mi pensamiento y en mis oraciones...: Yo también, como si fueras mi madre. La acompañé hasta las verjas de entrada y allí nos dimos el último adiós entre lágrimas, últimas confesiones, y promesas: Adiós, adiós, te buscaré, le decía mientras ella se alejaba por el camino que tantas veces había transitado. Al año siguiente, mil novecientos setenta y dos, con veinte años de edad y dieciséis de orfanato, me despidieron de allí. Durante ese tiempo no hube recibido ninguna carta de Anita ni de Ani --al día de hoy no sé nada de ellos--. Aún así no eché la segunda vuelta a la llave del candado. Nunca me rendí.

En mil novecientos setenta y cinco estaba de paso por Granada. Venía de Madrid donde había realizado un curso de prácticas al haber aprobado por segunda vez unas oposiciones para el Estado, más ventajosas que las primeras, y así poder retomar mis estudios de arquitectura. Disfrutaba, por tanto, de unos días de asueto, pendiente de incorporarme a mi destino: Barcelona: ¡qué lejos está mi hermano! El último día paseaba por la comercial calle Mesones, atestada de gente a esas horas de la mañana, cuando en la dificultad de ir evitando a las personas para avanzar, casi chocamos el uno con el otro, y a un segundo de habernos evitado nos reconocimos de refilón, nos miramos para confirmarlo paralizados en la sorpresa: ¡¡¡Emilillo!!!...: ¡¡¡Pepe!!!... ¡¡¡qué alegría!!!...; nos fundimos en un abrazo percibiendo en su intensidad el mismo que nos dimos Anita y yo en el último reencuentro, el que se dilató un rato en medio de la acera, cerca ya de Puerta Real, sin importarnos los transeúntes que nos esquivaban con desagradables gestos, e intencionados roces contra nosotros para que no estorbáramos. Estaba próximo el verano y la gente se había lanzado en tropel a asaltar los comercios. Ante la incomodidad de poder hablar con aquella avalancha nos refugiamos en el bar Granada, de mucha solera en la capital, y que estaba a escasos metros. Recuerdo que ocupamos uno de los veladores de mármol que aún conservaba el establecimiento de sus tiempos ilustres.

Él pidió un tercio de cerveza a la vez que expulsaba el humo del cigarrillo que empezó a fumar, yo una Coca Cola; bebidas que no tardó en servirnos un camarero de los de mandil y pajarita negra, el que desafortunadamente no tenia en su bandeja poder servirnos lo que más deseábamos los dos en ese momento: que nuestra hermandad no se quedara extraviada allí; que no perdiéramos aquel último tren que la bendita casualidad, o lo que fuera, nos brindaba subir de nuevo; que la vida no nos pusiera en la tesitura, otra vez, de estar buscándonos unos a otros; pero el hombre propone y Dios dispone, y las circunstancias de Pepe no eran las mejores, ni siquiera buenas, fijándome en su poco agraciado aspecto: vistiendo una ropa que quedaba muy lejos de aquellas de dandy que recordaba, y mostrando una cara desmejorada para su edad –le calculé veintiocho años--, pero en la que afortunadamente no se había borrado su familiar sonrisa que me regaló sin descanso, como también fueron pródigos sus gestos de cariño; estaba claro que los únicos cambios eran físicos, los afectivos seguían intocables como los de hacía...? ¡diez años ya!, qué rápido me pareció el paso del tiempo, aunque en realidad entre aquellas dos fechas nos habían ocurrido infinidad de sucesos, de los que imagino –no recuerdo de la conversación nada más que trazas-- comenzamos a hablar, sobre todo de los últimos: Siento que mañana tenga que viajar a Barcelona sin más remedio a tomar posesión de mi plaza de funcionario..., ¡qué rabia!, no quedarme más tiempo..., nos podíamos haber citado cualquier otro día que tuvieras libre, aquí mismo en este bar...; el resto de la conversación es una nebulosa que no logro desentrañar, me imagino que hablamos atropelladamente y sin guión un poco de todo lo que se nos pasaba por la cabeza; lo único que me quedó claro era la inoportunidad de la maldita coincidencia de que los encuentros, buscados o al azar, eran previos a viajar uno de los dos a un sitio muy lejos; todos anduvimos siempre de un lugar a otro: primero fue Antonio, después Andrés, más tarde Anita y Ani; y ahora yo.

