jueves, 1 de febrero de 2018

EL FINAL DEL CAMINO DE HIERRO










Puente de Dúrcal, o puente de lata --acepción con la que se le conoce y que aludía al sonido que emitía el tranvía cuando lo atravesaba--, sobre el río Ízbor en Dúrcal, Valle de Lecrín, Granada. En la actualidad, desaparecido el tranvía en mil novecientos setenta y uno, al viejo puente metálico --convertido ahora en paseo para los sentidos-- le ha salido un vecino rival en forma de viaducto de hormigón que eclipsa aquella magnificencia y prestancia de hito de hierro que unía las dos márgenes del río, sobrevolando el paisaje en continuo diálogo con él sin interferirse entre sí, a más de cincuenta metros de altura, y al que habíamos erigido imponente ojos asombrados de niños




A partir del año mil novecientos sesenta y cinco fui asiduo pasajero de un vetusto tranvía que me transportaba todos los días a la academia donde cursaba los estudios de bachillerato. Ese viaje diario mediaba entre la salida de los pabellones del orfanato en Armilla para asistir a la academia en Granada ciudad; y la vuelta --¡ay la vuelta!--; de vuelta no quería llegar nunca a tan indeseado destino, anhelaba con toda mi alma quedarme de por vida en aquel recogido espacio en un extraño viaje con el paisaje sucediéndose a sí mismo, sin cansarme nunca aunque se repitieran las mismas secuencias una y otra vez.
Destartalado reducto que sigue estando muy presente en los posos de mis recuerdos y que, ahora, inevitablemente aflora a la superficie de esta página en la convicción de que era aquel un espacio singular, único, distinto; un oasis de libertad en movimiento atravesando un desierto, una diligencia cruzando los desolados y peligrosos páramos de las reservas indias como en una secuencia de película del oeste americano; desguarnecido territorio comanche con sensación de emboscada que ya duraba trece años, y que se prolongaría siete más entre un mundo amable, cercano, con sus noches de neón, sus tiendas y escaparates iluminados, llenos de objetos deseables y aquel otro mundo cerrado, lleno de carencias, del que me inquietó siempre sus sonidos de miedos antiguos diluidos entre las brumas del tiempo y el oscurantismo de los sucesos callados, rebotando como flechas rotas en la carcasa amarilla como seguro parapeto; guareciéndome en el interior del tranvía en una huida hacia un futuro en colores que me pertenecía y que deseaba sin vuelta al pasado gris más remoto.
A la vuelta, en ocasiones; imaginaba una travesía que fuera adquiriendo velocidad conforme aquella caja alargada con ruedas rodaba por las vías como rampas de lanzamiento que le impulsara a algún lugar que careciera de identidad conocida, donde fuera esperado y deseado; en un ir de viaje que en muchas ocasiones codicié que no acabara. Su andar pausado, metálico, me reconfortaba, me hacía soñar. Hubiera estado así toda la vida en un recorrido sin fin, confundiendo tiempo y espacio en una misma cosa; sintiendo la aceleración vertiginosa de los postes eléctricos acercándose peligrosamente hacia mí con rítmicos zumbidos para después alejarse a velocidad de vértigo, confundido el paisaje y el aire en un flujo de energía donde el vórtice de fuerzas me impulsaran hacia un futuro más grato que el de aquellos días.
Otras veces ansiaba que no se produjera retorno alguno, que el viaje no tuviera estación anunciada, y que el destino no encontrara lugar ni siquiera el más remoto; anhelaba que el tiempo se detuviera y que yo quedara varado en mitad de la vega, absorto en mis pensamientos: elucubraciones de anhelos reprimidos para viaje tan corto.
Y entre ambas visiones, habitaba el presente como tiempo que conjugaba sin apenas ser consciente de mis traumas, de mis miedos; pero sintiéndolos. Me perturbaba el final del trayecto, el despertar del sueño en los viejos pabellones donde me esperaba una cena muy fría y alguna presencia indeseada rayando la obsesión de la que salí como pude.
Consciente, sin embargo, de aquella resignada realidad, suspiraba por que un día cualquiera, el tranvía no parara en la estación de Armilla y continuara rodando en un viaje hasta los imaginados confines del camino de hierro: la capital del valle de Lecrín: Dúrcal. Eran tiempos de escasez y nunca me pude permitir viaje tan largo.
Pero hubo una ocasión iniciada la década de los setenta.














