domingo, 8 de octubre de 2017

A LOS QUE HERÍA EL POP










En el salón de estar de mi casa The Beatles --clásicos del siglo XX-- acompañan a los clásicos de todos los tiempos, los grandes maestros de la música: Beethoven, Mozart, Bach, Schuman, Brahms, Mendelson, Wagner, Chopin, Tchaikovsky... Mi particular homenaje a los chicos de Liverpool


































Desde la azotea el operador encendió su cámara, se asomó al borde, y empezó a grabar. Abajo, en la neblina, la calle bullía en los ecos apagados de su actividad cotidiana y en los más ostensibles del tráfico rodado y de los viandantes que la transitaban; sonidos habituales que marcaban la pausa cotidiana de aquella mañana --como otra cualquiera de un día laborable--, cuando súbitamente todo el ámbito se agitó en la vibración fuerte y al unísono de las cuerdas metálicas; sobrevolando con sonidos pop-rock sobre el gélido murmullo de aquel día gris de enero londinense y después el cielo, todo, bramó al ritmo de guitarras eléctricas y redobles de percusión… luego sus inconfundibles voces se esparcieron por la tranquila calle de los sastres --Saville Row-- y la vida se relentizó… ¡¡¡eran ellos!!!: John, Paul, George y Ringo… pero ¿donde?... se pregunta la atractiva joven de abrigo rojo, contenida en su marcha y en su sorpresa, mirando hacia arriba… a la que parece contestar en su desconcierto un caballero, algo menos joven, de aspecto más informal, señalando con el dedo de la mano extendida hacia el terrado del número tres --sede de Apple Records--…: ¡Es allí!, ¡es allí!...
En las tomas se aprecia mucho revuelo en la calle: la gente se arremolina parada en la acera, agrupadas en corrillos donde algunos apuntan hacia la terraza del edificio, intentando todos descifrar la reconocible música que les llega ahogada por el intermitente ruido de los claxons de los coches que circulan ajenos a la curiosidad de los transeúntes…
El operador enfoca su equipo a las fachadas de los edificios próximos y va recorriendo las innumerables ventanas, cerradas al frío, tras cuyos cristales se van dibujando imprecisas las figuras de los costureros y costureras; que fisgonean extrañados --haciendo una pausa en su actividad con el paño inglés--, el ambiente de la calle, no ajenos a lo que sucede, también, en la cubierta del edificio, enfrente…
Ahora el afortunado notario gráfico capta en planos generales el final acordado por los cuatro, el broche a lo beatle, a su particular manera --en una idea original compartida de un improvisado concierto en directo en sitio tan singular-- de la experiencia más trepidante de cuatro jóvenes de Liverpool que se agruparon para hacer música de su tiempo, por eso no les arredra el frío viento, que, en la altura del tejado, les entumece los músculos y agita sus melenas, herederas de los ya lejanos cabellos con flequillo…
Al realizador le va interesando, también, los planos cortos… es en estas tomas, muy cerca, en forzada postura --a veces casi desde el suelo--, donde los dioses muestran su lado humano y el atrevido ojo inmortaliza el gesto (el bamboleo de Paul, la postura encorvada de George, el cabeceo de Ringo y el desgarro en la voz de John); gestos que son más evidentes en los pequeños detalles; los que capta subliminalmente la cámara con Paul McCarneyt en el ensayo previo del Get Back, en el lapsus en la letra del Dont Let Me Down de John Lenon, en el extraño mutismo de George Harrison durante todo el concierto que rompe en I´ve a Got A Feling, y en el falso comienzo de Ringo en Dig A Pony… guiños que dan pistas de la frescura de aquel instante, que a su vez no deja se ser su canto de cisne… saben que aquello es el final, y no se resisten… solo se divierten…
Las escenas del rodaje se desplazan hacia las azoteas de los edificios vecinos, con imágenes insólitas de entusiastas espectadores que saltan de un terrado a otro… en la más sorprendente un hierático caballero inglés fumando en pipa, con perceptible flema y con toda la parafernalia británica, bombín, paraguas y abrigo, sube lentamente por una escaleras de patés que salva el desnivel de dos cubiertas, hasta aproximarse a otras personas que ya aplauden --algunas subidas a los muretes de las chimeneas-- agradeciendo aquel regalo… ahora podrán decir que ellos estuvieron allí…
¡Sorpresa!, la cámara enfoca a la pequeña puerta de acceso a la azotea, donde inesperadamente han aparecido dos policías, con sus uniformes azul marino, sus peraltados cascos con aparatoso escudo-emblema plateado y sus imperturbables gestos de seriedad de bobys, pidiendo el final del concierto, por denuncia de uno de los laneros: “Esto es una vergüenza absoluta, exijo el fin de este maldito ruido”… y en Inglaterra la ley, ya se sabe…
Y así, tras cuarenta y dos minutos de manifiesto pop, John Lennon --entre risas de los asistentes, excepto los policías-- ponía el epílogo, no sin ironía: “Me gustaría decir gracias en nombre del grupo y espero que hayamos superado la audición”… aunque fuera Ringo Starr el que quedó algo decepcionado de aquel imprevisible final; lo contó algún tiempo después: “Si me decepcionó la policía con algo fue el que no nos arrestaran. Hubiera sido genial terminar el concierto de la azotea con un titular: Beatles acaban concierto en la cárcel”… eran los Beatles… genio y figura…

