Fueron aquellos últimos años, antes de mi expulsión del orfanato, un tiempo en el que castigaron sin descanso mi natural disconformidad de tardoadolescente; ni siquiera apunto rebeldía, en todo caso lo era sólo por omisión. No soportaba especialmente en aquellos momentos los personajillos que dirigían mi existencia desde la tiranía; los que ejercían su poder desde la ignorancia consentida, y los que nos mandaban instalados en la estupidez, e hice oídos sordos a las órdenes que querían regir mi vida sin mi consentimiento, a sabiendas de que esta actitud es la que más irrita al tirano. Pero no me apercibí de que el ser abyecto ejecuta sus actos con premeditada intimidación del colectivo y, así, degradando mi condición de recién graduado en bachiller superior, se escarmentaba por parte de guardianes y director del centro a los demás internos.
A juzgar por las actitudes represivas --generalizadas hacia mi persona-- de los que me gobernaban, debí de ser un elemento muy peligroso; alguien a quién había que dar un buen escarmiento. Todavía no entiendo porqué. Lo cierto era que yo no me reconocía --ni aún me reconozco-- en esas equivocadas apreciaciones: ni era un rebelde, ni nunca lo pretendí. Era de los cuatro estudiantes el que, ante mi absoluto abandono, estaba en situación más desfavorable en caso de expulsión. También es verdad que tampoco gasté ni una caloría de energía en blindarme con mis guardianes: abominaba --y todavía lo hago-- del repugnante y baboso servilismo. No lo soporto.
La ignominiosa información –más bien desinformación-- al director del orfanato –don José Capilla-- de una malintencionada actitud de supuesta chulería por mi parte, según el avieso inquisidor señor Cristóbal, no tuvo opción a la defensa, ni apelación a la compasión de imparcial juez, a pesar de apellidarse de primero Capilla. Aunque de todo aquel episodio hubiera algo de razón en una cosa: siempre procuraba ir a mi bola, vamos lo que se conoce como hacer la guerra aparte, no fue aquél caso.
El que procurara hacer, en la medida que pudiera, la guerra aparte tenía que ver más con la idea obsesiva de sobrevivir con dignidad que con mi proclamado desapego hacia mis guardianes. Ni siquiera la resistencia pasiva, que reconozco voluntaria contra alguno en especial, el apodado el Rana, tuvo razón de ser en aquel suceso, que derivó en un castigo ejemplar; y, así, para no perder la costumbre sufrí en propias carnes --todavía no adivino porqué siempre llevaba todas las papeletas en aquellas suertes-- uno de los acontecimientos más injustos y denigrantes de mi tardoadolescencia en un rápido e improvisado juicio, apenas unos segundos, en la escalinata de acceso al salón de actos, en el patio junto al camión donde en aquel momento algunos compañeros –Antonio, Miguel y otros estudiantes-- cargaban los bultos con destino a la colonia marítima, que luego precisaríamos para tareas de adecentamiento necesarias a realizar aquel día en el recinto veraniego, previas a la inauguración de la temporada de verano de aquel año. Acabado el curso escolar y a fin de que no cayéramos en la holganza, nos habían preparado a los estudiantes un pormenorizado listado de labores de mantenimiento en la colonia marítima de Almuñécar. Trabajos de peonaje a cuya convocatoria --advertida el día anterior sin más detalles-- había llegado algo retrasado en la ya frenética actividad de mis compañeros cuando apenas clareaba --nos habían levantado muy temprano-- aquel día de vacaciones de principios de verano de mil novecientos setenta...; momento fugaz que tengo grabado en la memoria, al igual que aquellos gestos --unos hostiles y otros en interrogante-- de los intervinientes...; las partes de aquel injusto acto.
Todavía me subleva la marrullera intención que descubrí nada más llegar al lugar de la convocatoria en la mirada del señor Cristóbal --el fiscal acusador-- que barruntaba tormenta; la que desató a continuación sobre mí, el director-administrador. ¿Qué le había contado?; no lo supe –aunque algo oí después--, pero puedo adivinar, casi sin equivocarme, el perverso énfasis, aprovechando mi despiste, en su respuesta a la extrañeza de don José Capilla de que no estuviera allí: ¡A pesar de que le he avisado, no ha querido venir!... ¡éste tío nunca hace caso; siempre hace lo que le sale de los cojones!
