Para mi sesenta cumpleaños mis hijos me regalaron un añorado viaje a los recuerdos mágicos de la infancia: las excursiones de niño al conjunto palaciego de la Alhambra de Granada. Pero las expectativas que me hiciera de esta última visita a la Alhambra, ilusionantes en el inicio cuando ya en la explanada exterior se formaron las interminables colas por orden de horario de entrada de visitantes, fueron decayendo en la medida en que la multitud no me dejaba ver de una manera sosegada el monumento, una vez dentro. Me faltaba espacio... aire. Al inicio de la visita, a mi entrada al salón de Embajadores la saturación de visitantes me impedía moverme con libertad en lo que fuera una ansiada vivencia renovada de un espacio que viví sublime en otro tiempo, cuando las distancias no tenían obstáculos y todo el ámbito se abría a mis asombrados ojos, aunque fueran solos los de un niño; y mientras mi mujer descansaba en uno de los pocos asientos habilitados en el sitio, yo intentaba obtener algunas perspectivas visuales que me confirmaran la veracidad de mi apreciación de antaño de que estaba en aquel lugar misterioso de luz avivada por las vidrieras de colores descubierto antaño a la viva imaginación infantil; haciendo, a la par, ahora notables esfuerzos de abstracción del considerable ruido de fondo de los visitantes para, en la evocación del otro tiempo --el histórico--, captar otras voces, oír otras palabras, otras frases, otros protocolos: los de la solemnidad de los actos de poder que allí se habían representado, en el centro de gravedad de gobierno de todo un reino, y aunque alzando la vista en un gesto involuntario, automático, a la percepción de la luz cenital que entraba por pequeños ventanales en altura, y que recreaba una atmósfera de recogimiento. entendí que aquello era una forzada experiencia.
Conforme transcurría la mañana el flujo de visitantes se hacía más intenso y su corriente, como la de un río, nos empujaba a mi mujer y a mí, inevitablemente, hacia la salida pasando de soslayo por un patio de los Leones en obras, cercados sus pórticos impidiendo el acercamiento a unos leones recién restaurados --ahora estaban reponiendo una imitación en mármol blanco de las losas en su solado original--; comprobando una vez más que por estos lares las obras ineludiblemente siempre se eternizan. Todo un despropósito para mi programada visita en la necesidad imperiosa que tenía de una nueva oportunidad para descifrar en vivo lo que iba buscando: la evocación del edén prometido por el Profeta, donde el asombro no era tanto ahora, por la dificultad de lo que me impedía la visión, sino todavía por lo que aquel espacio abierto me había sugerido de muy niño. Me negaron de nuevo el ensueño.
Avanzada la abarrotada mañana necesitaba imperiosamente de un momento de reflexión, de unos minutos de sosiego que ambos pudimos disfrutar observando el viejo barrio del Albaicín desde el peinador de la Reina, aprovechando que el flujo de visitantes perdía fuerza, al tiempo que remansaba cerca de la salida, en el patio de la Lindaraja: un jardín de recreación romántica sin ninguna vinculación con el patio original, pero, aún así, de indudable belleza que invitaba al recogimiento en la paz interior. Después pasamos un torno metálico que imposibilitaba la vuelta atrás; y marchamos en éxodo de visitantes --desperdigados en la amplia llanura del recinto amurallado-- bajo un implacable sol, para visitar los jardines del Generalife: retiro de estío de los reyes nazaríes, y de cuyas trazas originales queda poco, pero de una intensidad de follaje y variedad de itinerarios que agradecimos caminando por senderos entre parterres y paseos arbolados, en secuencias intermitentes de sonidos cristalinos de acequias de agua que marcaban la dirección de la marcha, ahora sin las premuras de la marabunta que, como por encantamiento, se habían diluido en el aire del vasto e inigualable paisaje de huertas con fondo de sierra.