En un momento de la conversación que se prolongó el resto de la mañana al amparo de muchos cigarrillos, varias cervezas, y un par de coca-colas más, me llegó el olor a tabaco y alcohol de aquel último día; estaba claro que yo había quedado varado en la felicidad de una navidad, pero él estaba ahora en su desventura presente; ni siquiera recuerdo si contó algo de su madre y hermanos, ¿quizás estuviera viviendo una vida bohemia, al margen de la familia?, por su desaliño podía ser..., lo que sí dejó entrever es que estaba sólo, que no tenía pareja; pero sus palabras han quedado en ese lugar donde habita el olvido: ¿Porqué creemos que tenemos todo el tiempo del mundo; que las situaciones difíciles son siempre reversibles, y que se arreglaran por ellas mismas?, ¿porqué no nos molestamos unos momentos, sólo unos momentos después de vivir algo vital, en pasarlo al papel, para después leerlo y releerlo, y ayudar así a la memoria cansada?; peno por ello en este momento por si en aquella conversación quedaron perdidas las claves para localizar a su madre y hermanos; no lo creo las hubiera guardado celosamente hasta que hubiera podido dar con ellos. ¿Pero..., y él?, no tenía que buscarlo, lo tenía delante de mí, le quería tanto que no quería perderlo: Bueno Pepe tendrás alguna dirección, dámela y la apunto y así nos podemos escribir : No tengo ninguna fija, voy de una en otra pensión..., pero no te preocupes estoy peleando a ver si me quedo fija en alguna...: Entonces te voy a dar la de mi hermano Antonio en Hospitalet de Llobregat en Barcelona..., sabes que después de diez años prácticamente sin noticias, me escribió invitándome una Navidad a su casa, está casado y tiene dos hijos..., de hecho ahora lo veré porqué pararé en su casa; le decía Emilillo a Pepe mientras le escribía la dirección en un papel, el que dobló y guardó Pepe en el bolsillo del pantalón: ¡Cómo me acuerdo de Antonio!, os quiero mucho a los dos; lo decía emocionado, con la premonición, tal vez, de que aquello era una despedida. Lo vi en su mirada, aunque me tranquilizaba el que tuviera en su poder las señas de la casa de mi hermano. Desde entonces no he tenido noticias de él; tampoco de Andrés, aunque seguí persistiendo durante mucho tiempo sin echar la doble vuelta de la llave del candado.

Foto de los tres hermanos, a la izquierda Pepe, y en el centro Andrés y Ani con otra chica, desconocida, a la derecha, en el día de la Primera Comunión de Ani, con fondo de un pabellón del orfanato. En día tan señalado, se juntaban los hermanos... mis hermanos ...


Los siguientes años, desaparecidos ellos, busqué desesperadamente, si no lo mismo, lo más parecido a lo que había sentido con mi familia de sentimiento --¡Ufffff, que listón más alto!--, volcándome con ilusión en tener la mejor relación afectiva con mis dos hermanos, ya casados y con hijos; retomar lo que la vida nos había negado, empezando por el respeto y así poder recuperar el cariño, y más tarde ya el amor de hermanos; todo un despropósito: tuve la sensación de estar rodeado de gente que, más que empatía, sólo buscaban competir conmigo en su desgracia: ¡La mía ha sido mucho peor que la tuya!; ¿porqué?, si yo no quería competir con nadie, sólo compartir. Vagué de nuevo sólo, en la resignación, constatando mi acelerado retroceso hasta las casillas anteriores a Anita y su familia, que hizo que echara la segunda vuelta de llave del candado. Con veinticuatro años cuando conocí a Teresa, mi mujer, estaba inmerso en una profunda crisis nerviosa, en un cuerpo que pedía a gritos ahogados en silencio que le quisieran, embutido ahora, no en una coraza, sino en una armadura completa; aunque seguía resistiéndome, deseaba fervientemente intentarlo, no quería perderla; ésta vez no: la necesitaba como el aire que respiraba, pero parapetado en aquellas defensas tenía mis dudas: como iba a querer si casi no había sido querido; como iba a amar, si casi no había sido amado; como iba a darlo todo, si casi no había recibido nada; como iba a ser padre si apenas había sido hijo. Gracias cariño. Lo siento, no he podido, o no he sabido hacerlo mejor. Ahí estamos queriéndonos, juntos, después de cuarenta y cuatro años. Sigue siendo muy difícil: cuando se ha sentido mucho frío de pequeño, ya se tiene frío toda la vida.



