domingo, 1 de mayo de 2016

CUADRANDO EL CÍRCULO











1993. Más de veinte años después de haber tomado cada uno rumbos distintos, sin apenas tiempo para despedirnos en el orfanato, los cuatro nos volvimos a encontrar en Yegen, un pueblo de la Alpujarra granadina; entonces sentí cierta desilusión pues mis temores, de los que siempre había huído, se confirmaron: del grupo --de arriba abajo y de izquierda a derecha: Miguel, al autor del blog, Antonio y Agustín-- que fuimos pioneros en abrir pasos y allanar caminos a otros estudiantes huérfanos en un lugar cerrado y un tiempo complicado, con gran desgaste personal y alto precio, sólo había quedado la huella, los surcos donde germinaron nuevas generaciones de estudiantes y poco más. Las pistas denotaban aquel día que aún persistían los mismos prejuicios, los mismos complejos y las mismas carencias en las poses que aquel agosto de mil novecientos noventa y tres cerraban, en papel impreso, con la composición de aquella imagen, el círculo de un tiempo, al que intentamos, al menos por última vez, probar su cuadratura.
Después de un día de convivencia pude comprobar que del grupo, ahora, sólo permanecía la memoria.







La cuadratura del círculo, o el misterio de la lata


Posiblemente aquello de reunirnos de nuevo los cuatro respondiera a la tan cacareada crisis existencial que de repente nos asusta, apercibiéndonos con estupor cargados de sobrepeso y de sobre-años al entrar en la cuarentena; un jalón importante en la existencia de la gente, al que se llega casi inconscientemente, preocupadas las personas en alcanzar antes de que sea demasiado tarde los sueños ya fabulados en la adolescencia, y que les distraen durante bastantes años, envueltos en su propia y acelerada vorágine, de vivir ese otro tiempo --el filosófico-- de nuestro paso por la faz de la tierra. Una necesidad perentoria, quizás, de reflexionar ante aquella primera encrucijada con la que nos topamos de golpe, sin que nos hubieran avisado de antemano. Una obligada parada para, descargando en el suelo la pesada mochila-bagaje en la que todos llevamos a cuestas nuestro ser --y ya aligerados algo de peso--, sentarnos a la vera del camino para observar tranquilamente, volviendo la vista hacia atrás, lo recorrido. Una coyuntura para reencontrarte con las personas que te han acompañado en parte de ese recorrido. Una ocasión deseada para estar juntos de nuevo los cuatro después de casi veinte años de ausencia. La razón de darnos una nueva oportunidad.

La oportunidad de un reencuentro buscado se nos ofreció en el verano de mil novecientos noventa y tres, cuando Antonio, Miguel, y yo nos confabulamos en tomar la antigua carretera de las Alpujarras granadinas hacia Yegen --pueblo de la Alpujarra alta--, del que ya teníamos noticias que Agustín era toda una institución. Nos íbamos a encontrar en un soleado día de agosto, treinta años después de haber comenzado juntos los estudios de bachillerato. El lento viaje, por lo pronunciado y sinuoso del terreno con trazado ajustado a la topografía de la montaña, transcurría sin novedad. Habíamos partido muy temprano desde Almuñécar, donde habíamos coincidido los tres aquel verano. Un largo viaje que nos previno el aprovisionarnos de energía, con un buen desayuno, en un punto conocido del itinerario: el restaurante Nilo, en el Azud de Vélez, donde tras animada conversación con su dueño, un amante de la cultura y civilización egipcia, nos mostró muy orgulloso su más preciado secreto guardado a voces: dos ilegales crías de cocodrilo del Nilo que, ya algo crecidas, apenas lograba contener en un exiguo acuario. Daba pánico observarlos retorcidos en tan reducido espacio.

Reanudada la marcha a través de las interminables y mareantes curvas, enfilando un tramo de descenso a la salida de una de ellas el coche que nos antecedía, con Miguel como conductor, se detuvo en el único punto de desahogo de la estrecha carretera: una explanada desde la que se contemplaba un resplandeciente pueblecito con sus casas blancas en desbordante descenso por la colina donde se asentaba; en donde también detuve mi vehículo, ocupado además por Teresa mi mujer y mis dos hijas: Elena y Miriam.
- ¿Qué pasa?
- Que no se puede viajar con niños, ¡joder! --contestó Miguel, descojonándose, señalando a un demacrado Antonio que, apartándose del grupo que completaba David, el hijo menor de Miguel, devolvió a tan sublime paisaje todo el desayuno que su estómago no pudo digerir por efecto de los vaivenes del viaje.

