jueves, 1 de octubre de 2015

POR SIEMPRE ISIDORIANO (I)


Academia Isidoriana, Granada. Segundo de Bachilllerato. Curso 1964/65.
En un día luminoso y destemplado, con el sol de la mañana acariciando tímidamente la terraza de la academia, el curso de Segundo-A pasamos a la posteridad. La composición que parte de un centro reconocible (Cortacero Martín, Galindo, Hinojosa, González Navarro...) y luego se desborda hasta el tejado no es casual; en la ubicación de cada uno hay un mundo de interrogantes..., y los cuatro "pelados" del orfanato (Molina, Rivas y Castro --izquierda-- y Lozano --derecha--), diluyéndonos en los bordes.





... y mientras, nosotros, en nuestro haber anotamos la esencia de ser isidoriano; una forma especial de sentir: sabíamos de nuestras perpetuas penurias, de la ruina que habitábamos, de la falta de medios, de la injusta ausencia de premios, de la pertinaz sequía de trofeos..., pero también éramos conscientes de nuestra envidiada originalidad; ser isidoriano había adquirido impronta, y ahora la generación colorista la habíamos mejorado: siempre nos impostamos dentro del orden establecido para subvertirlo de las única forma posible: derrochando imaginación por raudales...
(Del libro del autor del blog: "Curso´63, del bachiller en los tiempos del pop")











Nunca agradeceré lo suficiente la oportunidad que se me ofreció de abandonar muy de mañana diariamente el orfanato --te llevo en el recuerdo sor Aurora; tu cadenciosa voz canaria; tus relajados gestos amables tan inusuales en una monja superiora...-- para ir a estudiar al viejo caserón de la Academia Isidoriana en Granada. Nunca gratificaré bastante las deseadas escapadas al alba --aunque fueran en libertad vigilada-- al encuentro de mis compañeros de estudios durante seis años seguidos. Años fundamentales --los de la pubertad y el inicio de la adolescencia-- para salvar en parte los restos del naufragio de la infancia; algo se pudo paliar. Me consideraba enormemente favorecido por el hecho de compartir inquietudes, sentimientos, emociones y espacio vital con otros chicos de mi edad que vivían en un mundo distinto al mío --¡¡y tan distinto!!--, allende las tapias del orfanato, y que me aportaron con su "normalidad", su compañerismo y su amistad cierta estabilidad emocional. Confieso que de no haberles conocido y tratado hoy sería otra persona, ciertamente con más carencias.

Qué gratificante es vernos de nuevo todos juntos, como si el tiempo se hubiese congelado. Es difícil poner voz viva a sonrisas, preocupaciones, ilusiones y esperanzas... a esas caras, sin los testimonios de los ahora sesentones protagonistas. Este regalo a la memoria que ahora contemplo con asombro: ¡Qué jóvenes éramos!, y con ansiosa curiosidad: ¿Qué habrá sido de todos ellos?, me permite poner rostro a un momento del pasado, a un instante capturado para la nostalgia: estado anímico que se agudiza con el paso de los años y que se cursa con poderosa fuerza aperturando la compuerta que encierra el caudal de recuerdos contenidos en mentes saturadas de vivencias y ya algo cansadas. Ahora todo es ya parte de nuestra memoria, de la memoria colectiva de un grupo de chicos nacidos al final de la posguerra, y a los que se les dio la oportunidad de poder soñar con un futuro mejor que su presente... es la evocación de un peculiar lugar...¡ah!, el lugar; y de todos aquellos personajes que fueron parte del paisaje isidoriano... ¡¡y qué paisanaje!!

