Desde la azotea el operador encendió su cámara, se asomó al borde, y empezó a grabar. Abajo, en la neblina, la calle bullía en los ecos apagados de su actividad cotidiana y en los más ostensibles del tráfico rodado y de los viandantes que la transitaban; sonidos habituales que marcaban la pausa cotidiana de aquella mañana --como otra cualquiera de un día laborable--, cuando súbitamente todo el ámbito se agitó en la vibración fuerte y al unísono de las cuerdas metálicas; sobrevolando con sonidos pop-rock sobre el gélido murmullo de aquel día gris de enero londinense y después el cielo, todo, bramó al ritmo de guitarras eléctricas y redobles de percusión… luego sus inconfundibles voces se esparcieron por la tranquila calle de los sastres --Saville Row-- y la vida se relentizó… ¡¡¡eran ellos!!!: John, Paul, George y Ringo… pero ¿donde?... se pregunta la atractiva joven de abrigo rojo, contenida en su marcha y en su sorpresa, mirando hacia arriba… a la que parece contestar en su desconcierto un caballero, algo menos joven, de aspecto más informal, señalando con el dedo de la mano extendida hacia el terrado del número tres --sede de Apple Records--…: ¡Es allí!, ¡es allí!...
En las tomas se aprecia mucho
revuelo en la calle: la gente se arremolina parada en la acera,
agrupadas en corrillos donde algunos apuntan hacia la terraza del
edificio, intentando todos descifrar la reconocible música que les
llega ahogada por el intermitente ruido de los claxons de los coches
que circulan ajenos a la curiosidad de los transeúntes…
El operador enfoca su equipo a las
fachadas de los edificios próximos y va recorriendo las innumerables
ventanas, cerradas al frío, tras cuyos cristales se van dibujando
imprecisas las figuras de los costureros y costureras; que fisgonean
extrañados --haciendo una pausa en su actividad con el paño
inglés--, el ambiente de la calle, no ajenos a lo que sucede,
también, en la cubierta del edificio, enfrente…
Ahora el afortunado notario gráfico
capta en planos generales el final acordado por los cuatro, el broche
a lo beatle, a su particular manera --en una idea original compartida
de un improvisado concierto en directo en sitio tan singular-- de la
experiencia más trepidante de cuatro jóvenes de Liverpool que se
agruparon para hacer música de su tiempo, por eso no les arredra el
frío viento, que, en la altura del tejado, les entumece los
músculos y agita sus melenas, herederas de los ya lejanos cabellos
con flequillo…
Al realizador le va interesando,
también, los planos cortos… es en estas tomas, muy cerca, en
forzada postura --a veces casi desde el suelo--, donde los dioses
muestran su lado humano y el atrevido ojo inmortaliza el gesto (el
bamboleo de Paul, la postura encorvada de George, el cabeceo de Ringo
y el desgarro en la voz de John); gestos que son más evidentes en
los pequeños detalles; los que capta subliminalmente la cámara con
Paul McCarneyt en el ensayo previo del Get Back, en el lapsus en la
letra del Dont Let Me Down de John Lenon, en el extraño mutismo de
George Harrison durante todo el concierto que rompe en I´ve a Got A
Feling, y en el falso comienzo de Ringo en Dig A Pony… guiños que
dan pistas de la frescura de aquel instante, que a su vez no deja se
ser su canto de cisne… saben que aquello es el final, y no se
resisten… solo se divierten…
Las
escenas del rodaje se desplazan hacia las azoteas de los edificios
vecinos, con imágenes insólitas de entusiastas espectadores que
saltan de un terrado a otro… en la más sorprendente un hierático
caballero inglés fumando en pipa, con perceptible flema y con toda
la parafernalia británica, bombín, paraguas y abrigo, sube
lentamente por una escaleras de patés que salva el desnivel de dos
cubiertas, hasta aproximarse a otras personas que ya aplauden
--algunas subidas a los muretes de las chimeneas-- agradeciendo aquel
regalo… ahora podrán decir que ellos estuvieron allí…
¡Sorpresa!, la cámara enfoca a la
