Junto
a las altas verjas de hierro de la portería los familiares
congregados en numerosos grupos soportaban estoicamente la implacable
solana que caía plana sobre la desprotegida explanada que daba
acceso al orfanato como final del polvoriento camino desde la parada
del tranvía, adonde iban llegando éstos acalorados, sudorosos pero
contentos, ansiosos por dar los primeros besos y abrazos a sus niños,
después de un tiempo que se les hacía eterno, como eterna era su
pobreza. Ni una leve protesta por el recibimiento a campo abierto,
sin sombra donde protegerse. Ni una queja, por aquello del castigo,
si el portero Pepe el Bolas les registraba –por orden del
administrador-- los bolsos y en ocasiones algunas partes
sospechosamente abultadas de sus cuerpos en donde éste suponía
escondían alimentos incompatibles en su conservación con aquellas
altas temperaturas. Todo se soportaba. Eran pueblo llano: la
resignación personificada como algo natural en sus vidas. No tenían
más opción que aquella impasibilidad para poder seguir avanzando
siempre con la esperanza de que todo mejoraría, si no para ellos al
menos para sus niños añorados con obsesión al no tenerlos a su
lado. Gentes corrientes que habían hecho de la resignación la clave
de su supervivencia: resignación cristina para aceptar todo lo que
la vida –especialmente sus contrariedades: sinsabores,
sufrimientos, congojas, penas, angustias, abatimientos, tribulaciones
o cualquier otro contratiempo-- les había deparado, decían los
curas y las monjas que así educaban –porque tenían poder para
ello-- cuerpo y espíritu; resignación en la férrea disciplina
decían los militares que controlaban cualquier incidencia de sus
existencias en cofre cerrado con dos vueltas de llave; resignación
“por cojones” decían los jerarcas del Régimen y sus secuaces
que gobernaban, como el abyecto administrador del orfanato que había
reducido las cuatro visitas de familiares al mes de antaño por una
sola: el primer domingo de mes. Lo que fue una medida provisional
como castigo a una leve intoxicación por alimento en mal estado
introducido por un familiar, se convirtió en dolorosa y duradera
norma con el apercibimiento de que en caso de reincidencia se
suprimiría durante meses la única visita. Con aquella medida se
impedía la comunicación periódica de los internos con el exterior,
quedando éstos en la mayoría de las ocasiones al albur de su
suerte. Incomunicación que completaba la construcción tiempo atrás
de altas tapias alrededor de todo el centro benéfico, y de las que
formaban parte las recias verjas de hierro que en aquellos momentos
impedían con su cierre el paso de los familiares al interior del
recinto. Treinta grados de ángulo de sombra, treinta y ocho de
temperatura a la sombra, al toque de campana se abrieron las verjas y
los familiares corrieron en tropel.
La
sombra que proyectaba su cuerpo sobre el suelo era
desproporcionadamente corta reflejando de manera grotesca su brava
figura que a su par avanzaba como los tranvías balanceándose sobre
las ruedas metálicas, ella sobre dos altos tacones de punta fina,
sonando ambos sobre el enlosado como repetitivo martillete en yunque.
No quería demorarse en la cita por lo que aceleró la marcha con
pasos más cortos que aumentaron el continuo martilleo. Iba
maldiciendo su inoportunidad, la de aquella intempestiva hora de la
tarde, aunque el motivo: ver a su hijo al menos una vez al mes le
regocijaba; y recordándole atravesaba con impaciencia las mismas
calles de siempre, casi desiertas ahora en la placidez del final de
la siesta resguardada tras persianas al interior de las viviendas. En
el silencio por la forzosa huida de la insolación se agudizaba el
sonido del repiqueteo del metal sobre las baldosas de cemento.