No era un territorio



No sé porqué me eligió si no era de su confianza. Yo diría, incluso, que ni de su agrado. Hacía poco que la reverenda madre superiora del orfanato, sor Fernanda, la de los bravíos apellidos –Guerra Bravo--, y yo habíamos discutido por el reparto de las prendas de vestir –de cuya misión era dueña y señora--, por adjudicarme, como siempre, las que no eran de mi agrado, sin opción a elección alguna que otros si tenían. Creo que me había incluido en una especie de lista negra por nuestras acostumbradas discusiones. No obstante fui comisionado por ella para hacer llegar importante mensaje personal, con contestación urgente, al cura párroco de Dúrcal. Tan insigne embajador, perdón por la inmodestia, no podía prescindir del preceptivo séquito, así que pedí que se me agregara en el viaje un interno nativo de Dúrcal, un estudiante de otra generación posterior para que hiciera de cicerone: Manuel Puerta. Algunos pocos años más joven que yo, era un buen compañero, huérfano de padre, con el que compartía el día a día en horario distintos a los demás internos: habitación de estudio, dormitorio..., un chaval amable, dialogante, respetuoso...; en fin un buen compañero.

En aquella nublada y fría mañana de primavera, una fresca brisa nos animaba a ambos a aligerar el paso campo a través con las primeras casas bajas y la pequeña granja avícola, alineando el camino que marcaban también enormes eucaliptos hasta el acceso a la base aérea en la carretera general. Siguiendo las tapias del cuartel de aviación, caminando en peligroso arcén llegamos a la parada del tranvía --curiosa edificación en forma de pagoda--, destacando en el abierto entorno por su color gris oscuro. Una amplia sala de espera hacía de vestíbulo de dos pequeñas dependencias. En la menor, el jefe de estación, de perfil, confirmaba al interlocutor del otro lado del telefonillo manual: ¡Vía libre!... para el tranvía que saliendo desde el Humilladero en Granada capital arribaba hasta aquel punto de encuentro –donde se bifurcaban las vías-- hacia Dúrcal, en perfecta sintonía con otro que llegaba desde las Gabias; acercándose lentamente hacia nosotros con desacompasado y rítmico vaivén, haciendo valer su hegemónica y exclusiva posesión de las vías de acero, donde arrastró, como nunca, sus pesadas ruedas metálicas en la frenada, en un chirriar como de descuidada maquinaria con falta de engrase o, tal vez, simplemente obsolencia.

El ambiente plomizo hacía de los aledaños de la estación de Armilla una mancha gris con matices que enfatizaba las dos pinceladas de color varadas en vías diferentes: el amarillo del tranvía de Las Gabias y el azul del tranvía de Dúrcal a cuyo desahogado interior accedimos ocupando, sin problemas, dos de los asientos con visión del paisaje en el sentido de la marcha. Seguramente por su cotidianidad de muchos viajes anteriores a su pueblo, mi compañero no compartía conmigo, en aquel momento, ese sentimiento primario de viajero, de nómada que todos llevamos dentro. Iniciaba la travesía tan deseada que me llevaría a los confines del camino de acero, mecido por el vaivén del tranvía con su andar monótono de regular cadencia, abandonándome a su arrullo metálico que acompasaba en un suave y repetitivo balanceo.

Relajado el cuerpo, saturaban mis sentidos el paisaje rural que se extendía desde Alhendín a Otura, y cuya agradable visión compartía con mi compañero de viaje. A los campos de cultivo de cereales le sucedían las huertas con sus bancales de piedra conteniendo rica variedad de árboles frutales en plena floración, pintando de blanco y violeta el campo gris. Al llegar al Padul el paisaje se ensanchaba desmesuradamente acogiendo a todo el pasaje en su gran socavón: una inmensa y oscura depresión de terreno carbonífero. Nos adentrábamos en los prolegómenos del valle de Lecrín con un cambio del paisaje, principalmente de su topografía –más escarpada-- en la que destacaba, casi inabarcable a la vista, el profundo y abrupto valle del río Ízbor --o río Dúrcal--, con toda suerte de vegetación de ribera y que me permitió vivir en primera persona toda una experiencia de levitación real.

