Durante
mi estancia en el campamento militar de Camposoto, el mismo lugar por
el que tú, unos meses antes, habías pasado, me estuve acordando de
ti, querido Agustín –amigo y compañero de orfanato--. Posiblemente
tuvimos las mismas experiencias: la llegada entre improperios,
aquellos extraños primeros días, la penosa instrucción, los
socorridos descansos en camaradería con los compañeros reclutas
contemplando las marismas..., pero no sé si el día de la jura de
bandera, padeciste, al igual que yo, ese sentimiento de soledad,
olvidado por todos, que siempre nos había perseguido.
El
día de la jura de bandera desfilamos todas las compañías juntas,
con uniforme de paseo y guantes blancos, en el campo de
armas en donde vibraba la música en los altavoces distribuidos por
el perímetro del recinto, y vibraban vistosos y coloridos de domingo
de finales de septiembre: familiares, novias y amigos dándonos vivas
y saludándonos desde la tribuna y los alrededores del campo; y
vibramos también nosotros, con un grito unánime, al paso por la
tribuna desde donde erguido como un poste saludaba la autoridad
militar: ¡Atenta compañía!, saludo…, mientras el aire se
impregnaba de emotividad con los sones de las marchas militares a
flor de piel, erizándonos el vello, sacándonos por primera vez el
soldado escondido del que nos imbuyeron desde muy pequeños en un
país que era un inmenso cuartel --rememoración de los desfiles y
exhibiciones artísticas de tablas de gimnasia, ensayadas hasta el
hastío en nuestra pubertad del orfanato, como recordarás amigo
Agustín--- y para el que debíamos un servicio de armas.
Incomprensiblemente
nos habíamos contagiado de una irracional histeria
colectivo-patriótica. Nada se podía hacer contra aquella ofensiva
de himnos, de cánticos con proclamas hasta la saciedad del
honor, de la patria, del valor –todo ello sublimado por la
trascendencia de más de dos mil voces de hombres, perfectamente
sincronizadas como las notas de los instrumentos de una orquesta
musical--; del sacrificio hasta la muerte en el homenaje a los
caídos, ---rompiendo graves la emoción--, ahora las voces calladas
en un silencio sepulcral, en simultaneidad con los movimientos de las
marchas lentas de los que rendían honores, y los tiempos de la
música que nos cortó el aliento: el toque de oración. En aquel
instante aún no era consciente del compromiso de sacrificio de todo
aquel rito. Se nos pasaba inadvertido --en cualquier caso actitud
comprensible pues el haber llegado hasta aquel momento vital no era
un acto de libre decisión-- que allí se pudiera estar
escenificando nuestro propio funeral.
Después
de momento tan reflexivo y entre redobles de tambores y sonar de los
instrumentos de viento de la banda de música desfilamos para besar
la bandera nacional después del juramento de fidelidad y vuelta a la
formación para entonar el himno de infantería (nuestro himno de
arma de tierra), casi al final del acto con la sensibilidad aflorando
a todos los poros de la piel y arrebolados por el mensaje de su
letra que ya sabíamos de memoria: “ Ardor guerrero / vibra en
nuestras voces / y de amor patrio henchido el corazón / entonemos el
himno sacrosanto / del deber, de la patria y del honor /
¡honooooooor!,….”, aprendida por mor de la continuada repetición
en los días anteriores a la jura de bandera, sin detenerme en su
lectura hasta aquel momento en el que me di cuenta real de la
trascendencia del acto extraordinario del que, tanto yo como mis
compañeros de armas, habíamos sido los protagonistas; entonces
aquel arrebato inicial de euforia patriótica, en mi caso, fue
decayendo abrumado por la incierta futura penosidad conforme
desgranaba las letras de las estrofas del himno apercibiendo, ahora,
en su mensaje el supremo adeudo que habíamos firmado con la patria
en el instante del beso a la bandera, y del que al parecer eran
ajenos mis compañeros más próximos, pues apreciando el ¿fervor?
con el que cantaban: “… y por verte temida y honrada / contentos
tus hijos irán a la muerte / Si al caer en lucha fiera / ver flotar
victoriosa la bandera / ante esa visión postrera / orgullosos
morirán / Y la patria / a quién su vida le entregó / en la
frente dolorida / le devuelve agradecida / el beso que
recibió…”, no percibía que se dieran cuenta de la realidad:
que estaban –estábamos-- ofreciendo la vida en aras de salvar a
la nación de cualquier enemigo, y además teníamos que hacerlo no
sólo desinteresadamente sino con orgullo, superando el dolor en un
gesto de épica gloriosa y muriendo dulcemente, sin proferir siquiera
un leve ¡ay!, en el regazo consolador y el venturado beso de esa
otra madre: la patria.
