Es la fusión de los cuerpos a las rocas la que modula la composición de la fotografía del grupo de internos del orfanato en la abrupta playa de China Gorda en Almuñécar, allá por el verano de mil novecientos cincuenta y siete; con cierto ritual adaptado a la topografía de la piedra y que muestra inequívocamente el centro de atención: en lo más alto, de blanco inmaculado que irradia todo el cuerpo en la imagen, la pose seria de sor Gloria --dominante en su gesto distante al objetivo de la cámara-- contrasta con la necesidad de los niños --arropándola-- de aprovechar cualquier momento especial para sonreír, para agradecer aquellos días distintos; sin que la contextura esconda cierta teatralidad: la desbordada alegría del chico que parece surgir sonriente de la roca --en la parte inferior de la foto--, como queriendo dar una sorpresa; o el de reclamo afectivo del niño --Paquito Moreno-- apartado del grupo, a la derecha de la foto; o el de pose hierática, como ausente, de su contrario a la izquierda; o el que va a su bola particular, situándose por encima de todos, incluso de la monja; la que flanquean dos empleadas cuidadoras que habían sido niñas de la Casa : Esperanzita a la izquierda de la monja y Teresa a la derecha. En el centro del grupo identifico a Pepe el del lunar por su característica seña oscura en el centro de la frente. Siento cierta decepción al no identificar al resto; era comprensible: yo era más pequeño y ha pasado mucho mucho tiempo desde la toma de la fotografía; tenía cinco años y era mi primer verano en la colonia marítima de Almuñécar.
Habíamos adquirido cierta propensión al equilibrio en cualquier ocasión y situación, incluso cuando trepábamos por el roquedal en la playa de China Gorda en Almuñécar. Los pies descalzos nos advertían mejor de los peligros, a la vez que se adherían a la piedra, adaptándose a las irregularidades de la angulosa superficie de la roca y así no resbalar. Aquella simbiosis de los cuerpos acoplándose a las rocas era extraordinariamente asombrosa, como si formasen parte de la materia del paisaje pizarroso, el que desbordaba desde el acantilado hasta el mar clavándole una daga que acababa en aventajado peñón --el Veintiuno, que no se visiona en la fotografía pues era la prolongación al mar de la roca del fondo-- y que era un hito en aquel paraje solitario que sólo habitaban algún que otro pescador, intentando capturar con caña de pesca a los peces desde la altura de la roca; el propietario de la única casa --la del francés-- que se encaramaba en la zona media de la roca; un pobre que se resguardaba en una oquedad de la piedra, a la entrada de la playa; o nosotros cuando la invadíamos exultantes de aventuras en los primeros veranos, ajenos al peligro, esparciéndonos por todo el roquedal en busca de cangrejos o cualquier ser menor que se moviera por entre sus grietas; profundas hendiduras donde se escondían empotrando su caparazón contra las paredes de la raja.
Presentíamos su presencia apostándonos con prevención en los pasadizos que el mar había abierto entra las rocas, por donde escapaban hasta nuestros oídos los ruidos de las olas, ya amortiguadas, en su final de recorrido, arremolinadas contra las piedras: cada hoyo sonaba de una manera distinta según la abertura; sonidos que identificábamos en las tareas de pesca de los crustáceos o cuando nos empeñábamos en reventar con la punta de un largo palo aquellos extraños frutos rojos, como tomates, que se adherían fuertemente a las rocas en las rendijas bañadas por el mar, procurando que su liberada sustancia no nos salpicara a los ojos; evitando pisar aquellas rocas que la humedad continua del agua había cubierto de una capa vegetal de algas, a fin de no resbalar; saltando de roca en roca hasta llegar incluso al brazo de mar que más allá del peñón del Veintiuno nos impedía continuar; obligándonos a regresar. Un lugar de aventura y de lección de supervivencia manteniendo el equilibrio sobre las intermitencias naturales de un accidentado suelo que transitábamos como nativos, y que satisfizo nuestro tiempo de ocio de los veranos de la infancia; aunque después en los que siguieron hacia la mitad de la década de los años sesenta --coincidiendo con nuestra adolescencia--, no sé porqué dejó de interesarnos; nos olvidamos del paraje que había sido solaz de nuestra adquiridas y demostradas habilidades en pos de la aventura. Hasta que un día, bastante tiempo después...
