En mil novecientos setenta y dos el futuro ya viajaba en automóvil, que era el paradigma de la modernidad, sin el trepidar de la dura armazón sobre nuestros cuerpos; más silencioso, sin el ruido de las pesadas ruedas metálicas contra los raíles rechinando en nuestros oídos; más rápido, percibiendo el paisaje a la escala de la velocidad y comprimiendo el tiempo en fugaz momento. Nos vendieron el progreso y lo adquirimos a cualquier precio. Todos lo deseábamos. El arcaico tranvía que nos había estado llevando a estudiar desde Armilla a Granada tenía los días contados. Ya desde comienzos de los setenta olía a abandono, a inminente ruina.
A partir de entonces se sustituyeron por modernos autobuses que cubrían las mismas rutas en menos tiempo; en un tiempo distinto que nos cambió la percepción del espacio, del paisaje de la campiña: Desapareció el vaho de las alamedas, confundido el horizonte en una masa informe sin color; se evaporaron las huellas impresas sobre el rocío de los sinuosos caminos que festoneaban las huertas, borrando la visión de aquel mundo de la labranza; se desvaneció el murmullo del viento en los maizales, cerca de las paradas; se dispersaron las miradas a los ojos en asientos enfrentados...; voló el pasado sin futuro.
Como siempre se levantó cuando aún la última negrura de la noche ensombrecía la madrugada, unos minutos antes que él. Procuró, como de costumbre, no pisar la tabla suelta que había en el pasillo que iba al aseo y que daba a los dormitorios de los chicos que aún dormían. Con los ruidos de la vida cotidiana, de día, apenas se percibía el crujido de la madera; el que en el silencio de la noche o en aquellas horas tan intempestivas sonaba como si se rompiera el suelo. Se lavó la cara enjuagándose con agua fría, como lo había hecho desde pequeña, para despejar los últimos desvelos del sueño y enfrentó su imagen, como todos los días, en el desgastado espejo que iluminaba una tenue lamparita. Comprobó, una vez más, que la borrosa imagen despintaba las marcadas líneas de la vida que ésta había empezado a dibujar en su cara, sin que aquello le preocupara; apenas se demoró unos segundos en palparse aquellos surcos y, seguidamente, se arregló el pelo peinándolo hacia atrás recogido con algunas horquillas. Ya con la frente despejada se echó a los hombros una toquilla de lana que colgaba detrás de la puerta del aseo y se dirigió a la cocina a preparar el desayuno y la fiambrera con la comida --la manduca-- que se llevaría él al trabajo ese día.
A Gámez --todos le llamaban por el primer apellido-- nunca le despertaba la luz del día. Siempre se ponía en pie al olor del café. El aroma a torrefacto era como un reclamo a sus sentidos, los que aún no había desperezado: un señuelo --decía él-- que diariamente le tendía su mujer para que se levantara, de tal suerte que aquella madrugada --que se resistía a mostrarse-- también se fue en pijama directamente desde el dormitorio hasta la cocina como zombi por el pasillo sin mirar al suelo, pendiente del olorcito, distrayéndose sólo en la maldición --que ya era habitual-- que profirió cuando pisó la madera-trampa y que de nuevo en el silencio sonó más fuerte que el propio crujido de la tabla. Del dormitorio del chico se oyó una lejana e ininteligible protesta. A la chica nunca se le oía en estas lides. Siempre dormía profundamente: ¿Quieres no hacer ruido!..., ¡vas a despertar a los chicos!, le sermoneaba su mujer al tiempo que le servía el café que era por lo único que suspiraba el conductor de tranvías en aquellos instantes, sin hacer caso a las reconvenciones de aquella; al contrario volviendo a la carga:¡Maldita tabla!... algún día habrá que arreglarla; sorbiendo a reglón seguido el néctar oscuro que le devolvía al mundo sin apercibirse, en la evasión del deleite por la cafeína, de lo que le decía su mujer: Eso llevas diciendo... dios sabe desde cuándo.