FranciscoMolinaGómez (Emilio --”Emilillo”--)

(Me ha costado mucho escribir esta entrada al blog; confieso que todo ha sido puro sentimiento. He intentado alejarme del relato sentimental decimonónico del huérfanito. Todo en él es desde el corazón, sin artificios, verídico, en la medida que es veraz un relato literario, aunque haya equivocado seguramente algunos nombres y confundido algunas situaciones: a veces a la memoria, después de tantos años de archivar recuerdos, le cuesta recuperar los detalles de las vivencias. De las importantes no me he olvidado: Anita, Andrés, Pepe y Ani, allí donde estéis os sigo queriendo sin que mis sentimientos hacia vosotros haya variado ni un ápice. Me siento muy afortunado de haberos conocido y querido, sin vuestra asistencia en mi vida, yo hubiera sido otra persona, con toda probabilidad con muchas más carencias. Recibid este homenaje-recordatorio en la esperanza y confianza de que alguien que visualice las fotos –vosotros mismos, hijos o allegados-- las reconozca y me haga un comentario –lo espero con ansiedad--, sería más que una lotería, mis mejores Reyes de este 2021. ¿Quién sabe...? A tí Anita que por cuentas de la edad, seguramente ya no estés entre nosotros, decirte que no es verdad, que sigues en mí con tu legado de amor: Gracias por hacer de madre, en la ausencia de madre tan pequeñito; por ser un trocito de tu corazón, aunque demasiado ausente en tu vida; por llevarme en volandas con la magia del amor; por no conocer obstáculo para llegar a mí; por entender la desconfianza en la ausencia desacostumbrada del cariño; por sacarme del agujero negro del abandono; por respetar el silencio de la pena, sin alargarlo para que no hiera; por regalarme hasta lo que no tenías; por ser una madre coraje; por confiar en mis sueños cuando los demás no lo hacían; por tu esforzada despedida a pesar de tu enfermedad; por tenerme perennemente en tu mente aún en la ausencia; gracias por enseñarme tantas cosas: a valorar que el tiempo más provechoso y feliz es el que se comparte con la gente que quieres; a tener entereza frente a las adversidades; a mostrar alegría pese a la tempestad; a comprobar que la dignidad del pobre es más loable que la del pudiente; a ser honrado; a vivir del esforzado trabajo; a que no es más rico el que más tiene, sino el que menos necesita; a saber resignarme en lo que más me duele: en la mala suerte de no poder haber compartido con todos vosotros los logros de mi vida, que también eran los vuestros...; ¡ah! se me olvidaba: gracias por regalarme esta terapia, para seguir respirando sin que me aprieten muchos los costados, a soltar lastre para ir más ligero y poder seguir caminando, para ir aperturando poco a poco, y de nuevo, la llave del candado de la coraza que guardaba por prevención..., para entenderme yo mismo y que los que más quiero me comprendan un poco..., mil gracias por todo, siempre vivirás en mí.

Mientras escribo afuera cae la nieve copiosamente --¡¡¡impresionante nevada en Madrid!!!-- ; con los cascos de audición activados en You Tube, canta Adamo: Cae la nieve / y esta tarde no vendrá / Cae la nieve / y mi amor de luto está / Es como un cortejo / de lágrimas blancas / y el pájaro canta / las penas del alma....)