'Ah! la antigua colonia marítima de Almuñécar. Fiel a la cita, aún cuando hubo transcurrido mucho tiempo, siempre regresé hasta que un día ya no estaba: había desaparecido. No hice caso de la advertencia del cantautor: "Al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver...", y retorné. Ahora sólo me quedaba el recuerdo del sitio; de lo vivido; de lo sentido, y de lo perdido. Sentimientos que percibía a flor de piel habitando, durante el verano de mil novecientos noventa y tres, junto a mi mujer Teresa y mis hijas Elena y Miriam, uno de aquellos apartahoteles --desde cuya terraza éstas dos se asoman en la fotografía-- que habían construido en el solar de la colonia marítima, sobre los derribos de mis --nuestras-- vivencias felices. Era un sentimiento extraño: de apropiación del sitio por toda aquella gente que, percibida con cierta rareza, se alojaban en el lugar que no les pertenecía, compartiendo conmigo el mismo espacio, el mismo aire que nos había sido exclusivo..., me cruzaba con ellos en los patios, en la piscina, en el comedor del restaurante y los observaba como advenedizos..., fueron muy pocos días y no pude acostumbrarme..., no, no podía ser que aquello ya no fuera mío, que no fuera nuestro..., no concebía que, incluso antes de clausurarse el orfanato, hubieran desterrado de allí a los internos que aún había en el centro en sus últimos años.
Diez años antes --mil novecientos ochenta y tres--, en el reencuentro que supuso mi desvinculación emocional con lo que había sido un edén en el pasado, percibí claramente cómo se había difuminado en el tiempo la poética de un espacio vivido con intensidad; y cada vez en el mes de julio del verano de aquel año me costaba más reconocer en los cambios sufridos la veracidad de sus gentes; sus edificios; sus costumbres...; su paisaje. Los secretos y misterios de aquella tierra empezaban a quedar definitivamente enterrados bajo una gruesa capa de "progreso".
Con mi bloc de dibujo y los lápices de colores salí al encuentro de los vestigios en los que aún se podía reconocer el paraíso perdido: sus antiguos ritmos, sus pautas, sus silencios...
Verano de mil novecientos ochenta y tres o el empeño en volver
¡Porqué me empeñaba en retornar, aún a sabiendas de que allí me --nos-- habían desalojado bruscamente? Fueron estrechando nuestro territorio, hasta hacerlo desaparecer. Por no haber ya no existían ni la trazas, ni los bordes, ni los límites de lo que fuera nuestro mundo relacionado con aquella antigua edificación --antes nadando en un mar de huertos de caña de azúcar y chirimoyos-- que ahora cercaban un sin fin de edificaciones que la ahogaban en la desproporción de sus alturas; enfrentada entonces a una solitaria playa --ahora borrada por la saturación de bañistas-- plagada, a intervalos, de viejas barcas de pesca, varadas durante el día en la insolación de la arena, recostando sus cansadas panzas de madera hacia un lado: el de la vejez de tantos años de saturada humedad con cada embestida de mar; vejez disimulada en el alquitrán que tapaba sus arrugas, las del paso del tiempo, negadas éstas en la colorista pintura y el infinito retoque de sus leyendas, las que aún aludían a la lozanía de otra época --¡cuántos años atrás!--; el de la juvenud del abuelo o del tatarabuelo: "Encarnita", "Río Verde"..., envueltas en aquellos olores: a engrudo, óxido, y salitre mezclado con el penetrante y agrio olor a pescado descompuesto que desde los poros de la superficie al interior de la madera habían dejado para siempre los alientos de las capturas agonizando en las redes apiladas en lo profundo de la quilla --¡¡¡hoy ha habido suerte!!!--, después de la ardua faena durante toda la noche.
Y restos de aquél reseco hedor aún se podía oler en la madera del torno de palanca abandonado enfrente de la colonia marítima --la que ya no habitaban los internos del orfanato-- con el que me había topado aquella mañana de julio de mil novecientos ochenta y tres. Había dejado muy temprano --mi mujer Teresa y mi hija Elena aún dormían-- el hotel donde, una vez más, me hospedaba en el pueblo de Almuñécar --hotel Carmen-- en la necesidad de retomar las sensaciones de los gozosos despertares en el mismo sitio, en la misma playa, con la misma arena, y en el mismo mar.