Bajó las escaleras hasta el portal de la casa sin desperezar del todo el sueño, abrochándose los botones dorados de la chaqueta de grueso paño azul marino, de su uniforme de invierno que apretó hasta el cuello protegiéndolo del frío de la mañana. Ya en la calle cubrió su cabeza con la gorra del mismo color en la que prendía encima de la visera su número de identificación escrito en chapa dorada. Se distinguía de los otros tranviarios en un personal detalle: gustaba llevar la gorra hacia el lado derecho, como cayéndose. Era su toque particular, y el motivo de chufla de sus compañeros durante los primeros cafés en el bar que enfrentaba las naves de las cocheras de los tranvías, hacia cuyo encuentro iba andando pues no distaba mucho de su domicilio. Pero quién realmente centraba la chanza en aquellas matinales reuniones, antes de incorporarse cada uno a sus respectivos coches, era su compañero de fatigas que ejercía de cobrador en el mismo vehículo de la línea sur-oeste de tranvías interurbanos que Gámez conducía: un hombre alto; muy delgado; de mediana edad; con cabeza pequeña, tan pequeña que la gorra le bailaba en ella, y con aquella inconfundible cara que de tan familiar a los compañeros ya no les extrañaba su extrema fealdad: de perfil la afilada nariz aguileña en contraposición a su rehundida barbilla le asemejaba a un pájaro carpintero, apodo con el que le había bautizado la tropa estudiantil que subía al tranvía.
Las bromas hacia él tenía los mismos protagonistas: aquella irredenta troupe de vivarachos estudiantes que intentaban con sus gansadas --alguna sobrepasada, cuando en cierta ocasión alguien desenganchó el trole del cableado eléctrico parando el tranvía-- ponerle a prueba constantemente, sabiendo éstos el alto nivel de cabreo que adquiría con cada una de ellas: Esos gabardinas te lo están poniendo difícil, ¡eh!, ¡jajaja!..., estos no se van a conformar con haber lanzado una bomba fétida en el tranvía el otro día..., ahora hay desatada una auténtica guerra entre los chicos estudiantes; le advertía Gámez a su compañero, al tiempo que remataba echándole la mano amigablemente por encima de su hombro: Jenaro, vas a tener que emplearte a fondo... o tendrás que vértelas con el inspector, le decía mientras sonreía socarronamente, dirigiendo la mirada a los demás compañeros, que ahora degustaban los cafés no agradeciendo lo suficiente que aquel hombre que abría para ellos el bar tempranísimo les atendiera aunque fuera medio dormido; al contrario: ¡A ver si espabilas que estás adormilado!, le espetaban exigiendo sus servicios en la inmediatez.
Esa misma mañana, muy temprano, cuatro inocentes criaturas padecían, al transitarlo, los rigores del camino que unía el orfanato con la carretera general hasta la parada del tranvía. Atravesar a pie aquel páramo en invierno no era una heroicidad, era más bien una tortura. Pero no tenían de momento otra alternativa distinta al transporte del tranvía para llegar diariamente a la academia de estudios en la capital. Aquella mañana de invierno, después de caminar un buen trecho, ninguno de los cuatro sentía ya los pies al apoyarlos sobre la fría escarcha que esmaltaba el camino con una lámina transparente. Entumecimiento que iba en aumento conforme avanzaban hacia el objetivo: la caseta de la parada del tranvía que aparecía al final menos oscura que de costumbre, al diluirse su silueta en un fondo gris nublado, confundiendo cielo y edificios en una amalgama plomiza. Pero no solo eran los pies. De manera palpable, con exagerada tiritera, el frío viento de la cercana sierra se había apoderado, además, de todo el ser alcanzando con su punzada hiriente hasta el último rincón de sus cuerpos. Los cuatro se arrebujaron en sus recientes gabardinas de color cuero que les cubría hasta los pies, por donde sobresalían unas gruesas botas panter del mismo color.
Desde lejos uno de los hombres de la cuadrilla de obreros de la construcción que fumaban en relajada camaradería cerca de la estación a la espera del tranvía, observando como la mancha ocre --por el acusado efecto del color cálido de las gabardinas sobre el fondo gris-- se les aproximaba exclamó: ¡Jóder!, ya están aquí los gabardinas; exclamación que en tono preventivo advertía precaución ante el inminente peligro: ¡Mamá!, ¿quiénes son los gabardinas?, le preguntaba la niña repeinada con trenzas, vestida de domingo para una visita médica en la capital: Aquellos del fondo, tú no te apartes de mí, le contestaba la madre arreglándose el pañuelo que le cubría el cuello, fijándose en los capachos con los palaustres de los obreros. La mayoría de los usuarios del tranvía se habían refugiado del frío en el interior de la pequeña estación. Aquel era el único transporte asequible para la clase trabajadora y estudiantes, de ahí que la pequeña caseta se saturaba de éstos viajeros en aquellas primeras horas del día.