Aún rememoro de mi primer día de academia la extraña sensación de sentir que bruscamente estaba habitando otro mundo, muy distinto del acostumbrado: más libre, más colorista, más alegre... y aunque me sentía de alguna forma "avis rara" me alegraba enormemente de estar allí. Todo era raro, insólito... distinto, como el tiempo tan corto de aquella primera clase: Se había cumplido una hora de su inicio cuando sonó alto e insistente con fuerte chirrido metálico un timbre que por la llamada pude localizar en el pasillo, cerca de la puerta del aula. Persistente ruido que me sorprendió, sin saber que significaba aquella señal, y al que se sumó en decibelios crecientes las ganas de salir al patio, manifestadas en un escandaloso griterío, de los que iban a ser mis compañeros de bachiller, y a los que envidiaba, en aquel primer día, su aparente relajación y el dominio del territorio frente a nuestra --conmigo compartirían libertad vigilada a partir de aquel día, tres chicos más del orfanato: Castro, Rivas, y Lozano-- timidez que ahondaba la incertidumbre; sin saber que hacer en cada momento. En principio los del orfanato nos dejamos llevar por la seguridad que mostraba el resto, sin titubeos, y les seguimos en su salida del aula, si bien con un pequeño detalle diferencial: mientras ellos habían dejado carteras y útiles de escritura en sus mesas, nosotros salimos con nuestras recién compradas carteras --el mismo modelo y color, al igual que nuestra vestimenta--, fuertemente asidas, creyendo que las clases habían terminado, o quizás, salvando nuestra desconfianza a abandonar las pulcras libretas y los novedosos bolígrafos al albur de cualquiera de aquellos desconocidos.

Al igual que algunos, los cuatro buscamos la salida, ahora en un itinerario inverso al de llegada que aquel primer día era más emocional que físico, con la secuencia en tiempo real: agradecer ver luz natural en un patio que empezaba a llenarse de alumnos, alegrándonos de dejar atrás nuestra escondida aula, en la planta baja al fondo a la izquierda de lo que parecía era un edificio; sobrecogernos nuevamente por el efecto embudo y la semioscuridad del tramo-túnel siguiente que conectaba los dos patios; sorprendernos por segunda vez, la visión de un patio noble con seis columnas dóricas en torno a un corredor, fuente clásica de piedra con cabeza de animal, y escalera imperial doméstica; y desear transitar el zaguán de entrada que daba al portalón, que facilitaba la salida a la calle Arriola. Pero esto último no era posible. Allí había un implacable guardián --don José el portero-- del que conocimos aquel día la salvaguarda, por encima de cualquier consideración, de su autoridad en la portería. Apoyado en el bastón junto a la puerta, la imagen de su persona que percibimos en la improvisada presentación era de competencia en antigüedad con el viejo caserón, suscitando en su apreciación, respecto de éste, las lógicas dudas sobre quién fue antes; cuestión difícil de dilucidar. Edad avanzada, la del portero, que no era óbice para contener el ataque de una marabunta de alumnos que se había aposentado en las inmediaciones de la portería. Nosotros nos mantuvimos algo alejados, en prevención.

Ante las embestidas que iniciaron los congregados, dirigidas en tromba a la puerta de salida, en un ordenado y repetitivo avance y retroceso acompañando la cadencia en ascendente del grito: ¡Ah!... ¡¡aah!!... ¡¡¡aaah!!!... ¡¡¡aaaah!!!..., con un objetivo claro: forzar la puerta para dar con los huesos en la calle, el portero después de los preceptivos avisos, y ya con la cara violácea a punto de congestión, enarboló en alto su vara de mando o bastón de madera noble y dura para asestar, a continuación, un golpe mortal, en un recorrido previo de ciento ochenta grados, al centro de aquella zona conflictiva; y, por efecto bolera, derribar el máximo de estudiantes rebeldes. Afortunadamente no dio a nadie. Se percibía claramente que aquella tropa le había tomado la medida al contundente elemento disuasorio, pues se apartaron a tiempo con una maniobra ya ensayada, aunque sin conseguir su propósito de salir afuera. En la satisfacción de imponer su autoridad el guardián de la puerta plenamente complacido se ajustó la ostentosa cadena de reloj de antepasados que guardaba en uno de los bolsillos del chaleco de un traje de calle, de textura y color indefinidos; se recolocó el cigarrillo que llevaba pegado --un Celtas corto-- en un descolgado grueso labio inferior del mismo color de la cara: entre azulado y rojo, como señal de normalidad al ver que bastantes alumnos se batían en retirada; unos hacia sus aulas, otros al patio siguiente, y unos pocos --mayores-- hacia los dominios de un abuelete que regentaba un puesto de frutos secos, caramelos... y cigarrillos que vendía sueltos, estratégicamente ubicado en ese mismo patio noble de la academia.

