A
partir del año mil novecientos sesenta y cinco fui asiduo pasajero
de un vetusto tranvía que me transportaba todos los días a la
academia donde cursaba los estudios de bachillerato. Ese viaje diario
mediaba entre la salida de los pabellones del orfanato en Armilla
para asistir a la academia en Granada ciudad; y la vuelta --¡ay la
vuelta!--; de vuelta no quería llegar nunca a tan indeseado destino,
anhelaba con toda mi alma quedarme de por vida en aquel recogido
espacio en un extraño viaje con el paisaje sucediéndose a sí
mismo, sin cansarme nunca aunque se repitieran las mismas secuencias
una y otra vez.
Destartalado
reducto que sigue estando muy presente en los posos de mis recuerdos
y que, ahora, inevitablemente aflora a la superficie de esta página
en la convicción de que era aquel un espacio singular, único,
distinto; un oasis de libertad en movimiento atravesando un desierto,
una diligencia cruzando los desolados y peligrosos páramos de las
reservas indias como en una secuencia de película del oeste
americano; desguarnecido territorio comanche con sensación de
emboscada que ya duraba trece años, y que se prolongaría siete más
entre un mundo amable, cercano, con sus noches de neón, sus tiendas
y escaparates iluminados, llenos de objetos deseables y aquel otro
mundo cerrado, lleno de carencias, del que me inquietó siempre sus
sonidos de miedos antiguos diluidos entre las brumas del tiempo y
el oscurantismo de los sucesos callados, rebotando como flechas rotas
en la carcasa amarilla como seguro parapeto; guareciéndome en el
interior del tranvía en una huida hacia un futuro en colores que me
pertenecía y que deseaba sin vuelta al pasado gris más remoto.
A
la vuelta, en ocasiones; imaginaba una travesía que fuera
adquiriendo velocidad conforme aquella caja alargada con ruedas
rodaba por las vías como rampas de lanzamiento que le impulsara a
algún lugar que careciera de identidad conocida, donde fuera
esperado y deseado; en un ir de viaje que en muchas ocasiones codicié
que no acabara. Su andar pausado, metálico, me reconfortaba, me
hacía soñar. Hubiera estado así toda la vida en un recorrido sin
fin, confundiendo tiempo y espacio en una misma cosa; sintiendo la aceleración vertiginosa de los postes
eléctricos acercándose peligrosamente hacia mí con rítmicos
zumbidos para después alejarse a velocidad de vértigo, confundido
el paisaje y el aire en un flujo de energía donde el vórtice de
fuerzas me impulsaran hacia un futuro más grato que el de aquellos
días.
Otras
veces ansiaba que no se produjera retorno alguno, que el viaje no
tuviera estación anunciada, y que el destino no encontrara lugar ni
siquiera el más remoto; anhelaba que el tiempo se detuviera y que yo
quedara varado en mitad de la vega, absorto en mis pensamientos:
elucubraciones de anhelos reprimidos para viaje tan corto.
Y
entre ambas visiones, habitaba el presente como tiempo que conjugaba
sin apenas ser consciente de mis traumas, de mis miedos; pero
sintiéndolos. Me perturbaba el final del trayecto, el despertar del
sueño en los viejos pabellones donde me esperaba una cena muy fría
y alguna presencia indeseada rayando la obsesión de la que salí
como pude.
Consciente,
sin embargo, de aquella resignada realidad, suspiraba por que un día
cualquiera, el tranvía no parara en la estación de Armilla y
continuara rodando en un viaje hasta los imaginados confines del
camino de hierro: la capital del valle de Lecrín: Dúrcal. Eran
tiempos de escasez y nunca me pude permitir viaje tan largo.
Pero
hubo una ocasión iniciada la década de los setenta.
No
era un territorio
No
sé porqué me eligió si no era de su confianza. Yo diría, incluso,
que ni de su agrado. Hacía poco que la reverenda madre superiora del
orfanato, sor Fernanda, la de los bravíos apellidos –Guerra
Bravo--, y yo habíamos discutido por el reparto de las prendas de
vestir –de cuya misión era dueña y señora--, por adjudicarme,
como siempre, las que no eran de mi agrado, sin opción a elección
alguna que otros si tenían. Creo que me había incluido en una
especie de lista negra por nuestras acostumbradas discusiones. No
obstante fui comisionado por ella para hacer llegar importante
mensaje personal, con contestación urgente, al cura párroco de
Dúrcal. Tan insigne embajador, perdón por la inmodestia, no podía
prescindir del preceptivo séquito, así que pedí que se me agregara
en el viaje un interno nativo de Dúrcal, un estudiante de otra
generación posterior para que hiciera de cicerone: Manuel Puerta.