Al acercarme al viejo torno, después del largo paseo descalzo por la playa, no contuve el deseo de pasarle mi mano por su lomo curvo de pesada estructura de madera que le anclaba al suelo arenoso, comprobando su áspera superficie escamada de infinitas capas de pintura, mientras observaba un fondo de desolación de barcas supervivientes de la otra historia del lugar cuando eran los referentes primarios de la playa, los primitivos objetos que en la memoria colectiva siempre habían estado allí --ahora a punto de desaparecer--. Más abajo, cerca de la orilla, dos de aquellos últimos pescadores se afanaban en desenredar de las redes apiladas en el interior de una vetusta barca la exigua pesca obtenida, la que intentaba defender de la voracidad de alguna que otra gaviota posada en la arena, un pequeño can oscuro con desafinados y no muy ruidosos ladridos, pero que sonaba, al igual que el chirrido de las aves, limpios en el profundo silencio de la mañana que bañaba una luz fría, como líquida; la misma en la que había envuelto tantas veces mi letargo mañanero, y no pude reprimirme en mi deseo de pintar aquella experiencia antes que mi consciencia la borrara definitivamente. En el coche aparcado muy cerca de la colonia marítima llevaba un bloc de dibujo y lápices de colores.
Y mientras lo dibujaba pensaba en la prolongada vida útil de aquel torno de palanca para la conservación de las barcas, las que había sacado innumerables veces del mar, ganando cada centímetro de su rescate a la playa en la expectación callada de los marengos --pescadores-- con el oído puesto en el casi imperceptible sonido de la fuerza de tensión que se adivinaba en cada una de las fibras del tensado cable que unía la barca --cogida en la argolla de la pieza de acero que reforzaba la quilla-- al ancho vástago central del torno que iba girando, enrollando la gruesa cuerda alrededor de él, al mismo ritmo del rechinar de la madera de los alargados palos --ensartados en los agujeros del vástago, para hacer la palanca-- alrededor del que empujaban en la evocación esforzados marengos, callados, concentrados en la complicada faena de la extracción de la barca; haciendo que deslizara sobre los rollizos de madera dispuestos debajo de la barca para que la tensión por el rozamiento no rompiera el cable, facilitando así su rescate a la arena. Era una escena que tenía grabada en la mente cuando algunas tardes transitando por la improvisada bahía del peñón del Santo, donde se agrupaban el mayor número de barcas, nos parábamos para seguir con expectación cualquiera de aquellas difíciles maniobras. Recuerdo a los marengos de piel morena, delgados pero fuertes, trabajando en equipo varias generaciones, con ásperas y grises ropas: pantalones arremangados y casi todos calados de boína negra..., y eterno pitillo en la boca. En ocasiones les ayudaban chicos como de nuestra edad.
Acabé de encajar el dibujo de aquel ingenioso artefacto, apercibido de la ingratitud en el abandono de las cosas cuando ya no nos sirven; ninguneado por todos --ni un sencillo museo local-- al quedar expuesto a la climatología: la acción del sol, la lluvia y la humedad de la brisa marina trabajando conjuntamente harán, con el paso del tiempo, mella en la madera hasta hacerlo desaparecer...; ¿Y qué?..., ¡qué más da!... si ya no cumple función alguna...; aún así yo quiero inmortalizarlo en el último lugar al que le habían trasladado, arrumbado como trasto que estorba. Reflexiones que me hacía mientras iba ajustando las formas de las barcas --detrás-- que por los degradados complementos que las cubrían tenían, quizás, el mismo destino que su vecino el torno. Desprotegidas en la sinrazón de los intereses espurios que inundó de despropósitos la zona, y que no contempló en ningún momento el resguardo de aquel patrimonio, ofreciéndoles una zona alternativa en donde pervivieran en el uso de las antiguas costumbres, como cultura a defender de aquel sitio --¿que se puede esperar de la avaricia de los especuladores y gobernantes en alianza con la zafiedad de las gentes?--, transmitiéndola a los nuevos moradores, como pude constatar el pasado verano visitando la bahía de Cadaqués en Girona: una exquisitez en la conservación de la cultura y costumbres del lugar.
¡Cómo lograr captar esa luz que no tiene color, percibida sólo en las tenues sombras de los objetos más próximos y en la esbozada silueta del acantilado del fondo?; retaban mis sentidos a mi escasa formación de pintor autodidacta, a cuya dificultad hube que sumar la atmósfera de quietud, de descanso, de placidez de una mar en calma..., del hondo silencio en la espera del siguiente suave sonido de la ola --semejante arrullo pero tan distinto del anterior-- que como un reloj va marcando el ritmo, en una interminable y modulada sinfonía, con la que la mañana iba despertando el día en cada golpear del agua en la arena y su reflujo...; y ese tiempo que no se mide y que sólo se vive es el que recreo en el papel--que separa los elementos del mundo físico de la percepción de las emociones por mis sentidos--, creyendo estar sólo hasta que me distrae un desconocido que pasando por allí se ha detenido a observar el dibujo...; uno más de aquellos. El día ha cogido tono y hacia la playa empiezan a bajar los primeros bañistas apresurados con las sombrillas plegadas, al hombro; forzando la marcha en la ruindad de su sordidez: coger el mejor sitio de la arena aunque de momento no la habiten, replegándose después a sus apartamentos --una vez clavada la sombrilla en el suelo arenoso-- a disfrutar con tranquilidad y parsimonia del desayuno. No hay prisa; el roal está reservado y ya nadie puede ponerse allí. Y era así porqué todos hacían lo mismo en un pacto tácito. ¡En qué mezquindad habían transmutado los nuevos temporales moradores que invadieron el lugar! Y en pocos minutos la parte baja de la playa quedó impresa de redondeles en geométricos dibujos y colores chillones que ocultaban la orilla sin gente.