En el verano de mil novecientos sesenta y ocho, tenía dieciséis años y junto con tres compañeros más --Antonio, Miguel y Agustín-- en nuestra condición de niños mayores del pabellón en el orfanato, auxiliábamos a las monjas en sus tareas de asistencia a los niños pequeños, tanto en el Centro como durante el verano en la colonia marítima. En esta última continua y agobiante tarea teníamos, como mayores, pendiente muchas cosas. Entre otras el revelarnos contra la zafiedad, la estupidez, y la disciplina exagerada que nos reprimía nuestro natural lado aventurero aquel mes de julio: el de descubridores de nuevos parajes que presumíamos gozosos en las imágenes que nos glosaran nuestros amigos marengos un par de años atrás. Y fue precisamente ese mes de aquel año cuando comandamos nuestro momento de ir más allá, de escapar. Nuestro instante de rebelión.
En la playa san Cristóbal aquella mañana de verano el viento soplaba con fuerza hacia la orilla: hacía viento de poniente. Ante la imposibilidad de bañarnos y desoyendo las llamadas al orden impuesto de quedarnos quietos en la playa vigilando a los menores, y obviando aquel manipulado raciocinio, los cuatro --sin dar aviso-- nos alejamos voluntariamente aquella mañana, en dirección al canto de sirenas que provenía de la Punta de la Mona, promontorio de roca y vegetación que prolongándose en el mar cercaba nuestro mundo al oeste, señalando el final de le tierra en aquel lugar. El principal instigador de la fuga fue el joven cura que oficiaba los servicios religiosos aquel verano en la colonia marítima; quizás aburrido de la mojigatería de las monjas, o tal vez, harto de su ñoñez. Los otros conspiradores: nosotros cuatro, ávido exploradores del más allá.
La escapada empezó siendo un paseo por la playa entre divagaciones existencialistas (de nuestra existencia se entiende). Posiblemente al llegar a China Gorda no habíamos desatado aún el nudo gordiano de la conversación por lo que proseguimos con nuestro debate; abandonando, casi sin advertirlo, la arena e internándonos en los pasadizos ya conocidos de entre las rocas cerca del peñón del Veintiuno, en uno de cuyos enormes pedruscos, ante la imposibilidad de seguir caminando debido al conocido brazo de mar que nos separaba de las rocas más próximas, hicimos un alto para el reposo, para la reflexión; y, porqué no, para el retorno. En aquel momento habíamos llegado al mismo punto en todo: tanto la conversación como aquel camino no tenían aparentemente salidas. Se aconsejaba volver. Pero en ocasiones afortunadamente coincides con la persona providencial: ¿Qué nos impide seguir?, nos preguntó don José Ávila, el cura...: Un brazo de mar entre peligrosas rocas, contestó uno de nosotros...: Rodeémoslo subiendo por la montaña, nos invitaba nuestro temporal párroco, invitándonos de la forma más natural.
Éramos conscientes de la transgresión de la marca. Jamás anteriormente habíamos ido tan lejos. Iniciamos la ascensión entre pendientes casi verticales aferrando el cuerpo a las piedras, sin despegarlo hasta alcanzar el altozano que apareció cubierto de almendros preñados de frutos que, ya secos, se nos ofrecían con el tesoro de su interior. Sentados en la tierra, bajo la exigua sombra de los árboles, nos dispusimos a partir con dos piedras la dura cáscara de las almendras, no sólo de las caídas al suelo, sino también de otras cogidas del árbol. Después comimos con fruición su delicioso fruto a fin de recuperar las energías gastadas durante la subida: Padre esto que estamos haciendo es pecado, le desafiamos a propósito al cura para observar su reacción...: Tal vez, pero... ¡y lo buenas que están!... después os confieso... os arrepentís y os absuelvo, a las palabras del cura todos reímos.
