En bachiller adscrito al grupo de Ciencias estudié química, aunque no la deseada, sino aquella de la teoría sin prácticas, sin probetas, sin matraces, sin tubos de ensayo que envejecían en los polvorientos estantes del viejo laboratorio de la academia; cerrado a perpetuidad desde hacía mucho tiempo atrás a mi ingreso en el centro, como lo atestiguaba aquel espeso velo de polvo depositado en los utensilios de cristal, cubriéndolos de un color pardo. De eso se quejaba, y con razón, nuestro docto profesor de química don Miguel para el que aquel recinto, ahora abandonado a su suerte, había tenido sus días de gloria. Días que se podían adivinar fácilmente observando la cantidad de extraños artilugios que dormían el ocaso científico del anterior bachiller, entre la incuria del paso del tiempo. Incuria que únicamente transcendió al exterior envuelta en una nube de polvo ocre con fuerte olor a fertilizante, cuando, en una ocasión, la pelota proveniente del patio innoble aterrizó, como meteorito, entre la infinidad de tarros de cristal con los compuestos químicos ordenados en la mesa de ensayos ubicada en mitad de la estancia, después de fracturar el vidrio de la débil puerta cristalera, con visible agujero...
El guardapolvo
La verdad es que nuestra venia más sonriente en los comienzos de clase durante el curso de cuarto del bachillerato en la Academia Isidoriana de Granada se la reservábamos a nuestro profesor de Física y Química, don Miguel Montes: de mediana estatura, delgado, impecablemente vestido a lo dandy, lucía debajo del recortado bigotito una afable sonrisa, la que exhibía cordial como contestación a nuestro saludo matinal. Nuestra joven intuición detectó, enseguida de conocerle, las buenas vibraciones que hacia nosotros desprendía su persona. Estábamos tan necesitados de comprensión en aquel serio contexto, que lo hicimos --sin su permiso-- nuestro aliado.
Comenzada la clase de física, un silencio sepulcral dominaba el ambiente como telón de fondo de las explicaciones del profesor. Nos encantaba escucharle y comprobar como, a menudo, la árida lección del día derivaba, hábilmente dirigida por nosotros, hacia una amena charla sobre temas científicos de actualidad, sobre todo los que tenían relación con la astrofísica y todo aquel novedoso mundo de cohetes y astronautas... hasta el segundo trimestre: el del otro gran capítulo del libro de texto que trataba de las lecciones de química, que, curiosamente, no recogían en ninguna de las páginas del libro de texto nuestro doctorado en bombas fétidas y polvos pica-pica, pero que activó, como espoleta, veleidades ahora por el mundo científico de los ensayos químicos... y sucedió aquello... bueno no fue intencionado... todo se precipitó, y...
Espoleados por la misteriosa ciencia de la química en la que nos había introducido magistralmente nuestro profesor; y como de viejos alquimistas se tratara, interesados en lograr sustancias desconocidas hasta entonces, decidimos los cuatro iniciales estudiantes del orfanato --Agustín, Miguel, Antonio, y yo-- dedicarnos por un tiempo a la práctica de aquella rama científica que, mediante provocadas reacciones, trasmutaba las propiedades físicas de los elementos naturales puestos en contacto; convirtiéndolos en otras sustancias distintas, nuevas, quizás peligrosas --ahí radicaba el suspense de aquella aventura-- y que tanto nos intrigaba. Lo primero era definir el tipo de ensayo, los componentes que iban a intervenir en las reacciones, y establecer con bases científicas el elemento nuevo resultante.
Hablamos de varios ácidos que quedaron descartados por laxos en favor del temible ácido sulfúrico --queríamos sobre todo emoción-- al que añadiríamos en un primer experimento un trozo de cobre. Hechos los pertinentes estudios y establecidas las posibles reacciones, quedaba por descubrir la sustancia resultante; es decir poner manos a la obra, o mejor dicho al experimento. Para ello era imprescindible proveernos del conveniente material haciendo un ingente esfuerzo económico entre los cuatro. Tarea que se le encomendó a Agustín que siempre había mostrado un gran interés por esas movidas; incluso tenía ya relacionadas todas las sustancias legales que podíamos adquirir según la especialidad de las distintas droguerías que las expendían en la ciudad. También había que conseguir algún que otro tubo de ensayo de cristal, como los que existían en el viejo laboratorio de la academia. Aquello no era problema para Agustín, el que ya tenía también localizado material tan delicado. Todo lo necesario lo adquirió en la droguería Santaella de la calle san Jerónimo --próxima a la academia, y de abigarrada infinidad de comercios--. Como encimera de improvisado laboratorio habilitamos para tal fin, y al azar, una de las bancas de la clase donde estudiaban los internos en el orfanato. Nos confabulamos con la noche para realizar el ensayo, por aquello del anonimato que da la nocturnidad.