Ya
no había escapatoria alguna, ¿pero quienes ¡diantre! --me
preguntaba-- habían escrito y puesto música a esto de banderas que
flotan mientras la estás palmando? Hay que joderse, con un par de
tiros en el vientre --me decía para mí-- ni ves bandera alguna
flotando, ni nadie viene a darte besitos en la frente dolorida. Con
las manos taponando la sangrante herida no está uno para
exaltaciones místicas, ¡pardiez!..., y así, terminada la canción
aún continué con mis reflexiones sobre la gravedad de aquel
compromiso para con mi país, hasta que en el ¡rompan filas! del
final del acto, tras la felicitación del general de turno al haber
alcanzado todos el grado de soldado, desperté de mi
preocupante ensoñamiento por el rugido, acompañado de gorras al
viento, de un grito ensordecedor de liberación: ¡¡¡Aire!!! A
lo hecho, pecho, me dije. Con las vivencias de la mili, al igual que
con el orfanato o con mi ciudad sigo manteniendo una extraña actitud
contradictoria de amor-odio.
Inmediatamente
el campo donde minutos antes se había escenificado el orden más
escrupuloso, era ahora un caos de efusividad de soldados y
familiares reencontrándose por primera vez después de tres meses;
un repertorio infinito de sonrisas dando la enhorabuena y de otras
recibiendo los parabienes; una retahíla interminable de
presentaciones a los compañeros: de aquellos padres que orgullosos
saludaban desde la tribuna; de sus novias de las que, seguramente,
habían compartido alguna confidencia; de los amigos del barrio de
los que conocían parte de sus aventuras; una inmensa fiesta
desbordada de risas, de abrazos, de besos de cariño, de besos de
amor…; era, en definitiva, aquel desorden, la felicidad de contar
en día tan señalado con la gente querida y de la que todos
participábamos…; o casi todos, pues aquellos agridulces momentos,
negándoseme la posibilidad de la felicitación de un amigo, del
abrazo de la escasa familia o del beso de mi novia --nadie acudió--,
me retrotrajeron a la misma soledad de todos los momentos importantes
que en mi vida hasta entonces habían sido.
En
el comedor donde la inmensa mayoría de compañeros soldados,
disfrutaban en animadas conversaciones con sus familias del menú
especial de fiesta, el T´ópolla, también sólo, y yo nos
consolábamos excusando la ausencia de nuestras novias a algún
imponderable de último momento que les había impedido viajar y
deseando ya, al término de la comida, partir al reencuentro con
ellas en un viaje con preceptiva compañía: la del enorme muñeco
que le llevábamos de regalo y que adquirimos en la cantina donde en
la zona que era bazar estaban expuestos vistiendo el uniforme
completo de soldado y luciendo la banda distintiva con la leyenda del
campamento: Cir 16 Campo Soto. Nos quedamos a un paso de la
tecnología pues, al parecer según nos dijeron, la siguiente remesa
incorporaba en el muñeco un dispositivo de audición que al
accionarlo se oía, como si el monigote cantara, el himno del CIR;
aunque mejor así pues no me imaginaba a Amelia escuchando una y
otra vez el tema central, aquello de: “Cir Dieciséis / donde se
une España entera / en santo beso / que se posa en la bandera…”,
vamos, como que no.
No
éramos los únicos marginados de la fiesta, había otros
soldados --no muchos-- desperdigados entre las mesas del amplio
comedor, con los que nos cruzábamos las esquivas miradas que me
retrotraían --salvando las distancias del tiempo y del lugar-- a la
de los huérfanos dando cuenta, sin entusiasmo por la fiesta, del
menú de nochebuena en el desangelado y frío comedor del orfanato
mientras la inmensa mayoría de internos se habían ido con sus
familias de vacaciones de navidad; tristes instantes, amigo Agustín,
que también tú recordarás y que sufrimos personalmente todos los
inviernos de nuestra infancia y parte de nuestra adolescencia.
La
historia, en mi caso, se repetía; no sé en el tuyo en aquel mismo
lugar.
FranciscoMolinaGómez
(continuará)