(Los estrategas se forman en la guerra de la que el abuelete, supusimos, llevaba ya muchas batallas libradas pues, como comprobamos más tarde, no había tropa, en activo o licenciada, que no hubiera visitado alguna vez su baluarte. Por eso frente al acoso de piratas y bucaneros con aspecto de estudiantes, había desplegado toda una suerte de medidas defensivas propias de un general como pudimos apreciar sobre el terreno: el tesoro que los agregados en derredor ansiaban asaltar se asentaba sobre una base de piedra de un viejo pozo clausurado, con lo que el ataque por los bajos estaba descartado; los flancos laterales también constituían puntos invulnerables: eran las paredes de la esquina del patio; y, para colmo, en los momentos en que arreciaba la lucha cuerpo a cuerpo, coincidiendo con los descansos entre clases --según comprobamos después-- era auxiliado por la caballería: su hija que ya peinaba canas, de tez oscura y estatura bajita pero rápida y sagaz como si hubiera hecho un master en el Bronx).

Aquella mañana estaba sólo cuando se le acercó el grupo de chicos mayores --por su edad serían de sexto curso-- haciéndole una envolvente para alejarlo del puesto, mientras uno de ellos escondido en una de las columnas próxima a la cesta donde tenía el tabaco, se apropiaba de varios cigarrillos que después los interfectos, con gran descojono, volatilizaron clandestinamente, a caladas alternadas, en unos destartalados aseos de un patinejo interior que se comunicaba por un pasadizo con el patio noble --por donde les vimos escapar, aunque entonces desconocíamos su destino--, aspirando --supusimos cuando descubrimos el lugar-- placenteramente junto con el humo del pitillo, otros olores tanto o más intensos que, como gases condensados, permanecían estables en aquella atmósfera: el fuerte tufillo a mierda, orín y agua fuerte que desprendían las letrinas.

Los cuatro observamos los acontecimientos con estupefacción en la inmediatez de nuestro primer día: el insólito suceso del cuestionamiento de la autoridad --del que indisimuladamente nos congratulábamos--, pues no teníamos antecedentes en nuestra memoria, y el de la canallería estudiantil hacia el indefenso abuelete; y huimos de las posibles complicaciones queriendo guarecernos, en el convencimiento ahora de que la jornada lectiva no había finalizado, en el otro patio que incomprensiblemente en el descanso entre clases había alcanzado su aforo máximo: no cabía un alfiler; patio donde aún resonaban los ecos: ¡Borregos!, ¡borregos!..., gritos de bienvenida con los que los otros cursos nos saludaron en la formación de las filas para entrar a las aulas; epíteto despectivo hacia los de nuevo ingreso, instituido por el alumnado isidoriano durante años.

Ahora ambos patios estaban llenos de gente y poco tardó en atascarse el estrecho túnel que los comunicaba justo cuando intentábamos trasladarnos nosotros. Antes de que aquel espacio noble reventara por colapso y en previsión de que el recreo degenerara en sajurda estudiantil, las fuerzas del orden --secretario, hijos del director...-- se movilizaron dirigidas por el jefe de estudios --don Rafael--, empujándonos hacia el innoble patio a través del angosto túnel, siendo peor el remedio que la enfermedad ya que éste quedó atascado por exceso de materia humana, y por tanto inmovilizado el flujo de estudiantes hacia el objetivo señalado. Hubo que emplear todo el personal disponible --subalternos-- para, apostándose al inicio y al final del tramo túnel realizar una brillante maniobra: cortar la afluencia en la retaguardia y desatascar la vanguardia, dejando operativo semejante punto estratégico que permaneció controlado y vigilado hasta que se produjo el trasvase de toda la masa estudiantil (en el fondo, era simplemente un problema de dinámica de fluidos). Así fue como conocimos al que fue nuestro jefe de estudios aquellos seis años, el que detrás de la inequívoca imagen de gañán --de cara curtida y ademanes broncos--, escondía un eficaz negociador, atemperando nuestra bulla de cambios que desde aquel primer día fue presionando cada vez más en aulas y patios, y moldeando su inicial resistencia del principio, entre una relajada disciplina y el "dejar hacer", en especial cuando fuimos alumnos de los últimos cursos de bachiller. Al fin pudimos salir al otro patio.

