… y
se apagó la luz, y ya no hubo nombres, ni fechas, ni corazones
grabados en el bosque de los invisibles...
Se
mueren. Se está muriendo la generación heroica, la de la concordia,
la de aquí no sobra nadie, la de aquí cabemos todos, la que con
pocos estudios educó a sus hijos, la que con los recursos justos
les ayudó en las crisis. Se están muriendo los que más sufrieron,
los que trabajaron como bestias, los que han cotizado más que nadie.
Se mueren los que pasaron tanta necesidad, los que levantaron el
país, los que ahora tan sólo deseaban disfrutar su vejez. Se están
muriendo solos y asustados, apurando el último aliento sin la ayuda
de un mísero respirador. Se van sin molestar los que menos
molestaban, sin aspavientos y sin “postureo en la nube”. Se están
yendo sin ruido, por la puerta de atrás, sin que este país les haya
reconocido la gran deuda que había contraído con ellos. Se van
desorientados, sin tiempo a entender ¿porqué?, mientras sus ataúdes
anónimos se apilan en morgues de hielo sin banderas, ni medallas;
sin homenajes, ni duelo. Se van en soledad, sin un adiós, los que
menos merecen irse.
Marzo
2020
Era
como la imagen revivida de alguna de esas películas almibaradas de
sobremesa de domingo: familia de clase media alta, ella ama de casa
con asistenta y renta personal patrimonial, él empresario con varios
negocios en la capital e inversiones en bolsa, y dos hijos
adolescentes, casa unifamiliar adosada en una urbanización
residencial de un lugar privilegiado de la ciudad, la del final de la
hilera que liberaba mucho más jardín que las otras, setos recién
recortados, plantas de un verde lustroso sin hojas secas, parterres y
grandes macetones con flores, y un rincón sobre el césped que aún
olía a siega donde lucía con brillo tenue de sol de final de
primavera la vajilla de copas de cristal que esperaban puestas ya con
bastante antelación a unos invitados especiales, aunque nunca nos
habíamos visto. Una cita de futuros consuegros. Cuando la conocí me
llamó la atención su porte y elegancia, como si ambos fueran
innatos o se hubiese educado en ellos mucho tiempo atrás en la
niñez, los que fijaba mi curiosidad durante el recorrido desde la
casa hasta la mesita de jardín portando una bandeja de porcelana con
el primer agasajo sólido del convite: sus famosas croquetas caseras.
Se sentó en la silla enfrentada a la mía con la misma distinción
con la que la vi acercarse,y a renglón seguido desplegó sus dotes
innatas o aprendidas de una buena anfitriona, esparciendo cortesía y
afabilidad en las salutaciones de bienvenida, acentuando los gestos
de agrado y simpatía no exentos de cierta exageración en sus
ademanes: esa gentileza impostada que por precaución siempre
mostramos los humanos al principio de nuestras relaciones cuando nos
presentan a alguien, o eso pensé yo, aunque por poco tiempo cuando
los percibí sinceros al final de las primeras conversaciones,
instándonos ya sin demora entonces a que probáramos su
especialidad culinaria. En pocos segundos le glosaba la excelencia de
la crujiente textura y el intenso sabor de la tierna masa de las
croquetas, agradeciéndole el detalle de acogida, y se alegró por
ser la primera vez en su vida –sentenció ante mi sorpresa-- que
alguien le felicitaba por aquella delicatessen que le había ocupado
toda la mañana, empleando en la comparación cierta ironía que no
me pasó desapercibida iba dirigida como dardo hiriente a su familia,
en especial a su marido, el exitoso empresario.