Al mediodía, fuera ya del recinto monumental, la caminata por el bosque al resguardo de la vieja muralla, nos llevó hasta un pequeño y delicioso hotelito-restaurante donde aplacamos un apetito voraz que rematamos en animada charla en la terraza degustando una olorosa infusión de hierbas. Después de descabezar el corto sueño que, inevitablemente en el sur, dicta el sopor de la canícula, marchamos tranquilos de vuelta a los jardines en busca de penumbra, pues la radiación solar apretaba muy fuerte, donde relajarnos y en mi caso evocar aquellas primeras excursiones en las que el grupo de niños visitábamos el monumento, patrimonio de la humanidad, casi en exclusiva; sintiéndonos moradores, hijos de la Alhambra en la inocencia de niño, convencidos de las leyendas que nos contaban de aquel paraíso; de los encantamientos de reyes y princesas que después trasladábamos con una imaginación desbordada a nuestros propios juegos en el patio del orfanato, fabulando cuentos, hechizos... y ficciones con sus guerras, guerreros, batallas, castillos y torres de un conjunto palaciego con incierto trágico final según una de estas leyendas.
El autobús ascendía por el paseo central, en la agradecida penumbra de bosque de altos ejemplares de castaños de indias que lo orillaban, y nos dejaba en la amplia explanada de la torre de la Justicia, una de las numerosas puertas que rodean el recinto de la Alhambra de Granada, la más común de acceso al conjunto palaciego. Arremolinados al pie de la torre con el asombro y la curiosidad de niños, a los que por unas horas les perdonaban su eterno encierro, intentábamos abarcar por un día y con los cinco sentidos el mundo. Recuerdo que siempre escuchábamos la misma historia como protocolo previo a nuestro ingreso en la Alhambra: la leyenda que de los signos escritos en sus muros nos contaba la monja guía, y que relacionaba la mano esculpida en la clave del arco de entrada, con la llave cincelada en otra clave de piedra, la del dintel del portal, a través de un mágico encantamiento: Para salvar de la ruina a la fortaleza roja, el rey moro había vendido su alma al diablo, pero tal encantamiento no durará siempre... ¡habrá un momento!...; y en la provocada pausa del relato --con el prolongado suspense de los ojos muy abiertos de la monja-- nos mirábamos de reojo, con ese temor del candor de la inocencia, mirándonos unos a otros en el silencio expectante del grupo de niños ya cohibidos, sólo roto por la templada voz de nuestra cronista, sor Virtudes, que a continuación refería el final de la magia todavía conjurada en aquella torre:... este hechizo perdurará hasta que la mano del arco exterior se alargue hacia abajo y coja la llave; en cuyo instante todo el edificio se desplomará.
El trágico final de la predicción resonaba repetidamente en mi cabeza mientras atravesaba con aprensión el singular espacio de la puerta. El mismo recorrido en zig-zag era ya extraño, como raros eran los sonidos de los ecos que reverberaban trémulos en el silencio expectante de sus bóvedas. Sólo se oía el ruido que hacían nuestras pisadas y el murmullo del recelo que exhalaban las respiraciones, aligerando el paso, intentando traspasar sus arcos y bóvedas cuanto antes, sin olvidar el final de la leyenda --quién me podía asegurar que aquel no fuera el momento en que mano y llave se juntaran--. Temor agravado por la desorientación espacial que experimentaba en el interior de la torre, pues al contrario de las puertas conocidas en ésta el tránsito no es directo sino que se concibe como un itinerario defensivo --en ese-- a través de varios ámbitos que se comunicaban entre sí y que aparecían como esculpidos en la piedra; alargando en nuestro inquieto ánimo el recorrido, respirando ese aire denso y pesado, con olor a humedad atrapada en la piedra a lo largo del tiempo.