Los cristales de las ventanas cubiertos de vaho les impedía la visión de la calle desde el interior. Dentro del recinto la temperatura era tan fría como afuera. Se movían continuamente, frotándose las manos sin parar, como estrategia para obtener calor y así equilibrar la temperatura normal de sus cuerpos; congestión que ya mostraban también los cuatro con un involuntario castañetear de dientes. Tenían que estar en forma; no en vano aquel era el día elegido. Ya fuera de la estación se repartieron el material y convinieron el código de la operación: ¡Será en la jardinera!, decisión que adoptaron al visualizar en la lejanía la silueta amarilla del vehículo eléctrico que venía de las Gabias, al que habían enganchado un vagón que al poco rato se detuvo paralelo al edificio de la parada; puntual: a las siete y media de la mañana. Y empezó el trasvase de chicos estudiantes del coche principal que conducía Gámez al vagón-jardinera huyendo del cobrador --el cara pájaro carpintero-- a fin de evitar pagar billete, aprovechando la detención del tranvía.
Los cuatro gabardinas. De abajo-arriba: Agustín, Antonio, Miguel, y el autor del blog |
Los cuatro jóvenes subieron al vagón, al que accedieron también la mayoría de los que esperaban, al tiempo que antes de comenzar a circular lo hizo, por sorpresa, el Pájaro (simplificación del apodo por el grupo de chicos estudiantes). Expectantes observaron con la desilusión de tener que pagar billete, el dificultoso, pero seguro, avance del hombre uniformado en su reconocible repiqueteo: ¡Billetes!... ¡billetes!... ¡billetes, por favor!... ¡billetes!..., con el que amenazaba a la pandilla de estudiantes esparcidos por el coche, desde su privilegiada atalaya, moviendo la cabeza de un lado a otro, señalándoles con la afilada y larga nariz --con el mismo gesto repetitivo con el que repiquetea en la madera un pájaro carpintero-- a fin de que se dieran por aludidos; pues haciéndose los suecos miraban para lugar contrario a su ubicación, como si el asunto no fuera con ellos. El olor a naftalina que desprendía el viejo uniforme les anunciaba su inmediata proximidad y casi a bocajarro disparaba la fatídica pregunta: ¡Eh, tú!, ¿tienes billete?...; y ante tamaña facilidad de escudriñar cualquier rincón no había posibilidad de escapatoria. Los estudiantes decían que lo habían escogido expresamente por su físico para aquellas matinales batallas. Para creerlo había que verlo: no avanzaba a pie, su extrema delgadez le permitía desplazarse por deslizamiento entre los exiguos huecos de los cuerpos del abarrotado vehículo.
Abigarrada materia humana que favoreció los demoledores efectos de la nueva operación --la definitiva-- diseñada meticulosamente por aquellas cuatro almas cándidas para ponerla en práctica aquel día, y que tenía que ver con la guerra que había abierto, entre la tropa de estudiantes, el primer ataque de maloliente gas de los gabardinas, días atrás. Para entonces, coger el tranvía cada mañana era un reto a la capacidad de aguante del sentido del olfato en los humanos. Habían desatado su particular guerra química a la que rápidamente se apuntaron otros grupos de estudiantes en una traviesa competición por lanzar la bomba fétida más potente. Los cuatro venían apostando que dicho título quedaría en sus vitrinas, y no defraudaron sus expectativas aquella mañana: los efectos de las cuatro ampollas con líquido de olor nauseabundo --que se vendían como artículos de broma-- que arrojaron en distintos puntos del abarrotado vagón sin motor, el que por la holgura del enganche con el coche principal andaba a tirones, fueron devastadores: al latigazo de las sacudidas se sumó un repugnante olor que se condensó en el ambiente impregnando espacio, asientos y vestimentas; en una apocalíptica escena de ahogados pasajeros en busca de una ventana para respirar aire puro. Los obreros que intentaban proteger las fiambreras de mimbre con las chaquetas, a fin de que el apestoso olor no impregnara la manduca; los estudiantes que se cubrían la cara con los libros; la madre que protegía contra su cuerpo la cara de la niña... los demás pasajeros..., todos urgían aire fresco...; ellos --los autores-- también, en el fragor de las voces acusadoras.