Siempre constaté que el más tortuoso –a veces también perverso-- vigilante que nos podían endosar a los internos, era un guardián hospiciano. Chico de la casa, aún de mayor no había resuelto su conflicto interno de niño expósito del orfanato, al que se vinculó patológicamente y con el que todavía no había cortado el cordón umbilical afectivo: teníamos permanentemente el enemigo dentro. Desde hacía un tiempo venía recelando de él, por parecerme persona taimada. En aquel momento disimulaba la autoría de su infamia, pidiendo más bulla en las faenas de la carga del camión.
Ahora los que me escrutaban de cerca, sin compasión, eran unos ojos pequeños y vivos que acentuaban el rictus de seriedad permanente que él --don José Capilla-- siempre forzaba; atento a su mentón entrante que profería a su boca una expresión característica --consecuencia de unos labios delgados-- que dominaba a todas sus facciones: bastaba verla para adivinar lo que me iba a decir; nada bueno.
Referir que mudábamos el color del semblante nada más ver al administrador, es quedarse corto, si además te miraba con cara de perro, era para echarse a temblar. No me preguntó nada una vez delante de él --si podía evitarlo jamás se rebajaba a hablar con nosotros--, adivinando en la adustez de su singular gesto su poca amistosa intención: la agria bronca que de repente, sin muchos aspavientos --era extremadamente inexpresivo sin despojarse nunca de la formalidad de la que creía estar investido-- me sobrevino con retahílas de falsas suposiciones, descalificaciones, y otras lindezas con las que me obsequió casi de sopetón, sin entender muy bien sus motivos, cuya gravedad no justificaba el pequeño retraso --no intencional--, que, entre los insultos, intenté esclarecer: Me estaba aseando; nadie me había dicho...; cortando mis explicaciones con cajas destempladas, forzando un tenso silencio en el que sólo se percibían los golpes de los materiales al caer sobre el suelo de la caja del camión y las órdenes del guardián hospiciano. Eran los sonidos del miedo instalados en el cuerpo de mis compañeros, porqué yo el mío ya me lo notaba y aquel juez severo e inflexible dictó inmediata sentencia; como siempre una ejemplar para que los demás tomaran nota.
Del silencio y la ausencia de complicidad de mis compañeros --¿cómo a nadie se le ocurrió avisarme de mi despiste?, si se puede llamar despiste a hacer lo que cotidianamente hacía nada más levantarme: asearme-- no me extrañé… también de su falta de compañerismo. Entendía perfectamente que nadie de ellos me defendiera. Éramos esclavos del miedo y, seguramente, yo hubiera hecho lo mismo. Antonio y Miguel me miraban con el alivio de no estar en mi pellejo y alguno de los otros con el disimulado agrado de que el pellejo fuera el mío, los había ¡muy lacayos!
Así había sido siempre. Navegábamos en el mismo barco, pero cada uno con el salvavidas puesto; y ¿el que no tuviera?... ¡ah!... como en el Titanic: ¡Sálvese el que pueda!... ¿y los músicos?... ¡no!; ¡los músicos, seguid tocando!...; pero treinta y dos años después: ¡oh!, ¡sorpresa!... la carta con la invitación para el reencuentro de antiguos internos adjuntaba un recorte de prensa local con una extraña sinopsis de quienes fuimos, en cuya exaltada hermandad no me reconocía; tampoco el lugar ni la época: “Sus compañeros son su únicos hermanos” / “El amor lo recibían de las monjas y de sus compañeros” / “Lo poco que tenían lo compartían entre todos” / “Cuando alguien se marchaban, todos iban a la portería a despedirle”…; ¿qué “privilegiado” acogido en el orfanato había informado al periódico?; ¿creería realmente sus afirmaciones?…; desde entonces vivo en una duda: ¿puede ser que yo nunca hubiera estado en aquel orfanato y ahora esté recordando mi infancia y adolescencia, evocando un lugar que no me corresponde?
Y se me condenó durante un día al entonces más vilipendiado y despreciado de los oficios: recoger la basura del orfanato, mientras el resto de lo que en su día fue un grupo y otros estudiantes, como improvisado público de aquel juicio se marcharon todos, por un día, a Almuñécar junto con el administrador y el avieso empleado. Tengo que reconocer que se me proporcionó un estupendo carro de mano para tan vilipendiada misión y que, además del uso propio del que pretendían mis castigadores, yo empleé, a ratos, como soporte elevado para sentarme a descansar frente a la patera –estanque de agua--, escondido entre el follaje de los jardines de la entrada al orfanato. Pena de degradación que se prolongó durante las horas de una jornada laboral.