Desde
aquel momento, mientras se nos ofrecían las bebidas en especial
cerveza muy fría y el resto de aperitivos, gestos de aceptación
mutuos hicieron que intimáramos rápido, monopolizando ella desde
ese instante mi exclusiva atención a su verborrea, no dando tregua a
que la distrajera en cualquier otro asunto que no fuera el derivado
del libreto memorizado de sus inagotables historias que brotaban de
su boca, con frases remarcando las palabras como lo hiciera un orador
en un ejercicio de convicción, vocalizando con una buena dicción
excepto cuando pronunciaba la erre fuerte, disonancia en el sonido de
la letra que lo acentuaba cuando de forma intermitente mencionaba su
país de origen: Puegto Gico, y aunque matizaba a renglón seguido
que sus ancestros fueron españoles, llevaba con más orgullo su
descendencia: lo de ser, además de española, norteamericana con
pasaporte, que su ascendencia. Entendí entonces toda la parafernalia
del encuentro: mezcla de herencia de costumbres barrocas de hidalga
burguesía criolla del caribe –los Quintero de toda la vida,
enfatizaba en tono rimbombante-- y ese otro aire extrovertido y
abierto que mostraba un halo de mujer independiente, muy a la
americana, para quién la velada del aperitivo y posterior comida
era una gran oportunidad de abrirse a gentes nuevas; de regurgitar
los guiones, argumentos, nudos y desenlaces de los avatares de su
vida a los que ya nadie, de su entorno más cercano –me dio la
impresión-- prestaba atención, quizás por repetitivos o por otras
razones que tenían que ver más con ese deterioro en las relaciones
cuando hace mella el tedio y el cansancio en el tiempo de la
convivencia afectiva, mientras consumía botellines de cerveza
compulsivamente, casi a la par que volatizaba cantidad de
cigarrillos, los que fumaba con cierta clase. Casi no probaba
alimento sólido, para, posiblemente, no perder el hilo de su
monólogo o por cualquier otra razón que desconocía.
La
imposibilidad de distracción me llevó involuntariamente a
escudriñar su cara de rasgos duros a simple vista, con cierta
desproporción de sus facciones: nariz prominente y frente estrecha
y pequeña donde el nacimiento de un cabello abundante y recio
estaba muy próximo a la línea de los ojos achinados, pero toda ella
era armónica precisamente en eso: en la singularidad de la
desproporción de las medidas. Para cuando terminé el retrato mental
ella aún persistía en los recuerdos confundidos con remembranzas
actuales: que si los huracanes cuando vivía en Puegto Gico, que si
tenía familia en Miami, que tenía un grupo de amigas de su edad con
las que se reunía no recuerdo que día de la semana a jugar al
bridge, que si conocía a un hermano del alcalde, que si esto, que si
lo otro, sin dejar opción a que por lo menos le contestara para su
conocimiento que yo no jugaba al bridge, como mucho al juego de la
oca, y que tampoco conocía a ningún familiar del regidor del
ayuntamiento, pero que poniendo empeño podía lograrlo, pero no hubo
forma, ella se hacía las preguntas y se las contestaba a la vez, de
tal suerte que llegada a esta situación mis sentidos me pedían
internamente y con desesperación la declaración de una especie de
tregua o una bandera blanca de rendición. No hizo falta sacar la
enseña blanca pues en ese preciso momento de saturación de mi mente
ante la avalancha de vivencias ajenas, desde la casa se nos invitaba
a entrar en ella para degustar los placeres de la mesa en un almuerzo
de bienvenida y confraternización de unión de familias. Cuando se
giró ya de pie delante de mí le visualicé en la espalda una
acusada protuberancia que le obligaba a caminar con leve inclinación
de la cabeza y que minimizaba, en parte, una amplia camisa de lino
pulcramente blanca, que lucía con elegancia al igual que los
pantalones largos de paño en oro viejo con pinzas en la cintura que
alargaba su delgada figura, ya de por sí alta para su generación.
Aquel descubrimiento no era impedimento para que aligerando el paso
hacia la casa, le observara un andar erguido sin afectación
locomotora. El cuerpo aunque resentido aún le era benevolente en los
inicios de nuestra relación.
En
un lado del salón una amplia mesa de diseño actual servía de
soporte a todo un mundo de refinamiento: mantel y servilletas
bordados a mano, vajilla de porcelana antigua, cubiertos de alpaca,
cristalería fina..., una composición a la manera de ella y que
obedecía a un rito instruido para las ocasiones especiales y
aquella era una de ellas. Tenía la puesta de mesa un aire vintage,
que repetía lo que era toda la decoración interior que conjugaba
muebles modernos con auténticas antigüedades: piezas de decoración
artesanas que se expandían en todo el salón con tallas en madera
noble, esculturas en bronce y cuadros al óleo originales; elementos
decorativos que denostaba cierto buen gusto. Comedida en el yantar,
de hecho siempre decía que había que dejar algo en el plato como
señal de buena educación, era todo lo contrario cuando en las
pausas de los bocados se empeñaba en proseguir explayándose con
sus relatos, ahora acompañados de lenguaje gestual, palabras que
sonaban a la par que tintineaban en los movimientos de las manos las
pulseras de oro que lucía, y que hacían complemento de los demás
abalorios: anillos y pendientes también de oro con que se adornaba.