La continua ascensión desde el Padul, haciendo escala en la estación de la pedanía de Marchena, solo se hizo perceptible cuando con sonido de lata, el tranvía abandonó la tierra para despegar en el aire suspendido sobre el artificio de acero: el puente de Dúrcal, una sorprendente obra de ingeniería, cuya ligereza y simplicidad no apagaba su hito tecnológico integrándose en perfecta armonía con el paisaje natural que le circundaba, el que afortunadamente pude captar, con toda su intensidad a vista de pájaro, desde aquel adelantado viaducto de hierro. Era el preludio de la llegada a la estación de Dúrcal: una pequeña construcción rectangular rematada por cubiertas a cuatro aguas. En uno de los lados, el del interior a las vías, la cubierta se prolongaba con menor pendiente formando un ligero porche, en dirección, a corta distancia, hacia un grueso murete de obra que hacía de tope de las vías, con el final de las mismas. Descubría, por fin, el límite de los raíles de acero. Fin del viaje, hora y cuarto más tarde de su inicio.

La siguiente secuencia en mi memoria no me ubica en la iglesia de Dúrcal, ni en su sacristía cumpliendo el recado de sor Fernanda –ni siquiera me acuerdo de que trataba mensaje tan importante--, sino en la ajetreada cocina de la casa del pueblo de mi compañero y cicerone, donde después de efusivos saludos y presentaciones, una legión de familiares entraban y salían de la casa con afectuosos saludos de bienvenida. Entre fogones su madre, a la que ya conocía de visitar a su hijo en el orfanato, se afanaba preparando toda suerte de manjares con los que pretendían agasajarnos --sabedores de nuestra visita--, bajo la dirección de la abuela de mi compañero, que no perdía puntá ya que alternaba simultáneamente su actividad de chef con la de narradora de historias --la de su familia, la de los ratas (mote con el que se la conocía en el pueblo)--; y en el entreacto de las batallitas narradas, aderezaba y daba los últimos toques a las viandas que poco después adornaban una abundante mesa donde me senté como si habitualmente así lo hiciera. La hospitalidad y amabilidad hacia mi persona fue casi avasalladora.

No hace falta que diga que cuarenta ojos vigilaban para que no dejara ni un resto de aquel menú de vigilia de Semana Santa: potaje y buñuelos de bacalao, sardinas amoragadas, tortilla de collejas y variedad de postres; buñuelos de viento, torrijas y roscos edulcorados con miel de caña de producción local. En fin un festín. Di cumplida cuenta, hasta saciarme, de aquellos preparados caseros en una voluntaria aceptación de pecador. Ciertamente allí hubo mucha gula por mi parte. No sólo sacié el hambre que ya me despertara en la cocina aquellos olores tan agradablemente intensos, sino otro de los apetitos más insaciables, del que estaba más necesitado: el de la afectividad, en un cálido ambiente de sobremesa hogareña en la que los mismos ojos que nos vigilaban nos erigieron en principales actores de la velada.

Era entrañable percibir en el cruce de miradas, amables, sonrientes, solícitas... la intensidad de los gestos que el tiempo y los sucesos de la vida habían imprimido, hasta en las facciones, a tres generaciones que ahora departían afablemente juntas: miradas tan iguales y distintas a la vez, que más que observar hablaban por sí solas --sobre todo en los silencios-- de esos vínculos indisolubles que une el amor, el cariño, el arraigo a la familia, el ser uno mismo y, a la vez, parte de otro, aunque alguna de ellas como la de la abuela mostrara ya ese color mate de la veladura que produce el cansancio de los años. También sus oídos permanecían atentos a cualquier solicitud de deseo que hiciéramos, a cualquier comentario; muy interesados en escuchar los trascendentes, para ellos, e intrascendentes, para nosotros, acontecimientos del orfanato, prolongando momentos tan agradables, deseosos todos de que no acabaran, cuando ya el ambiente se había saturado de olor a leña que crepitaba en el fuego de chimenea, y que caldeaba el ambiente, mientras en la calle bajaba la temperatura conforme avanzaba la tarde.

Pero aquí no acabó la cosa, ya que para rematar la intensa velada gastronómica, y como culminación de sobremesa tan amena, para la merienda, la abuela nos colocó, casi sin advertirlo, ante nuestro supersaturado sentido del gusto, su postre sorpresa, su especialidad: arroz con leche de la abuela, de cuya ración que nos correspondiere no había que dejar sin comer ningún grano de arroz si uno quería abandonar la casa más tarde. Vamos que si no te comías todo no te dejaban marchar. Pude comprobar que en aquella familia había cosas de las que se descartaba a priori su negociación, y una de ellas era el plato de arroz con leche que preparaba la abuela de Manuel Puerta. Pero aquel plato no era un recipiente cualquiera; si su diámetro era exagerado, su profundidad no le desmerecía. Aflojé mis compuertas para no reventar y buscarle sitio a aquella delicia de dioses. A duras penas la pude reubicar en algún lugar desconocido de mi cuerpo.