Caminaba segura de sí misma, siendo ella en estado puro: la Conchi,
como se le conocía en el ambiente de sus compañeras de oficio de la
calle Darro y su abundante clientela masculina, desafiando con su
postura erguida y su ruidoso taconeo a las inclemencias del tiempo, a
las gentes de aquel orden impuesto, al mundo nacional-católico de
beatos y meapilas que la juzgaba tan injustamente, marcando
territorio con el contorneo de caderas y el gesto sensual de unos
pechos generosos todavía turgentes proyectados hacia afuera como
obuses donde amortiguaba los continuos golpes de abanico intentando
refrescar su cara, un semblante avejentado para su edad, escondiendo
tras el excesivo maquillaje su progresivo deterioro, el de unos
hermosos ojos que fueron jóvenes y que ahora lucían patéticos
enmarcados en dos gruesas líneas negras que coronaban ambas pestañas
postizas tan desproporcionadas que le hacían de parasol para la
vista aquella tarde, temiendo que el sudor destintara la
reconstrucción de la cara en donde destacaba sobremanera unos
carnosos labios de rojo carmín; composición que le había llevado
muchos minutos ante el espejo. La mano libre asía fuertemente las
asas del abultado bolso de charol que movía al compás de los pasos
esparciendo durante el recorrido destellos de ópalo brillante que la
ubicaba continuamente. Excesiva luz –como excesiva era ella--, casi
cegadora, radiación ardiente de agosto que confería a las fachadas
de los edificios una intensa luminosidad, por la que se hacían
perfectamente visibles los matices de texturas y colores en los
detalles de su ornamento --incluso las imperfecciones de sus
revocos, pensaba: Esa está peor que yo, necesita un arreglo--,
y, por el contrario, negaba sus volumetrías en la ausencia
perceptiva de planos de sombras; las que sólo proyectaban voladizos
y toldos extendidos en comercios cerrados y bares abiertos,
oscureciendo cristaleras e interiores. Intermitencias de penumbras
de un negro muy oscuro por contraste con la luz, y que buscaba con
avidez protegiéndose en ellas a fin de aliviar la radiación solar
directa y así quitarle algunas décimas de grado al mercurio;
calmando de forma intermitente el calor de la caminata para tomar el
tranvía que le llevaría hasta el orfanato de Armilla donde hacía
algunos años, sola, pobre y analfabeta, sin más porvenir que la
escasa economía que le proporcionaba el antiquísimo menester de
prostituta, había ingresado a su hijo Juan –el Lechuga para sus
compañeros--, percibiendo todavía después de todo ese tiempo, el
intenso dolor del principio, el mismo dolor de madre que se vio en le
imperiosa necesidad de desprenderse de parte de sí. En su afán por
llegar a tiempo, acelerando el paso todo lo que podía, sentía
correr por su cuello el sudor que desprendía su largo cabello
destintando de negro tizón hacia la espalda, lo que alivió
desabrochándose el ya escaso escote de un colorido vestido de
estampado tigresa: corto en su falda y pegado literalmente a sus
exuberantes carnes curvas, dejando a la vista de los menos pudorosos
dos puntos de morbosa atención y excitación: sus contorneadas
piernas y un profundo y venoso canal en el pecho entre los senos:
¡Jesús!, qué calor...