Como me quedara extasiado contemplando tan fascinante arquitectura y antes de que me diera tiempo a hablar, adivinando la preguntaba que rondaba por mi mente, Miguel satisfizo mi curiosidad.
- Es Torvizcón, donde estuvo de párroco Pedro el Cura; y mi primer destino de profesor.
El resto del tiempo de parada lo repartimos en esperar a que nuestro compañero se recuperara y, ante la escena que se nos ofrecía, al tiempo de la contemplación de semejante saber construir popular: hasta la espectacular rambla que recogía el cauce del río; a sus bordes, marcados por hileras de chopos, se desparramaban, con un pregnante estilo corbusier, las cúbicas casas. Después vinieron las obligadas  sesiones fotográficas con fondo tan atractivo.

Desde Torvizcón, con Antonio ya recuperado de los vómitos del desayuno, y tras la pausa necesaria para que su cuerpo se reconociera en su cara que ya empezaba a difuminar la palidez del mareo en favor de otros colores rosados más naturales, continuamos rumbo a Yegen. Aquel pueblo donde residía Agustín, destino de nuestro viaje, quedaba lejos --en el límite de la provincia de Almería-- y alto, en un recorrido con las mismas curvas cerradas y de peor firme que el encontrado hasta el momento, poniendo a prueba los amortiguadores de los dos vehículos, con los aceleradores pisados a fondo a fin de poder salvar las cotas de las empinadas pendientes.

El viaje se hizo interminable pero al fín avistamos la entrada al pueblo...; y ¡no podía creerlo!: aquello parecía un interminable carrusel de recorrido ondulado: arriba-abajo. Pusimos los cinco sentidos a fin de no quedar empotrados con los vehículos en las estrechas calles con sus casas como paredes del más opresivo embudo, y su calzada simulando la más vertical y empinada montaña rusa conforme ascendíamos al centro del pueblo. Luego, aunque con fórceps, logramos aparcar cerca del objetivo ante las miradas atónitas de los paisanos que no perdían detalle. Nada más salir de los coches presentimos, en las atentas miradas de los naturales del lugar, los efectos visuales de una completa radiografía de nuestros cuerpos. Era la inercia atávica de curiosidad de los nativos por los forasteros; sobre todo de ellas.

¡No era posible!; o más bien sí, por fin otra vez juntos. Después de veinte años de diásporas personales --alguna al continente americano, caso de Miguel-- era difícil reconocernos, por los rasgos fisícos de adultos que no podíamos negar --y que se prestaron al chiste y la ironía--, comparados con los del adolescente que habíamos inmortalizado por última vez en la fotografía que para este viaje en el recuerdo he extraído de un viejo álbum, y que observo con emoción contenida.

     
1971. Veintidós años antes posamos en cascada obligada por los escalones de la puerta trasera del pabellón de niñas, junto a sor Juana y sor Josefa la Chica. De arriba-abajo: Miguel, el autor del blog, Agustín y Antonio. Observo en esos gestos adolescentes retazos aún de las caras del niño que habíamos sido, y del que nos hicieron renunciar muy pronto: apenas fuimos infantes y la adolescencia volaba; y escudriño en las miradas trazas de esperanza de grupo, aunque estas denotaran ya caminos distintos y hasta opuestos.

Entre las rústicas paredes de la vivienda aneja a la iglesia que Agustín en su condición de sacristán, entre otras actividades laborales declaradas, ocupaba junto con su mujer Loli y su hija Jessica, se desbordó el entusiasmo al principio en las salutaciones; y después, más relajados, en la inevitable retahíla de anécdotas, historietas, fábulas y leyendas que del grupo habíamos acumulado en nuestra mente a lo largo de los años, ahora recuperadas en el recuerdo para la ocasión y momento tan especial, y que ocuparon densamente los minutos siguientes; las que después de un par de horas de batallitas, empezaron a desvanecerse merced a la desorientación que en la memoria empezó a causarnos el vino que elaboraba el mismo Agustín; cosecha propia según nos dijo, y que nos servía con generosas tapas de pringue alpujarreña.

