Cuatro
granadinos, ya soldados: De izquierda a derecha: el autor del blog,
el Lóa, un veterano a punto de licenciarse y el T´ópolla,
relajados, a la espera de la asignación de nuevos destinos. El mío
Ceuta, en tierras africanas.
Cuando
una semana después, miembros reconocidos ya de la familia militar,
todos los integrantes de la compañía nos volvimos a encontrar en el
centro de instrucción, después de las cortas y merecidas
vacaciones, a la espera de que nos asignaran destino como soldados,
exhibíamos la seguridad que nos daba la incipiente veteranía
--los novatos, los nuevos bichos, estaban a punto de llegar--;
patrimonio hasta entonces de los soldados destinados en el
campamento, los que ya no nos increpaban con aquel epíteto animal,
ahora nos restregaban por las narices las hojas del calendario con
los días cumplidos de mili marcados con una cruz, ya borrados de su
existencia: su tiempo de reclusión tenía pronta fecha de caducidad
y, en el caso de algunos de ellos, los días sin marca se podían
contar con los dedos de una mano.
En
breve iban a licenciarse, ¡qué suerte!; un espejismo para nosotros
que aún teníamos que recorrer un largo y penoso trecho, ya en el
cuartel asignado, de nuevas y diarias sesiones de instrucción,
infinidad de servicios de armas, bastantes marchas nocturnas, incluso
algunas maniobras de guerrillas con fuego real; acontecimientos que
presentíamos cercanos pero que en aquellos precisos instantes no nos
perturbaban --intentando aprovechar al máximo aquellos días
rebajados de instrucción y de servicio---, al contrario, en nuestro
ánimo, exteriorizábamos la confianza que de un lugar ya conocido
se tiene, y la gratificante relación con los nuevos compañeros y
amigos; a ratos conversando relajados en las camaretas de la
compañía, apurando unos quintos de cerveza en la ruidosa cantina o
intercambiando confidencias reposando bajo la sombra de los
eucaliptos; como aquella tarde del inicio hacía ya tres meses.
La
misma tarde que observé cómo --inquiriendo en la proximidad de los
gestos a las reacciones del relato de las experiencias vividas en la
trepidante semana de permiso militar lejos de aquel lugar--, el
T´ópolla había perdido ese desvalimiento del principio en favor de
cierta seguridad en complicidad con la felicidad que mostraba ahora
en el semblante, producto del apoteósico y desenfrenado --me confió
en secreto-- recibimiento de su novia en Barcelona para la que los
originales polvos por correspondencia --al primero le siguieron
otros-- le había disparado la libido en un desordenado apetito
sexual --acrecentado por el morbo de la distancia--, sólo apaciguado
en el febril desahogo de los intensivos siete días; recluidos,
demorando segundo a segundo la partida de aquel espécimen de macho
alfa en extinción; al que correspondí en la revelación a sensu
contrario con la misma sinceridad – confidencia por
confidencia-- del eficiente trabajo que en el cuerpo de Amelia --en
el que la estrechez mental era aún peor que la estrechez virginal--,
habían hecho las hijas de la caridad del orfanato, después
completado por la opresiva moral, todavía, en las costumbres de los
pueblos; una pena.
La
desilusión ya había hecho acto de presencia en mi ánimo; al
principio, con sus exiguas cartas recibidas con mensajes fríos en
formato de telegrama; después, con su ausencia en la jura de bandera
y que no me supo explicar; y al final, con la represión interior de
la emotividad, y casi de la conversación cuando estuvimos juntos. Ni
que decir de los abrazos y de los besos, anulados en la casa por el
qué dirá de su abuela con la que vivía, y en la calle por evitar
las habladurías de la beatería pueblerina que siempre vigilaba tras
los postigos --a medio cerrar-- de las ventanas. El tiempo
transcurrió en prolongados silencios y las muestras de afecto
estuvieron restringidas a cogernos de la mano camino del castillo,
que se erigía del color de la tierra en la cima del pueblo
levitando sobre las abigarradas y encaladas casitas, subiendo por
empinadas calles empedradas, escoltados por la carabina: su hermano.