La
misma radiación solar que hacía que a esas horas de la tarde el alargado muro
de ladrillo del pabellón del orfanato comenzara a proyectar en el
rincón de la terraza y sobre la pared de la torre una sombra oblicua
que bien conocían los internos, la que iría avanzando conforme
transcurriría ésta hasta adquirir ese preciso ángulo de señal
inequívoca de alegría contenida, de ilusión ansiada durante
treinta largos días, de gozo para bastantes niños al poder
reencontrarse en breve con madres, padres, abuelos, hermanos, tíos,
primos... y otros familiares; pero no para todos: para un pequeño
grupo de internos, huérfanos de ambos padres, niños abandonados
desde su nacimiento, cuneros... aquella señal del inicio de las
visitas --que en su momento confirmarían unos toques de campana-- en
las tardes de los primeros domingos de mes era el principio de una
tortura, lo sabía muy bien el abandonado Manrrubia, alias Garbancito
que unas horas antes y consciente de la indiferencia manifiesta en
la patente y desbordada alegría de los compañeros más afortunados,
ignorado por estos se había escondido en lugar solitario donde
rumiar sus cuitas de desamor: ese desamor que hizo casi
imperceptible el latido en su estreno a la vida; el que después
alimentaron pechos ajenos que de ninguna manera apaciguaron ni sus
miedos ni sus lloros; desamor que hizo eterno su invierno; el mismo
que le llevó al hospicio y que le hizo un ser solitario; el que sin
remedio le fue creciendo con demasiados días inventando la vida, y
demasiadas noches imaginando los cuentos; ese que se preguntaba
continuamente: ¿porqué no tengo madre?, ¿porqué no tengo besos
los domingos primeros?; aquel que ahora le embargaba la sombra y le
detenía el tiempo. Sentado en la acera del jardín trasero del
pabellón donde se había refugiado, con las piernas recogidas entre
los brazos y la cabeza reclinada en ellos balanceaba repetidamente
todo su cuerpo... hacia delante, hacia atrás..., y cada balanceo era
un bálsamo que aliviaba en algo: su abandono que ya era crónico y
que le hizo de por vida tímido e introvertido...hacia delante, hacia
atrás... su decepción de hijo por haber nacido sin madre y que le
llevó al desencanto y a la desilusión... hacia delante, hacia
atrás... su frustración por no saber quién era y que prodigó la
burla de los otros hijos de hielo: ¡de entre todos el más
cunero!,... hacia delante, hacia atrás... su enfado de la vida...
hacia delante, hacia atrás... su disgusto del mundo... hacia
delante, hacia atrás... su enojo hacia los elegidos en el premio
sin saber porqué... hacia delante, hacia atrás... sus sofocos los
que hacían que despertara a medianoche incorporándose en la cama
sin aire... hacia delante, hacia atrás... su amargura por ser niño
sin besos que le llevó a una permanente agonía y a un continuo
pesar... hacia delante, hacia atrás... su penalidad por ser niño de
nadie.
¡Lechuga,
tu madre!, se oyó decir en el pabellón donde estaba guarecido, al
igual que sus compañeros, del crudo sol sureño que a esa hora no
dejaba resquicio de sombra en el patio delantero. Tenía de la madre
sus ojos y los mismos carnosos labios hacia afuera, de ahí su apodo.
De su padre no sabía nada. Corrió como rayo hacia el cuadrante de
acacias enanas, a un lado del pabellón, que era un hervidero de
vida, de alegría; rumor alto de voces que ascendían hasta la torre
donde ahora se había parapetado a escuchar y observar –sin ser
visto-- el Manrrubia, pasado su ataque de ansiedad; bullicio de gente
de todas edades que despistó al principio al Lechuga a pesar de los
aspavientos con la mano, de su madre: ¡Aquí, aquí! Juanito..., al
lucir todos parecidas vestimentas de domingo, limpias y “decorosas”;
bueno a excepción de su madre algo distintas, dijéramos llamativas,
por lo que no tardó en localizarla ni en sentir la asfixia del
abrazo con la cara aplastada contra sus pechos percibiendo de
inmediato un olor ya familiar en la piel húmeda, mezcla de cuajo,
sudor y perfume barato que siempre aspiraba profundamente pues le
tranquilizaba dándole calidez y seguridad. Le llenó de besos la
cara haciéndole mil carantoñas mientras éste sólo tenía ojos
para el bolso negro de charol donde presumía estaban sus golosinas.