Aire denso y humedad penetrante que acentuaba la pesadez de la masa que gravitaba sobre nuestras cabezas, oprimiéndonos con el peso de la historia o con el posible derrumbe vaticinado de la leyenda; en los temores que se iban alejando conforme nos aproximábamos a la luz vaporosa del final del túnel donde nos recibía abierta, ancha y diversa la plaza de los Aljibes, punto de encuentro y de acceso a todos los baluartes y palacios nazaríes: ¡Al fin al aire libre!, a salvo de cualquier contingencia de encantos y hechizos de la fortaleza, tan influenciables en nuestras tiernas mentes, y que, ya en la amplia explanada alta, eran una explosión de imaginación en los juegos, correteando entre los jardines en busca de tesoros escondidos; arremolinándolos en la oxidada verja de hierro que cerraba un oscuro pasadizo, cerca de la misma torre, fabulando mazmorras en su interior de las que profesábamos que aún quedaban prisioneros cristianos a los que poder salvar; creyéndonos, en el juego de subir a la torre de la Vela, uno más de aquellos guerreros castellanos, visionándonos con amplios ropajes y capas al viento, conquistar lo más alto de aquel punto estratégico en el que clavar la bandera de los reyes cristianos.
Aventuras de leyendas y cuentos de ciudades encantadas que aparcábamos por momentos a la hora de reponer fuerzas a la sombra de la arboleda del jardín junto al palacio de Carlos Quinto. Me veo sentado, junto con los otros niños, en el poyete del muro que contenía el cuidado jardín enfrentado al edificio cristiano. Lo de cristiano nos lo había remarcado nuestra guía sor Virtudes, la que aprovechaba los primeros minutos antes de que empezáramos a dar cuenta de la comida llevada para la excursión, para encasquetarnos la más exagerada glosa de tan ilustre personaje histórico: Estamos ante el palacio de Carlos Quinto, obra del renacimiento que enseñorea su perfecta geometría: cuadrado y círculo, símbolos visibles del poder real y tarjeta de presentación del nuevo rey: el emperador cristiano que se intitula descendiente de los césares romanos y restaurador del Sacro Imperio Romano Germánico..., y de las Indias, Islas Y Tierras Firmes de la mar Oceana...; disertación a la que prestábamos poca atención ya que el hambre azuzaba, más pendientes nuestros cuerpos de los vacíos estómagos que del intelecto; lo que hacía abstraernos del regio personaje con tan nobles linajes y del encanto de las trazas de la palaciega morada que nunca habitó, mirando a las bolsas de pic-nic que guardaban la sobria comida, hasta que pudimos abordarlas una vez la monja se hubo quedado sin argumentario histórico. Rememoro aquellos días especiales.
Percibo claro en el recuerdo el ambiente festivo de una jornada especial, ilusionante; de alegría desbordada en inocentes risas de chaveas afortunados, contentos; acentuando en las miradas el brillo de las joviales caras que competían con el lustre de la ropa festiva que vestíamos ufanos: niños limpios, repeinados como en día de domingo, con sus camisas blancas, pantalones cortos y zapatos nuevos, en una estampa familiar de numerosa prole coronando el murete de piedra --sentados muy juntos-- con la enorme servilleta cubriéndonos el pecho para no mancharnos; y las monjas de tocas aladas --con delantales y manguitos blancos destacando inmaculados sobre el fondo oscuro de sus hábitos-- afanadas en repartir las viandas frías en bolsas de recio papel que se habían impregnado del olor a pan, a tortilla de patatas, a fiambres y a naranja; y que, a continuación, degustamos con fruición, con satisfacción, con ansiedad, deseosos de terminar el frugal almuerzo que nos permitía, después, vagar libremente por el recinto hasta la explanada baja, mientras hacíamos tiempo para visitar a la tarde los palacios nazaríes.
En el centro de la explanada baja todavía existe el kiosco que resguarda la boca del pozo de los aljibes del agua más limpia y fresquita que jamás habíamos probado y que atesora el subsuelo de la planicie --una plaza en esa época del año en constante ebullición-- sobre la que transitábamos los visitantes para refrescarnos, en un bullicio que es ahora un grato recuerdo de excursión de primavera.
- Vamos a pedir agua a la casita del pozo. ¡Os venís!
- ¡Vamos!
Y allí nos dirigíamos, después de comer atravesando al final de la pendiente que salvaba ambas explanadas la puerta del Vino, que daba a la plaza terrera que separaba las toscas fortificaciones militares de los exquisitos palacios.
- Señor, me da un vaso de agua, ¡por favor!
