lunes, 30 de diciembre de 2019

DE LA MILI (VI): PRÓXIMO DESTINO, CEUTA










Cuatro granadinos, ya soldados: De izquierda a derecha: el autor del blog, el Lóa, un veterano a punto de licenciarse y el T´ópolla, relajados, a la espera de la asignación de nuevos destinos. El mío Ceuta, en tierras africanas.




Cuando una semana después, miembros reconocidos ya de la familia militar, todos los integrantes de la compañía nos volvimos a encontrar en el centro de instrucción, después de las cortas y merecidas vacaciones, a la espera de que nos asignaran destino como soldados, exhibíamos la seguridad que nos daba la incipiente veteranía --los novatos, los nuevos bichos, estaban a punto de llegar--; patrimonio hasta entonces de los soldados destinados en el campamento, los que ya no nos increpaban con aquel epíteto animal, ahora nos restregaban por las narices las hojas del calendario con los días cumplidos de mili marcados con una cruz, ya borrados de su existencia: su tiempo de reclusión tenía pronta fecha de caducidad y, en el caso de algunos de ellos, los días sin marca se podían contar con los dedos de una mano.

En breve iban a licenciarse, ¡qué suerte!; un espejismo para nosotros que aún teníamos que recorrer un largo y penoso trecho, ya en el cuartel asignado, de nuevas y diarias sesiones de instrucción, infinidad de servicios de armas, bastantes marchas nocturnas, incluso algunas maniobras de guerrillas con fuego real; acontecimientos que presentíamos cercanos pero que en aquellos precisos instantes no nos perturbaban --intentando aprovechar al máximo aquellos días rebajados de instrucción y de servicio---, al contrario, en nuestro ánimo, exteriorizábamos la confianza que de un lugar ya conocido se tiene, y la gratificante relación con los nuevos compañeros y amigos; a ratos conversando relajados en las camaretas de la compañía, apurando unos quintos de cerveza en la ruidosa cantina o intercambiando confidencias reposando bajo la sombra de los eucaliptos; como aquella tarde del inicio hacía ya tres meses.
La misma tarde que observé cómo --inquiriendo en la proximidad de los gestos a las reacciones del relato de las experiencias vividas en la trepidante semana de permiso militar lejos de aquel lugar--, el T´ópolla había perdido ese desvalimiento del principio en favor de cierta seguridad en complicidad con la felicidad que mostraba ahora en el semblante, producto del apoteósico y desenfrenado --me confió en secreto-- recibimiento de su novia en Barcelona para la que los originales polvos por correspondencia --al primero le siguieron otros-- le había disparado la libido en un desordenado apetito sexual --acrecentado por el morbo de la distancia--, sólo apaciguado en el febril desahogo de los intensivos siete días; recluidos, demorando segundo a segundo la partida de aquel espécimen de macho alfa en extinción; al que correspondí en la revelación a sensu contrario con la misma sinceridad – confidencia por confidencia-- del eficiente trabajo que en el cuerpo de Amelia --en el que la estrechez mental era aún peor que la estrechez virginal--, habían hecho las hijas de la caridad del orfanato, después completado por la opresiva moral, todavía, en las costumbres de los pueblos; una pena.

La desilusión ya había hecho acto de presencia en mi ánimo; al principio, con sus exiguas cartas recibidas con mensajes fríos en formato de telegrama; después, con su ausencia en la jura de bandera y que no me supo explicar; y al final, con la represión interior de la emotividad, y casi de la conversación cuando estuvimos juntos. Ni que decir de los abrazos y de los besos, anulados en la casa por el qué dirá de su abuela con la que vivía, y en la calle por evitar las habladurías de la beatería pueblerina que siempre vigilaba tras los postigos --a medio cerrar-- de las ventanas. El tiempo transcurrió en prolongados silencios y las muestras de afecto estuvieron restringidas a cogernos de la mano camino del castillo, que se erigía del color de la tierra en la cima del pueblo levitando sobre las abigarradas y encaladas casitas, subiendo por empinadas calles empedradas, escoltados por la carabina: su hermano.