¡Han sido los gabardinas!... ¡han sido los gabardinas!..., se escuchaba en todo el coche, mientras el Pájaro sobreponiéndose al inmundo olor intentaba tomar el mando de la situación: ¡Cuidado gabardinas!, os voy a denunciar..., ¡ojo!, que os denuncio..., ¡os denuncio de verdad, eh!... gritaba en aquel caos, notando aquellos en la repetitiva amenaza su singular repiqueteo. Advertencias contra las que los cuatro esgrimían, al igual que los demás, sus aparatosos gestos de asco, víctimas también, al fin y al cabo, de los estragos del mal olor; escondiendo en los aspavientos de la necesidad de aire puro, su culpabilidad; yéndose los cuatro a guarecerse en la cabina de conducción a la que accedieron precipitadamente en la siguiente parada, al encuentro de su amigo Gámez: ¿Qué habéis hecho esta vez?, les preguntó curioso el conductor, sorprendido por el revuelo que ya había pasado del vagón al vehículo principal: ¡¡¡Hemos lanzado la fétida-atómica en la jardinera!!!..., ¡¡¡ha sido el Apocalipsis!!!, le contestaron descojonados todos a la vez; a cuya eufórica aseveración Gámez lanzó una sonora carcajada: ¡Anda!, que estará bueno Jenaro...
Cuando ya se había diluido el mal olor y el tranvía había pasado las últimas huertas, y se internaba por la cerrada curva hasta el puente viejo en su ingreso en la capital, el Pájaro asomó su cabeza en la cabina a contarle la incidencia a su compañero; encontrándose de sopetón con los sospechosos: ¡Hala!, si están aquí los culpables... : ¡Cuidado gabardinas!, os estoy vigilando...,¡ojo! que os vigilo..., os vigilo de cerca ¡eh!, les decía mirando a su compañero conductor, buscando vanamente su complicidad pues éste obviando los acontecimientos, no dio lugar a que el compañero le contara lo que ya sabía: ¡Deja tranquilo a los chavales!, son chicos cojonudos y más buenos que los tuyos, le espetaba Gámez, mientras en presencia del cobrador, provocando a su capacidad de aguante, les invitaba a coger los mandos de aquel artefacto por turnos, colocándoles su gorra de tranviario ladeada como la exhibía siempre él; y no era la primera vez que lo hacía: ¡Coño Gámez!, como dejas que el gabardina conduzca el tranvía... cómo venga el inspector se te van a caer los palos del sombrajo, el Pájaro se dirigía a su compañero realmente alarmado: El inspector..., el inspector..., si conducen mejor que yo, son más listos que el hambre..., vais a ser grandes hombres de provecho, en cambio este se jubilara de cobrador; se dirigía a los cuatro muchachos con su cara bonachona y de amplia sonrisa, a la par que el cara pájaro carpintero, exasperado, abandonaba el compartimento, totalmente desarmadas sus amenazas.
Ya en la parada final de la línea sur de tranvías en la ciudad, cerca del río, los cuatro se bajaron del vehículo en la despedida de siempre de su amigo Gámez: ¡Adiós!, que seáis buenos, a la que contestaron como habitualmente hacían: ¡¡Hasta mañana!!..., a la misma hora --la del clarear del día--, poniendo entonces pies en polvorosa hacia la academia de bachiller, sin hacer caso de las amenazas que a voces, en su conocido repiqueteo, les dirigía desde el pescante de la cabina de conducción, una vez más, el cara pájaro carpintero:¡Cuidado gabardinas!, ¡os estoy vigilando!...,¡ojo! ¡que os vigilo!..., ¡os vigilo de cerca!,¡eh!; conspirando ya en la siguiente batalla para la que emplearían aquella otra arma de devastación colectiva: los temibles polvos pica-pica, los que una vez esparcidos en el interior del tranvía nadie estaría a salvo de dejar de estornudar durante unos eternos minutos. Arma que ya había sido probada con éxito letal en las pituitarias de los alumnos del aula de la academia, donde cursaban cuarto de bachiller.
En la última parada la vida continuaba como siempre: plana como las vías del tranvía, rectilínea como si nunca sucediera nada que no fueran las travesuras de la canallería juvenil; sin sobresaltos que no estuvieran prohibidos y controlados. Con aquella impuesta normalidad los pasajeros se dispersaron por la ciudad, unos al tajo de la obra, otros a las palestras de los encerados..., a sus asuntos..., a sus negocios..., a sus ocupaciones...., la madre con la chiquilla de trenzas al médico especialista del seguro de enfermedad...; y el conductor a proseguir con su tarea en una prolongada jornada laboral más desde que hacía muchos años ingresara en la Compañía de Tranvías Eléctricos.