¡Nicasio, tu padre!, sin que éste reaccionara de inmediato a la voz
del que le daba la noticia que la tuvo que repetir: ¡Nicasio, tu
padre!,y a la que contestó sólo con unos leves golpes de tos. De
carácter apocado, todo él era un calco de su padre: alto para su
edad y excesivamente delgado, casi esquelético, con la tez mortecina
como si hubiera heredado las secuelas de la tuberculosis que había
curado mal su padre y que a éste se le había hecho crónica con
continuas recaídas, es lo que comprobaba la Conchi sentada con su
hijo junto a ambos en uno de los bancos de madera dispuestos entre
las pequeñas acacias al alivio de su exigua sombra. Había intimado
con él en la reunión de la portería justo después de que el
portero revestido de toda su autoridad luciendo el uniforme oficial
de verano, además de apercibirle de castigo, le hubiese incautado
una bandejita de pasteles ante la pasividad de los congregados –que
cada palo aguante su vela, pensaban-- a excepción de ella. Debajo de
la coraza de mujer racial que protestó en voz alta por aquel
atropello, había una mujer sentimental, emotiva, sensible y
compasiva; había una madre que se ponía en la piel de aquel padre:
Era lo único que le llevaba a mi hijo Nicasio, sólo me queda para
el tranvía de vuelta, le decía el padre en voz baja, triste y
desanimado, aguantando la embestida de los sentimientos que se le
agolpaban en los ojos acuosos a punto de estallar. Ahora el Lechuga
compartía a regañadientes las golosinas con el Nicasio, a
requerimiento de la madre: Hay que ser generosos y compartir los
dulces con tus amiguitos: ¡Hummmm!, si este no es mi amigo: Pues
desde hoy vais a serlo. El padre sin palabras agradecía con la
expresión amable de unos ojos abiertos y brillantes los gestos de
generosidad hacia su hijo por parte de aquella mujer que acababa de
conocer. A ratos éste dejaba la mirada perdida y la Conchi adivinaba
lo que pensaba porque eran, seguramente, sus mismos miedos, y que al
fin le confesó después de expeler una tos bronca e intermitente
por efecto del humo del cigarrillo que compulsivamente fumaba: El día
que falte, que no tardará mucho, esta criatura se quedará sola sin
madre y sin padre, ¡qué pena!… :Anda, no piense eso, le animaba
la madre, mientras fijaba su atención en dos seres iguales:
apagados, acomplejados, retraídos, inseguros, encogidos, mustios y
tristes: tan parecidos que cuando tosía el padre, a continuación lo
hacía el hijo. En el interior del pabellón se seguían sucediendo
las llamadas, ahora más intermitentes: ¡Alicortao, tú madre!;... ¡
Pupas, tus abuelos!...: ¡ Joseico, tu tía!...: ¡Hermanos Osorio,
han venido a veros; así hasta más de un centenar de niños. Otros
sabían de antemano que nunca estarían invitados a aquella fiesta:
se estrechaba el cerco para los desheredados.
A
aquellas horas de la tarde, pasado el ecuador de la visita, la sombra
iba adquiriendo cierta tendencia hacia el ángulo obtuso, como obtusa
era la existencia del Manrrubia, amparada ahora por las recias
paredes de la torre, asomado de puntillas por su corta estatura –su
retraso fisiológico era parejo al afectivo: una constante en todos
los niños de nadie-- al alféizar de ladrillo de unas de las
aberturas en arco, y en atalaya tan privilegiada contemplaba enfrente
con envidia la suerte de su amigo Nicasio con el que coleccionaba
desdichas, sin entender que hacía al lado del Lechuga, además