Fuera por la euforia del reencuentro o por la del vino de la tierra, y rememorando ese punto cabroncete de entonces, los tres le pedimos a Agustín con reiterada solicitud, como encargado del toque de las campanas de la iglesia, que nos guiara hasta el campanario, pues fruto de la recién rememorada canallería estudiantil nos había invadido una perentoria y irrefrenable necesidad de difundir los sonidos del bronce por todo el ámbito rural, hasta la última casa, hasta la última calle, y hasta el último huerto; pero no los del toque de algún oficio religioso (misa, difuntos...) sino los de rebato por quema del monte; por voraz incendio que causara alarma y que pusiera en prevención a la población --fin último perseguido con la gansada-- que acudiría al pie de la torre; desorientada, estupefacta y atemorizada mientras nosotros persistiríamos en nuestra actitud bromista doblando con inusitada energía y alboroto las campanas de la iglesia. Al final --pensábamos-- descubierta la falsa alarma, paisanos y advenedizos nos reiríamos como esos inocentes que le gastan bromas con cámaras ocultas. Más bien, pienso ahora, nos hubieran corrido.

Queríamos que el reencuentro fuera sonado. Que se recordara toda la vida en el pueblo. Agustín tuvo que emplearse a fondo, argumentando su propia ruina y las consecuencias colaterales que nos podían afectar, incluso con la intervención de la guardia civil, para que desistiéramos de nuestra pesada broma, aunque curiosamente era él, en ese momento, el más disperso de pensamiento por los efectos de su propio vino, al que continuamente elogiaba por su intenso color rojo y su espeso cuerpo (el alto grado de alcohol) que poseía caldo tan especialmente cultivado por sus manos.

En aquel estado de gracia fue cuando Agustín nos desveló otra de las infinitas actividades a que dedicaba vida tan prolífica, un todo terreno de dedicación al interés colectivo que no solo avisaba, con los redobles precisos de campana, de cualquier fuego en el monte sino que también advertía de posibles inundaciones en el valle: Algo esto último realmente complejo e importante, según deduje de sus explicaciones sobre el manejo del sistema de medición de lluvia que tenía a su cargo, aunque lo contara de un aplastante laconismo: Meto el testigo graduado en el agua de lluvia que ha caído en la lata; hago la lectura de la señal hasta donde se moja, y ya sé los litros por metro cuadrado que han caído durante el chaparrón. Ahora bien esta benigna apreciación personal no era compartida por Antonio; el que, valiéndose de tan tecnológica materia, inició una terrible ofensiva encaminada a descifrar el método científico empleado por no quedar éste correctamente expuesto en la consecución de los resultados, al omitir Agustín los datos precisos sobre dos cuestiones fundamentales: las dimensiones de la lata (cuestión de forma) y las de la gradación del testigo (cuestión de medida). Y empezó el vía crucis.
- ¿Pero la lata cómo es, cuadrada o redonda?
- ¡Jodér!..., ¡pues como es una lata!...¿cómo va a ser?..., pues redonda --contestó Agustín con prevención, poniéndose a la defensiva ya que conocía los efectos demoledores de las preguntas que sobre dudas metodológicas hacia Antonio, inquiriendo hasta el último detalle, hasta el último pormenor del asunto. Un auténtico calvario que no mostraba en su cara con la aceptación de la respuesta.
- ¡Ah!

A Antonio quizás le importara menos hallar los fundamentos científicos del funcionamiento del pluviómetro que el de haber encontrado algo sin fundamento para discutir repetidamente sobre ello y así evitar hablar de él mismo. La tangente por la que salirse cada vez que la curva de la conversación tocaba su vida --la de los años posteriores al orfanato--; adquiriendo la escapada velocidad de vértigo cuando el punto de contacto rozaba su parcela privada; su intimidad. Mientras nosotros tres experimentamos una confianza inusitada, descubriendo los sentimientos de amistad que habían permanecido agarrotados durante tanto tiempo, mostrando sin ambages las experiencias vividas, incluso las amorosas, a nuestra salida del centro, él seguía guardando sus secretos bajo dos llaves, la de la timidez y la de la indiferencia; esta última preocupante.