En lo alto la visión era sublime. Hasta ahora el sitio que pisábamos eran los parajes vírgenes de roca descohesionada en tierra que nos parecían inalcanzables, inescrutables desde abajo cuando los observábamos desde la colonia, y que cubría la montaña en su zona media, donde la lejanía nos había impreso una acostumbrada silueta, indesligable del lugar: una pequeña caseta rodeada de almendros, en cuyas inmediaciones y en algunas ocasiones habíamos visto moverse algo, quizás una persona...¿cómo se podrá mover en la pendiente del terreno? Y ahora lo hacíamos nosotros, visionando en sentido contrario al que acostumbrábamos. Desde la altura que siempre deseamos conquistar se nos mostraban crudamente los cambios que se habían producido en lo que había sido aquella primera línea de playa, la que antaño alineaba la colonia marítima con los interminables huertos de cañas de azúcar en la extensa vega que llegaba hasta el pueblo acompasada por el camino terroso por el que íbamos de paseo al pueblo escoltados por los altos cañaverales, el que de noche, al regreso, se convertía en un lugar peligroso, inundado de amenazantes peligros.
Con la luz del día aquellos cañaverales nos parecían amables, pero no tanto con la anochecida, cuando a oscuras retornábamos del paseo en el pueblo a la colonia. Entonces sus alargadas hojas mecidas por la brisa marina eran como prolongados brazos de oscuros y malvados seres: mantequeros, tíos del saco y otros que habitaban en nuestra temerosa y sobrepasada imaginación de niños, que quisieran atraparnos. El temor espoleaba nuestro miedo al creer que éstos nos acechaban tras las cañaveras y que en cualquier momento se abalanzarían contra nosotros, aprovechando la oscuridad de la noche y nuestra desvalida edad; obligándonos a llegar apresuradamente, corriendo, dándonos casi con los talones en el culo, hasta la solitaria colonia. Episodios que contábamos, ahora entre risas, al hilo de los profundos cambios que se habían producido en el sitio, y que escuchaba atentamente el cura. Ahora aquel camino de vuelta hasta la colonia marítima, al contrario que entonces, quedaba marcado en la noche por las luces de las farolas del nuevo paseo marítimo y las que emanaban del interior de los edificios de apartamentos que como setas habían crecido a lo largo de la antigua alineación de la huerta. Fue el inicio de la invasión de la vega.
Era aquella altura también privilegiado mirador desde el que se observaba imponente el mar --ampliada la visión hasta Salobreña--, con extensa y variada gama de colores: azules, verdes y lapislázulis que impregnaban el liquido lienzo como enorme paleta de pintor. ¡Qué sorpresa!, ahora casi tocaba la Punta de la Mona; en cambio el mar, conforme habíamos ido subiendo se había hecho más inmenso y más eterno: en la ascensión había amplificado su raya del horizonte. Oteamos, abajo, una pequeña cala con su playa, e iniciamos el descenso.
Proseguimos la bajada entre estrechos y pendientes senderos; y allí estaba, tal como nos lo habían descrito nuestros amigos pescadores: el Cotobro, una pequeña cala de ensueño con algunas barcas de pesca en la arena. Por supuesto nos quedamos allí. Conocer el resto de los confines de aquel paraje quedó para otro momento. Estábamos solos en la suite del edén. Sabíamos por nuestros amigos marengos que el poniente era el viento ideal para aquella parte de la costa, por lo que no nos sorprendió la mar serena que alcanzaba la orilla sin apenas moverse; en voz baja su cadencioso sonido, pero audible gracias al silencio que se había instalado en aquel sitio, resguardado por el terreno, como valor primordial que hacía intemporal el espacio. De la sorpresa pasamos al baño. Bueno al principio éramos remisos: Padre, no hemos hecho la digestión de las almendras; no nos podemos bañar, le dijimos ...: El que quiera bañarse que haga lo que yo, convino el sacerdote y lanzándose al mar le seguimos, disfrutando de agua tan cristalina que nos permitía ver el rocoso fondo.