compartiendo caramelos, a lo mejor él se pudiera agregar, si acaso
bajara...; tampoco entendía porqué estaba también el Alicortao ese
otro amigo que siempre se le quedaba mirando fijamente con cara de
pasmado, con los ojos muy abiertos como candelas, sin pestañear, con
una sonrisa bobalicona que dejaba ver unos dientes llenos de babas a
punto de desbordarse por la boca –la gente se une en las
desgracias, sin más-- mostrando toda su cara cierta expresión de
idiocia, la que si estaba diagnosticada en la madre, o al menos lo
era para los responsables sanitarios del Régimen: A
lo largo de muchos años la locura, la idiocia, el alcoholismo o
simplemente la extravagancia, justificaron el internamiento de
multitud de personas en el psiquiátrico de la ciudad, al que
llamaban hospital de la Virgen. Allí permanecía encerrada la madre
de Jesús el Loquillo y la del Alicortao; futuro destino también,
si Dios no lo remediaba, de sus hijos. Encierro que a la segunda no le
había hecho mella en la mente a la hora de reconocer a su hijo, lo
que facilitaba su permiso, en compañía de otras internas, para
visitarlo. Estaba allí, delante de la Conchi, de pie –se negaba a
sentarse-- simplemente contemplando a su hijo, como adorándolo, con
la misma expresión en la cara que la de él, dos imágenes
superpuestas en un mismo espejo, y así pasaba las horas de la
visita: Pero no le ha traído caramelos, se están comiendo los del
Lechuga, pensaba el Manrrubia, cuando oyó pasos en la escalera de
subida a la torre; era otro del grupo de los marginados: Jesús el
Loquillo o el Miracielos por su extraña postura que adquiría a
veces --cuando le hablaba-- de mirar hacia el cielo sonriendo, como
cachorrillo pidiendo una caricia. Observaban con curiosidad la
festiva novedad, el quebrantamiento de su cotidianidad más gris, que
en algo les alegraba aquellos sus eternos pesares cuando de repente
empezaron a oír gritos que ascendían con claridad hacia donde
estaban ellos: ¡¡Desgraciado!!, ¡¡chulo de mierda!!, ¡¡hijo
de la gran puta!!, ¡¡ven aquí cobarde que sólo te atreves a
pegar a los más pequeños!!...; el Manrrubia le señalaba al
Miracielos hacia donde la madre del Lechuga perseguía a la carrera y
zapatos en mano al Vílchez por el patio delantero, a pleno sol,
fuera del cobijo de las acacias; se reían con ganas señalando ahora
ambos con las manos ridiculizando la cobarde huida del Vílchez --no
en vano aquel niño mayor era el terror de los pequeños, siempre les
estaba pegando---; y en la irregular persecución pues la estrecha
falda le frenaba la carrera, le lanzó un primer zapato y a
continuación el segundo, esquivando el abusón ambos, los que en su
lanzamiento y ya en el aire refulgieron también de ópalo brillante
en la ardiente tarde, en un par de flashes de vistos y no vistos,
desapareciendo despavorido el Vilchez a pasos agigantados hasta
guarecerse dentro del pabellón y escapar así de la ira de la madre
del Lechuga –más tarde ya ajustaría cuentas con el hijo--,
mientras la Conchi desesperada le advertía en amenaza gritando hacia
el edificio, como posesa: ¡¡Como vuelvas a pegarle a mi hijo te
capo, te juro como me llamo María de la Purísima Concepción, que
te capo; palabra de la Conchi!! Menuda era la Conchi: una tigresa en
celo en defensa de sus crías. Ya se cuidó el Vílchez de no dejarle
nunca más marca alguna en la piel al Lechuga los primeros domingos
de mes.