Algunos pocos años más joven que yo, era un buen compañero,
huérfano de padre, con el que compartía el día a día en horario
distintos a los demás internos: habitación de estudio,
dormitorio..., un chaval amable, dialogante, respetuoso...; en fin un
buen compañero.
En
aquella nublada y fría mañana de primavera, una fresca brisa nos
animaba a ambos a aligerar el paso campo a través con las primeras
casas bajas y la pequeña granja avícola, alineando el
camino que marcaban también enormes eucaliptos hasta el acceso a la
base aérea en la carretera general. Siguiendo las tapias del cuartel
de aviación, caminando en peligroso arcén llegamos a la parada del
tranvía --curiosa edificación en forma de pagoda--,
destacando en el abierto entorno por su color gris oscuro. Una amplia
sala de espera hacía de vestíbulo de dos pequeñas dependencias. En
la menor, el jefe de estación, de perfil, confirmaba al interlocutor
del otro lado del telefonillo manual: ¡Vía
libre!... para el tranvía que saliendo desde el Humilladero
en Granada capital arribaba hasta aquel punto de encuentro –donde
se bifurcaban las vías-- hacia Dúrcal, en perfecta sintonía con
otro que llegaba desde las Gabias; acercándose
lentamente hacia nosotros con desacompasado y rítmico vaivén,
haciendo valer su hegemónica y exclusiva posesión de las vías de
acero, donde arrastró, como nunca, sus pesadas ruedas metálicas en
la frenada, en un chirriar como de descuidada maquinaria con falta de
engrase o, tal vez, simplemente obsolencia.
El
ambiente plomizo hacía de los aledaños de la estación de Armilla
una mancha gris con matices que enfatizaba las dos pinceladas de
color varadas en vías diferentes: el amarillo del tranvía de Las
Gabias y el azul del tranvía de Dúrcal a cuyo desahogado interior
accedimos ocupando, sin problemas, dos de los asientos con visión
del paisaje en el sentido de la marcha. Seguramente por su
cotidianidad de muchos viajes anteriores a su pueblo, mi compañero
no compartía conmigo, en aquel momento, ese sentimiento primario de
viajero, de nómada que todos llevamos dentro. Iniciaba la travesía
tan deseada que me llevaría a los confines del camino de acero,
mecido por el vaivén del tranvía con su andar monótono de
regular cadencia, abandonándome a su arrullo metálico que
acompasaba en un suave y repetitivo balanceo.
Relajado
el cuerpo, saturaban mis sentidos el paisaje rural que se extendía
desde Alhendín a Otura, y cuya agradable visión compartía con mi
compañero de viaje. A los campos de cultivo de cereales le sucedían
las huertas con sus bancales de piedra conteniendo rica variedad de
árboles frutales en plena floración, pintando de blanco y violeta
el campo gris. Al llegar al Padul el paisaje se ensanchaba
desmesuradamente acogiendo a todo el pasaje en su gran socavón: una
inmensa y oscura depresión de terreno carbonífero. Nos adentrábamos
en los prolegómenos del valle de Lecrín con un cambio del
paisaje, principalmente de su topografía –más escarpada-- en la
que destacaba, casi inabarcable a la vista, el profundo y abrupto
valle del río Ízbor --o
río Dúrcal--, con
toda suerte de vegetación de ribera y que me permitió vivir en
primera persona toda una experiencia de levitación real.
La
continua ascensión desde el Padul, haciendo escala en la estación
de la pedanía de Marchena, solo se hizo perceptible cuando con
sonido de lata, el tranvía abandonó la tierra para despegar en el
aire suspendido sobre el artificio de acero: el puente de Dúrcal,
una sorprendente obra de ingeniería, cuya ligereza y simplicidad no
apagaba su hito tecnológico integrándose en perfecta armonía con
el paisaje natural que le circundaba, el que afortunadamente pude
captar, con toda su intensidad a vista de pájaro, desde aquel
adelantado viaducto de hierro. Era el preludio de la llegada a la
estación de Dúrcal: una pequeña construcción rectangular rematada
por cubiertas a cuatro aguas. En uno de los lados, el del interior a
las vías, la cubierta se prolongaba con menor pendiente formando un
ligero porche, en dirección, a corta distancia, hacia un grueso
murete de obra que hacía de tope de las vías, con el final de las
mismas. Descubría, por fin, el límite de los raíles de acero. Fin
del viaje, hora y cuarto más tarde de su inicio.