pequeña puerta de acceso a la azotea, donde inesperadamente han
aparecido dos policías, con sus uniformes azul marino, sus
peraltados cascos con aparatoso escudo-emblema plateado y sus
imperturbables gestos de seriedad de bobys, pidiendo el final del
concierto, por denuncia de uno de los laneros: “Esto es una
vergüenza absoluta, exijo el fin de este maldito ruido”… y en
Inglaterra la ley, ya se sabe…
Y así, tras cuarenta y dos minutos
de manifiesto pop, John Lennon --entre risas de los asistentes,
excepto los policías-- ponía el epílogo, no sin ironía: “Me
gustaría decir gracias en nombre del grupo y espero que hayamos
superado la audición”… aunque fuera Ringo Starr el que quedó
algo decepcionado de aquel imprevisible final; lo contó algún
tiempo después: “Si me decepcionó la policía con algo fue el que
no nos arrestaran. Hubiera sido genial terminar el concierto de la
azotea con un titular: Beatles acaban concierto en la cárcel”…
eran los Beatles… genio y figura…
(Del
libro: Curso´63, del Bachiller en los tiempos del pop, del autor del
blog)
Fue
aquel año de segundo de bachiller, en mil novecientos sesenta y
cuatro, cuando Agustín –compañero de orfanato y de estudios-- y
yo, nos iniciamos en la búsqueda de los nuevos sonidos que provenían
de allende nuestras fronteras, concretamente de la “pérfida
albión”, y que alcanzarían su esplendor y ocaso en apenas ocho
años –1962/1969-- con el grupo músico vocal The Beatles. La
beatelmanía empezaba tímidamente a ser una realidad en España,
pese a la animadversión hacia aquella música de
la adoctrinada prensa del Movimiento y de la partidista televisión
de la dictadura. Aquél grupo ya tenía un fervoroso fans entre los
compañeros de curso. Se ubicaba en la primera fila de bancas, al
fondo de la clase junto a la única ventana. García Marín era un
caso agudo de pasión, rayando en la histeria, por el sonido de
los chicos de Liverpool: The
Beatles, cuarteto vocal instrumental que se publicitaba con estética
Shadows y
detalle denominación de origen: abundante cabellera en casco,
rematada por flequillo hacia la frente, cubriéndola. Peinado que
Marín intentaba imitar descaradamente y a cuya moda se opuso
fervientemente nuestro peluquero del orfanato, como si en ello le
fuera la vida. El momento beatle era su instante glorioso del día.
Repentinamente, poseído por una invisible energía corporal,
asociada a rítmicos movimientos de cabeza --como tics nerviosos--,
y acompañando al gesto de rasgar unas cuerdas de guitarra --por
supuesto eléctrica--, se desgañitaba gritando más que cantando el
pegadizo estribillo:¡¡Silaiú yé-yé-yé!!, ¡¡silaiú
yé-yé-yé!!, ¡¡silaiú yé-yé-yé!!.., versión libre de la
famosa canción de The Beatle: She Loves You. Y así todos los días,
de lunes a viernes.
En la búsqueda de la modernidad,
Agustín y yo no permanecimos ajenos, por la proximidad con el
abducido García Marín, a la vorágine del sonido beat,
referencias que seguían proviniendo del otro lado de las bancas,
junto a la ventana, donde el chavea del Zaidin-City
--García Marín--,
había sustituido los ritmos del She
Loves You, del curso
anterior, por los no menos movidos del Love
me Do o los electrificantes
del ¡A Hard Day´s Night!,
sublimados por la beatelmanía
del momento.
El
intento de Agustín de imitar al fans de los chicos
de Liverpool, se quedaba
corto, no sólo en los gestos, sino en la apariencia (los
dos lucíamos un esplendoroso casi rapado de cabellera) y sobre todo
en la voz (la tenía poco educada para el canto). Mi caso era
distinto en cuanto a la voz, ya que la templaza de mis cuerdas
vocales fue parte de mi formación como cantor, aunque fuera hasta el
hartazgo, en su vertiente de canciones religiosas. Así, en
interminables sesiones de ensayos, las celestiales interpretaciones
con música de armonio y letra rara –latín--, fueron conformando
mi voz y las de los demás niños del coro; la que , por entonces,
sonaba nítida en los tiempos de silencios de la misa.
