lunes, 3 de octubre de 2016

LO INVARIANTE DE LA UBICACIÓN










Es curioso, cuando repaso álbumes de fotos antiguas, las de viejos compañeros de andanzas de orfanato, siempre reparo en las que he quedado inmortalizado en el tiempo junto a Agustín: un colega de infancia, compañero de fatigas (continuas privaciones y prolongados encierros). Y lo hago porque me sorprende que en todas ocupamos el mismo lugar de posición --la nuestra distinta de la que percibe el observador-- en la instantánea fotográfica: yo a su izquierda y él a mi derecha. Y siendo así, siempre me he preguntado si aquellos gestos obedecían a algún mecanismo automático del subconsciente, motivado, quizás, por la necesidad de ocupar cada uno su propio espacio en nuestro particular mundo como respuesta de relación con el otro. ¿Tenía algo que ver con las experiencias vitales compartidas, tan parecidas? ¿Cuál era la explicación a lo invariante de nuestra ubicación en cualquiera de los distintos momentos y lugares en donde se tomaban las fotos?
Uno que no es un estudioso de la psicología del comportamiento humano sólo puede escarbar en los acontecimientos de su vida para intentar entender las causas y así dar explicación, seguramente, a las acciones de respuesta de las conductas. Estas de las que hablo ya pasadas. Las que ahora son sólo curiosidad de indagación --ni siquiera necesidad vital de comprenderlas--, o simplemente una excusa para hablar de aquel tiempo; de aquellos compañeros, ahora desperdigados por todo lugares; de Agustín; de mí; y porqué no: de los invariantes a los que se supeditó nuestra existencia.






Con once años

1963 / Almuñécar / Granada / De colonias / Mañana de sol, playa y mar en julio / Día de fotos: con Agustín --a la izquierda de la fotografía-- a la orilla de la playa san Cristóbal 

¡Qué jóvenes éramos! y cómo de extraordinaria es la memoria: cuando contemplo el gesto apagado de mi cara recuerdo que aquel día estaba algo indispuesto, pero no había que perder la ocasión pues aquél fotógrafo gordo y algo bizco sólo pasaba una vez por nuestros dominios del chambao con su cámara preparada para hacernos fotos. También recuerdo que el balón que piso era el premio por haber quedado primero en el cuadro de honor, tras las pruebas de estudios finales de aquel curso en el orfanato, y no me despegaba de él ni para dormir: el balón iba siempre conmigo; me auxiliaba de flotador cuando me bañaba en el mar; comía con él a mi lado; dormía abrazado a él... comprensible... no teníamos más que un exiguo regalo en la noche de reyes de cada año. Con once años de edad ambos, aquella imagen era el inicio de una incipiente complicidad durante los siguientes años, pues dos meses después, junto con dos compañeros más de orfanato, iniciaríamos los cuatro estudios de bachillerato, disfrutando de una privilegiada situación con respecto a los demás internos: la de poder salir todas las mañanas de aquel opresivo lugar para asistir a clases en una academia de Granada; y lo que era más importante: poder relacionarnos, después de mucho tiempo encerrados entre tapias, con gente externa al ambiente en el que habíamos crecido los últimos siete años; un auténtico lujo.

Claro que tal privilegio no era gratuito: a los cuatro nos avalaba el esfuerzo de haber alcanzado los primeros puestos en el cuadro de honor de estudios en el final del curso de aquel año de mil novecientos sesenta y tres. Durante este nuevo tiempo Agustín y yo mantuvimos una afinidad compartida, que identificaba una forma de tratarnos, de relacionarnos; una forma de ser, de sentirnos algo más que compañeros; de superar la adversidad de la soledad que compartíamos y que nos era más común que al resto del grupo de cuatro --los otros dos tenían madre; nosotros no--, y que generó en ambos una cierta actitud de lealtad, estando a mi lado cuando en cierta ocasión, e incomprensiblemente, los otros dos me hicieron el apartheid, y yo al suyo en especial en aquellos momentos bajos, cuando no pudo superar el paso al examen de la reválida de cuarto curso; últimos días antes de separarnos:

Recuerdo que los últimos días del grupo, aunque encadenado al duro banco de la gran prueba que se avecinaba, Agustín y yo nos concedimos algunas licencias para la despedida, próximo ya el solsticio de verano. Aquel final de viaje, haciendo balance de sentimientos, nos sorprendió a los dos en la undécima vuelta a la manzana de la academia, dándonos tiempo para aliviar el caudal de recuerdos que anidaban en tal profusión que hicieron corto el camino. Tomamos pista suficiente para dejar rodar las vivencias enfilando por última vez la calle san Juan de Dios hacia arriba en largo paseo hasta el Triunfo; charlando de nuestras cosas, apurando en el recorrido hasta los acreditados jardines aquellos polos de peseta, que eran simples trozos de hielo con algo de jarabe y colorante, sin apenas sabor y que se volatizaban con el calor, impregnando de líquido viscoso los dedos de la mano, casi sin posibilidad de paladearlos. A la verborrea siguió la pausa para la reflexión en un banco de madera a la sombra de un sauce llorón, observando a la gente. A menudo los silencios son más elocuentes que las palabras.


