De repente me apercibí que me hallaba perdido en no sé que sitio; en un raro lugar donde las gentes se cruzaban evitándose la mirada, como zombies, sin hablarse, caminando deprisa, sólo pendientes de ojear el reloj; todos con los mismos gestos; las mismas prisas, apurando el paso...; bulla de multitud transitando precipitadamente los largos túneles de deslumbrantes halógenos que iluminaban aquella apretujada masa de personas con actitudes graves, que no sonreían, que no gesticulaban, mirando sólo al frente mientras se transportaban en inacabables cintas mecánicas hasta abocar, al final arremolinados y agrupados como manchas sobre el suelo, frente a las pantallas digitales con las informaciones cambiando en los marcadores a una velocidad vertiginosa, mareante... después se precipitaban atropelladamente y a toda carrera hacia los puntos indicados: las salidas parapetadas tras un laberinto de carteles de avisos con flechas indicadoras en todas direcciones... y por fin, alcanzadas las puertas de salida: ¡horror! ningún rastro de ser humano... sólo máquinas que daban órdenes: "Introduzca su tarjeta de crédito... teclee su número personal... recoja su ticket... deposite su maleta en la cinta transportadora... diríjase al módulo T.4, nivel 2, puerta B.1...": entonces comprendí que había quedado irremisiblemente atrapado en un no-lugar.
Me quedé contemplando a aquellas gentes y advertí que el no-lugar no era sólo un espacio físico.
Ahora Matías visionaba la ciudad, que aún dormía a horas tan tempranas, en una ráfaga de imágenes difíciles de codificar en su mente y que se proyectaban rápidas a la escala de la velocidad tras los cristales de las ventanillas del coche que conducía Luis --su hijo mayor--, que ahora le transportaba al aeropuerto de la ciudad. Los modernos edificios que orillaban la gran avenida urbana y que se sucedían como inmensa vitrina de exposición de materiales --hormigón, aluminio, acero, vidrio...-- dispuestos de forma artificiosa en extrañas composiciones, a su entender ininteligibles, se constituían en inmenso cauce --como río caudaloso-- que a esas horas ya cubría, hasta saturarse, de un intenso tráfico de vehículos de motor. A intervalos, sin solución de continuidad, la amalgama de los fríos artefactos como gigantes desdibujados en la neblina gris de aquella mañana de otoño, daban paso, expiando su afrenta, a algún olvidado parque de recreo de los que sólo son visibles a los ojos de los visitantes, y que revelaba en el ánimo de Matías esa desolación que muestra la naturaleza cuando muda de piel, agravada en ese momento por la bruma de aquellas primeras horas del día.
Durante el trayecto, en ocasiones, padre e hijo se observaban en un reto de silencios que ninguno se atrevía a romper. Hacía ya muchos años que Luis se había trasladado de su pueblo natal a la capital del país en busca de "otras oportunidades", de las que ahora disfrutaba como director general de ventas de una conocida empresa que se publicitaba líder en la televisión, y que al cabo del tiempo le había impreso en el carácter, a su pesar, de cierta pátina de deshumanización en sus relaciones personales y familiares y, en consecuencia, de una prolongada incomunicación con su progenitor. La distancia hizo el resto. En este instante de sus vidas las miradas sustituían a las palabras y las reflexiones calladas ocupaban el espacio de los silencios. Para Matías el cercano momento del reencuentro con la vieja casa de piedra; con los objetos y ambientes que hasta hacía poco tiempo había compartido con su mujer; el del momento de la ansiada primera visita al cementerio después del óbito de María hacía tan sólo un mes, le perturbaba en sus pensamientos, a la vez que le reconfortaba. Después del funeral a la memoria de la madre en la antigua iglesia mudéjar del pueblo --recinto sacro tan íntimamente ligado a las vidas de los padres y de sus tres hijos, los que habían acudido a tiempo a la llamada del padre para despedirse de la madre aún en vida-- el cónclave de hermanos, ante la situación de desánimo de Matías, acordaron la conveniencia en un primer momento de que Luis, el más acomodado económicamente de ellos, acogiera en su casa,y durante una temporada, al desamparado padre, ya que cada uno residía muy lejos del otro en ciudades distintas.
¡Cómo iba a ser posible vivir sin María de la que nunca se había separado?, cavilaba ahora Matías sin obtener respuesta en uno de esos silencios, súbitamente roto por su hijo, justo cuando tomaba el desvío hacia el aeropuerto por la recién inaugurada carretera de circunvalación --sólo unos días antes lo habían dado por televisión: el ministro del ramo se fotografiaba sonriente, entre bellas azafatas, cortando la cinta inaugural--.