(Lo que con el tiempo más me asombraba de aquel receptáculo era su elasticidad: cómo se dilataba a medida que iba saturándose de sucesivas oleadas de adolescentes, ávidos de libertad, de amistad, y, sobre todo, de complicidad en los juegos que espontáneamente surgían cuando pisábamos el enlosado; y cómo se contraía a su dimensión real cuando, por condicionantes de tiempo académico, nos obligaban a replegarnos a las aulas. Aquella versatilidad posibilitaba que, aún con el aforo completo, se pudieran jugar varios partidos de futbito a la vez, aprovechando las distancias entre los lados y las dos diagonales del rectángulo, sin que se interfirieran entre sí jugadores y pelotas; conviviendo con un sin fin de actividades más, en una especie de macroconcierto de juegos cargados de diversión y decibelios. Al final rendidos por la actividad física era obligado visitar el vulgar bebedero --encimera de obra con pequeños surtidores de agua, habilitada en un rincón-- para reponer líquidos, y si la suerte acompañaba, para renovar fuerzas, disfrutar de una plaza en uno de los dos bancos de fría y dura piedra que constituían el único mobiliario urbano del patio; no sin antes haber machacado, por acoso aunque sin derribo, el único tronco de arbusto que, adosado a una de las tapias, ejercía como poste de portería de futbito, y al que solo le brotaban algunas ramas verdes durante las vacaciones.

Espacio polivalente, comodín de actividades lúdicas y de orden, a las que se añadiría, con forrceps, las deportivas escolares, para cuya practica el director --don Luis Molina Gómez-- en su mensaje de bienvenida el primer día, reunidos todos los cursos en el patio, prometió la modernización de sus instalaciones. Si alguna vez anidó en nuestra mente sombra de duda sobre la idoneidad de las instalaciones deportivas de la academia --un mal pensamiento es inevitable alguna vez--, ésta quedó disipada para siempre al discurrir del curso. Una mañana a primera hora un alumno madrugador descubrió una novedad. En una de las tapias del patio innoble pendía un objeto extraño a primera vista incalificable: a un tablero de madera le habían clavado un aro metálico y todo ello lo habían colgado en la pared. Al punto y avisados por aquél se congregaron varios alumnos de primero alrededor del objeto: ¡Qué curioso!, encima del circulo metálico y perpendicularmente hay pintado un cuadrado, abrió el debate el descubridor...: ¿Cuadrado?... ¿perpendicular?... ¿círculo?..., ya sé , esto va a ser la demostración de un teorema geométrico... pero ¿cuál de ellos?... vete tú a saber, le contestó otro para el que la clave estaba en las conocidas formas...: ¡Seréis gilipollas!... eso es un tablero de baloncesto, apostilló un tercero más avezado, y aquí acabó la reflexión sobre la abstracta escultura.
El prócer --director-- cumplió lo prometido; gesto que no se le reconoció lo suficiente. No podíamos pedir más, so pena de rayar en la avaricia; teníamos todo en aquel polideportivo al aire libre: un arbusto incombustible al acoso como portería de futbito y ahora, con la red puesta, la más moderna canasta de baloncesto: Sí, ya sé que hemos colocado sólo una --dijo con socarronería el director--, obviamente es la del equipo contrario; no necesitamos más.