Cuando el resto de estudiantes se acostaron, y sin más testigos que los cuatro, nos dispusimos a manipular el peligroso líquido que guardábamos en seguro tarro. Con gran cuidado deslizamos algunas gotas de ácido sulfúrico dentro del alargado tubo de ensayo cubriendo rápidamente su fondo semiesférico. A continuación introdujimos un trozo de cobre de cable eléctrico y ¡hete aquí! contemplando nuestra primera experiencia química, asombrándonos del brillante efecto de cambio de color de las distintas fases de la reacción del material tratado, pasando del incoloro del ácido al azul y después al verde del óxido de cobalto; desprendiendo en el calor de la reacción extraños gases que evitamos respirar.
Nos felicitamos por el éxito de la experiencia, guardando aquel tóxico en tarro de cristal con su leyenda: sulfato de cobre; como primera de una serie de pócimas que pretendíamos obtener en una continuada labor de la práctica química, en nuestro particular y secreto laboratorio. El morbo radicaba en el carácter letal de la sustancia lograda. Habíamos obtenido un tóxico semejante al que en plena posguerra casi acaba con todo un regimiento militar en Granada, según nos refirió en cierta ocasión nuestro profesor don Miguel, advirtiéndonos ya en el relato de sus estragos: la intoxicación masiva que cursó con vómitos y diarreas toda la tropa a la que se sirvió una ensalada en recipiente de cobre aderezada con gran cantidad de vinagre que reaccionó con el metal produciendo el peligroso cardenillo que, en mayor o menor medida, ingirieron los soldados: La escasez en aquellos duros tiempos, iba unida con frecuencia a la ignorancia; sentenció don Miguel Montes.
A los pocos días pensamos en nuestro segundo experimento como algo espectacular, un hecho que nos sorprendiera; o mejor, un acontecimiento que nos desbordara casi sin posibilidad de reaccionar. Y no faltó razón para dejarnos sin habla. Queríamos experimentar en propias carnes el asombro de los antiguos alquimistas ante algún descubrimiento inesperado en su búsqueda de la piedra filosofal. Para ello había que huir de los ensayos controlados, de las fórmulas consabidas, de los elementos conocidos a favor de los inexplorados: aquellos que no aparecían referenciados en los documentos, como era aquella pasta gris que los domingos por la tarde y a la acción del calor, inundaba la iglesia de un humo agradablemente oloroso.
Uno de aquellos días del Señor, cuando los internos asistíamos por la tarde a los oficios religiosos --triduo dominical--, mientras los muros de las frías y alargadas naves de la iglesia reverberaban con los cánticos en latín: Pange, lingua, gloriosi / Corporis mysterium / Sanguinisque pretiosis..., uno de los cuatro, no recuerdo ahora quién, se deslizó hasta la sacristía a fin de coger prestada para nuestro siguiente experimento una de aquellas pastillas de incienso...: Nobis datus / nobis natus / ex intacta Virgine / et in mundo conversatus...: ¿Dónde estarán guardadas las dichosas pastillas?...: Verbum caro, panen verum / Verbo carnem éfficit: / fitque sanguis Christi merum...: ¡Ah!, aquí están, cogeré varias, ahora que nadie me ve. No era difícil dar con el lugar donde se guardaban: un armario que conocíamos bien por nuestra dilatada experiencia como monaguillos cuando éramos pequeños. El mismo sitio donde se guardaba el dulce vino de misa y al que mostramos siempre cierta querencia. Una vez en nuestro poder la exótica sustancia de reminiscencias bíblicas, convinimos mezclarla con el ácido sulfúrico sobrante, en una segunda jornada de prácticas de química, cuyo día, lugar, y hora no publicitamos entre los demás estudiantes. Como en la anterior experiencia nos resguardamos de curiosos y mirones aprovechando las sombras de la noche.
La expectación y el nerviosismo eran patentes en nuestro ánimo cuando, al fin solos, pudimos disponer el material sobre la encimera del mismo pupitre en la que se fraguó nuestra anterior experiencia química, y que había constituido todo un logro. No había motivo para cambiar de banca. Contemplé durante unos segundos, examinando sus dimensiones y grosor, el tubo de ensayo que me había dado Agustín, pues aquella vez me tocaba sostenerlo durante todo el experimento. Agarré decididamente el tubo de cristal inclinándolo para que otro de mis compañeros introdujera más fácilmente el ácido sulfúrico que rápidamente se alojó en su parte más profunda, cubriendo un par de dedos por encima del redondeado fondo.