(Del libro: Curso´63, del Bachiller en los tiempos del pop, del autor del blog)













Fue aquel año de segundo de bachiller, en mil novecientos sesenta y cuatro, cuando Agustín –compañero de orfanato y de estudios-- y yo, nos iniciamos en la búsqueda de los nuevos sonidos que provenían de allende nuestras fronteras, concretamente de la “pérfida albión”, y que alcanzarían su esplendor y ocaso en apenas ocho años –1962/1969-- con el grupo músico vocal The Beatles. La beatelmanía empezaba tímidamente a ser una realidad en España, pese a la animadversión hacia aquella música de la adoctrinada prensa del Movimiento y de la partidista televisión de la dictadura. Aquél grupo ya tenía un fervoroso fans entre los compañeros de curso. Se ubicaba en la primera fila de bancas, al fondo de la clase junto a la única ventana. García Marín era un caso agudo de pasión, rayando en la histeria, por el sonido de los chicos de Liverpool: The Beatles, cuarteto vocal instrumental que se publicitaba con estética Shadows y detalle denominación de origen: abundante cabellera en casco, rematada por flequillo hacia la frente, cubriéndola. Peinado que Marín intentaba imitar descaradamente y a cuya moda se opuso fervientemente nuestro peluquero del orfanato, como si en ello le fuera la vida. El momento beatle era su instante glorioso del día. Repentinamente, poseído por una invisible energía corporal, asociada a rítmicos movimientos de cabeza --como tics nerviosos--, y acompañando al gesto de rasgar unas cuerdas de guitarra --por supuesto eléctrica--, se desgañitaba gritando más que cantando el pegadizo estribillo:¡¡Silaiú yé-yé-yé!!, ¡¡silaiú yé-yé-yé!!, ¡¡silaiú yé-yé-yé!!.., versión libre de la famosa canción de The Beatle: She Loves You. Y así todos los días, de lunes a viernes.

En la búsqueda de la modernidad, Agustín y yo no permanecimos ajenos, por la proximidad con el abducido García Marín, a la vorágine del sonido beat, referencias que seguían proviniendo del otro lado de las bancas, junto a la ventana, donde el chavea del Zaidin-City --García Marín--, había sustituido los ritmos del She Loves You, del curso anterior, por los no menos movidos del Love me Do o los electrificantes del ¡A Hard Day´s Night!, sublimados por la beatelmanía del momento.

El intento de Agustín de imitar al fans de los chicos de Liverpool, se quedaba corto, no sólo en los gestos, sino en la apariencia (los dos lucíamos un esplendoroso casi rapado de cabellera) y sobre todo en la voz (la tenía poco educada para el canto). Mi caso era distinto en cuanto a la voz, ya que la templaza de mis cuerdas vocales fue parte de mi formación como cantor, aunque fuera hasta el hartazgo, en su vertiente de canciones religiosas. Así, en interminables sesiones de ensayos, las celestiales interpretaciones con música de armonio y letra rara –latín--, fueron conformando mi voz y las de los demás niños del coro; la que , por entonces, sonaba nítida en los tiempos de silencios de la misa.