En realidad no necesitábamos más, sólo una pequeña pelota para encestar o para colocar dentro del espacio del muro que marcaba el seco arbusto, y que hacía de portería. Un día jugábamos en el patio uno de esos partidillos de demostración de nuestras adquiridas habilidades con la pelotita de dura goma "gorila" --la que regalaban con los populares zapatos "gorila"-- cuando un pata floja confundiendo el ventanal de un aula con la portería le hizo a aquél un clamoroso gol, con intento de penetración del objeto esférico a través del vidrio, sin conseguirlo pero logrando que este cayera del fijo de la ventana fracturándose en diminutos trozos al golpear contra el suelo, con estruendoso ruido de cristales rotos. Por aquel tiempo andaba el hijo mayor del director, profesor de Latín --don Luis Molina Galdeano-- intentando atrapar al francotirador o francotiradores empeñados en acabar con la cristalería de la academia. La vivienda del director volcaba sus ventanas a aquel patio, así que al escandaloso sonido del desperfecto, como reclamo, acudió su hijo mayor lo más rápido que pudo, pero como sucedía siempre: una solitaria pelota entre fragmentos de cristal en un patio vacío delataba el instrumento del delito, pero no al autor... éramos muy escurridizos. Nunca atrapó a nadie, pero en su obsesiva tarea, eso sí, llegó a juntar la mayor y mejor colección de pelotas de futbito de variados materiales, tamaños y colores, esperando ser retiradas por sus dueños. Nunca las reclamaron.

No todo eran actividades deportivas, también las lúdicas ocuparon buena parte de los momentos vividos en aquel patio; una vez incluso con sorpresa: De improviso un: ¡Eh!, seco y rotundo, sonaba en alguna parte del patio como aldabonazo de salida a una peligrosa diversión. Empezaba el juego del ¡eh! Muy agrupados, en una fase inicial, los improvisados jugadores mostraban sus caras más sonrientes, como tarjetas de aceptación del riesgo, al mismo tiempo que una bola de papel (prensada manualmente para la ocasión), previamente lanzada al aire en el centro de gravedad del grupo, se erigía como punto de atención de todas las miradas. ¡Eh!, respondía otro del grupo, impulsando con la palma de la mano, de nuevo, la bola hacia arriba, evitando la caída de ésta al suelo y lanzando el objeto conflictivo a la zona de un tercer participante, que la devolvía con otro ¡eh! Y así muchos ¡eh!, ¡eh!, ¡eh!..., de otros tantos participantes, en un continuo ciclo arriba-abajo de la bola durante una segunda fase del juego donde se mascaba la emoción del peligro. ¡Eh!..., ¡eh!..., ¡eh!... con el grupo más abierto y disperso, la fase final aparecía dominada por la tensión del posible fallo que ya se adivinaba en el más torpe cuya zona era bombardeada constantemente con unos ¡eh! más espaciados que los del principio, y tanto iba la bola al torpe que al final le daba en el cuerpo sin poder alzarla cayéndose al suelo. Inmediatamente, como resortes, los cazadores se lanzaban sin piedad al cobro de la pieza de caza --el torpe--, la que literalmente molían a golpes, bajo una montaña de manos que, golpeando donde podían, exigían su parte del botín.

Sucedía a veces que la víctima era uno que pasaba por allí, y así en cierta ocasión, cuando desatada la euforia de los manotazos sobre el cuerpo inocente --erróneamente ubicado-- al que ajeno al juego le había dado la bola sin que la impulsara hacia arriba, alguien que le reconoció y que estaba contemplando pasivamente el espectáculo, exclamó a viva voz, casi alegrándose: ¡Qué de hostias le están dando al hijo del director! La noticia recorrió como reguero de pólvora todo el patio, causando el cese de toda actividad lúdica a favor de la atención expectante a la zona donde se estaba cometiendo el atropello y cuyos autores al grito de: ¡Maricón el último!, dejaron al interfecto en el suelo del innoble patio que en unos segundos quedó vacío, sin que ningún estudiante samaritano auxiliara al chaval del jefe. Así fue como conocimos a Antonio, el hijo menor del director, cuando una peligrosa diversión interfirió en el trayecto a su vivienda familiar, la que ubicaba, atravesando el patio, al final de la empinada escalera.