Sentirnos
ambos fascinados por los nuevos sonidos y comprobar su
inaccesibilidad por lo raído de nuestros bolsillos, eran
acontecimientos que transitaban cogidos de la mano: ni una mísera
radio que llevarse al oído. Pero todo no estaba perdido. Lo supimos
cuando alguien de nuestro entorno de bancas, visiblemente emocionado,
nos contaba la experiencia: ¡Macho,
que canción el Blaquiblá; es acojonante!. Y además los que la
tocan, son españoles...: Sí, la cantan los Bravos, dijo
otro que escuchaba...: Me
hubiera quedado toda la mañana ahí; pegado a la máquina de discos
del bar Zeluán. Ya lo
teníamos: bar Zeluán y máquina de discos. Ahora solo faltaba
reunir el dinero --dos
pesetas con cincuenta céntimos--,
que nos daba derecho a la audición y aprovechar un descanso entre
clases. Lozano y yo conseguimos reunir en poco tiempo tamaño
capital.
Al
fondo de la calle de san Juan de Dios de Granada, el Zeluán lucía
su pedigrí de bar de copas del barrio, lugar de encuentro de
vecinos, a los que la instalación del llamativo y raro aparato
musical --una
moderna sinfonola--,
constituía toda una afrenta por parte de su dueño hacia su varonil
clientela, ya que aquel artefacto --cajón
con urna de cristal y botones luminosos--,
acosado permanentemente por jóvenes, profería tal cantidad de ruido
que hacía imposible sus tertulias de muy alto interés, que por lo
extenso de las materias a tratar, habían reducido a dos temas
solamente: el fútbol y los toros. La verdad es que comentar las
jugadas del partido del domingo con semejante coreografía de fondo:
la máquina a
toda pastilla,
con los jóvenes melenudos alrededor retorciéndose entre alaridos y
chillidos, era de todo punto intolerable; de ahí las protestas de la
clientela hacia el propietario: ¡Que
juventud!...: ¡Yo los cogía y los pelaba a rape...¡a todos!...:
Esto de la moda yé-yé;
no lo entiendo...: Toda la
culpa la tiene éste --señalando
al cantinero-- que
ha puesto aquí esta máquina. ¡Llévatela por ahí!, joder.
Nuestro corte de pelo casi al cero,
hizo que en principio pasáramos inadvertidos entre aquella tropa de
irredentos devotos del vino peleón de bodegas
Espinosa, Espadafor y otras;
los que, cual nave enemiga, tenían tomada al abordaje la larga barra
repleta de vasos de vino con sus correspondientes tapas y
la que cumplía dos misiones claramente reconocibles: como
barrera para separar al bodeguero de los parroquianos pesados y
la de punto de apoyo cuando éstos, visiblemente inestables,
intentaban pasar de la alegría al cante:
fase aguda que se cursa con
desorientación y cambio del color natural de la cara a rojizo.
Localizar
la máquina fue tan fácil como buscar un árbol de navidad encendido
en plena oscuridad; ponerla en marcha, tarea de bobos, pero lo que no
encontrábamos a pesar de leer y releer varias veces la lista de
discos, era el dichoso Blaquiblá.
Probamos con lo más parecido, que casualmente también era de Los
Bravos, aunque estaba en inglés, algo así como: Black
Is Black, y aquello fue la
repolla.
Quedamos tan subyugados que apenas oímos la protesta de uno de los
tertulianos: Ya
estamos otra vez con la misma cancioncita. ¡Metérosla por los
cojones!
La
insuperable introducción de guitarra baja, teclados y batería,
sobre los que destacaba el punteo eléctrico de la guitarra solista
en un ritmo endiablado de sonidos amplificados por la electrónica y
lo que siguió después con la voz metálica de su cantante, nos
envolvió de tal manera y con tal fuerza que nos hizo levitar.
Repetimos otro día, y otro, y otro…, sin cansarnos nunca. Era el
eslabón; aquello que andábamos buscando. Por fin entendíamos el
proceso, aunque siempre nos fallaron los recursos. A partir de
entonces nada fue igual; la clientela de toda la vida del bar
Zeluán, fue desistiendo de su local habitual de manera
individualizada y progresiva: según el aguante de cada uno al número
de repeticiones del Black Is
Black. Desierta la plaza,
fue punto de encuentro de jóvenes yeyés.