Pretendiendo hacernos oír entre aquella marabunta de visitantes que habían tomado todos los flancos del kiosco.
Y ahora estábamos varios de nosotros intentando tragar sin pausa --casi sin respirar-- el primero de los tres enormes vasos del agua más fría que hasta entonces habíamos bebido, y cuya gesta nos daba opción al ansiado premio --una "Mirinda" de naranja-- publicitado en el cartel-reclamo colgado en alto al interior del kiosco. Como aquello era misión difícil, salvo aceptada disposición a irritar nuestro joven sistema digestivo por exceso de agua gélida, algunos quisimos hacer trampa, vertiendo el cristalino líquido del segundo vaso en la jardinera que se ubicaba al pie del mostrador, para hacerlo después también con el tercero, sin llegar a conseguir nuestro tramposo objetivo pues cada vez que lo intentábamos éramos descubiertos por el promotor del premio: el kiosquero que mostraba muchas tablas en su oficio; al contrario que nosotros que sólo derrochábamos inocencia y carencia de recompensas.
Al fin a media tarde vivíamos ya inmersos en la fantasía constructiva del edificio (el cuarto Dorado, el patio de la Alberca con la torre de Comares, los Baños...) y el ensueño de los cuentos orientales que se relataban de sus estancias, cuando ocupando los cuatro rincones muy separados de una de las salas más bellas del patio de los Leones --la que mostraba un infinito cielo de mocárabes-- escuchábamos nítidamente --por la afinada reverberación del eco en el techo-- los secretos que expresábamos en voz baja --de cara al ángulo de la unión de sus paredes-- y que misteriosamente podían ser escuchados por los otros en un imparable juego por saber los deseos de los demás; pasando de los ensueños a las más trágicas leyendas, como la que era compendio de todas las leyendas negras de aquella regia fortaleza: la terrible tragedia que ocurrió en otras de las salas del patio, próxima a la sala de los Secretos, y en la que nos habíamos congregado alrededor de la monja guía, para observar las losas de mármol blanco teñidas de un color ocre, que sor Virtudes, con narración en clave de traiciones e intrigas palaciegas --señalándolas-- aludía a la huella de sangre impresa de por vida en la piedra por la decapitación en el lugar de la larga familia de notable linaje de los Abencerrajes, al atreverse a disputar el poder a la dinastía reinante.
Aquello avivaba nuestra visión de los juegos de batallas y guerras que, después, trasladábamos desbordados de imaginación en las llamadas a rebato entre moros y cristianos que escenificábamos en el patio del orfanato, deseando ser sus reyes y príncipes sobre el resto de los compañeros; deseo que sólo conseguíamos cuando nos elegían como primeros actores de las comedias en las que por magia del disfraz y de la representación teatral podíamos pasar en un soplo de simple interno a todo un príncipe encantado. Aquel influenciable estado de sugestión , sugirió a nuestras dúctiles mentes el origen de extrañas leyendas: una de ellas es la que se había propagado por todo el orfanato sobre sor maría Begoña --la monja más querida y llorada cuando se marchó del centro benéfico-- sobre su escondida personalidad real: se decía que era una antigua princesa cautiva cristiana que había sido liberada poco antes de hacerse religiosa. No reparábamos que hacía casi cinco siglos que ya no existía el reino musulmán de Granada. Un detalle nimio, sin importancia para tan desbordada imaginación que entrelazaba sin problemas de edad el pasado con el presente. A veces nos quedábamos mirándola a ver si descubríamos alguna posible huella de su cautiverio.
A últimas horas de la tarde enfilábamos la salida por la misma puerta que, a la entrada, nos produjera ese desasosiego en el infausto final de la fortaleza escrito en la leyenda, agravado ahora con las cacofonías que al parecer sólo oía sor Virtudes, intentando que imaginariamente las percibiéramos nosotros, como si hubiesen quedado adheridas a la textura de las piedras, como adormecidas resonancias de antiguos moradores y sus caballerías; imaginando, en la intención misteriosa de las palabras de la monja guía, arrogantes estampas de altivos guerreros moros, ataviados con toda la parafernalia de guerra, saliendo de la fortaleza para la batalla contra los invasores cristianos, cabalgando aderezados corceles de pura raza, que atravesaban la puerta al ritmo lento y pausado del ruido de los cascos contra el suelo, resonando metálicos al igual que el golpeo en el combate de sus alfanjes. Batallas que por supuesto, para satisfacción de la propia cronista, ganaban siempre las huestes cristianas.