Después, tendidos en las chinas de la playa le dimos una oportunidad a las últimas reflexiones sobre los cambios en la adolescencia, conversaciones que habían comenzado con el inicio de la marcha en la playa algunas horas antes, aprovechando ahora las buenas vibraciones del lugar y el buen rollo que flotaba en el ambiente entre el cura, de mentalidad joven, y nosotros, interesándose por nuestros problemas más inmediatos: la falta de libertad, encorsetada en una exagerada y represora disciplina; ya que los más transcendentes en la urgencia --la apertura a la sexualidad-- quedaron en nuestro pudor más íntimo, incapaces de exponerlo en público: Es que no nos dejan ni entrar en una discoteca, nos quejamos en colectivo...: Pensad, que aún sois muy jóvenes, argumentaba en una postura neutral el cura...:¿Pero si ya tenemos dieciséis años!; y así llevamos dos años. Le contábamos nuestra experiencia tiempo atrás con cierta expresión de frustración, intentando llevarnos al cura a nuestro terreno: Aquellas primeras sensaciones, asomándonos con curiosidad e indisimulado morbo a los prohibidos y prohibitivos locales; y recordábamos que efectivamente dos años atrás --mil novecientos sesenta y seis-- ya habíamos abjurado del niño que llevábamos dentro, el que aquel verano no se reconocía en nuestro obstinado interés por escudriñar frecuentemente los nuevos locales de ocio instalados en los bajos del paseo del Altillo, y que en la noche refulgían publicitando con luces de neón: bares, restaurantes, discotecas..., donde se concentraba toda la modernidad que venía allende nuestras fronteras.
Los cambios se habían acentuado con la llegada de los extranjeros: Bohemios franceses, beatnik alemanes y belgas, holandeses con estética hippie, y yé-yés nacionales se divertían, a la caída de la tarde y durante la noche, en la semioscuridad de las discotecas que irradiaban una artificial atmósfera por efecto de los focos de luz ultravioleta. Entre los parpadeantes destellos, los reciclados marengos, prófugos ahora de la mar, servían los cócteles de alcohol en largos vasos con mucho hielo a los incansables danzantes que bebían y bailaban sin parar moviendo caóticamente los brazos, a punto de salirse de sus articulaciones, con todo el cuerpo vibrando con los ritmos pop-rockeros al son de la música en el límite de decibelios permitido, y que sonaba en la penumbra de la sala, escenificando junto con las luces de colores y el olor a incienso y "otros" más fuertes y extraños, todo el artificio de la sicodelia pop, y que recibíamos como extraña bocanada de aliento de gigante cuando nos asomábamos a su entrada que se abría al oscuro interior como boca de Averno.
La prohibición de acercarnos a aquellos novedosos antros de perdición era razón suficiente para insistir en la atrevida ronda y observar desde fuera lo que se suponía que eran las sucursales del infierno; pero aquellas debían de ser muy singulares a juzgar por la actitud de gozo de sus demonios. Y continuando con el relato, recordamos que fue al pasar frente a la entrada abierta de la discoteca la Guitarra, cuando comprobamos en que consistían aquellos yerros: la música del órgano electrónico acompañado de suaves sonidos de percusión sacralizaba el inicio del acto ritual del baile juntos, embelesados, muy pegados los cuerpos, moviéndose lentamente, casi imperceptibles en los giros, en una cadencia de ritmo que imprimía la joven y solitaria voz en inglés del cantante, marcaban el tiempo que regía el preciso instante fusionando materia y emociones en un prolongado intercambio de deseo sexual, que se materializaba en un rincón semioscuro donde una joven pareja se besaban ávidamente, negando el mundo exterior...