En aquella ocasión, y a pesar de la común euforia del vinillo del terruño, sólo pudimos arrancarle que había realizado estudios de ciencias empresariales y que estaba trabajando en una caja de ahorros de Granada. Después nada, ya que no ha habido ocasiones, a pesar de haberlas propuesto nosotros por separado. Persistimos en un error que hay que corregir: no se puede obligar a nadie a juntarse con la gente que no desea y menos para hablar de un tiempo que rechaza. Pues nada: ¡Ojalá! que te vaya bonito.

Los primeros recuerdos, la más sorprendentes anécdotas, las más increíbles leyendas, y las más extrañas ficciones habían sido febrilmente desempolvadas, atropelladamente contadas, ilusionadamente rememoradas; de tal manera que cuando al mediodía en la terraza de aquel bar de Mecina Bombarón --población cercana a Yegen-- nos sirvieron la generosa fuente por cuyos filos desbordaba un guiso de choto al ajillo que quitaba el sentío, y nos dispusimos a hincarle el diente no nos apercibimos que estábamos repitiendo las mismas cosas;  que estábamos narrando otra vez los mismos momentos, ahora adornados con algún detalle súbitamente recordado; proceso al que se había llegado por los primeros efectos de la rotundez alcohólica de la sangría alpujarreña pedida (verdadero cóctel molotov: mezcla de refrescos, vinos y licores de todo tipo) o por el agotamiento del filón de las vivencias recordadas. Creo que por esto último, aunque lo primero ya pesaba bastante en el ánimo.

Sin querer habíamos consumido los relatos pormenorizados de casi todas las guerras compartidas, y entonces sucedió lo previsible: como pan caído del cielo, Agustín y yo desplegamos sobre aquel campo de batalla, cuyo triunfo más sonado era el de no perder de vista los cada vez menos abundantes trozos de carne con sus correspondientes patatas fritas, las inevitables batallitas de la otra guerra: la del servicio militar --la mili-- que libramos juntos; ante la pesadez de Antonio que volvía a las andadas.
- Pero vamos a ver..., la lata redonda de qué tamaño es ¿grande o pequeño? --le preguntaba Antonio a Agustín, simulando con ambas manos varios diámetros de círculos.
- Mira éste..., ya está otra vez con sus coñas y sus tonterías..., ni grande ni pequeño..., normal ¡cóño! --contestaba un Agustín que no veía claramente las intenciones de aquél, pero que intuía la ración de recochineo que escondían, aunque con la simplicidad de la aceptación de la respuesta Antonio siguiera sin mostrarlo.
- ¡Ah!

Así se libraba de contar sus peripecias en las milicias universitarias, días que para él, seguramente, fueron simplemente tiempo perdido, autoexcluyéndose de sus charlotadas; caso contrario de Miguel que no tenía nada que referir al haber sido exceptuado de la vida militar; momento que aprovechó para contar a Antonio, con pelos y señales, su epopeya colombiana, mientras nosotros dos escenificábamos verbalmente el instante justo de la coincidencia de ambos en un cuartel militar de Ceuta, el punto en el que las curvas sinusoidales de nuestra existencia, que continuamente de acercaban y alejaban intermitentemente, se cruzaron de nuevo aquel mes de octubre de mil novecientos setenta y cinco. Cuando algún tiempo después escribí sobre el recuerdo de aquel instante, no primó ni el tiempo --clara mañana de otoño africano--, ni el lugar --estrechamiento de paso de un patio al otro del cuartel, donde se ubicaba la oficina de correos--, sino una característica que, para mi sorpresa, no le había cambiado, y que había sido una constante en los años de orfanato, siempre rodeado de otros niños a los que contaba fabulosas historias: "Incluso cuando cumpliendo el servicio militar coincidí con Agustín en un acuartelamiento de la ciudad de Ceuta, le identifiqué entre aquella marabunta de soldados por un reducido pero notorio y familiar apéndice que mostraba: tres o cuatro soldados le seguían embobados a todas partes". Luego nos agregamos como oyentes a la disertación de Miguel por tierras sudamericanas; la que en aquel momento escuchábamos atentos todos.

