¡Adónde
diantre van los calcetines que se pierden?
Hace
ya bastante tiempo que no consigo enfundarme los pies con dos
calcetines iguales. Todas las mañanas extraigo el par del cajón del
armario-vestidor de mi dormitorio, muy entrelazados, raramente
unidos en un apretado abrazo, como dos amantes a los que hubieran
forzado a permanecer juntos sin reconocerse, apercibiéndose uno
que el otro
no es el mismo que siempre le había acompañado, sino un extraño,
un desafortunado al igual que él, al que su pareja abandonó en una
viaje a través del hueco del tambor de la lavadora --creo que este
es el agujero por el que mudan a ese otro espacio-temporal--, en cuya
vorágine del centrifugado se perdió sin que después se supiera más
del desaparecido…; sin dejar rastro alguno. Desconcierto que
también es mío, en la necesidad de llevar calcetines parejos.
Con
paciente temple vengo reclamando a mi mujer –en su elección de las
tareas repartidas-- me solucione aquel despropósito en las urgencias
del vestir para poder incorporarme a tiempo a las obligadas labores
cotidianas; sin conseguir me solucione el desaguisado: No, no sé lo
que ha hecho la lavadora con tu calcetín, ¿por qué me lo
preguntas?, me dice. Al final me marcho de casa con calcetines
distintos… bueno aparentemente iguales. Y no es que haya en ella
aviesa intención de que alguien en la calle me descubra
aquella rareza, calificándola seguramente de una excentricidad por
mi parte; es que se reconoce impotente por obtener una explicación
racional a la constante desaparición de los calcetines.
Ella
tiene una teoría que en principio pudiera parecer descabellada:
piensa que la fuerza centrífuga del aparato, en sus progresivas y
aceleradas revoluciones, pudiera aperturar un misterioso e invisible
agujero negro por donde se fugan las prendas; lo que ante la
reiterada constatación de la desmaterialización --da igual el tipo
de fibra-- pienso que tal vez pudiera tener visos de que sea real.
Sobretodo en la comprobación infructuosa después de una minuciosa
inspección de los filtros y elementos de desagüe del artilugio
mecánico --en donde en principio se pudieran haber quedado
enganchados los calcetines-- de que nunca hallamos rastros de ellos.
Misteriosa desaparición que a priori debiera tener una explicación.
En
su investigación del asunto ha probado lavar sólo los calcetines
desparejados, comprobando que estos nunca desaparecen. Todos están
presentes en la colada: ni una aventurada fuga en busca de su pareja.
Es como si no quisieran marcharse del lugar que fue común a ambos,
el único sitio de posible encuentro si el otro
regresara. El amante que permanece en la continua incertidumbre del
paradero de su mitad, sin querer moverse de los recuerdos de cuando
caminaban juntos, a la par; resistiéndose a su pérdida, sin
comprender el momento de la huida, queriendo creer que ésta no fue
tal aprovechando el otro
la confusión, camuflado entre las ropas mojadas dando vertiginosas
vueltas en el ciclón de agua y detergente, parapetado en su espuma;
sino un accidente siendo éste arrastrado… ¿hacia dónde?...
¿adónde van los calcetines perdidos? …¿quizás al país de los
calcetines perdidos?...; y si no fuera así y se marcharan de propia
voluntad: ¿en busca de qué?... a lo mejor es que, al igual que
sucede con las personas, existen los calcetines infieles.
También
los calcetines tienen derecho a desligarse de la cadena que les une
eternamente a su pareja. Puede que, al igual que algunos humanos, se
cansen de estar siempre con el mismo. Nosotros los humanos que somos
seres sentimentales y optimistas en bastantes ocasiones, guardamos el
desparejado esperando que algún día, por mor de la magia, vuelvan a
unirse para enfundar nuevos pasos. Pero esto no ocurre nunca. Bueno
no es exactamente así porque en ocasiones y agazapados en la goma de
la puerta de la lavadora –punto de salida a calcedonia-- aparecen
engurruñidos y al cabo del tiempo algún que otro calcetín; son los
arrepentidos de última hora caídos in extremis en la trampa, justo
en el límite de entre dos mundos, por su indecisión de
último momento de no irse y permanecer en el mismo sitio ante el
miedo a lo desconocido; sin saber bien en el fortuito hallazgo si han
querido o no irse. Tienen su parejo en los humanos indecisos, los que
titubean constantemente, los que vacilan siempre ante cualquier
situación, los extremadamente inseguros, los demasiado previsores, y
como no: los oportunistas.