Subir un día la empinada e interminable escalera nos pareció --a los cuatro del orfanato-- una escalada en toda regla. Queríamos llegar hasta el palomar ubicado en la terraza que remataba en altura el edificio que acogía nuestra aula en sus entrañas. Terraza que se asomaba al patio mismo. Desde abajo, visualizábamos el escandalosos revoloteo de las palomas en su vuelo para alcanzar los tejados más próximos, sobrevolando el innoble patio a donde lanzaban sus nerviosos arrullos y algún que otro mensaje escatológico. La incursión territorial resultó ser más arriesgada de lo que habíamos planeado, ya que durante la misma hubo que atravesar sigilosamente parcelas privadas (acceso a la vivienda del director) y zonas nunca exploradas (aulas con indicios de cierto abandono); inconvenientes que superamos jadeando más que respirando, y con el corazón en vilo que se nos paró de golpe cuando, sin darnos cuenta, nos topamos con la puerta de salida a la terraza. La abrimos. Lo que pasó después fue como el click de una toma fotográfica: abrir el diafragma, captar la imagen, cerrarse el objetivo y quedar registrada de por vida aquella escena, fue sólo un segundo de tiempo. Nunca olvidaremos la figura a contraluz --áurea luminosa incluida por efecto del sol detrás-- de un viejo dirigiéndose a nosotros, brazos en alto y lanzando un pavoroso bramido que, por su gravedad e intensidad, parecía salido de lo más profundo de sus vísceras.

Por supuesto nuestra retirada se llevó a cabo al grito de: ¡Sálvese el que pueda!, al tiempo que enfilamos escaleras abajo la salida sin apercibirnos, por la urgencia del momento, de lo peligrosa de aquella pendiente, la que fuimos salvando de dos en dos peldaños, estando alguno de nosotros a punto de rodar por los escalones si no es por el auxilio del pasamanos fijo en la pared, al que nos asimos fuertemente y así poder alcanzar el suelo del patio. Una vez puestos a salvo en territorio amigo, y aún con el grito inhumano resonando en nuestros oídos, los cuatro convinimos en que aquél individuo era posiblemente un loco, al que no quisimos volver a ver. Al cabo del tiempo vinimos en conocimiento de que al que considerábamos enajenado mental era familia del director, su hermano mayor, aunque sin mando en plaza; secretos de familia).

Éramos los únicos de aquella turba que permanecíamos estáticos en el recreo del patio el primer día, después del episodio del atascamiento: perfectamente uniformados --pantalón corto de franela gris oscuro, camisa de "tergal" blanca, calcetines de algodón del mismo color, y zapatos "gorila"--, cartera en mano, y posicionándonos en formación paralela al muro, resguardando la espaldas en éste; hombro con hombro y mirada al frente observando, atónitos, todo un espectáculo verbenero de juegos, gritos, voces, empujones..., mientras nosotros seguíamos impasibles: la cartera pegada a la mano formando un solo todo, esperando no sabíamos qué, ante el descojono y cachondeo general de nuestros incipientes compañeros que nos miraban con estupor, como si fuésemos bichos raros. En un lance del impulsivo juego, nos empujó casi con derribo uno de los chicos que venía lanzado habiendo perdido el equilibrio, el que por toda disculpa sólo nos preguntó con asombro, mientras se agarraba a nosotros para no caerse: ¿Sois hermanos?..., no supimos que contestar, permaneciendo dubitativos sin darle respuesta mientras rehacíamos la compostura y el chico se marchaba rápidamente.