Abajo,
a ras del suelo, sobre la tierra caliente la Conchi había
escandalizado al beaterio, dejado atónitos a buena parte de los
familiares congregados y hecho reír a gusto a los niños: Que mal
ejemplo para tu hijo, le recriminó sor Isaura, paradigma del
Régimen: cruz y espada, mitad monja, mitad soldado, ordenándole
abandonara inmediatamente el recinto, negándose aquella,
entablándose a continuación una fuerte discusión entre la
prostituta y la monja, en una insólita escena que era todo un
despropósito: a la imponente figura voluptuosa de la Conchi, alta
aún descalza, mostrando descaradamente a la religiosa todos los
atributos de seducción de mujer de mundo: larga melena negra suelta;
ojos grandes almendrados muy visibles al reclamo del continuo
parpadeo de unas enormes pestañas, como faros en neblina; labios
carnosos, sensuales; pechos generosos donde convergía la lascivia
reprimida de las mal disimuladas impúdicas miradas de alrededor, se
contraponía la de la monja, pequeña, de rostro impersonal del color
de la cera, enmarcado en un desbordado tocado que liberaba dos
extrañas alas blancas como remate de un envarado hábito, aséptico,
que le llegaba hasta los pies, cubriendo todo su cuerpo como
expresión de virtuosidad frente a las tentaciones de la carne y el
demonio que ahora se le manifestaba en forma de lujuria, pecado
capital retando su autoridad moral negándose la Conchi a dejar a su
hijo; las dos desafiándose con la mirada al final en un ambiente
tenso, sin palabras sólo gestos, con las caras próximas,
olfateándose ambas el olor con el que cada una marcaba su
territorio: intenso perfume Myrurgia que anulaba a un desleído jabón
neutro Lagarto. Ante el cariz bochornoso, cara a familiares y niños,
que estaba tomando la discusión tuvo que mediar sor Josefa, monja
mayor, y veterana en estas lides: Déjelo hermana, yo me ocupo, y
llevándose aparte a la Conchi que ya había recompuesto la figura,
erguida de nuevo sobre los finos estiletes, estirado hacia las
rodillas los exiguos límites de la falda, y ajustados los senos a
las costuras del escote, los que traslucían una respiración ahora
más tranquila y pausada, aunque ella se mostrara todavía algo
enfadada: Madre, no ha visto el moratón que tiene mi Juanito en la
espalda que le ha hecho el malage ese...: Sí, pero eso nos lo tienes
que decir a nosotras, prolongándose una conversación en la que la
afabilidad de la monja, su cordialidad y su comprensión, no en vano
pensaba que Jesús también perdonó a María Magdalena, consiguió
llevar a sus terrenos a la Conchi, y aprovechando aquella
circunstancia favorable hacer algo de apostolado: Ay que bien para ti
y tu hijo si dejaras ese oficio tan feo... : Necesidad, madre,
necesidad...: Además puedes coger cualquier enfermedad que os
perjudique a los dos...: ¿Hay peor enfermedad que esta interminable
pobreza por la que tengo que renunciar a mi Juanito?, le juro, madre,
que como me llamo María de la Purísima Concepción en cuanto ahorre
lo suficiente para llevarme a mi hijo conmigo, lo dejo. Aquella
forzada promesa en el tiempo satisfizo de momento el afán
evangelizante de la religiosa, zanjando el incidente a favor de su
permanencia con su hijo hasta el final de la visita, la que ahora
padecía con temor el Lechuga, deseando que ésta se prolongara
indefinidamente ante el pavor a las represalias del Vílchez que no
tardaron en llegar. Al fondo entre los bancos la Conchi visualizaba a
sor Isaura departiendo con algunos familiares que desde sus
posiciones la desafiaban abiertamente con miradas de reproche.
Decaía
la tarde hacia el final de la visita, y al tiempo que la sombra sobre
el muro de la torre iba perdiendo nitidez también se iba
desdibujando la fiesta. En lo alto cuatro esquinas remontando al
espacio, más arriba donde una niñez cautiva escapaba con los pájaros, y se
reconocía en aquel cuento con final feliz: tenía madre, tenía
besos, ¡qué maravilla!, ¡qué alegría!, ¡me voy de aquí!,
¡adiós!, y voló, y quiso remontar más alto, pasar por encima de
toda aquella gente, desandar lo andado hasta la entraña caliente y
nacer, naciendo de nuevo antes de que la fiesta se apagara del todo;
ilusión que no alzaba vuelo solo perdía altura y para cuando
aterrizó del sueño el Manrrubia se vio otra vez en el suelo de la
torre, solo, sin nadie, abandonado comprobando como Jesús Miracielos
estaba con la madre del Lechuga. En el alargado cuadrante de las
pequeñas acacias el grupo de los desheredados quedó marginado del
resto. El vacío en derredor a la Conchi hacía evidente el sentir
colectivo de familiares de que se podía ser pobre pero honrada
limpiando escaleras, sin embargo no se podía ser pobre y puta, aquel
no era un trabajo, ni era honrado, al contrario era vicio, fango,
suciedad, impureza; gesto general de superioridad de su mismo