Ahora, frente al T´ópolla, el que mostraba desvalimiento era yo. Aquella relación aquejada de los mismos, o parecidos, males que la anterior con Loli, y que era la consecuencia de haber tropezado por segunda vez en la misma piedra, no duró más de tres meses desde aquel encuentro.

Algunos días después: el adiós. Me despedí de los compañeros soldados con los que había convivido más cercanamente: el “T´ópolla”, el “L´óa”…, compartiendo en la despedida la misma impresión de futuro en la certidumbre de que no nos volveríamos a ver, como así ha sucedido.

Era la primera vez que viajaba en barco. No era el navío estupendo de los folletos en colores ofertando viajes de crucero por el mar Mediterráneo, ni yo era, en ese momento, un relajado pasajero turista disfrutando de un cóctel refrescante tendido en la tumbona de cubierta, más bien todo lo contrario: aquel bote con motor era un anticuado barco-ferry que hacía la ruta Algeciras-Ceuta, moviéndose como una lata a merced de las olas de la corriente del estrecho de Gibraltar; y el grueso del pasaje, en continuo y mareante vaivén, era la remesa de soldados --entre los que me hallaba--, agrupados todos en el centro de la cubierta configurando una mancha de un verde ocre --el color de los uniformes y petates--, que habíamos sido destinados a varios acuartelamientos de Ceuta.

Comandados por un oficial del campamento, auxiliado por la policía militar, habíamos embarcado en el puerto de Algeciras en Cádiz, cumpliendo todos los protocolos para este tipo de traslados: el continuo dictado de los listados de los nombres en férrea formación, con el preceptivo ¡presente! de cada uno sonando por encima del ruido de la maquinaria portuaria y el impertinente: ”Contestad más fuerte ¡coño!”…; la interminable espera en la explanada de un dique del puerto expuestos a la inclemente solana, aguantando impasibles, enfundados en la ardiente coraza en la que se había convertido el uniforme, a que llegara el ferry; el extremado orden --petate al hombro--, subiendo la pasarela del barco con el paso adecuado para no atropellar el de delante ni ser arremetido por el de detrás; la revista de la tropa en formación en el centro del barco ante las curiosas miradas del resto de los pasajeros; el desagrado del oficial cuando cualquiera de nosotros mostraba signos de mareo, expuestos de pie a las redundantes sacudidas del oleaje sin poder asirnos a ningún elemento fijo; la retahíla de insultos a los que, no aguantando la urgencia del vómito, soltaban la pota por la barandilla de cubierta. Un viaje infernal que terminó cuando atracamos en el pequeño puerto de Ceuta. Ya en tierra nos fueron separando según cada destino. Me integré en mi formación: Grupo de Regulares de Infantería: Tetuán número Uno.

Conforme ascendía desde la bocana del puerto hasta el cuartel sin perder la alineación, iba rememorando la misma experiencia de hacía tres meses: esa extraña desubicación en un tiempo que no controlaba, obligado a hacer solo y exclusivamente lo que me ordenaban; y la de un nuevo lugar --ahora en otro continente-- del que carecía de referentes; ni siquiera la imagen de alguna postal; la misma ansiedad frente a lo desconocido, al nuevo cuartel, a los nuevos mandos…; sólo había cambiado --después de las vivencias del campamento--, la firme intención de mantener alta la estima frente a los ataques de los que, ya, nos estaban esperando en el cuartel para increparnos con el nuevo epíteto: “¡¡Chinches!! Ahora habíamos pasado del genérico al particular. Un gran paso: el primer escalón hacia la libertad.

El resto es otra historia: mi encuentro con mi compañero Agustín en aquel acuartelamiento militar de Ceuta, en tierras africanas, donde también había sido destinado en su día, y cuyo relato es también ya negro sobre blanco en las cuartillas de otro relato.


FranciscoMolinaGómez
(El destino va tejiendo vínculos que después desbarata para volver a tejer otros nuevos también con final cierto en la despedida, en una laboriosa y continuada actividad sin dar tiempo a que se consolide una verdadera amistad. Yo desahuciado de amigos íntimos, conservo sólo los vínculos, ahora ya eternos, que evoco en estas páginas. ¡¡Hasta siempre compañeros soldados!!)