Acaso no os deis cuenta de los peligros del consumo de drogas y del contagio de males en esos sitios... ¡debéis tener mucho cuidado!... por eso a vuestra edad no os dejan, objetaba en su papel de buen pastor el cura, sin mencionar a que males se refería; quizás los derivados de ese amor libre que se preconizaba muy cerca de allí, en el mitificado Torremolinos, a fin de evitar hablar de aquello que lo situaría en una posición incómoda frente a los cuatro, teniendo en cuenta que lo efímero y temporal del trato no era suficiente tiempo para instar esa especial confianza en temas personales, de los que, por cierto, ni siquiera hablábamos entre nosotros.
Y en amigable conversación se nos pasó el tiempo en un vuelapluma sin apercibirnos de la rapidez del paso de ésta. Llegados aquí apremiaba el retorno. Se nos había hecho muy tarde y nos estarían buscando: Tenemos que marchar ya, ¡venga!, nos instaba el sacerdote...: ¡La que se va a liar!, le dijimos casi suplicándole con los gestos y miradas su oportuna y convincente mediación con las monjas.
Conservo muy agradable recuerdo de aquella improvisada excursión. A la vuelta y aún cuando esgrimimos el aval del cura, ni que decir tiene que nuestro regreso a la colonia marítima, a hora tan intempestiva, fue continuación de la marejada que imperaba en la playa. Rayos y centellas cruzaron nuestros oídos en una monumental bronca que acabó en irracional castigo: dejarnos sin comer. Mereció la pena la sensación de libertad a cambio de la saciedad del pan; por lo menos en aquella ocasión.
Había tardado once años, pero al final trasgredí la marca; no sólo la física del mismo punto de obligado retorno en el que se tomó la fotografía de sor Gloria con los niños, sino la otra: la del aburrimiento, la de la estupidez, la de la disciplina exagerada, y la de la saturación de irraciocinio. Hoy me complazco en aquella trasgresión, en la rebeldía con la escapada sin rumbo predeterminado hacia donde me llevaran mis pies, y en la continua y perentoria necesidad, aunque fuera momentánea, de desprenderme del corsé que oprimía mi ánimo: asfixia por la que aquellos días del relato transitaba mi existencia.
FranciscoMolinaGómez
(Visité el Cotobro muchos años después con Teresa, mi mujer. No, no tuvimos que hacer ningún curso de escalada; llegamos cómodamente en coche. No me lo podía creer: habían urbanizado el cielo a fuerza de barrenar la roca, destrozando no sólo aquel singular paisaje, sino la propia montaña; ¡inaudito! De vuelta a la noche, al pasar cerca de la antigua casa del Francés, ésta se publicitaba con luz de neón como solitario pub, donde hicimos un alto a tomar unas copas ya que siempre me había apetecido subir hasta allí y conocer la casa. Desde la terraza donde ya refrescaba --sentados los dos alrededor de la luz de un grueso velón de sobremesa que iluminaba tenuemente las dos copas de cubalibres pedidas con mucho hielo-- se apreciaba el paseo marítimo como una sucesión de altas pantallas punteadas de luces, que impedían la visión inmemorial del pueblo con el castillo encaramado en la roca: definitivamente los árboles no dejaban ver el bosque. Dentro de los artefactos luminosos toda una legión de apartamenteros proseguían con su "normalizada" vida, cuando todo aquel territorio virgen había devenido ya en un monumental despropósito urbanístico.
A mi mujer y a mí nos interesó otros brillos: el reflejo de color plata de la luna en el mar, jugando a deslizarse entre las olas)