Las más sorprendentes anécdotas, las más increíbles historias y
las más extrañas ficciones fueron febrilmente desempolvadas entre
plato y plato, de tal suerte que a los postres Meli Quintero estaba
repitiendo las mismas cosas, narrando otra vez los mismos momentos,
ahora adornado con algún detalle súbitamente recordado; proceso al
que había llegado, seguramente, por los efectos de la rotundez
alcohólica del sinfín de botellines de cerveza consumidos o por el
agotamiento del filón de las vivencias recordadas. Creo que por
ambos, o quizás por otros motivos que solo podía intuir entonces.
Posiblemente aquellas repeticiones, tachadas de batallitas e
historietas durante el transcurso de la velada por la gente que le
rodeaba a diario, su familia, no eran sino señales, avisos de
socorro: de estoy aquí, de nadie me oye..., que desesperadamente
lanzaba a quien quisiera escucharle en especial a los suyos para los
que, seguramente venía siendo invisible desde mucho tiempo atrás.
Ahora era ella la que les descubría a ellos, auténticos invisibles,
escrutando desde su posición contraria sus reprimidas emociones,
signos que pasaban inadvertidos a tenor de los prolongados silencios
de sus gentes. Estaba claro que su invisibilidad denotaba la primera
de su colección de recientes soledades.
Después
fuimos coincidiendo en esporádicas ocasiones, sin que fraguara una
relación más estrecha entre ambas familias, aún cuando no hubiera
en principio algún motivo que lo impidiera, ni siquiera el exceso de
locuacidad de ella, la que quedaba difuminada en sus constantes
gestos de amabilidad y cortesía: a aquellas primeras croquetas le
sucedieron otras en exclusivo agradecimiento, para satisfacción de
mi persona y enfado de los suyos. No era el escaso acercamiento
razón debida a la actitud de ella, pues de entre todos los
miembros de su familia era la que transmitía más empatía con los
demás, sino más bien de él, el exitoso empresario, que carecía
sobradamente de dicha empatía a la vez que de simpatía, manteniendo
siempre las distancias y no propiciando nunca una verdadera
comunicación, la que sí avivó Meli Quintero –de los Quintero de
toda la vida de la isla-- buscando siempre en nuestros encuentros una
cierta complicidad aparentando normalidad en el
discurrir de los acontecimientos que en un futuro no muy lejano
unirían a ambas familias, aunque fuera a costa de revivir en
aquellos primeros días ritos y costumbres en desuso con
reminiscencias de su juventud en su lejano Puegto Gico, cuando
propuso una fiesta que seguramente allí aún se celebraba: la de
pedida de mano, ¿una fiesta de qué?, una fiesta de pedida de mano:
No sabes la joya que se lleva tu hija con mi hijo, al que le tengo
reservado una gran sorpresa para su futuro que beneficiará a ambos y
entonces se explayó en contar que poseía un tesoro heredado en su
día, transmitido de generaciones, el que tenía escondido como oro
en paño y de cuyo paradero sólo conocía ella, haciéndome pensar
en alguna riqueza de tipo oro o plata guardados en arcón oculto en
alguna doble pared de la casa o enterrado en un hoyo del jardín, y
del que, dejándonos sin habla por lo insólito de la revelación,
nos confió el escondite: su memoria, resultaba que la herencia era
de tipo intelectual: las recetas de unas salsas picantes que harían
de su hijo un gran chef, de fama y dinero y que se las transmitiría
sólo a él cuando se casaran.
Estaba
ilusionada con los novios y los acontecimientos que se avecinaban.