No
pasó mucho tiempo –cuatro años--, cuando sorpresivamente -por
inusual en la época--,
fue nuestro joven profesor de historia del arte el que consagró
definitivamente la música de nuestro tiempo cuando a dos años
vista de la disolución de The
Beatles y con la beatelmanía
aposentada en el panorama musical mundial, refirió cierta influencia
en la conjunción de sus voces con algunas composiciones de la música
clásica. ¿Una exageración quizás? La enunciación
de tal reconocimiento no era lo más importante pues el pop
había entrado ya a formar parte de la historia de la música. Lo
trascendental e inaudito era que tal aseveración provenía de una
persona que representaba a un respetado estamento: el profesorado.
Hasta entonces aquel sonido procedente del country y del rhythm &
blues
americanos a través del rock and roll con el que se identificó una
generación nueva; distinta; la nuestra, fue catalogado de subversivo
por una sociedad de mayores, con dirigentes anclados en el pasado y
que no dudaron en aplicar la temible censura a fin de lograr la
tranquilidad institucional académica y el mantenimiento de las
buenas costumbres amenazadas por agentes
melenudos portando peligrosas
armas: sus guitarras eléctricas y sus canciones.
Así
es como pensaban la inmensa mayoría del claustro de profesores,
mientras entre el alumnado progresaba su adscripción a grupos
musico-vocales, a imitación de los chicos de Liverpool. El pop con
sus sencillas letras y mensajes directos, que hablaban de amistad, de
amor y de paz, nos estimulaba a soñar con un mundo diferente, mejor,
aunque fuera solo de una manera subliminal, sin que casi nos
apercibiéramos. En todo el país bullía la fiebre de los conjuntos
musicales: de un pop a la española, descafeinado, siendo Granada
uno de los lugares donde proliferaron estos grupos.
Recuerdo
que durante el curso de tercero de bachiller hacía furor una canción
de The Beatles,
el tema central de su película ¡Help!;
single cuya portada con unos Beatles con indumentaria negra y
mostrando un extraño lenguaje gestual de movimiento de brazos sobre
fondo claro, presidía el escaparate de la tienda de discos que se
ubicaba en la calle Zacatín --junto
a la plaza Bib-Rambla--,
a donde, a falta de referentes, peregrinábamos para estar al día
de los últimos lanzamientos musicales. Por primera vez una
composición de los Beatles no era patrimonio del chavea del
Zaidin-City,
sino de todo un colectivo que cantábamos al unísono aprovechando
cualquier descanso entre clases. El pop nos había conquistado y no
había vuelta atrás. Cualquier momento era bueno para contagiarnos
de la frescura musical de los nuevos ritmos y de sus letras: ¡Help!,
amigos míos / ¡Help!, venid a mí / ¡Help!, yo ya no puedo más /
¡Heeeeeeeeelp!... De
repente y utilizando como instrumento de percusión la cajonera de la
banca, inundábamos el aula de sonidos y voces con el claro mensaje,
los que traspasando la entreabierta puerta se perdían hacia el patio
noble: Cuando era pequeño
solía decir / nunca os pediré / sacadme de aquí… Entre
redobles de la cajonera y forzando nuestras cambiantes --por
adolescentes--, voces con progresivo calentamiento de las cuerdas
vocales, chillábamos más que cantar. Ahora toda la clase era una
auténtica fiesta, donde los secos golpes en la madera marcaban los
rítmicos movimientos del cuerpo
en especial de la cabeza intentando desmelenar los ya notables
flequillos de algunos. Desde el
patio otras voces contagiadas por la euforia del momento nos
acompañaban en el estribillo: Por
favor te pido ayúdame / necesito un amigo de verdad / Por favor
repito auxíliame / y venid ¡a mí!, ¡a mí!, ¡a mí!...