Estabilizado el ácido procedimos a continuación a mezclarlo con el fragmento de incienso proveniente del troceado de la pastilla que habíamos sustraído de la sacristía, y que celosamente habíamos guardado para aquel momento. Entrar en contacto ambos elementos y comenzar una extraña reacción burbujeante de acelerada ascensión hacia la boca del tubo de ensayo, fue sólo unos segundos; el tiempo suficiente para deshacerme del cilindro de cristal con la desconocida sustancia que amenazaba quemarme la mano, envolviendo rápidamente el tubo de ensayo con un guardapolvo --que cogí del respaldo de la banca-- ; el que lo mantuvo en posición vertical sobre el asiento del pupitre --donde perentoriamente lo dejé por razones obvias-- merced a la amalgama del tejido que le circundaba; justo en el momento en que la espumante sustancia desbordaba la embocadura del vidrio, desparramando sobre la fina tela de rayas azules la viscosa pasta gris que rápidamente se iba extendiendo quemándola, conforme la invadía, avanzando hacia el total de la prenda con un cerco de color negro y aspecto chamuscado, ante nuestras sorprendidas miradas que reflejaban terror.
En aquellos instantes desconocíamos si una vez quemada la bata, la sustancia se cebaría con la medara del asiento, y ¡quién sabe! si con el resto de bancas; y de éstas a la combustión del aula sólo un suspiro; después se extendería al resto del pabellón; y, posiblemente, más tarde a todo el orfanato... Para nuestra tranquilidad aquello fue decreciendo hasta detenerse cuando se consumió toda la extraña sustancia de nombre y formulación desconocida, pero de consecuencias devastadoras. Del guardapolvo solo quedó un minúsculo e irreconocible resto calcinado. Lo que apremiaba de inmediato era tranquilizarnos y pensar cómo hacer desaparecer, sin dejar rastro ni huellas, el instrumento auxiliar del delito; es decir lo que quedaba de lo que poco antes era un guardapolvo. En aquel momento comprobé con preocupación como me escocía una pequeña quemadura en la muñeca de mi mano izquierda. Con todo el barullo no sentí la gota de la reacción que me había salpicado, dejándome una casi imperceptible marca que aún conservo.
Al día siguiente lejos del orfanato nos deshicimos de aquel resto calcinado, a la vez que nos conjuramos en no contar el incidente, ni el posible paradero de aquella prueba comprometedora; con final, posiblemente, en seguro vertedero. Semejante precaución no era baladí, pues sin quererlo, ni pretenderlo, habíamos condenado a su propietario o, mejor dicho, su depositario --un interno apellidado Segura y apodado Cebolla menor; por más señas hermano pequeño del Cebolla mayor-- a la peor de las penas: la cadena perpetua. Mil veces que se le interrogó sobre la desaparición de la prenda, mil veces exteriorizó su perplejidad, y mil veces no le creyeron. Aunque repetidamente esgrimió su desconocimiento por lo que se le preguntaba, se le castigó sin postre y sin recreo hasta que apareciera el guardapolvo. Obviamente nunca apareció. ¿A ver quién era el valiente que se confesaba culpable del suceso en aquel rígido contexto, con la espada de Damocles siempre gravitando peligrosamente sobre nuestras cabezas?
Aquella imaginaria visión del orfanato ardiendo por los cuatro costados, con los dedos acusadores señalándonos como los culpables, hizo que desistiéramos de los misterios de la química por descubrir... bueno en realidad aquel temprano abandono tuvo que ver más con la necesidad de evitar acabar con todos los guardapolvos de los chicos... o tal vez lo más seguro es que nuestras ya crónicas carencias económicas nos impidieran seguir con los experimentos. La verdad es que lo dejamos pero sin contarle al afectado el episodio de la volatilización de su guardapolvo y el destino final de sus restos en alguna papelera pública de la ciudad. Claro que durante este tiempo nosotros veíamos a la víctima expiatoria de un acontecimiento que nos desbordó; nos cruzábamos con él sabedores de los castigos que perduraban en el tiempo y que por nuestra culpa le habían infligido; nos compadecíamos, eso sí, pero ni mú de la prenda quemada... sabíamos que con el paso del tiempo los castigos se diluirían hasta desaparecer, como así sucedió alegrándonos por ello, proveyéndosele de un nuevo guardapolvo a estrenar.
Señor Segura, cualquiera que sea el lugar donde te encuentres, si al leer este episodio nos tildas de canallas, ten a buen seguro que lo entiendo. También entenderé que te acuerdes, y no de forma amistosa, de todos nuestros familiares. Lo que no entendería es que no aceptaras en mi nombre y, estoy seguro, también en el de mis compañeros nuestras disculpas. Nunca es tarde para disculparse. Gracias de antemano.
FranciscoMolinaGómez