Con quince años

1967 / Güejar Sierra / Granada / Excursión estudiantil al hotel del Duque en las estribaciones de sierra Nevada / Día soleado de julio / Foto: con Agustín --a la izquierda de la fotografía-- en el paraje de ensueño que rodeaba al hotel

¡Qué majos estamos! Habíamos crecido y de repente nos sentíamos raros: algo estaba mutando en nuestro interior. Cambios que ya no podíamos soslayar en la extrañeza de nuestras voces --nos habían cambiado los registros vocales sin que lo hubiéramos pedido y ahora conversábamos en tonos más graves-- y en el nuevo aspecto varonil alejado del otro aniñado; más musculado, aunque con alguna diferencia entre nosotros dos: en la fotografía aparezco distendido en un cuerpo que quiere salir con prisas de la pubertad, mientras Agustín parece parapetarse en ella, con cara aún de niño, algo rígido; al tiempo que la luz del sol, filtrándose por entre el follaje del bosque, ilumina, acariciante, los jóvenes afectos y descubre a ambos la proximidad del otro, que es más que un compañero.

Recuerdo que habíamos salido muy temprano desde la parada del tranvía de la sierra que se ubicaba al final del paseo de la Bomba --un bulevar verde con cierto regusto romántico al estilo de los parques públicos de principios del siglo veinte, que bordea al  río Genil a su paso por Granada-- teniendo como guía a Pedro Ramírez, un seminarista que era niño del orfanato. La verdad es que el atrevido trazado de la vía, por lo accidentado del terreno, con barrancos, túneles, y tajos a la vista, asustaba bastante; sensación contrarrestada por el sosiego y la paz que emanaba del serrano paisaje. A duras penas el artefacto de hierro y madera, pintado de amarillo, conseguía alcanzar su cota más alta: las poblaciones que se repartían en la falda de sierra Nevada hasta la última estación en el Charcón.

El resto del camino hasta el hotel del Duque (conocido refugio de excursionistas), entonces vacío y cerrado, lo realizamos --con Pedro íbamos ocho estudiantes del orfanato-- practicando el senderismo. Siempre en ascensión nuestras poderosas jóvenes piernas fueron dejando atrás todo un denso follaje natural donde la maleza y masa arbórea nos iba descubriendo caminos, senderos y arroyuelos en una constante sucesión de sorpresas, hasta llegar a la explanada del refugio donde un manantial --la fuente Agrilla-- presidía aquel marco incomparable de belleza natural, que hizo despertar nuestros aún adormecidos sentidos. Aquella excursión alegre de inicio, sosegada y lúdica después, tuvo en su final el sabor desabrido de lo que era la sensación de una larga separación en el tiempo: Agustín ya no iba a seguir con nosotros. Su futuro era una incógnita: ¿Qué pensaba hacer con su vida?, o mejor dicho: ¿Qué pensaban los regidores de aquel sitio dejarle hacer? habida cuenta de nuestra imposibilidad de poder decidir sobre los acontecimientos que nos sucedían dentro de aquel rígido contexto:

Sin duda alguna amputaron tus ilusiones, obligándote a cambiar las viejas aulas de nuestra querida academia Isidoriana y las cerradas estancias del orfanato por los amplios corredores de no sé qué seminario religioso en Andújar (tierras del Santo Rostro); y como ser inteligente saliste airoso del trance sin producir recelos en los que esperaban tu cabeza servida en bandeja --y por extensión las nuestras--, objetando del mundo de los hombres; agarrándote a la tabla de salvación del servicio a Dios y edulcorando los oídos de las monjas, en especial los de la bravía superiora sor Fernanda, paradigma con hábito del Régimen, felicitándote en la elección del sacerdocio que les era más próximo: el de la orden de los padres Paúles.

Nunca te imaginé de sacerdote. Lo de la pobreza y la obediencia podía pasar --eran parte central de nuestra existencia--, pero lo de la castidad... no colaba. En realidad de lo que se trataba era de seguir estudiando aunque perdieras algo más de libertad, escondida en las maletas junto a los enseres personales que llevaste a otro lugar y, como no podía ser de otra manera, a otro internado --fuiste doblemente recluido--. La única salida: aceptar el papel de seminarista en la nueva función. Aquello si que fue inteligencia.