Suspiré aliviado cuando comprobé que el celador de guardia aquella mañana no era el Rana, pero tampoco me alegré mucho cuando vi aparecer por la esquina del pabellón al señor López. Tan nefasta era en nuestras vidas la perversidad de aquél, como la vileza de éste. Incorporado a las tareas de vigilancia, ya algo mayor, mostraba en una eterna expresión de cansancio su hartazgo de tener que aguantarnos, como lo había hecho con la “bellaca” clientela en sus muchos años de dependiente de tienda, sin que durante ese tiempo fuese capaz de desprenderse del servilismo, producto del miedo al jefe. El administrador me había dejado con un leal custodio.
Yo le esperaba ya con el carrito. Caminó hacia mí, como siempre, escorado a un lado pues tenía cierta dificultad al andar y me dejó muy claro que no iba a jugarse su plaza de vigilante por hacerme un favor: Me ha dicho don José Capilla que te vigile de cerca…, y como comprenderás, no quiero problemas…, así que conforme vas llenando el carro y antes de llevarlo al vertedero te pasas por aquí que yo lo vea; ¡y que te vean todos!… Estaba claro que aquel era un castigo para herirme en la humillación…, pero nos habían herido tanto que ya estábamos vacunados.
Salvo la zona de jardines con abundante broza y hojas secas, el resto del recinto presentaba un estado de limpieza aceptable, habida cuenta de que en aquel lugar, apartado de los circuitos del vacuo consumo --todo servía--, nada se tiraba, así que decidí hacer una somera limpieza de los jardines del destete, llenando el carro de retama seca como primera muestra a presentar --carrito en mano ante la mirada atónita de los internos que no entendían el voluntario ejercicio-- a mi eficaz guardián, dándome el visto bueno, con la pertinente anotación en un papel, a aquella primera vez y después a la segunda --no sé porqué establecí un lapso de una hora entre muestras--; pero no a la tercera: Ésta es la misma basura... ¡a mi no me engañas!...; razón que le negué aunque la llevara; efectivamente era la misma del primer carro: ¡No ves que es basura vegeta!, y como bien sabes todas las plantas se parecen!; y que no coló: seguro que la anotó con algún arterisco: ¡No, no!... quiero ver basura variada; y hete aquí que me tuve que aplicar en la sinrazón de la razón: para proveerme de la basura deseada iba a la escombrera vertedero de residuos que había donde estaban los eucaliptos, en la zona del lavadero, donde cargaba una muestra diversa de lo que se depositaba allí: papel, cartón, latas, ascuas apagadas de carbón… que presentaba al agrado del señor López, para después volver absurdamente a depositarlas en su lugar de procedencia, en donde las iba apartando por lotes para no repetirla.
Y entre muestra y muestra un merecido descanso sentado en el carrito aparcado en los jardines de la Patera ; reflexionando, quizás, en mi buena suerte de que el castigo no hubiera sido más excesivo… o poniendo en duda el convencimiento de que alguna vez, tarde o temprano, se acabarían aquellas continuas ignominias… o prometiendo a mi mancillada justicia, más que a mi herido ego, repararla cuando lo narrara alguna vez…, no sé…; y entre reflexión y reflexión, iba superando los controles, hasta llegar a la última prueba superada en presencia del relevo: a la tarde se hacía cargo del gobierno del pabellón el señor Manuel, más conocido entre nosotros como Manolillo. Ahora si que suspiré desahogadamente.
No creo que el señor Manuel se enterara mucho de aquella historia que me vinculaba al carrito de mano y que le contaba el señor López, y mucho menos de la advertencia de que se aplicara con severidad hacia mi persona como mandato del jefe supremo… no, no creo; era tal la confusión que el alcohol --del que su dependencia era patológica-- le provocaba en la mente, que más que vigilarnos a nosotros, teníamos que hacer lo contrario: vigilarle a él. Además de esta nefasta adición, añadía a su mermada autoridad el complejo de inferioridad en sus carencias intelectuales que mostraba cuando trataba con nosotros: los estudiantes.
Último en incorporarse a aquel ¡¡¡especializado!!! plantel de cuidadores de adolescentes; ya en la cincuentena, algo marginado por el resto de celadores, necesitaba constantemente hablar con alguien, confesarse al oído de quién quisiéramos escucharle, aunque en esa distancia corta nos tirara para atrás el fuerte olor de la resaca de alcohol de todo tipo que profería su boca. Nos producía cierto desconcierto aquel insinuado desvalimiento, sobre todo viniendo de un vigilante, y que en nuestra necesidad de desahogar tanta afrenta del colectivo al que representaba, derivaba en comedido recochineo hacia él… intentando no herirle; siempre con imaginación.