Guardo el bloc y los colores en el coche y me doy una tregua temporal en la aceptación de esa nueva realidad, y sentado en el murete que separa el paseo marítimo de la playa dirijo la mirada hacia la explanada de tierra: espacio residual de lo que había sido nuestro campo de juego con el balón, para observar, ahora, a unos chavales que corretean detrás de una pelota, sin poder evitar que fluyera a mi memoria los interminables partidos de fútbol
--que finalizábamos al mediodía casi a punto de la extenuación con el sol cayéndonos de plano sobre nuestras cabezas, y el corazón golpeándonos atropelladamente en el pecho, como queriendo salirse de él-- con los que retábamos a los hijos de los pescadores, entablando con los jóvenes nativos una gran amistad que se hizo más próxima a partir del verano de mil novecientos sesenta y seis. Tenía catorce años y habíamos llegado recién a la colonia marítima...; todavía recordaba la primera mañana del reencuentro, después de un año sin vernos, sorprendidos de lo que habían crecido; la misma impresión que observaban en nosotros, mientras ayudaban a sus padres a sacar el copo --las capturas de la pesca-- a la arena de la playa.
Con la mente saturada de aquellos recuerdos abandoné la playa san Cristóbal conduciendo mi coche hacia el hotel en busca de mis seres queridos que ya, a buen seguro, me estarían echando de menos, y al pasar junto a la verja de la colonia no pude reprimir cierta melancolía por la pérdida de aquellos días: los de las amistades jóvenes, adolescentes..., esas que son generosas, desinteresadas...; y conforme iba dejando atrás los oxidados barrotes recordaba cómo algunas madrugadas nuestros amigos marengos se acercaban a través de ellos con rebosantes calderos de frescos higos, brevas, higos chumbos, chirimoyas..., para compartir con nosotros los sabores silvestres del trópico; entablando relajadas y amigables conversaciones en las que nosotros les contábamos nuestras cosas y ellos se explayaban en lo que era su magisterio: nos hablaban del mar, de las calas, de los vientos..., intentando que pudiéramos descifrar las claves de los misterios de aquella venturada reunión de elementos naturales que se habían conjurado en aquel sitio, haciéndolo único e inigualable. De aquellas suertes escribí, con cierto sentimiento de pesadumbre, su final cuando acabó aquel verano del sesenta y seis.
¿Qué fue de ellos? Supimos que habían desertado de todo lo conocido hasta entonces. Nuestros amigos marengos, conscientes de la oportunidad que se les brindaba de dejar las penosas faenas de la pesca a favor de los nuevos empleos que demandaba la industria del turismo --por la que había apostado inequívocamente Almuñécar-- renegaron del oficio de sus antepasados, de las duras noches de duermevela, del penetrante frío, de las peligrosas lluvias, de las terribles tormentas, de la traicionara mar embravecida, de las interminables jornadas tapando con engrudo de alquitrán los agujeros de las viejas barcas y reparando las desgastadas redes desparramadas por la playa..., de la mala suerte cíclica que habían padecido sus padres y abuelos...; de la escasez y la miseria.
Los años siguientes, casi no los reconocimos cuando de blanco y con pajarita negra, se afanaban en servir comidas a toda una legión de extranjeros; aprendiendo, entretanto, el difícil arte de mantener en suspensión bandejas con utensilios y viandas, y que con el tiempo manejaron hábilmente como consumados equilibristas. Los jóvenes marengos se reconvirtieron en hosteleros, iniciándose, por tanto, el declive de una forma de vida muy importante hasta entonces para los moradores de aquellas míticas tierras. Después se difuminaron sin dejar apenas huella entre toda aquella marabunta.
Poco a poco la actividad económica de la pesca se fue diluyendo hasta desaparecer. Bueno no del todo; siempre hubo quién se resistió, a pesar de la dureza, a aquella forma de vida --no sabían hacer otra cosa--, sobre todo los de más edad, que se recluyeron en sus territorios --el barrio de san Miguel, junto al castillo: intrincado laberinto de estrechas calles y placetas; de casas bajas, encaladas, de materiales pobres que eran paradigmas en piedra y barro de la vida sencilla de sus moradores, y en cuyo exiguo espacio sobrevivían hasta tres generaciones-- a la espera del final, y hasta donde subíamos los últimos años de la colonia. Ahora me empeñaba en volver aquel mes de julio de mil novecientos ochenta y tres.