Tiempos nuevos. Como si aquella oportuna encrucijada de ambas
familias le estuviera dando ocasión de retomar un camino
distinto al que cotidianamente transitaba en una asfixiante
monotonía. La razón de darles una nueva oportunidad, tanto a su
cuerpo que se mostraba algo más erguido que de costumbre, como a su
ánimo que adquirió nuevo vigor que le hizo rejuvenecer en la
querencia de la joven pareja. Tenía claro que se le estaba quedando
corto el tiempo del libro de su vida, habiéndose apercibido ahora,
aunque fuera tarde, que una vez que empiezan a correr las páginas
sabemos que el último capítulo llegará y no nos deparará nada más
cierto que un final y lo que hayamos querido hacer en medio. Decidió
no perder más tiempo, y fue encadenando vacaciones los veranos
siguientes con los prometidos y el resto de su familia en viajes
siempre deseados y siempre postergados: de Florencia contaba
maravillas de la cúpula de la catedral; de Venecia el elogio de
palacios, canales y puentes iba más allá de su propia verborrea...
hasta el último verano antes del enlace de los jóvenes cuando fue
subyugada por los jameos del agua en Lanzarote.
Pronto
llegaron las celebraciones familiares, advirtiendo ahora en ella,
aparte de su locuacidad, un desmedido afán de protagonismo, casi la
novia en la boda: que si había que ir haciendo ya las listas de
invitados; que para dar empaque al acto podrían invitar a un
familiar del marido, conocido presentador de televisión; que si
había que ir reservando la cena de invitación de la boda en un
conocido club exclusivo de cierta zona residencial; que si el menú
debía ser el más exquisito de la carta; que si las flores para la
decoración del local; que si el color de los manteles a juego con...
cascada de precipitadas propuestas, ideas y demás sugerencias a las
que puso final el exitoso empresario: Bueno todo esto lo pagaremos a
medias, ¡cómo no! para eso vamos a ser consuegros. Agradeciéndole
a renglón seguido me eximiera de pagarle la mitad de un jamón pata
negra gran reserva que iba a llevar en persona para todos los
invitados en el lunch previo a la cena, el que compraría a no sé
quién proveedor de confianza que se los traía de no sé qué sitio
que dio por supuesto que conocía. Después se fueron sucediendo
encuentros aún más esporádicos en bautizos, cumpleaños... Para
entonces volatilizada la euforia de un cambio en su vida, desandando
el ilusionante camino retornó a la encrucijada previa a los viajes
para escribir nuevos capítulos del libro de su vida que eran,
desafortunadamente, una mala copia de los anteriores. Prisionera
definitivamente de sus soledades y ahora de los dolores de espalda
que empezaba a sufrir, de momento de forma intermitente, se apoyó
para seguir caminando en un bastón extendiendo a tres sus
extremidades inferiores a fin de poder moverse en la casa unifamiliar
adosada con muchas escaleras, la que se había convertido en un
laberinto de obstáculos para su existencia. Fue en ese tiempo en el
que se mudó a vivir con su familia a un piso en una de las zonas de
alto standing de la ciudad, un bajo sin escaleras y con un pequeño
patio exterior donde aposentó las pocas plantas que se llevó. Se
deshizo de más de la mitad del vestuario que había ido almacenando
a lo largo del tiempo, incluso de las ropas más caras; redujo al
mínimo su colección de zapatos algunos sin estrenar; regaló
muebles, tallas, cuadros... con objeto de llevarse lo imprescindible
a la nueva casa; y lo que era más sorprendente se deshizo de la
mochila de recuerdos, anécdotas, e historias, a favor de su nueva
realidad: su interés no iba más allá de los sucesos que le pudiera
deparar el día siguiente.
En
la nueva casa la visité en dos o tres ocasiones con la impresión de
que vagaba por toda ella más que la habitaba. Para entonces ya no
era la misma: cierta dejadez en su persona hacía impensable la Meli
Quintero elegante y distinguida del principio, aunque si eran iguales
las mismas mellas visibles iniciales en el desafecto de su familia:
Cría hijos para esto, repetía como queja a lo único que intentaba
agarrarse ahora, frente a la deriva de su relación de
pareja: el tedio y el cansancio habían dado paso a la indiferencia y
ésta a un sin fin de vacíos en las que los prolongados silencios de
las ausencias eran tan insoportables, o más, que las continuas pullas
en las pocas y esporádicas ocasiones de comunicación, con continuas
discusiones en público de ambos en el límite del respeto. Todo
aquello le sobrevenía cuando se le iba agudizando el ángulo de su
condena, la que se agravó con dolores más agudos y más frecuentes
que precisaron de continuos calmantes para su alivio. Ahora las
conversaciones eran monotema: que si padezco de esto y de lo otro, ¡qué me vas a contar tú! de tal o cual dolor, que no tienes ni idea
del cóctel de fármacos que tomo..., sin dejar opción a que los
demás también padeciéramos de algo aunque fuera esporádicamente.