Al final del día Gámez subió las escaleras del bloque de pisos, hacia su vivienda, cansado pero contento por hacer aquello que le gustaba, por la posibilidad de intimar con mucha gente para la que siempre tenía un gesto agradable y una palabra amistosa, en especial con aquellos cuatro muchachos a los que había cogido cariño, y de cuya última hazaña --ahora arrellanado en el sofá del salón de estar-- le contaba con pelos y señales a su mujer, que le miraba con cierto gesto de desaprobación, mientras él se reía escandalosamente: ¡Anda!, ríete, que parece que no tengas sentido del humor, le decía mientras proseguía con la guasa: Tenías que ver la cara de Jenaro...; risa que al final le contagiaba, alegrándose ambos de ellos, de sus hijos, de su vida..., de su estable presente aunque ya habían oído que aquel trabajo, que era la pasión de él, tenía los días contados. Gámez era consciente, aunque evitaba hablarlo con su mujer, que su mundo se estaba acabando y, seguramente, en unos pocos años le destinarían a algún oscuro almacén de la empresa de autobuses que se quedaría con la concesionaria de la línea de tranvías, lejos de su cabina de mando abierta al aire, al campo, al paisaje natural; lejos de los paisanos de los pueblos a los que saludaba diariamente; lejos de las amenas conversaciones con aquel grupo de inquietos estudiantes...; aquella actividad de conductor de tranvías estaba en extinción.
Mientras tanto ella seguirá levantándose muy temprano a hacerle el café, por el que suspirará de nuevo Gámez pisando la tabla suelta otra vez y maldiciendo aquel contratiempo, prometiendo, de nuevo, arreglar el desajuste de la madera del que ya desconocía su origen en el tiempo... para después saludar un nuevo día..., y vuelta a las cosas cotidianas en un viaje con retorno: el mismo de sus familiares, de sus amigos, de sus compañeros, de sus vecinos, de los cuatro chicos, de sus conocidos, de los otros... todas ellas gentes varadas en el tiempo de una dictadura; personas resignadas, de costumbres cíclicas como lo era el tiempo estacional con las lluvias que regaban los campos en la primavera y el sol que doraba el trigo en el verano; los meses del año con sus santos de cada día y sus refraneros; los días de la semana con sus domingos de ropa limpia y preceptiva misa...; exponentes de una existencia lineal que transitaba con la misma parsimonia y lentitud del tranvía.
FranciscoMolinaGómez
(Desde que conocimos a Gámez optamos al viaje de pie en la plataforma de conducción haciéndole compañía en animada tertulia --ignorando el imperativo cartel que presidía en alto la cabina: "Prohibido hablar con el conductor"--, en vez de la descansada ruta en el asiento de listones de madera del interior del vehículo. Era una persona cultivada lo que le añadía más encanto a su simpatía y buen humor. Hablamos de muchas cosas: de la física práctica que hacía que aquel artefacto rodara; de la vida, de la nuestra, de la suya, de sus hijos que estaban acabando sus carreras universitarias para que: "Fueran alguien el día de mañana"...; hablamos de las expectativas positivas del presente y de la esperanza de un futuro más libre y más justo, nunca del pasado sombrío; de literatura, del último libro que estaba leyendo y que nos refería exaltando las virtudes de su protagonista: un can llamado "Centella", título también del libro, el que acabado de leer me regaló.
Lo leí y releí hasta encontrar esos valores importantes para nuestro amigo: la amistad, el cariño y la lealtad... al sentir de un perro. Lo extravié, al igual que extraviamos sin querer muchas cosas..., a las gentes, a nuestro amigo Gámez. Un día desapareció de nuestras vidas sin apercibirnos, sin darnos cuenta y ya nunca supimos de él. Pero las personas, los lugares y los objetos no desaparecen del todo mientras queden los recuerdos en la memoria --aún cuando sólo subsistan las huellas--, y poder plasmarlos en una simple hoja manuscrita.
Nunca olvidaré aquellos tiempos de viajes a ninguna parte y a todas, a la vez; tiempos de repasos de lecciones entre el vaivén de los destartalados artefactos amarillos que a duras penas podían ya con su armazón...; tiempos de sonrisas de bienvenida saludando con la gorra ladeada...; tiempos de esperanza de un futuro mejor que el presente...; gracias amigo Gámez por la complicidad de tu bonhomía)