Sentirnos ambos fascinados por los nuevos sonidos y comprobar su inaccesibilidad por lo raído de nuestros bolsillos, eran acontecimientos que transitaban cogidos de la mano: ni una mísera radio que llevarse al oído. Pero todo no estaba perdido. Lo supimos cuando alguien de nuestro entorno de bancas, visiblemente emocionado, nos contaba la experiencia: ¡Macho, que canción el Blaquiblá; es acojonante!. Y además los que la tocan, son españoles...: Sí, la cantan los Bravos, dijo otro que escuchaba...: Me hubiera quedado toda la mañana ahí; pegado a la máquina de discos del bar Zeluán. Ya lo teníamos: bar Zeluán y máquina de discos. Ahora solo faltaba reunir el dinero --dos pesetas con cincuenta céntimos--, que nos daba derecho a la audición y aprovechar un descanso entre clases. Lozano y yo conseguimos reunir en poco tiempo tamaño capital.

Al fondo de la calle de san Juan de Dios de Granada, el Zeluán lucía su pedigrí de bar de copas del barrio, lugar de encuentro de vecinos, a los que la instalación del llamativo y raro aparato musical --una moderna sinfonola--, constituía toda una afrenta por parte de su dueño hacia su varonil clientela, ya que aquel artefacto --cajón con urna de cristal y botones luminosos--, acosado permanentemente por jóvenes, profería tal cantidad de ruido que hacía imposible sus tertulias de muy alto interés, que por lo extenso de las materias a tratar, habían reducido a dos temas solamente: el fútbol y los toros. La verdad es que comentar las jugadas del partido del domingo con semejante coreografía de fondo: la máquina a toda pastilla, con los jóvenes melenudos alrededor retorciéndose entre alaridos y chillidos, era de todo punto intolerable; de ahí las protestas de la clientela hacia el propietario: ¡Que juventud!...: ¡Yo los cogía y los pelaba a rape...¡a todos!...: Esto de la moda yé-yé; no lo entiendo...: Toda la culpa la tiene éste --señalando al cantinero-- que ha puesto aquí esta máquina. ¡Llévatela por ahí!, joder.

Nuestro corte de pelo casi al cero, hizo que en principio pasáramos inadvertidos entre aquella tropa de irredentos devotos del vino peleón de bodegas Espinosa, Espadafor y otras; los que, cual nave enemiga, tenían tomada al abordaje la larga barra repleta de vasos de vino con sus correspondientes tapas y la que cumplía dos misiones claramente reconocibles: como barrera para separar al bodeguero de los parroquianos pesados y la de punto de apoyo cuando éstos, visiblemente inestables, intentaban pasar de la alegría al cante: fase aguda que se cursa con desorientación y cambio del color natural de la cara a rojizo.

Localizar la máquina fue tan fácil como buscar un árbol de navidad encendido en plena oscuridad; ponerla en marcha, tarea de bobos, pero lo que no encontrábamos a pesar de leer y releer varias veces la lista de discos, era el dichoso Blaquiblá. Probamos con lo más parecido, que casualmente también era de Los Bravos, aunque estaba en inglés, algo así como: Black Is Black, y aquello fue la repolla. Quedamos tan subyugados que apenas oímos la protesta de uno de los tertulianos: Ya estamos otra vez con la misma cancioncita. ¡Metérosla por los cojones!

La insuperable introducción de guitarra baja, teclados y batería, sobre los que destacaba el punteo eléctrico de la guitarra solista en un ritmo endiablado de sonidos amplificados por la electrónica y lo que siguió después con la voz metálica de su cantante, nos envolvió de tal manera y con tal fuerza que nos hizo levitar. Repetimos otro día, y otro, y otro…, sin cansarnos nunca. Era el eslabón; aquello que andábamos buscando. Por fin entendíamos el proceso, aunque siempre nos fallaron los recursos. A partir de entonces nada fue igual; la clientela de toda la vida del bar Zeluán, fue desistiendo de su local habitual de manera individualizada y progresiva: según el aguante de cada uno al número de repeticiones del Black Is Black. Desierta la plaza, fue punto de encuentro de jóvenes yeyés.