De vuelta al aula, había que ser muy valiente o "tenerlos bien puestos" para introducirse de nuevo al fondo a la izquierda y permanecer impasible, durante otra hora, bajo aquella ruina. Ente que desde el principio, pudimos comprobar, se había instalado en aquel solar, hiriendo de muerte al viejo caserón. Algo de preocupación --creo-- nos debió causar aquella situación. Pero la inicial preocupación era infundada, aunque entendible pues aún no conocíamos la eficacia profesional de Paco el carpintero --insigne "ingeniero" de mantenimiento de la academia--, del que tuvimos las primeras señales de su existencia --desde nuestros asientos-- en los golpes que se oían en el aula vecina, ante la protesta del profesor que se presentaba a segunda hora de la mañana: ¡Qué escándalo!... ¡¡siempre igual!! Dedujimos que no había opción: o las continuas molestias por las incesantes reparaciones o el colapso del edificio. Desde aquel día y ante nuestra canallesca insistencia de derribo de cualquier elemento constructivo en pared, techo o suelo, comprobamos con cierta desilusión que Paco el carpintero no conocía el desaliento, así tras cualquier oportuna reparación desafiaba a la joven concurrencia --espectadores de su apurada técnica- retándonos con penetrante mirada que en pocas palabras venía a decir: Aunque os joda, por mis cojones ¡que aguanta! ¡¡Qué temple profesional!!

(Todas las variables de la ecuación: ubicación, antigüedad, abandono..., nos fueron indicando un único resultado en el tiempo: la autodemolición del edificio en un acto supremo de suicidio inmobiliario; sin embargo la realidad de aquellos primeros días nos confirmaba que allí había una incógnita mal despejada: el edificio pese a todo y a todos se mantenía en pie. Allí había realmente un misterio que entendimos con el paso del tiempo cuando conocimos realmente al principal valedor del viejo caserón --a Paco el carpintero: mediana estatura, pelo ensortijado con abundantes canas, ojos saltones y mandíbula inferior desencajada en permanente sonrisa que dejaba ver la huida de numerosas piezas dentarias, pese a lo cual retenían, milagrosamente, un eterno palillo de dientes-- y sus infinitos remiendos; los que habían logrado un milagro constructivo: tablero a tablero, clavo a clavo, martillazo a martillazo..., en una eterna sucesión de arreglos, ¡había empanelado toda la academia, producto de una dilatada vida profesional próxima a la jubilación. Y hete aquí la maravilla: había conseguido implantar en el edificio, como hábil cirujano, una segunda piel que fuertemente adosada a la estructura muraria original la reforzaba de tal manera que hacía imposible su derrumbe).

Por si fuera poco el asombro que había originado en nuestros nuevos compañeros el que vistiéramos las mismas ropas e ir a todas partes juntos sin ser hermanos, un suceso posterior contribuyó a aumentar el suspense que, muy a pesar nuestro, se percibía en el ambiente de aquel primer día hacia los cuatro. Para rematar nuestra jornada matinal de clases en la Academia Isidoriana, y a su término para llevarnos a almorzar, fue a recogernos al viejo edificio una rubia platino despampanante que además de joven y guapa exhalaba clase y elegancia por todos los poros de su cuerpo, originando, como era de prever, gran revuelo entre aquella tropa de legionarios en busca de carnaza que obsequiaron a nuestra benefactora con toda suerte de improperios --al cual más obsceno--; de cuyo trance logramos salir con vida, pues a pesar de la tensión del momento pudimos alcanzar la calle, no sin antes comprobar la cara de incredulidad y envidia de nuestros compañeros. La consecuencia de todo aquello fue que Claudina, nombre de la rubia platino comisionada por las monjas, nos juró y perjuró que jamás pondría de nuevo los pies en la academia --era sólo de chicos--. Pero... ¿qué nos importaba ya su negativa a seguir recogiéndonos en la academia?..., a la luz del éxito y el interés que nuestra bienhechora había causado en el ánimo desatado de las hormonas de nuestros compañeros, para los que por la tarde, cuando nos reintegramos a las clases, empezamos a ser visibles: ¡Jóder!, qué buena está la rubia que os ha venido a recoger... ¿va a venir mañana?



Hoja de apto en mi ingreso en la Academia Isidoriana de Granada, extraída del "Libro de Calificación Escolar"; aquél de tapa azules con escudo nacional y título en letras doradas, que aún conservo, y el que ahora al escrutar sus tapas --algo degradadas-- y sus páginas me suscita cierto asombro, a la vez que me congratula, que haya sobrevivido al extravío de traslados y mudanzas.




FranciscoMolinaGómez --"Molina"--
             (continuará)