Pero hubo un momento inoportuno y un
profesor que siempre vigilaba. A las tres de la tarde, una hora antes
que el resto de la academia, don Francisco Puertas profesor de
Matemáticas del curso de cuarto intentaba diariamente
congraciar el universo del
álgebra con el interés de sus alumnos. Aquella enorme cabeza calva
con recortado bigotito en la cara observando el patio por el cristal
de la puerta del aula, enfrentada a la nuestra a través del noble
espacio abierto, nos atemorizaba. Le antecedía cierta fama de mala
leche. A cada instante y
detrás del vidrio escudriñaba el patio cual imagen fotográfica
impresa en el cristal, en una obsesiva tarea de guardián. Bastaba su
amenazante mirada para que lo abandonáramos, convirtiéndose éste y
durante una hora solo en un lugar de tránsito. No se nos hubiera
ocurrido, ni siquiera imaginado, emitir cualquier ruido que pudiera
importunar tan temprana clase con tan respetable profesor.
Tanto
llegamos a acostumbrarnos a la coactiva visión que,
inconscientemente, acabamos ignorándola. Así un día de forma
casual y sin apenas apercibirnos que el hombre de gran cabeza
impartía sus clases con la puerta abierta, alguien que tarareaba el
famoso ¡Help!
nos contagió al resto de alumnos --grupo
de catetos entre los que nos encontrábamos Agustín y yo--
que en aquel momento ocupábamos el aula, pasando de los redobles de
cajonera al grito de ¡socorro! más famoso de la historia en apenas
unos segundos, y que por lo visto trascendió hasta la vecina clase:
¡Help!, amigos míos /
¡Help! venid a mí / ¡Help!, yo ya no puedo más /
¡Heeeeeeeeelp!...
De
repente todos callamos ante la aparición de la siniestra silueta del
cabeza buque,
que se dibujaba ostentosamente en el trasluz de la puerta del aula,
con cara de pocos amigos. Su vidriosa mirada nos anunciaba cierta
inminente tempestad, acojonándonos: Yo
os voy a dar socorro. Ir pasando de uno en uno, nos
ordenó el cabreado profesor, sin entrever por sus palabras la
violenta sorpresa que nos deparaba. Subido en la tarima y dibujando
mentalmente una diana en nuestros respetables traseros fue haciendo
plenos con su pié derecho como si chutara un balón hacia la
portería, con cada uno de nosotros. Hubo quién ágilmente evitó el
puntapié, pero no el golpe en la cabeza que recibió por detrás al
arquear el cuerpo. De esta manera pudimos comprobar que de tres a
cuatro de la tarde las patadas en el culo duelen un montón. Una vez
en el otro patio y con los glúteos calientes nos preocupaba nuestro
futuro: sabíamos que el ágil pateador sería nuestro profesor de
matemáticas el año siguiente. Esperábamos y deseábamos que no se
hubiera quedado con nuestros caretos y que aquel incidente no
empañara nuestra relación con nuestro futuro enseñante del curso
de cuarto.
Siempre mantuvimos un escrupuloso o,
mejor dicho, un atemorizado respeto hacía aquella joya del
Jurásico..., quizás le privamos conscientemente de una…,
siquiera…, eventual proximidad; pero era tan difícil imaginar que
alguna vez hubiera sido también joven como nosotros y…,
por si acaso como prevención, ya que a corta distancia podíamos
ser vulnerables a que nos siguiera pateando el culo.
A lo largo de mi adolescencia y
después en mi madurez –de otra forma-- identifiqué y reconocí
aquel gesto violento en numerosas ocasiones y situaciones: esa
retorcida idea de hacer daño de la manera más despectiva, más
humillante y siempre practicado, hasta el delirio, por las mismas
personas; malas copias de aprendices de dictadores a los que, era
evidente: no les gustaba los frescos soplos de libertad que llegaban
con el inicio de la década, ni la ropa informal; abominaban de los
libres pensantes, de los nuevos métodos de enseñanza, de las nuevas
canciones, de los Beatles, de la ruidosa amistad en los patios a las
tres de la tarde, de la amistad simplemente, de los gritos de
¡socorro! en inglés y en español, de los jóvenes con flequillo
largo, de los jóvenes sin flequillo, de los jóvenes en general, del
pop…Los cabeza buque
se prodigaban por doquier, en cualquier esquina de nuestra
existencia, al amparo de una juventud que aguantábamos, sin
quejarnos de las injusticias, sin reclamar reparaciones; censurados
hasta en nuestros pensamientos.