No pasó mucho tiempo –cuatro años--, cuando sorpresivamente -por inusual en la época--, fue nuestro joven profesor de historia del arte el que consagró definitivamente la música de nuestro tiempo cuando a dos años vista de la disolución de The Beatles y con la beatelmanía aposentada en el panorama musical mundial, refirió cierta influencia en la conjunción de sus voces con algunas composiciones de la música clásica. ¿Una exageración quizás? La enunciación de tal reconocimiento no era lo más importante pues el pop había entrado ya a formar parte de la historia de la música. Lo trascendental e inaudito era que tal aseveración provenía de una persona que representaba a un respetado estamento: el profesorado. Hasta entonces aquel sonido procedente del country y del rhythm & blues americanos a través del rock and roll con el que se identificó una generación nueva; distinta; la nuestra, fue catalogado de subversivo por una sociedad de mayores, con dirigentes anclados en el pasado y que no dudaron en aplicar la temible censura a fin de lograr la tranquilidad institucional académica y el mantenimiento de las buenas costumbres amenazadas por agentes melenudos portando peligrosas armas: sus guitarras eléctricas y sus canciones.

Así es como pensaban la inmensa mayoría del claustro de profesores, mientras entre el alumnado progresaba su adscripción a grupos musico-vocales, a imitación de los chicos de Liverpool. El pop con sus sencillas letras y mensajes directos, que hablaban de amistad, de amor y de paz, nos estimulaba a soñar con un mundo diferente, mejor, aunque fuera solo de una manera subliminal, sin que casi nos apercibiéramos. En todo el país bullía la fiebre de los conjuntos musicales: de un pop a la española, descafeinado, siendo Granada uno de los lugares donde proliferaron estos grupos.

Recuerdo que durante el curso de tercero de bachiller hacía furor una canción de The Beatles, el tema central de su película ¡Help!; single cuya portada con unos Beatles con indumentaria negra y mostrando un extraño lenguaje gestual de movimiento de brazos sobre fondo claro, presidía el escaparate de la tienda de discos que se ubicaba en la calle Zacatín --junto a la plaza Bib-Rambla--, a donde, a falta de referentes, peregrinábamos para estar al día de los últimos lanzamientos musicales. Por primera vez una composición de los Beatles no era patrimonio del chavea del Zaidin-City, sino de todo un colectivo que cantábamos al unísono aprovechando cualquier descanso entre clases. El pop nos había conquistado y no había vuelta atrás. Cualquier momento era bueno para contagiarnos de la frescura musical de los nuevos ritmos y de sus letras: ¡Help!, amigos míos / ¡Help!, venid a mí / ¡Help!, yo ya no puedo más / ¡Heeeeeeeeelp!... De repente y utilizando como instrumento de percusión la cajonera de la banca, inundábamos el aula de sonidos y voces con el claro mensaje, los que traspasando la entreabierta puerta se perdían hacia el patio noble: Cuando era pequeño solía decir / nunca os pediré / sacadme de aquíEntre redobles de la cajonera y forzando nuestras cambiantes --por adolescentes--, voces con progresivo calentamiento de las cuerdas vocales, chillábamos más que cantar. Ahora toda la clase era una auténtica fiesta, donde los secos golpes en la madera marcaban los rítmicos movimientos del cuerpo en especial de la cabeza intentando desmelenar los ya notables flequillos de algunos. Desde el patio otras voces contagiadas por la euforia del momento nos acompañaban en el estribillo: Por favor te pido ayúdame / necesito un amigo de verdad / Por favor repito auxíliame / y venid ¡a mí!, ¡a mí!, ¡a mí!...