paisanaje, que había pasado de la resignación del infortunio a la
indignación moral como último recurso para dotar de dignidad su
pobreza, y ahora éstos repetían los mismos viles esquemas de los
que les reprimían erigiéndose en censores de conductas humanas;
ellos que eran al igual que la Conchi supervivientes con todos sus
frentes abiertos, ni siquiera eran capaces de apreciar la valentía
en favor de los chicos protestando de los atropellos y persiguiendo a
los déspotas, y la humanidad de aquella mujer, a cuyo derredor iban
concurriendo más miradas tristes de otros desahuciados que se le
iban acercando implorando algo de caridad, el último un tal
Calelillo; y se agotaron las golosinas con el continuo cabreo del
Lechuga, y cuando más pesar sentía por no poder apaciguar del todo
aquel desconsuelo dibujado en los infantiles rostros descubrió no
lejos de donde se hallaba un hombre con un carrito de helados: Venid
niños, venid todos., y auxiliada por el padre del Nicasio en formar
una fila, les invitó a tan dulce y refrescante manjar; fila de niños
que sorprendentemente fue aumentando al reclamo de un equívoco: uno
de ellos creyó, no se sabe porqué, que el hombre que organizaba la
fila, el padre del Nicasio, era un conocido torero que los niños no
habían visto nunca pero de cuya generosidad habían oído hablar: Ha
venido El Cordobés y me ha comprado un helado, lo que corrió como
reguero de pólvora: ¡Ha venido El Cordobés!, ¡ha venido El
Cordobés!, ¡¡y está regalando helados!!; generosidad supuesta del
famoso torero que duró hasta que la Conchi consumió el dinero extra
que llevaba; valía la pena aquel dispendio ante el disfrute por las
caras de felicidad de los chaveas lamiendo con fruición la bola de
helado que sobresalía del cucurucho; felicidad que no le había
tocado en el reparto al Manrrubia pues una mezcla de eterna timidez y
de extraño orgullo de no implorar nunca nada le había impedido
bajar de la torre desde donde había visionado sin perder detalle el
festejo alrededor del carrito de helados, con cierto resentimiento
hacia sus compañeros e incluso hacia él mismo. Aguantaría allí
hasta mucho después del toque de campana.
La
campana sonó cuando el sol aflojaba su poderoso envite y la sombra
se diluía en el final de la tarde. Era un toque rápido, bronco,
casi disonante para los familiares: notas de bronce sonando a
aguafiestas, a esto se ha acabado ya, márchense, no permanezcan ni
un minuto más, abandonen el recinto sin más dilación; maldito
sonido temido por todos que anunciaba el desgarramiento una vez más,
y que ahora les sobrevenía de sopetón cuando apenas habían
empezado a reconocerse en el cuerpo a cuerpo; la vuelta a la
dolorosa separación tantas veces repetida y no por ello
acostumbrada, al contrario alimentada con más fuerza del deseo de la
siguiente visita. Las monjas apremiaban a los familiares remolones,
fundidos en prolongados abrazos con sus retoños sin querer separarse
de ellos, como la Conchi para la que aquél último abrazo sonaba a
amargo final de fiesta con fuegos artificiales estallándole en sus
entrañas: ¡Vamos!, la visita se ha terminado, ¡venga!, ir
acabando. Por la verja estrecha de la portería y hacia la salida fue
desfilando la tropa de resignados a cuestas con su dolor doliente de
treinta días de vísperas por delante, toda una vida de espera,
mientras intentarán sobrevivir cada uno como pueda, aunque alguno ya
no aguante ni su propio cuerpo, yendo a tumbos por la vida del
hospital a la misera calle donde sólo un cigarrillo y un par de
vasos de vino peleón aliviará sus penas; otra esperará en la
estrecha calle el abordaje de cualquier desconocido que la violentará
doblemente: su libertad y su cuerpo por un precio, con plus de
vejación y posible contagio venéreo; esa otra que volverá a la
“normalidad” del pabellón de mujeres del psiquiátrico donde se
mezclará con enfermas mentales de extraños gestos, unas
inmovilizadas como queriendo taladrarle con su paranoica y fija
mirada –que ella inconscientemente imitaba-- mientras otras darán
continuamente vueltas entre los rincones de la amplia estancia que
olerá como siempre a deposición y orines; algunas, madres solteras,
se afanarán en dejar como patenas las casas ajenas doblando el
espinazo fregando suelos para un menguado jornal que apenas les dará
para alquilar una reducida vivienda, húmeda y con poca luz; los del
medio rural con trabajos temporales en la labranza de los campos,
siega de cereales y recogida de frutas; y los de ciudad con los
trabajos manuales más penosos en obras y fábricas; ellas en general
dedicadas a tareas domésticas, sumisas, dóciles, sin posibilidad de
liberación; pero todos con una obsesión en mente: no faltar a la
próxima cita con sus seres queridos, aunque para el padre del
Nicasio ya fuera demasiado tarde.