Hay
quien dice, haciendo un símil con la vida de las personas, que
algunos calcetines nunca llegan a viejos en pares, pues antes de que
ceda la goma que mantiene su boca apretada; antes de que el desgaste
de su piel les aperture una ventana al exterior haciéndolos
inservibles, uno de los dos se pierde... se va... no importa los
anteriores miles de abrazos fundidos por un fuerte nudo; un nudo que
hasta ese momento los había hecho únicos, que los había
diferenciado de los otros; un nudo que en el universo de los demás
les hacía reconocerse en su propia personalidad; su particular
idiosincrasia: su aterciopelada suavidad o, por qué no, su rugosa
aspereza. Puede que al final siempre acabemos solos. En esta
reflexión sobre la soledad persistente del ser humano he leído en
algún escrito que quizás tengamos que aprender de los calcetines de
que en esta vida, poco a poco, nos vamos quedando solos; de que en
este mundo y en este tiempo es muy difícil llegar a viejo en pareja
porque a uno siempre lo están abandonando, porque en ideales y
locuras se van perdiendo las compañías, porque tal vez a nadie le
interese nadie, porque la vida es un constante dejar ir … ¿pero
eso es realmente siempre así?... me cuesta creerlo pues detrás de
la huida quedan los recuerdos felices, los momentos vividos en los
afectos, las experiencias compartidas en un bagaje existencial que
suma más que resta; y por delante las nuevas oportunidades de
sentirse vivo, de querer compartir nuevos sentimientos con otros...,
como alivio de la soledad del abandono sentida por los que se quedan.
Los
que se quedan saben que no van a desaparecer; que van a ser fieles,
aunque de momento sufran por la desaparición del otro.
Puedo imaginar el primer instante de desconcierto de la deserción:
colgado boca abajo, prendido el calcetín de lana con una pinza en la
cuerda del tendedero, junto a otro de algodón como nueva pareja, al
que no le une ni siquiera el mismo desgaste, por no hablar de
parecido o similar color de piel, envidiando a aquellos otros que
distendidos retozan muy juntos con sus pares, acariciados por el aire
en el secado natural. ¿Que será de nosotros, a partir de ahora?,
seguro se preguntarán los abandonados imaginando un destierro de
olvido en algún cajón, junto con otros desparejados a la espera de
encontrarles un similar al que, más tarde, quedarán extrañamente
unidos... o no.
No
siempre el infortunio se ceba con todos los calcetines desparejados.
En aras a remediar el despropósito que habito en mi empeño por
vestir los pies, mi mujer ha encontrado una ingeniosa solución de
orden: los muy diferentes han ido a anidar su tristeza desparejada de
por vida al fondo del cajón en una orgía de calcetines abandonados.
Delante al inicio del cajón ha acoplado los poquitos que tienen
pareja reconocida. De entremedias ha colocado
convenientemente entrelazados por un fuerte nudo los demás
desparejados por categorías de uso: los que son casi iguales por su
textura; los que presentan dibujos algo parecidos, aunque sea
remotamente... o los complementarios en razón de colores... y ya en
el caso más extremo la solución más general: por razón exclusiva
de su tamaño aunque no se parezcan en nada...; a simple vista la más disparatada.
Este
último era el caso de la pareja de nailon y algodón que habitaban
su anidada soledad a la mitad del cajón, olvidados durante mucho
tiempo hasta que una mañana muy temprano se me pegaron literalmente
a la mano, nada más introducir ésta en el cajón de calcetines en
busca de una pareja reconocida, valiéndose ambos para su estratagema
de mi persistente somnolencia a horas tan intempestivas. Los sacudí
con cabreo intentando desprenderme de su inutilidad pero no hubo
forma de deshacerme de ellos pues se habían aferrado fuertemente a
mis dedos en un desesperado intento por ser útiles; y en el apremio
por no llegar tarde a una importante prueba de examen, no me quedó
más remedio que adoptarles para mis pies aunque fuera sólo para
aquella urgente ocasión. De todas formas, y a simple vista en la
semioscuridad de la habitación, parecían tener parecida medida y
color.
Apreciación
de la que salí de dudas con asombro, a media mañana, al tibio sol
de una terraza-bar celebrando el éxito de la prueba de examen. Del
asombro pasé a la más sonora carcajada que puso en alerta a un par
de clientes del bar: ambos calcetines no se parecían en nada, ni en
la textura, ni en el color, ni en el tamaño... aún así no me
desagradó la escena cuando me vi los pies: me pareció ridícula y a
la vez graciosa. No sé si aquello actuó como amuleto para salir
airoso ante el tribunal que juzgaba mi trabajo, el caso es que me
sentí muy cómodo contestando, y bien, a todas las preguntas de tan
doctos profesores. No lo sé. Después, y por si acaso fuera así, me
he puesto calcetines diferentes cada vez que tengo una cita
importante. Ahora los calcetines que habitan la mitad de mi cajón
están encantados con sus nuevas parejas, sabedores que el otro nunca
se irá, que nunca le abandonará. Será que, como sucede en los
humanos, el amor, la lealtad y la fidelidad fluya más y mejor entre
los diversos, los dispares, los desiguales..., los complementarios,
que entre los que se parecen en todo.
Es
la pugna de los diferentes, de los considerados distintos, de los que
esgrimen con orgullo ser singulares...; de los sin pares. Tantas
soledades juntas, tanta dejación, tanta renuncia soportada, tanto
desistimiento en un mundo de calcetines abandonados nos deben llevar
a aprender juntos a andar solos, a caminar por nosotros mismos. No
esperaremos a que nos rescaten, escaparemos del cajón para forjar un
destino en pos de seguir persiguiendo los sueños, una meta
enfundando nuevos pasos. No buscaremos pares, buscaremos vida... y
acompañadas soledades.
FranciscoMolinaGómez