Pero hubo un momento inoportuno y un profesor que siempre vigilaba. A las tres de la tarde, una hora antes que el resto de la academia, don Francisco Puertas profesor de Matemáticas del curso de cuarto intentaba diariamente congraciar el universo del álgebra con el interés de sus alumnos. Aquella enorme cabeza calva con recortado bigotito en la cara observando el patio por el cristal de la puerta del aula, enfrentada a la nuestra a través del noble espacio abierto, nos atemorizaba. Le antecedía cierta fama de mala leche. A cada instante y detrás del vidrio escudriñaba el patio cual imagen fotográfica impresa en el cristal, en una obsesiva tarea de guardián. Bastaba su amenazante mirada para que lo abandonáramos, convirtiéndose éste y durante una hora solo en un lugar de tránsito. No se nos hubiera ocurrido, ni siquiera imaginado, emitir cualquier ruido que pudiera importunar tan temprana clase con tan respetable profesor.

Tanto llegamos a acostumbrarnos a la coactiva visión que, inconscientemente, acabamos ignorándola. Así un día de forma casual y sin apenas apercibirnos que el hombre de gran cabeza impartía sus clases con la puerta abierta, alguien que tarareaba el famoso ¡Help! nos contagió al resto de alumnos --grupo de catetos entre los que nos encontrábamos Agustín y yo-- que en aquel momento ocupábamos el aula, pasando de los redobles de cajonera al grito de ¡socorro! más famoso de la historia en apenas unos segundos, y que por lo visto trascendió hasta la vecina clase: ¡Help!, amigos míos / ¡Help! venid a mí / ¡Help!, yo ya no puedo más / ¡Heeeeeeeeelp!...

De repente todos callamos ante la aparición de la siniestra silueta del cabeza buque, que se dibujaba ostentosamente en el trasluz de la puerta del aula, con cara de pocos amigos. Su vidriosa mirada nos anunciaba cierta inminente tempestad, acojonándonos: Yo os voy a dar socorro. Ir pasando de uno en uno, nos ordenó el cabreado profesor, sin entrever por sus palabras la violenta sorpresa que nos deparaba. Subido en la tarima y dibujando mentalmente una diana en nuestros respetables traseros fue haciendo plenos con su pié derecho como si chutara un balón hacia la portería, con cada uno de nosotros. Hubo quién ágilmente evitó el puntapié, pero no el golpe en la cabeza que recibió por detrás al arquear el cuerpo. De esta manera pudimos comprobar que de tres a cuatro de la tarde las patadas en el culo duelen un montón. Una vez en el otro patio y con los glúteos calientes nos preocupaba nuestro futuro: sabíamos que el ágil pateador sería nuestro profesor de matemáticas el año siguiente. Esperábamos y deseábamos que no se hubiera quedado con nuestros caretos y que aquel incidente no empañara nuestra relación con nuestro futuro enseñante del curso de cuarto.

Siempre mantuvimos un escrupuloso o, mejor dicho, un atemorizado respeto hacía aquella joya del Jurásico..., quizás le privamos conscientemente de una…, siquiera…, eventual proximidad; pero era tan difícil imaginar que alguna vez hubiera sido también joven como nosotros y…, por si acaso como prevención, ya que a corta distancia podíamos ser vulnerables a que nos siguiera pateando el culo.

A lo largo de mi adolescencia y después en mi madurez –de otra forma-- identifiqué y reconocí aquel gesto violento en numerosas ocasiones y situaciones: esa retorcida idea de hacer daño de la manera más despectiva, más humillante y siempre practicado, hasta el delirio, por las mismas personas; malas copias de aprendices de dictadores a los que, era evidente: no les gustaba los frescos soplos de libertad que llegaban con el inicio de la década, ni la ropa informal; abominaban de los libres pensantes, de los nuevos métodos de enseñanza, de las nuevas canciones, de los Beatles, de la ruidosa amistad en los patios a las tres de la tarde, de la amistad simplemente, de los gritos de ¡socorro! en inglés y en español, de los jóvenes con flequillo largo, de los jóvenes sin flequillo, de los jóvenes en general, del pop…Los cabeza buque se prodigaban por doquier, en cualquier esquina de nuestra existencia, al amparo de una juventud que aguantábamos, sin quejarnos de las injusticias, sin reclamar reparaciones; censurados hasta en nuestros pensamientos.