En este orden de cosas, ¿dónde se ubicaban los padres? Desgraciadamente aquel Sistema les colocó en la encrucijada. Aunque sufridores en algunas ocasiones, la ambivalencia en la que le situaron los acontecimientos de la década, les marcó también su lado contrario, el represor. Hay que decir que no solo los profesores estaban disconformes con el leve soplo de aire fresco que empezábamos a respirar, también los queridos padres libraban con los hijos sus particulares batallas, producto del cambio de pensamiento y de costumbres que se estaba operando en estos, ante el desconcierto y el miedo de los progenitores que comprobaban, con estupor, como en muy poco tiempo se desmoronaban años de represiva educación: la suya; ¡pobres!, no habían conocido otra. Se les rompieron los esquemas sin saber que estaba pasando. No en vano la década de los sesenta fue la del conflicto generacional. Se abrió una brecha ideológica que acabaría con la asunción por parte de los jóvenes de una nueva escala de valores contra una sociedad que entendían caduca y sin imaginación. Muchos padres lo entendieron, otros perdieron el tiempo en continuas luchas contra contubernios judeos-masónicos que se les habían colado en forma de pelos largos, minifaldas y guitarras eléctricas, hasta el propio vestíbulo de sus casas.
Pero,
pese al empeño inquisidor que pusieron unos y otros, que fue mucho,
aquello era imparable y ni don Francisco Puertas, ni toda una legión
de pateadores de culos nos harían callar. Teníamos como aliado el
pop y sus nuevas canciones. Si el ¡Help! había sonado fuerte
en el patio, el nuevo himno adolescente de los Beatles, Yellow
Submarine rugiendo en nuestras gargantas hicieron vibrar, por
reverberación de los alaridos, hasta las viguetas de madera del
techo del aula. Aún recuerdo la portada del single: un animado
submarino de formas redondeadas sumergido en un iluso mar de colores.
El pop con sus coloraciones brillantes
nos saturaron de optimismo y casi sin proponérnoslo contagiamos
nuestra alegría a los que nos rodeaban. Así y a pesar de todo lo
narrado, años después, cursando sexto de bachiller, creímos
apreciar un esbozo de amable sonrisa en la boca de don Francisco
Puertas, entonces nuestro profesor de Física; sólo sonrisa
que ya era mucho viniendo de tan polémico personaje. Era suficiente.
¿Magia del pop?... o tal vez ilusión colectiva de querer cambiar el
mundo a
través del arte, de la música, de las flores, de los ilusos
colores, de las canciones de amor, de las guitarras eléctricas, del
pop, del rock. Por primera vez las gentes de todas partes oían la
misma música, cantaban las mismas canciones y se vestían de la
misma forma; si aquello no era revolución que viniera Dios y lo
viera.
FranciscoMolinaGómez
(Lo descubrí más tarde. “En el
Camino” (libro de cabecera de la generación beat), de Jack
Kerouac, entre sus páginas, he hallado los antecedentes de aquel
espíritu de la época que cambió la manera de ver el mundo de los
jóvenes: su pertinaz inconformismo, su escaso apego a los bienes
materiales, su vocación de desarraigo de los lugares conocidos y de
la comodidad de la familia proclamando un mundo libre donde
vagabundeaban por eternas carreteras hacia destinos improvisados y
desconocidos; sobreviviendo con trabajos temporales, cambiando
siempre de sitio repitiendo el mismo gesto en la cuneta (el del dedo
pulgar extendido) para poder viajar sin apenas recursos económicos.
Después una nueva experiencia en cualquier remoto lugar y el
enaltecimiento de la amistad del nuevo compañero de viaje. A finales
de los cincuenta y principios de los sesenta la locura beat ya había
contagiado a toda una generación cuyo exponente diferencial, poco
tiempo después, fue el movimiento hippie que muchos jóvenes
abrazaron, y que alcanzó su fulgor y ocaso en mil novecientos
sesenta y siete durante los días del Verano del Amor. Catarsis
colectiva…. )