Cuando terminó y se hizo el silencio, en la prolongada e incómoda pausa de éste, y habiéndonos contado entre nosotros, a excepción de Antonio, media vida --la que no conocían los demás-- nos quedamos mirando quedamente a éste, inquiriéndole con la mirada; esperando de él alguna primicia, una revelación de su secreta existencia, cuando aquél defraudando nuestras expectativas, volvió a la carga del pluviómetro-fantasma (algo evanescente, ya que al parecer carecía de medidas), investigando esta vez sobre el elemento graduado, pues la anterior cuestión, la de determinar el tamaño exacto de la lata --obsesiva tarea-- era misión imposible a partir de los datos genéricos de Agustín, sin particularizar las medidas del instrumento.
- Vamos a ver... el testigo que introduces en la lata redonda y de tamaño normal, con el que mides los litros por metro cuadrado caídos durante la lluvia, ¿tiene graduación con escala decimal?, o por el contrario las marcas son aleatorias --le preguntó Antonio a un Agustín que ya intuía cierto insistente tocamiento de escroto.
- ¡Y yo que sé!, pero qué cojones de escala ni de escalo..., y el tío este..., pues no está erre que erre con el mismo temita..., que si la lata..., que si el testigo..., pues el que venía con el equipo de medición ¡cóño! --le contestó airadamente Agustín.
- ¡Ah! --la misma lacónica respuesta de aceptación de siempre, por parte de Antonio, a la difusa explicación, le daba ocasión y seriedad a la pauta de reflexión metodológica ante un nuevo ataque cuando lo propiciara el momento y la ocasión.

La conversación a la vista de la fallida deriva volvió a tomar los mismos derroteros de antes: la vida en el cuartel de Infantería de Regulares número Uno de Ceuta, en la repetida evocación. Batallitas de las que Agustín y yo nos explayáramos aquel día, no perdiendo la ocasión para ello --oportunidades no hay muchas a lo largo de la vida--, esperando que, oyéndonos de tan buena disposición a contar nuestra vida, Antonio se animara y nos desvelara algún suceso de la suya, aunque fuera nimio; ni por esas. Sólo le interesaba un tema: la jodida lata-pluviómetro, y exponer cuanto antes su último dilema, al que llegó como único atajo para poder resolver de un plumazo el misterio de la lata, sin tener que recurrir a las ya planteadas y no aclaradas cuestiones fundamentales: las razones de la medida y de la forma de tan polémico instrumento científico; asuntos que empezaban a trascender la propia ciencia filosófica: tal vez no había una respuesta racional y todo aquello conectaba con el plano paranormal: ¿cabría la posibilidad de que la lata no tuviera naturaleza tangible y fuera sólo una entelequia; o simplemente un concepto?

- Vamos a ver, ¿entiendo bien que la lata está normalizada en cuanto a forma y medida?, y si es así ¿están estos elementos de normalización relacionados con los parámetros escalares del resto del equipo tabulados por ensayos reales?, o sirve cualquier lata de conservas, por ejemplo una de melocotones en almíbar --le preguntaba Antonio, muy serio, disimulando en el rictus contenido los signos evidentes de la sólida sangría, a un Agustín que los mostraba sin ningún rubor; bueno sólo el involuntario con el que había mutado el color de su cara a sonrosado, la que encendió aún más en su airada respuesta, desbarrando.
- Pero qué dice este tío de una lata de melocotones..., pero a mi que coño me importa si la lata es de melocotones o de membrillos..., pero qué cojones de lata ni de lato..., ¡que no tengo ninguna lata!, a ver si te enteras..., ¡que la lata no es mía!...
- ¡Ah!..., ¡po fín!, acabáramos --sentenció breve Antonio, dando por resuelta aquella duda metodológica  que le estuvo rondando, poniendo a prueba su privilegiada mente científica, todo aquel día; cuando dimos por terminada la prolongada sobremesa en el momento que la suave luz del atardecer bañaba de oro los rústicos tejados planos de las casas que se divisaban desde la altura de la terraza del bar. Nos asomamos al pretil de la carretera a contemplar aquella construcción escalonada, fruto del ingenio popular.