Las mismas huestes que una vez conquistada la ciudad la habían llenado de cruces. Una de ellas, la colocada al final de la pronunciada rampa terrosa de descenso desde la puerta de la Justicia hasta la puerta de las Granadas para alcanzar ya la urbe, era un hito de la infancia en la bajada de la Alhambra hacia la ciudad por plaza Nueva, dónde montábamos en el autobús de vuelta:
- ¡A ver quién llega antes a la cruz!
- ¡Allá voy!...¡¡¡Aaaaaahhhhhhh...!!!
Y me viene a la memoria aquellos ecos lejanos de infancia, algarabía de chiquillos, descolgándonos a grito suelto desde la altura de la rampa con los brazos en cruz para así mantener mejor el equilibrio, en loca carrera, con el trepidar de pasos resonando sin control sobre la tierra; cada vez más fuertes; cada vez más rápidos; cada vez más cerca hasta la brusca frenada, y así poder leer la leyenda grabada en la base de piedra de la cruz: "Esta + mando hazer Leandro de Palencia artillero del Alhambra en reverencia del que fue nro. Redenptor. Acabose año del Señor de 1599".
A media tarde, en mi última visita, el sol se proyectaba a plomo hacia nuestras cabezas intentando atravesar la espesura verde de los árboles bajo los que nos protegíamos mi mujer y yo, en el interior del recinto regio. A última hora de ésta, cuando se atenuó la solana, lo dejamos por su puerta más celebrada --la de la Justicia--; tan celebrada que mi mujer comprobando en propias carnes el frescor natural que resguardaba tan recias paredes, al atravesarla, se negó rotundamente a abandonar vientre tan benefactor, para refrescarse durante un tiempo; el que aproveché para robarle su belleza de colores que refulgían brillantes en aquel momento inigualable de luz que se desparramaba --generosa-- sobre la torre, acentuando la penumbra que en el retranqueo marcaban las puertas. Un trozo de papel y unos pocos lápices de ceras que siempre llevo conmigo era suficiente.
Sobre un leve esbozo de dibujo en trazos rápidos y decididos de colores aplicados directamente sobre el papel iba captando los instantes en los que la luz modela los matices de un objeto dotándoles de vida propia; y mientras los captaba vino a mi mente la leyenda que de los signos escritos en sus muros nos contaban en aquellas excursiones de nuestra infancia, y que relacionaba la mano esculpida en la clave del arco de entrada con la llave cincelada en el dintel del portal, a través de un mágico y fatal encantamiento que podía acabar con el derrumbe del edificio, lo que mis conocimientos de construcción constataban improbable después de comprobar la sobredimensionada estructura de muros y bóvedas de la puerta al atravesarla... pero ¡ojo! en esto de los encantamientos nunca se sabe... ¿y si acaso era aquel el momento en el que la mano se moviera hacia la llave con Teresa dentro de las entrañas de la torre y yo sin tiempo a reaccionar?
Terminé rápidamente el dibujo y la extraje con prisas de la inseguridad del encantamiento; y en la salvaguarda del camino de tierra arbolado, nos encaminamos ladera abajo hasta llegar a plaza Nueva donde descubrimos el misterio de la desaparición de la ingente tropa de foráneos que durante la mañana habían visitado la Alhambra: todas sus numerosas terrazas estaban plagadas de "guiris" que en insistente clamor --con indisimulada euforia en las exclamaciones-- daban cumplida cuenta de la mitad de la producción de cerveza de la región.
De momento he aplazado a un tiempo más favorable cualquier otra visita a los recuerdos mágicos de la infancia.
FranciscoMolinaGómez