Ahora,
frente al T´ópolla, el que mostraba desvalimiento era yo. Aquella
relación aquejada de los mismos, o parecidos, males que la anterior
con Loli, y que era la consecuencia de haber tropezado por segunda
vez en la misma piedra, no duró más de tres meses desde aquel
encuentro.
Algunos
días después: el adiós. Me despedí de los compañeros soldados
con los que había convivido más cercanamente: el “T´ópolla”,
el “L´óa”…, compartiendo en la despedida la misma impresión
de futuro en la certidumbre de que no nos volveríamos a ver, como
así ha sucedido.
Era
la primera vez que viajaba en barco. No era el navío estupendo de
los folletos en colores ofertando viajes de crucero por el mar
Mediterráneo, ni yo era, en ese momento, un relajado pasajero
turista disfrutando de un cóctel refrescante tendido en la tumbona
de cubierta, más bien todo lo contrario: aquel bote con motor era
un anticuado barco-ferry que hacía la ruta Algeciras-Ceuta,
moviéndose como una lata a merced de las olas de la corriente del
estrecho de Gibraltar; y el grueso del pasaje, en continuo y
mareante vaivén, era la remesa de soldados --entre los que me
hallaba--, agrupados todos en el centro de la cubierta configurando
una mancha de un verde ocre --el color de los uniformes y petates--,
que habíamos sido destinados a varios acuartelamientos de Ceuta.
Comandados
por un oficial del campamento, auxiliado por la policía militar,
habíamos embarcado en el puerto de Algeciras en Cádiz, cumpliendo
todos los protocolos para este tipo de traslados: el continuo dictado
de los listados de los nombres en férrea formación, con el
preceptivo ¡presente! de cada uno sonando por encima del ruido de
la maquinaria portuaria y el impertinente: ”Contestad más fuerte
¡coño!”…; la interminable espera en la explanada de un dique
del puerto expuestos a la inclemente solana, aguantando impasibles,
enfundados en la ardiente coraza en la que se había convertido el
uniforme, a que llegara el ferry; el extremado orden --petate al
hombro--, subiendo la pasarela del barco con el paso adecuado para no
atropellar el de delante ni ser arremetido por el de detrás; la
revista de la tropa en formación en el centro del barco ante las
curiosas miradas del resto de los pasajeros; el desagrado del oficial
cuando cualquiera de nosotros mostraba signos de mareo, expuestos de
pie a las redundantes sacudidas del oleaje sin poder asirnos a ningún
elemento fijo; la retahíla de insultos a los que, no aguantando la
urgencia del vómito, soltaban la pota por la barandilla de cubierta.
Un viaje infernal que terminó cuando atracamos en el pequeño puerto
de Ceuta. Ya en tierra nos fueron separando según cada destino. Me
integré en mi formación: Grupo de Regulares de Infantería: Tetuán
número Uno.
Conforme
ascendía desde la bocana del puerto hasta el cuartel sin perder la
alineación, iba rememorando la misma experiencia de hacía tres
meses: esa extraña desubicación en un tiempo que no controlaba,
obligado a hacer solo y exclusivamente lo que me ordenaban; y la de
un nuevo lugar --ahora en otro continente-- del que carecía de
referentes; ni siquiera la imagen de alguna postal; la misma ansiedad
frente a lo desconocido, al nuevo cuartel, a los nuevos mandos…;
sólo había cambiado --después de las vivencias del campamento--,
la firme intención de mantener alta la estima frente a los ataques
de los que, ya, nos estaban esperando en el cuartel para increparnos
con el nuevo epíteto: “¡¡Chinches!! Ahora habíamos pasado del
genérico al particular. Un gran paso: el primer escalón hacia la
libertad.
El
resto es otra historia: mi encuentro con mi compañero Agustín en
aquel acuartelamiento militar de Ceuta, en tierras africanas, donde
también había sido destinado en su día, y cuyo relato es también
ya negro sobre blanco en las cuartillas de otro relato.
FranciscoMolinaGómez
(El
destino va tejiendo vínculos que después desbarata para volver a
tejer otros nuevos también con final cierto en la despedida, en una
laboriosa y continuada actividad sin dar tiempo a que se consolide
una verdadera amistad. Yo desahuciado de amigos íntimos, conservo
sólo los vínculos, ahora ya eternos, que evoco en estas páginas.
¡¡Hasta siempre compañeros soldados!!)