Una casa parecida a aquellas de muros de piedra, vigas de rollizos de madera y tejados de lajas de pizarra recubiertos de llauna, se nos mostró con detalle por el matrimonio --Loli y Agustín-- al poco de llegar a Yegen, a media mañana, como orgulloso patrimonio que un día heredaría Loli de sus padres. Recorrimos minuciosamente todas las estancias. En la visita a la casa, Agustín nos retuvo un buen rato en una amplia habitación que estaba habilitada como lagar, y en la que destacaba una ingeniosa pieza de madera --la que rodearon sorprendidos nuestros hijos-- para el prensado de las uvas, con la que la familia de Loli venía produciendo desde siempre --según contaba Agustín-- algunas botellas de vino para consumo familiar; en cuyo asunto, el de la experimentación para la obtención de nuevos caldos de la tierra, andaba en aquellos días muy atareado nuestro compañero. Buen caldo del que me prometió varias garrafas (sigo esperando..., no desespero) y de cuyas primeras muestras nos dio a probar: ¡¡¡Dioooosss, cuántos grados tiene esto!!!...; y allí entre prueba y prueba empezó nuestra progresiva confusión de toda una festiva jornada: al principio queriendo tocar las campanas; después mezclando los recuerdos entre exclamaciones de dicha: ¡Jodér!, ¡cómo está este guiso de choto!; más tarde repitiendo las mismas anécdotas en el tiempo del descubrimiento de los licores de la sangría: ¡Cómo pega el aguardiente y el ron de caña!; y ahora, ya a la noche, de nuevo en Yegen, alrededor de la improvisada barbacoa en la casa del sacristán, en confusión total por los últimos posos del vino de la tierra, fusionábamos las medias verdades con las medias ficciones, mientras rebañábamos con pan casero las huellas aceitosas de la pringue alpujarreña, exprimiendo los últimos deseos antes de que se aposentara el incómodo silencio que queda cuando nos hemos vaciado, cuando ya no hay nada más que decir; definitivamente: ¡Adiós!, o con suerte: ¡Hasta la próxima!; aunque en el ambiente sobrevolara un pesimista convencimiento de que no habría otra ocasión.

Y llegado el inevitable momento de la despedida, la generosidad de nuestros anfitriones se desbordó en regalos: camisetas para los críos y platos de cerámica para los mayores...; aunque realmente el auténtico regalo fue haber viajado los cuatro por el túnel del tiempo, en una última apuesta para convencernos, a nosotros mismos, de que aquello que con tanto entusiasmo habíamos recordado efectivamente pasó; con la esperanza de que cada uno hubiera sido importante para los otros, aunque en realidad desconociéramos exactamente en que había devenido aquel reencuentro: posiblemente el último viaje para hablar de nosotros entre nosotros, aunque Antonio hubo preferido perderse en disquisiciones fútiles, creyendo, seguramente, que habría otros trenes que propiciarían otros viajes. Lo siento pues temo mucho que el último haya pasado ya. La vida es una gran estación a la que muy a menudo llegamos tarde.

Recuerdo en aquel encuentro a cada uno absorto en sus divagaciones personales. Estaba claro que nos unía menos cosas y nos separaban muchas más. Quizás el lugar, la gente que nos rigió, nuestras propias circunstancias..., no coadyuvaron entonces a la cohesión afectiva  del grupo. Ahora que ya había desaparecido la referencia del sitio y de las personas que nos gobernaron me he apercibido que el problema radica esencialmente en nosotros. Nos cuesta soltar lastre..., abrirnos..., desnudar el alma... Aún persistimos.

¿Acaso se puede hablar de reencuentro donde, quizás, nunca hubo encuentro?...; pero ¡tanto ha quedado! que, ahora, atareado en ordenar el desbarajuste en que he convertido el cajón de los recuerdos, reconozco que he guardado en mi corazón la última foto de todos juntos:  la de cuatro antiguos compañeros, donde, aunque más reciente, ya mora desde hace tiempo los otros: The Four Gabardines.


FranciscoMolinaGómez