Al final habíamos cumplido como auténticos ratas, dejando en el plato sólo el brillo de la loza. Fue entonces cuando la abuela siempre solícita nos hizo su último regalo. En previsión de que nos hubiéramos quedado con hambre y para el viaje de regreso, antes de que anocheciera, nos preparó unos paquetes con hornazos: unos panes con un huevo duro en su interior muy típico de aquel lugar y de aquellas fechas, apremiándonos en aquel instante a que nos comiéramos uno antes de despedirnos. En ese momento estuve casi a punto de pedir por favor a mi amigo que encerrara a su abuela en una habitación y la atara a un mueble, para así poder marchar a tiempo, antes de que mi cuerpo pudiera resentirse y me abandonara al no reconocerme.

Nos escabullimos como pudimos si bien la abuela nos siguió hasta el vestibulo de la entrada farfullando a los demás: Deberían de comerse alguno antes de coger el tranvía..., deberían de comerse alguno... al tiempo que ya en la puerta de la casa nos despedimos. Enfilamos rápido la calle abajo hacia la estación con cierta prevención por mi parte, mirando intermitentemente y de soslayo hacia un lado y otro del itinerario, intentando acelerar el paso para llegar cuanto antes al tranvía, pues en esos instantes de confusión de los sentidos por exceso de comida, sobrevolaron sobre mi castigada mente, y sin poderlo evitar, temerosos y extraños sucesos: imaginaba que en cada esquina de las calles que atravesábamos nos abordaban, sorprendiéndonos, una legión de abuelas, como sombras, embozadas hasta la cara con la misma toquilla negra de lana que la de la abuela de mi compañero, de las que entresacaban, donde escondían, infinidad de hornazos, aún calientes, que nos obligaban a comer hasta saciarnos, sin que cesaran en su obsesivo deseo de que comiéramos uno más, y otro., y otro... hasta aumentar tanto de volumen que temí nos impidiera llegar por nuestros propios pies a la estación de tranvías. Cuando al poco rato regresé a la realidad, no dejaba de esbozar con alivio una insinuada sonrisa que pasó desapercibida a la atención de mi compañero. Habíamos alcanzado por fin, y sin ninguna sorpresa ni novedad, el pequeño edificio de la estación.

Ya de regreso en el tranvía divisando de nuevo el puente y a punto de entrar en trance de una segunda levitación en aquel día, mirando a mi compañero esbocé una larga sonrisa que esta vez no le pasó desapercibida y por la que se interesó.
De que te ríes --me preguntó.
- ¡Joder!. No me lo puedo creer. El final de este camino que tantas veces he deseado conocer, no es un territorio….. --hice una pausa que provocó en él su curiosidad de mi respuesta, inquiriéndome a continuación.
- ¿Entonces que es?
- ¡Joder!, lo has visto con tus propios ojos, es ¡¡¡un descomunal y abundante plato de arroz con leche hasta el borde, para reventar!!! ¡Cómo cojones lo iba siquiera a imaginar?

Los dos reímos a carcajadas en el instante en que aquel artefacto empezó a sonar como una lata. Estábamos de nuevo suspendidos en el aire. Abajo, brillando en la neblina, el río dibujaba un sinuoso sendero de plata.



FranciscoMolinaGómez.
(No puedo negar que en mi difícil adolescencia hubo algunas ráfagas de felicidad, y uno de esos destellos de bienestar lo viví intensamente aquel día, en un sentimiento ambivalente con una cierta sana envidia hacia mi compañero: la alegría porque aquellas buenas gentes me hicieran sentir por un día un hijo más de la familia, y el lamento de que aquello acabara tan rápido y no se pudiera repetir. Al final del camino de hierro hubo algo más que un abundante plato de arroz con leche: la experiencia vital que soñara en aquellos viajes en tranvía a ninguna parte: la de sentirse deseado en la llegada para convivir por unas horas en un auténtico hogar con gente que desbordaban cariño y afectividad por todos los poros de su piel. Toda mi gratitud en la dedicatoria de esta entrada a Manuel Puerta y su cariñosa familia, allí donde estén ahora... Mil gracias)