- Papá, recuerda que cuando aterrice tu avión te estará esperando en el parking del aeropuerto con su taxi Isidro el de la Celsa, el que te llevará hasta la Casa --acepción familiar, ésta última, del hogar común donde, hasta no hacía mucho tiempo, habían convivido juntas hasta tres generaciones-- y no olvides llamarme cuando llegues --el padre asintió con la cabeza-- ¡Ah!, el pago del viaje hasta el pueblo ya lo he arreglado con Isidro, tú no tienes que preocuparte de nada.
- ¡Vale!
Arrellanado en el asiento de piel; extra de serie que solo unos días antes le glosara su hijo de aquel último modelo de coche de gama alta adquirido recientemente y no asequible económicamente --según vanagloria del retoño mayor-- para el común de los mortales, Matías se abandonó a su cavilaciones, a sus preocupaciones, inmerso en un viaje por intrincada red de carreteras, profusamente señalizadas por doquier con enormes carteles sobre cuyo fondo oscuro destacaban en claro leyendas y anagramas en un lenguaje abstracto que no lograba descifrar pero que, a buen seguro --pensaba-- eran la clave para poder salir de aquel enmarañado laberinto que, como enorme jeroglífico de asfalto, ocupaba el espacio natural negando el paisaje, recreando en su lugar un artificio que no reconocía, que rechazaba, y en el que se sintió momentáneamente perdido; soledad que alivió cuando divisó en la lejanía el edificio del aeropuerto, el que en la neblina de la mañana no desplegaba todo el esplendor de su silueta postmoderna de acero y cristal.
Entraron a un resplandeciente y amplio vestíbulo intensamente iluminado, con acabados en materiales de última generación: titanios, aluminios, aceros pulidos... que brillaban metálicos al reflejo de los potentes focos de luz. Unas enormes estructuras metálicas vistas cubrían en gran altura el vasto espacio, el que en su desmesurada proporción hacía empequeñecer, aún más de lo que ya se sentía, a Matías impresionado por tal exceso, casi asustado; y de las que colgaban --como artefactos agresivos, temiendo Matías que se les pudiera caer encima-- conductos de gran diámetro que climatizaban el ambiente y otras estructuras auxiliares a las que se habían fijado, suspendido de ellas, todo un universo tecnológico de información; los códigos de funcionamiento de aquel complejo y moderno aeropuerto: carteles, pantallas digitales, anuncios, megafonía, cámaras de vigilancia, publicidad comercial... se desplegaban por doquier ocupando ese espacio medio desde el que el gran ordenador central se dirigía --como gran hermano-- a la aglomeración de personas, reconduciéndolas, encauzándolas ... desde la sombra... sin ser visto... sólo una impostada voz de megafonía: "Señoras y señores pasajeros les recomendamos no pierdan de vista en ningún momento sus equipajes y efectos personales"... "Señoras y señores pasajeros consulten periódicamente las pantallas digitales para estar puntualmente informados de sus vuelos"... "Señoras y señores pasajeros permanezcan muy atentos a los mensajes por megafonía"... "Salida del vuelo Iberio 424 con destino a Zaragoza; pasajeros diríjanse a la terminal auxiliar T.4-A. Tengan preparadas sus tarjetas de embarque y sus documentos de identidad".
- Papá, esa es la tuya, ¡venga! --Matías se dejaba llevar por su hijo, que casi lo arrastraba, y por otro misterioso pasajero de la misma edad que Luis con el que éste se había encontrado y saludado en el vestíbulo, encadenando desde entonces ambos, en la espera y una tras otra, aburridas charlas de empresa que por su prioridad y efusividad parecían vitales para Luis, sobre esos asuntos de negocios con muchos números, cifras, datos de marketing, estadísticas, gráficos, esquemas, inventarios, albaranes...--auxiliándose el hijo para ello de la última novedad tecnológica de comunicación que para uso personal la había proporcionado la propia empresa-- y no se cuántas martingalas más que a Matías casi le producían dolor de cabeza.
- Tenemos que ser aún más competitivos --le reconvenía Luis al pasajero misterioso, que sólo se había dirigido a Matías para saludarle en la presentación y que no era otro que un subordinado de su hijo, el que deseando que alguien acompañara a su padre durante el viaje --Luis no podía pues estaba "desbordado de trabajo"-- había justificado en el interés de la empresa la urgente visita del empleado a la capital maña, aprovechando entonces para mandar un mensaje envenenado al delegado-jefe de aquella oficina provincial.