La
siguiente secuencia en mi memoria no me ubica en la iglesia de
Dúrcal, ni en su sacristía cumpliendo el recado de sor Fernanda –ni
siquiera me acuerdo de que trataba mensaje tan importante--, sino en
la ajetreada cocina de la casa del pueblo de mi compañero y
cicerone, donde después de efusivos saludos y presentaciones, una
legión de familiares entraban y salían de la casa con afectuosos
saludos de bienvenida. Entre fogones su madre, a la que ya conocía
de visitar a su hijo en el orfanato, se afanaba preparando toda
suerte de manjares con los que pretendían agasajarnos --sabedores
de nuestra visita--,
bajo la dirección de la abuela de mi compañero, que no perdía
puntá
ya que alternaba simultáneamente su actividad de chef con la de
narradora de historias --la
de su familia, la de los
ratas (mote con el que se
la conocía en el pueblo)--;
y en el entreacto de las
batallitas narradas, aderezaba y daba los últimos toques a las
viandas que poco después adornaban una abundante mesa donde me senté
como si habitualmente así lo hiciera. La hospitalidad y amabilidad
hacia mi persona fue casi avasalladora.
No
hace falta que diga que cuarenta ojos vigilaban para que no dejara
ni un resto de aquel menú de vigilia de Semana Santa: potaje y
buñuelos de bacalao, sardinas amoragadas, tortilla de collejas y
variedad de postres; buñuelos de viento, torrijas y roscos
edulcorados con miel de caña de producción local. En fin un festín.
Di cumplida cuenta, hasta saciarme, de aquellos preparados caseros en
una voluntaria aceptación de pecador. Ciertamente allí hubo mucha
gula por mi parte. No sólo sacié el hambre que ya me despertara en
la cocina aquellos olores tan agradablemente intensos, sino otro de
los apetitos más insaciables, del que estaba más necesitado: el de
la afectividad, en un cálido ambiente de sobremesa hogareña en la
que los mismos ojos que nos vigilaban nos erigieron en principales
actores de la velada.
Era
entrañable percibir en el cruce de miradas, amables, sonrientes,
solícitas... la intensidad de los gestos que el tiempo y los sucesos
de la vida habían imprimido, hasta en las facciones, a tres
generaciones que ahora departían afablemente juntas: miradas tan
iguales y distintas a la vez, que más que observar hablaban por sí
solas --sobre todo en los silencios-- de esos vínculos indisolubles
que une el amor, el cariño, el arraigo a la familia, el ser uno
mismo y, a la vez, parte de otro, aunque alguna de ellas como la de
la abuela mostrara ya ese color mate de la veladura que produce el cansancio de los
años. También sus oídos permanecían atentos a cualquier solicitud
de deseo que hiciéramos, a cualquier comentario; muy interesados en
escuchar los trascendentes, para ellos, e intrascendentes, para
nosotros, acontecimientos del orfanato, prolongando momentos tan
agradables, deseosos todos de que no acabaran, cuando ya el ambiente
se había saturado de olor a leña que crepitaba en el fuego de
chimenea, y que caldeaba el ambiente, mientras en la calle bajaba la
temperatura conforme avanzaba la tarde.
Pero
aquí no acabó la cosa, ya que para rematar la intensa velada
gastronómica, y como culminación de sobremesa tan amena, para la
merienda, la abuela nos colocó, casi sin advertirlo, ante nuestro
supersaturado sentido del gusto, su postre sorpresa, su especialidad:
arroz con leche de la abuela, de cuya ración que nos correspondiere
no había que dejar sin comer ningún grano de arroz si uno
quería abandonar la casa más tarde. Vamos que si no te comías todo
no te dejaban marchar. Pude comprobar que en aquella familia había
cosas de las que se descartaba a
priori su negociación, y
una de ellas era el plato de arroz con leche que preparaba la abuela
de Manuel Puerta. Pero aquel plato no era un recipiente cualquiera;
si su diámetro era exagerado, su profundidad no le desmerecía.