Con diecinueve años

1971 / Armilla-Los Ogíjares / Granada / En el cuadrante de atrás del orfanato / Tarde templada de junio / Foto: con Agustín --a la izquierda de la fotografía-- sobre fondo de moreras que fueron testigos permanentes de aquel tiempo
¡Qué dos mozos! Pero: ¿Qué quedaba de los dos chicos del grupo inicial? Ahora dos jóvenes adolescentes en los que aún había en sus gestos retazos del crío que habíamos sido y del que nos hicieron renunciar muy pronto: apenas fuimos niños y la adolescencia volaba. Fue tan rápida que en muy poco tiempo habíamos adquirido una prematura madurez. Tuvimos que enfrentar constantemente no sólo la penosa incertidumbre de nuestro futuro más inmediato, sino también abanderar como referentes, por formación intelectual y por mayoría de edad, al frente de los demás internos cierto grado de rebeldía  --un sentimiento mezcla de rabia, responsabilidad, y dignidad, del que teníamos muy escaso y peligroso margen de maniobra--; y así recuerdo mis particulares guerras con aquellos taimados celadores; algunos de ellos de un elevado grado de perversidad como el apodado el Rana; del que alguna vez referiré en una entrada al blog. Estas batallas hicieron planear sobre mi cabeza, y en repetidas ocasiones, la expulsión del orfanato, la que acabó siendo una realidad al año siguiente. Me fui una tarde de junio de mil novecientos setenta y dos, por la puerta de atrás con lo puesto y con escasas pertenencias: por fortuna en mi precipitada expulsión pude salvar in extremis algunas fotos entre las que se hallaba ésta, posiblemente la última entonces de Agustín y yo juntos en aquel recinto que tanto nos marcó. No hubo oportunidad para la despedida: ¡Adiós amigo!


Con más de sesenta años

Escudriño con detalle las fotos. Inicialmente indago en el fondo de los fondos y compruebo, sin que me sorprenda, que lo invariante del mundo que nos rodeaba --los paisajes-- tenía que ver con las carencias y miserias de un país que había vivido la peor de las pesadillas --guerra civil--, y que habiendo transitado por una larga y penosa posguerra aún sufría los estertores de ésta en forma de privaciones, las que padecimos especialmente los integrantes de aquel orfanato, acostumbrándonos en las infinitas penurias a estrujar los recursos disponibles, y acomodándonos a la "inmutabilidad de la materia": Todo lo que se ve es lo que hay, y sólo cambia de sitio. Cualquier elemento no originario era rechazado y desaparecía con el tiempo; sólo permanecía lo inmutable: tierra, aire, agua, y nosotros. principio que regía las leyes de los objetos que nos eran próximos: la materia no se crea, ni se destruye, ni se transforma; se desplaza.

Así aquella arena de la playa o las piedras y la tierra del patio que tocábamos, con la que jugábamos, era siempre la misma aunque en distinto sitio. Cuando por la desmesurada magnitud algo no podía trasladarse, permanecía inalterable en el tiempo. Siempre estaba ahí, sin cambiar, igual que el primer día que lo habíamos visualizado: la montaña que al fondo de la playa dibuja su silueta virgen, o las tapias y los árboles que en el cuadrante de atrás enseñorean su eternidad. Todo era invariante. Nada cambiaba. Todo permanecía estable en el tiempo. Todo era cíclico... previsible... hasta llegar a admitir el insoportable tedio de lo que no varía como parte inevitable de nuestra existencia.

Continuo escudriñando, y observo con pena en primer plano lo invariante en nosotros --frágil materia humana-- a la vez que compruebo que esta constatación de la imposibilidad --por voluntad de los que nos regían-- de que anidaran los afectos en cuerpos tan necesitados no es nueva; la descubrí hace ya mucho tiempo. Aquel retorcido pensamiento, ligado al sexto mandamiento, de juzgar como degenerada conducta --por no decir pecado-- el que simplemente nos abrazáramos lo practicaron en nosotros, y hasta la extenuación, amenazantes con la vejación y expulsión, aquellas gentes con hábitos y sotanas; también otros. Incluso cualquier corta proximidad era sospechosa. Ya desde el primer momento en las formaciones de las filas, siendo aún muy pequeños, cuando nos obligaban a cubrirnos con el de delante, en realidad nos estaban marcando la distancia entre nosotros: exactamente lo que medía el brazo extendido hasta el hombro del compañero.

Formaciones de filas que se prodigaban: mañana, tarde y noche. Y a fuerza de medirnos continuamente con los otros, la distancia pasó de física a mental... y reprimimos indefinidamente los sentimientos y las emociones, transitando el resto de años en soledad, con el único apego de sobrevivir individualmente: solos, confundidos, renunciando al sentimiento de alivio que da sentir cuerpo con cuerpo... y ya ni siquiera nos atrevíamos a echarle la mano al hombro del que por haber compartido lugar y vivencias lo considerabas algo más que un compañero... gesto de apego que nos hubiera gustado practicar pero que estaba ausente también en las fotos... aunque en mi caso lo insinuara por mi ubicación en la fotografía: siempre me ha gustado medir el cariño en la corta distancia de mi mano derecha apoyada en el hombro de la persona que aprecio. Tal vez sea esta la explicación a lo invariante de mi ubicación en todas las fotos con Agustín. Quizás yo en aquella necesidad vital de posición le marcara, inconscientemente, su sitio.



FranciscoMolinaGómez
(Me sorprende a estas alturas de la vida que una vez lejos de allí no hayamos desterrado todavía aquella odiosa distancia... pero nunca es tarde)