En este orden de cosas, ¿dónde se ubicaban los padres? Desgraciadamente aquel Sistema les colocó en la encrucijada. Aunque sufridores en algunas ocasiones, la ambivalencia en la que le situaron los acontecimientos de la década, les marcó también su lado contrario, el represor. Hay que decir que no solo los profesores estaban disconformes con el leve soplo de aire fresco que empezábamos a respirar, también los queridos padres libraban con los hijos sus particulares batallas, producto del cambio de pensamiento y de costumbres que se estaba operando en estos, ante el desconcierto y el miedo de los progenitores que comprobaban, con estupor, como en muy poco tiempo se desmoronaban años de represiva educación: la suya; ¡pobres!, no habían conocido otra. Se les rompieron los esquemas sin saber que estaba pasando. No en vano la década de los sesenta fue la del conflicto generacional. Se abrió una brecha ideológica que acabaría con la asunción por parte de los jóvenes de una nueva escala de valores contra una sociedad que entendían caduca y sin imaginación. Muchos padres lo entendieron, otros perdieron el tiempo en continuas luchas contra contubernios judeos-masónicos que se les habían colado en forma de pelos largos, minifaldas y guitarras eléctricas, hasta el propio vestíbulo de sus casas.

Pero, pese al empeño inquisidor que pusieron unos y otros, que fue mucho, aquello era imparable y ni don Francisco Puertas, ni toda una legión de pateadores de culos nos harían callar. Teníamos como aliado el pop y sus nuevas canciones. Si el ¡Help! había sonado fuerte en el patio, el nuevo himno adolescente de los Beatles, Yellow Submarine rugiendo en nuestras gargantas hicieron vibrar, por reverberación de los alaridos, hasta las viguetas de madera del techo del aula. Aún recuerdo la portada del single: un animado submarino de formas redondeadas sumergido en un iluso mar de colores.

El pop con sus coloraciones brillantes nos saturaron de optimismo y casi sin proponérnoslo contagiamos nuestra alegría a los que nos rodeaban. Así y a pesar de todo lo narrado, años después, cursando sexto de bachiller, creímos apreciar un esbozo de amable sonrisa en la boca de don Francisco Puertas, entonces nuestro profesor de Física; sólo sonrisa que ya era mucho viniendo de tan polémico personaje. Era suficiente. ¿Magia del pop?... o tal vez ilusión colectiva de querer cambiar el mundo a través del arte, de la música, de las flores, de los ilusos colores, de las canciones de amor, de las guitarras eléctricas, del pop, del rock. Por primera vez las gentes de todas partes oían la misma música, cantaban las mismas canciones y se vestían de la misma forma; si aquello no era revolución que viniera Dios y lo viera.





FranciscoMolinaGómez
(Lo descubrí más tarde. “En el Camino” (libro de cabecera de la generación beat), de Jack Kerouac, entre sus páginas, he hallado los antecedentes de aquel espíritu de la época que cambió la manera de ver el mundo de los jóvenes: su pertinaz inconformismo, su escaso apego a los bienes materiales, su vocación de desarraigo de los lugares conocidos y de la comodidad de la familia proclamando un mundo libre donde vagabundeaban por eternas carreteras hacia destinos improvisados y desconocidos; sobreviviendo con trabajos temporales, cambiando siempre de sitio repitiendo el mismo gesto en la cuneta (el del dedo pulgar extendido) para poder viajar sin apenas recursos económicos. Después una nueva experiencia en cualquier remoto lugar y el enaltecimiento de la amistad del nuevo compañero de viaje. A finales de los cincuenta y principios de los sesenta la locura beat ya había contagiado a toda una generación cuyo exponente diferencial, poco tiempo después, fue el movimiento hippie que muchos jóvenes abrazaron, y que alcanzó su fulgor y ocaso en mil novecientos sesenta y siete durante los días del Verano del Amor. Catarsis colectiva…. )