Aflojé mis compuertas para no reventar y buscarle sitio a aquella
delicia de dioses. A duras penas la pude reubicar en algún lugar
desconocido de mi cuerpo.
Al
final habíamos cumplido como auténticos ratas,
dejando en el plato sólo el brillo de la loza. Fue entonces
cuando la abuela siempre solícita nos hizo su último regalo. En
previsión de que nos hubiéramos quedado con hambre y para el viaje
de regreso, antes de que anocheciera, nos preparó unos paquetes con
hornazos: unos panes con un huevo duro en su interior muy típico de
aquel lugar y de aquellas fechas, apremiándonos en aquel instante a
que nos comiéramos uno antes de despedirnos. En ese momento estuve
casi a punto de pedir por favor a mi amigo que encerrara a su abuela
en una habitación y la atara a un mueble, para así poder marchar
a tiempo, antes de que mi cuerpo pudiera resentirse y me abandonara
al no reconocerme.
Nos
escabullimos como pudimos si bien la abuela nos siguió hasta el
vestibulo de la entrada farfullando a los demás: Deberían de
comerse alguno antes de coger el tranvía..., deberían de comerse
alguno... al tiempo que ya en la puerta de la casa nos despedimos.
Enfilamos rápido la calle abajo hacia la estación con cierta
prevención por mi parte, mirando intermitentemente y de soslayo
hacia un lado y otro del itinerario, intentando acelerar el paso para
llegar cuanto antes al tranvía, pues en esos instantes de confusión
de los sentidos por exceso de comida, sobrevolaron sobre mi castigada
mente, y sin poderlo evitar, temerosos y extraños sucesos:
imaginaba que en cada esquina de las calles que atravesábamos nos
abordaban, sorprendiéndonos, una legión de abuelas, como sombras,
embozadas hasta la cara con la misma toquilla negra de lana que la de
la abuela de mi compañero, de las que entresacaban, donde escondían,
infinidad de hornazos, aún calientes, que nos obligaban a comer
hasta saciarnos, sin que cesaran en su obsesivo deseo de que
comiéramos uno más, y otro., y otro... hasta aumentar tanto de
volumen que temí nos impidiera llegar por nuestros propios pies a
la estación de tranvías. Cuando al poco rato regresé a la
realidad, no dejaba de esbozar con alivio una insinuada sonrisa que
pasó desapercibida a la atención de mi compañero. Habíamos
alcanzado por fin, y sin ninguna sorpresa ni novedad, el pequeño
edificio de la estación.
Ya
de regreso en el tranvía divisando de nuevo el puente y a punto de
entrar en trance de una segunda levitación en aquel día, mirando a
mi compañero esbocé una larga sonrisa que esta vez no le pasó
desapercibida y por la que se interesó.
- De
que te ríes --me preguntó.
- ¡Joder!.
No me lo puedo creer. El final de este camino que tantas veces he
deseado conocer, no es un territorio….. --hice una pausa que
provocó en él su curiosidad de mi respuesta, inquiriéndome a
continuación.
- ¿Entonces
que es?
- ¡Joder!,
lo has visto con tus propios ojos, es ¡¡¡un descomunal y abundante
plato de arroz con leche hasta el borde, para reventar!!! ¡Cómo
cojones lo iba siquiera a imaginar?
Los
dos reímos a carcajadas en el instante en que aquel artefacto
empezó a sonar como una lata. Estábamos de nuevo suspendidos en
el aire. Abajo, brillando en la neblina, el río dibujaba un sinuoso
sendero de plata.
FranciscoMolinaGómez.
(No
puedo negar que en mi difícil adolescencia hubo algunas ráfagas de
felicidad, y uno de esos destellos de bienestar lo viví intensamente
aquel día, en un sentimiento ambivalente con una cierta sana envidia
hacia mi compañero: la alegría porque aquellas buenas gentes me
hicieran sentir por un día un hijo más de la familia, y el lamento
de que aquello acabara tan rápido y no se pudiera repetir. Al final
del camino de hierro hubo algo más que un abundante plato de arroz
con leche: la experiencia vital que soñara en aquellos viajes en
tranvía a ninguna parte: la de sentirse deseado en la llegada para convivir por unas horas en un auténtico
hogar con gente que desbordaban cariño y afectividad por todos los
poros de su piel. Toda mi gratitud en la dedicatoria de esta entrada
a Manuel Puerta y su cariñosa familia, allí donde estén ahora...
Mil gracias)