No teníamos especiales cuitas entre nosotros dos, así que sin más protocolos, considerándome más un compañero de fatigas que un subordinado en aquel momento, se sentó conmigo al borde delantero del carro --donde la rueda-- para no volcarlo y empezó a largar todo aquello que la razón trastocada por la química del alcohol barato no controla, mientras fumaba un cigarrillo detrás de otro, sin parar. El tabaco negro hizo aún más explosivo el olor de la voz. Me habló mucho de su padre, un antiguo empleado administrativo del centro, ya jubilado, que medió para su incorporación a la plantilla de celadores del orfanato; un tal Pablo Rodríguez de oscuro pasado por su militancia falangista en episodios cruentos en Granada durante la guerra civil. De pequeños lo distinguíamos perfectamente en la lejanía algunas mañanas, cerca de la oficina del centro, por su complexión fuerte y su elevada estatura no usual en la época: ¡Mira!, aquél es Pablo, ¡el falangista!, dicen que durante la guerra…? Alguien fuera de aquel recinto y que conocía la historia me contó alguna vez que era muy conocida en Granada su estampa de implacable vengador de larga barba, mientras paseaba exhibiendo su crueldad montado a caballo, por las calles de la ciudad. ¿Cuáles eran aquellos callados temores?... desconozco la historia… Y de aquellos servicios, estas recompensas laborales.
La diputación de Granada –nuestra mentora-- era un nido de falangistas. Y ahora el hijo del más temido, me revelaba su cara más vulnerable: la defensa de lo indefendible, justificando a su padre negando las oscuras leyendas… al igual que negaba torpemente la suya: pude descubrir en las negras sombras de la mirada de unos brillantes ojos pequeños la severa disciplina del padre autoritario y dictador, el culpable de su desvarío hacia el pozo del alcohol al que se estaba llevando consigo --no para olvidarlas sino para borrarlas definitivamente-- su desgraciada infancia, su reprimida adolescencia, y hasta el vacío de adulto que sentía; y al final en su deriva sólo pedía un poco de atención, aunque fuera la de un desahuciado del Sistema, al que se le había confiado en custodia; la que relajó sin entender muy bien las razones de por qué otros de los suyos se empeñaban en que limpiara todo aquello…, me consideraba buena gente.
En confusa razón, todavía, y antes que su atrevimiento quedara paralizado por el bajón de la euforia que antecede al sopor después del exceso, y, seguramente, para agradecer mi paciencia y el tiempo que le había dedicado, fue anotando por anticipado en el papel que le entregara el señor López todos los controles de la tarde, con sus horarios correspondientes, que le fui dictando. Sonrió --su perfecta dentadura postiza destacaba sobremanera sobre la oscura tez-- con la complicidad del niño trasgresor y después se quedó un rato en silencio, insondable, mirando de perfil hacia el infinito --el que quedó perfectamente indicado en la dirección que apuntaba su notable nariz aguileña--, del que le hice volver, correspondiendo a su franqueza con una sorprendente revelación por mi parte: No te lo podrás creer señor Manuel, pero después de todo un día al lado de este carrito de mano he acabado cogiéndole afecto; ¡vamos!, que lo siento como si fuera algo mío; franqueza que le sorprendía ya en las brumas silenciosas de la modorra que prosiguió a su febril verborrea, y de la que le desperté momentáneamente con mi segunda coña marinera: Me gustaría tenerlo toda la vida, ¿no habría alguna forma de que me lo pueda quedar?, provocándole un último segundo de cordura: ¡Ni se te ocurra!, ¡entrégalo!, ya se hace tarde, antes de recogerse en la pequeña habitación de descanso para celadores, a dormir la mona, mientras los internos asistían a las clases de verano.
Ni que decir tiene que inmediatamente dejé el dichoso carrito de mano y demás útiles de limpieza en el lugar donde los cogí. El último chirriar de su rueda antes de pararse me recordó el gemido lastimero de un animal: ¿me habría tomado cariño, de verdad, aquel artefacto y no quería que le abandonara? Libre de condena, me perdí en mis divagaciones el resto de la tarde.
Cuando a la noche me reintegré con mis compañeros a su vuelta de Almuñécar, ni me preguntaron, ni yo les conté.
FranciscoMolinaGómez