- Dile a Carlos que los de arriba están muy descontentos por el descenso de ventas en la zona y que... lo siento; peligra su cabeza... ¡Ah! y a José Roig el de la sucursal de Delicias que espabila o me veré en la tesitura de no renovarle el contrato --amonestaciones que Matías oía sin quererlo, sólo por la circunstancia de estar allí, invisible a los ojos de los otros que no le prestaban la mínima atención; sin entender aquella extraña situación: la inútil pérdida de tiempo. Qué mejor ocasión antes de que partiera de viaje para construir puentes y estrechar lazos entre ambos aprovechando aquel corto tiempo de convivencia... oportunidad para hablar entre ellos de esos días, de sus nietos, de cómo el padre pensaba reorientar su vida, de los recuerdos de la madre y ¿?porqué no? de cuando era pequeño...; ocasión definitivamente perdida cuando sonó el teléfono móvil de Luis.
- Papá; es mi jefe; te tengo que dejar --encomendándole a continuación al subordinado, al que se dirigió como superior jerárquico en la empresa, evitando familiaridades--: ¡Eh!, Escobedo te hago responsable... cuídamelo hasta que esté metido en el taxi --mientras se despedía del padre.
Y allí empezó el vértigo: la fila interminable de personas para pasar por el control de seguridad, unas literalmente pegadas a otras pero sin hablarse entre ellas, atareadas en hablar a gritos por los teléfonos móviles; uno de ellos sin discreción alguna --como si estuviera sólo-- y sin excusar la molestia de la clavazón del rígido maletín negro sobre el costado de Matías, al que, además,impedía proferir ni un mínimo paso la maleta rodante desplegada en el suelo del acompañante de aquél, mientras el subordinado de su hijo, obviándolo, no cesaba también de hablar por su teléfono móvil, imitando como un clon al resto de personas, vestidas de la misma forma, que se movían con los mismos gestos, que gesticulaban con las mismas posturas al hablar por el pequeño artefacto, con el mismo tono alto en la voz, como si necesitaran imperiosamente que los demás escucharan sus historietas.
La odisea prosiguió en el largo recorrido por prolongados pasillos y desangelados vestíbulos a donde se llegaba en un inacabable itinerario de sucesión de cintas y escaleras mecánicas con la sensación en el ánimo de Matías de estar inmerso en el interior de una programada máquina que les teledirigía a través de aquel universo de carteles, encajonados por el vidrio, en esa imagen higt tech de espacios acristalados que permitían ver la amplitud de los ámbitos aunque les impedía moverse a su antojo; como una trampa mortal de la que no lograba salir ahora una pareja algo mayor de edad que habiéndose equivocado de ruta daban vueltas y vueltas alrededor del mismo sitio y que al paso de Matías y su acompañante golpeaban el cristal desde el otro lado pidiendo auxilio con las caras angustiadas por la encerrona; recurriendo Matías al subordinado de su hijo.
- Indíqueles a esos señores la salida, aunque sólo sea por señas... parecen que han quedado atrapados --obteniendo una evasiva por toda respuesta de éste.
- ¡No hay tiempo!, vamos a perder el tren lanzadera --alejándose rápidamente del lugar y obligando a forzar la marcha a Matías que de manera intermitente volvía la cabeza hacia aquellas caras desencajadas... y que, ahora, al cabo de la carrera por el largo y último pasillo no concebía --una vez en el interior de la máquina rodante-- como un tren sin conductor le podía llevar hasta su puerta de embarque... demasiadas cosas para procesar en su mente en las primeras horas de una mañana.
Ya en el asiento del avión Matías aparcó los forzados razonamientos y cerró los ojos, los que prácticamente no abrió hasta que avistó el pueblo en la lejanía desde el taxi de Isidro. Entonces encontró sentido a las cosas... desde el asiento del vehículo se regocijaba en el sosiego del reconocimiento de aquellos caminos a la entrada del pueblo donde le dijo a Isidro que le dejara para ir caminando hasta su casa; disfrutando en el paisaje abierto con la familiaridad de sus campos, alegrándose de la comparación que su mente hacía en una rápida reflexión: ¡Qué diferentes a aquellos otros!