¡Hoy paseo hasta el castillo! Una tarde de aquel verano del retorno, junto con mi mujer Teresa y mi hija Elena, me adentré en la parte vieja del pueblo --el más antiguo barrio: san Miguel que remataba en histórica fortaleza-- con el propósito de subir hasta el castillo. Lo empinado de las calles hacían de la escalada una misión imposible para las piernecitas de nuestra hija que sólo tenía algo más de cuatro años, lo que nos hizo desistir del ímprobo esfuerzo, siendo suficiente el recorrido hasta la parte media del casco viejo, para reencontrarme, de nuevo, después de mucho tiempo, con aquellas recónditas, solitarias y estrechas callecitas inmaculadamente blancas, donde pareciera se hubiese detenido el tiempo de la modernidad que empujaba con fuerza abajo; y conforme descendía hacia la plaza del Carmen, en el centro del pueblo, me conjuré en subir cualquier otro día con mi bloc y los lápices de colores. Lo que hice una tarde, aprovechando que mi mujer y mi hija dormían la siesta en el hotel.
Ahora me apetecía atrapar esa otra luz del mediterráneo: la reluciente de fuego etéreo que ahora, a la tarde, proyectaba el sol sobre las blancas paredes de la calle sin salida en la que se habían fijado mis sentidos, y que intentaba captar en el papel, contrastando brillantes en contraposición con las sobras de infinitos tonos de colores matizando detalles de puertas, ventanas y balcones de las fachadas contrarias, por donde los edificios proyectaban sus sombras hacia el suelo y a cuyo resguardo, al fondo, convive en armonía lo nuevo y lo viejo: el niño y la abuela; la inocencia y la sabiduría; lo que empieza y lo que se está acabando...; como siempre fue.
Y en aquellas reflexiones de lo que cambia, más que lo que acaba, mientras iba perfilando el dibujo recordaba la última vez que en grupo de compañeros de orfanato subimos hasta aquellos lares, y que, bien recordaba, ya había escrito:
"Uno de aquellos días, a la vuelta ya de anochecida, descendiendo hasta el paseo del Altillo, a donde inevitablemente conducían todos los caminos de Almuñécar, tuvimos la certeza de que aquella sería la última vez que juntos y en animado grupo de amigos, subiríamos hasta el castillo. Se percibía cierta nostalgia en el ambiente pues crecíamos rápido --apenas pudimos ser niños, y la adolescencia volaba a una prematura madurez-- y pronto nos separaríamos para siempre. Presentíamos que era el último día de una época y que ya nada volvería a ser igual. Después nos lanzamos pendiente abajo, empujándonos, riéndonos, sintiendo por instantes esa tristeza indefinible por algo bueno que se acaba; inmediatamente desechada, contentos de comprobar, al final del recorrido, que la vida continuaba allí, en el conocido paseo, entre luces de colores con el neón luciendo intermitente en la noche, confiriendo a aquel lugar de irreal atmósfera, de esa magia próxima a la sicodelia pop, publicitando todo tipo de locales de descanso y diversión, y que enfatizaba la modernidad en forma de ocio, del que disfrutamos en la medida que nos permitían nuestros escasos recursos económicos aquel final del verano de mil novecientos sesenta y nueve.
Verano en el que voluntariamente también nosotros renunciamos, a favor de la modernidad, del pasado inmediato, aunque ello conllevara el olvido de los vientos, de las calas, de la pesca y de la amistad; en definitiva de lo que pudo haber sido y no fue. No nos importó, es más equivocadamente lo deseamos. Era evidente que nos alejábamos a pasos agigantados de aquel mundo a pesar de la sensación de que cada vez estábamos más solos en el incierto pero apasionante viaje al futuro..."
En el verano de mil novecientos ochenta y tres, ahora de vuelta de la falsa modernidad que como todos también había abrazado, sólo pude mostrar a los seres que más quería, un mundo que ya no me conmovía.
En primer término la colonia marítima a finales de los años cincuenta y principios de los sesenta del pasado siglo |
FranciscoMolinaGómez
(... aún así seguí retornando: Sabía que en el maremagno de cambios que se estaban produciendo en el lugar, aquel trozo de Mediterráneo sería en definitiva lo único inmutable; la luz de faro; el impulso por el que siempre regresaría, aunque ya no reconociera el territorio, aquél del que apenas capté algo más de lo que sólo veían mis ojos a pesar del empeño que pusisteis en mostrarnos su esencia, amigos marengos: Gracias Osemari, Piliqui, Colá, Patuli, Aguáo, Osemanué..., os llevaré siempre en el recuerdo)