La
sala de recreo del pabellón era ahora como un mercadillo después de
feria donde los afortunados mercadeaban con los restos de la fiesta:
se intercambiaban caramelos, frutos secos, peladillas; se alquilaban
para su lectura por módico precio los últimos ejemplares de tebeos
y cómics llevados por los familiares; se invitaba a los más
próximos a disfrutar del juego de los regalos recibidos, a los que
se autoinvitaban los chicos mayores abusando de su fuerza, la que no
tardó en descargar el Vílchez contra el Lechuga dándole un
guantazo y derribándole: La próxima vez que te chives a tu madre,
te parto la cara, quitándole ya en el suelo los caramelos que
guardaba en su bolsillo ante la pasividad de los demás; bienvenidos
de nuevo a la cotidianidad de sus vidas, la ley del más fuerte, era
contraproducente rebelarse, sólo observar y en la medida de lo
posible huir de las comprometidas situaciones, saber sobrevivir en
aquella selva. Por entre los grupos merodeaban también los
marginados implorando de sus compañeros las migajas del festín,
pues se sabían doblemente castigados: a la sinrazón natural de su
abandono se les unía la artificial del ruin administrador de
suspender esos días la cena: para evitar empachos, decía; añorando
éstos los tiempos en los que por lo menos les daban un huevo cocido
antes de irse a dormir. El Manrrubia bajó de la torre a acostarse
cuando ya se habían apagado las luces y de la fiesta solo quedaba el
resuello de las respiraciones de sus compañeros que cansados por el
intenso ajetreo de la tarde habían caído rendidos en las camas del
alargado dormitorio; y se sintió a gusto al amparo de las sombras de
la noche, protegido de miradas indiscretas su dolor: un prellanto que
humedecía pupilas y emborronaba sueños, y ya no pudo volar, ni
escapar porque se sabía sólo, abatido como pájaro con las alas
rotas atrapado entre barrotes, de esos que encierran infancias como la suya para la
que nunca habría primeros domingos de mes, y amparado en las sábanas
con las que se cubrió entero explotó en el llanto. Cuando al fin se
calmó, sólo quedó la esperanza.
FranciscoMolinaGómez
(Fui
un Manrrubia más, salvando las distancias pues aunque huérfano de
ambos padres tenía algunos familiares fuera para los que,
seguramente, fui invisible o simplemente no existía. Durante ese
tiempo me hicieron sentir vergüenza por no tener a nadie que me
echara de menos afuera. ¡Qué vileza! Desde los cinco a los veinte
que dejé el orfanato: quince años de absoluto abandono que me
marcaron de por vida; heridas entonces, cicatrices ahora, de las que
siempre he hecho un alegato a la esperanza. Para todos los olvidados
de aquel lugar, los más parias entre los parias, mi recuerdo
especial en el relato que nos sobrevino sin haberlo pedido ni
deseado)