La mañana ya había clareado dejando ver nítida la silueta de los serrallos rocosos al fondo en el horizonte, el que ahora abarcaba Matías expandiendo su mirada al extenso panorama, sorprendiéndole como si lo viera por primera vez y alegrándose enormemente de estar allí. Se bajó al borde de la carretera por el camino de tierra que le recondujo hasta las remansadas pozas de agua del río y por un instante se oyó a sí mismo en el eco de las voces cuando de niño iba allí con los otros chicos a bañarse en verano; emocionándose por aquellos registros en la mente que eran huellas de su niñez. Se paró un rato, como no lo había hecho desde hacía mucho tiempo, a contemplar la belleza atemporal de los muros de piedra que configuraban los sinuosos caminos de los huertos que ahora transitaba muy despacio, descubriendo a la luz de los incipientes rayos de sol --sorprendido como si aquella visión fuera nueva para él-- los matices distintos de color de las hojas que ya empezaban a caerse de las ramas de los árboles de la huerta de José y se acordó --no exento de cierta melancolía-- que ya quedaban muy pocos de los de su quinta, con los que había crecido y jugado en las calles y placetas del pueblo: ¡Cuántas vivencias y que corto el espacio donde se almacenan!... o es que tal vez exista otro sitio desconocido donde la memoria aparca aquellas vivencias que, por razones que ignoramos, decide que olvidemos... ¡cuál es el orden de prioridad y qué razones rigen en la mente para fijar los recuerdos?... es un misterio.
En estas cavilaciones andaba Matías cuando... ¡Ah!... no los veía pero los oía; sintiendo con inusitado placer --como reciente, olvidando el goce de tantos años-- el trino de los pájaros, cuyos nidos empezaban ya a abandonar en el principio de los fríos, mientras atravesaba el bosque de altos y espesos pinares muy cerca del pueblo... su pueblo... con el que se reconciliaría de por vida tras su forzada huída: ¡Ya no lo abandonaría más! Al salir del bosque reconoció el camino que tantas veces transitara con María en busca de plantas aromáticas... y saturó su olfato, una vez más, del olor de las flores del espliego y la lavanda...; y por fin: su casa. Matías pasó por delante de su viejo portón de madera --donde Isidro había dejado su maleta-- sin detenerse, atravesando la calle principal que bordeaban viejas casas de piedra y tapial... entre el saludo de sus paisanos con sus inevitables preguntas: ¿Qué tal Luisito?... ¿cuántos nietos tienes ya?... a los que amablemente fue contestando con esa familiaridad que da el conocerse de toda la vida... y los que rieron escandalosamente en la respuesta cuándo le preguntaron por la capital: Sinceramente me ha parecido una casa de locos.
A la salida del pueblo siguió por la vereda que cruzaba la finca de Indalecio sorprendiéndole esta vez --de tantas otras que la había transitado casi sin fijarse-- el muro de piedra medio derruido que marcaba el límite del predio. Se paró a observar aquellas piedras que habían perdido su color ocre original bajo una pátina de grisáceos colores con la que el tiempo y la climatología las había impreso, adivinando en su color más claro la orientación al sol de la piedra y en el verde parduzco del musgo la disposición de su frente en zonas de umbría... era extraordinario --pensaba Matías-- como aquel elemento inanimado hablaba del tiempo... Pasó por delante de la casa de Indalecio y se encaminó hacia el cementerio.
Iba feliz encontrándose seguro en la custodia de la legión de alargados cipreses, como inhiestos centinelas, que les llevaba a las puertas de la nueva morada de su esposa con la que tuvo una larga conversación. Le habló de Luis; de aquel lugar en donde vivía su hijo y que parecía un manicomio; de sus nietos... y de la conversación que le hubiera gustado tener con su hijo. Después hablaron de ellos... de ese nuevo tiempo tras la forzada separación donde Matías a la vez que preguntaba se contestaba a sí mismo como si lo hiciera María... hablaba como si lo hubieran hecho el día de antes.
- Bueno mujer, estoy muy cansado... mañana que ya estaré más descansado vendré un ratico más a seguir charlando.
Y se marchó a su casa de siempre canturreando por lo bajo una de aquellas canciones de siempre; pisando seguro la misma tierra de siempre; sintiendo una gran confianza en sí mismo en correspondencia con la de aquel familiar paisaje.
FranciscoMolinaGómez
(Escrito en marzo de 2009 para presentarlo a II Concurso de Relato Breve. Sin noticias del jurado ni de sus capacidades literarias desistí presentarlo. Ahora con un jurado más amplio y, seguramente, más equitativo en calidad y cantidad --todos los lectores-- sí he deseado publicarlo. Gracias)