Se le hacía ya complicado andar a pesar del bastón e intentó
mecanizar sus itinerarios dentro de la casa. Silla de ruedas
eléctrica que al final acabó varada en un rincón, siendo un
cacharro más, ante la dificultad de paso por entre el mobiliario y
la estrechez de las puertas. Ya no salía a la calle, recluyéndose
muchas horas en su habitación rumiando, seguramente, el muestrario
de vacíos que se le habían instalado en aquella tardía etapa de su
vida, de los que le hería más el vacío
interior, ese al que no te puedes asomar y que se puede prevenir en el
vértigo del precipicio, sino el que se instala en las
entrañas, que no lo puedes ver pero lo sientes, tiene peso, volumen;
lo palpas en la tristeza infinita de la densidad de la nada. Una más
de sus últimas soledades. De la casa sólo salía a urgencias del
hospital cuando los dolores eran insoportables o cuando se ahogaba en
la desesperación de los que se les niega el aire, volviendo a la
casa con la bombona de oxígeno como remedio temporal a sus
inflamados bronquios ya crónicamente congestionados, la que en los
períodos de mejoría fue a hacerle compañía en el mismo rincón
a la silla de ruedas. Así era Meli Quintero --de los Quintero de
abolengo de la isla--, ella en estado puro, independiente, con sus
pecados y sus virtudes, con sus fobias y sus miedos, sus prejuicios,
su obstinación en que a pesar de sus empecinados actos incompatibles
con la vida, sobreviviría.
Quería
seguir existiendo aún cuando ya le pesaba la vida en una espalda que
se iba doblando cada vez más hacia la paralela del suelo y ya no
soportaba ni el peso de su propio cuerpo, e hizo nido: ubicó para
siempre sus largos días de soledad en su habitación de la casa
donde se recluyó, como eremita, con sus preciados tesoros, los
únicos calmantes que le apaciguaban el dolor físico de unas
vértebras que se iban curvando sin piedad; los únicos alivios que
le anestesiaban el otro dolor: el del alma; los que adormecía en el
placer del amargor del alcohol de la cerveza y la embriagadora
sensación de plenitud de la nicotina. Solitaria habitación desde la
que en aquella última etapa veía, sin vivir, pasar los hechos ahora
ya intrascendentes de su vida, demorando los sorbos del tiempo, como
demoraba los tragos del líquido ámbar, y las caladas de los
cigarrillos que al final se consumían sin solución de continuidad
olvidados en el cenicero; eran su medida del tiempo, de un tiempo del
que ya no esperaba nada para ella misma, simplemente poder
reconocerse en su condición humana, poder regocijarse con sus
congéneres, y con suerte poder hablar con alguno de ellos;
infructuosa intención porque su vida era ya como el cigarro
consumiéndose en su boca con las pavesas desprendidas horadando en
agujeros la sempiterna bata llena de lamparones; enseña de su
abandono, sabiendo que de aquella última de sus recientes soledades
no iba a sobrevivir, porque una vez que todos te abandonan te duele
la vida. Aquel perceptible desaliño apuntado, se hizo más patente
en las dos últimas citas familiares –bautizo y primera comunión--
a donde acudió tarde y con aspecto como de andar por casa, sin
apenas arreglarse, al igual que el exitoso empresario, lo que me dio
pie a pensar que el descuido mutuo había hecho mella en la pareja,
de cada uno con el otro, de tal manera que en la última urgencia a
la que acudió desde su casa, y ante el estado desidioso que
presentaba Meli Quintero con deficiencias fisiológicas palpables el
médico aconsejó, ante la imposibilidad de poder ser atendida en su
casa, la de internarla en una residencia de ancianos, a donde se la
llevaron desde el hospital.
Meli
Quintero tuvo la mala fortuna de estar en el lugar equivocado
–residencia de ancianos-- en el tiempo equivocado –el del
coronavirus-. De la residencia al hospital y del hospital a la
residencia era su cotidianidad en los últimos días hasta el
agravamiento de su asfixia que la llevó por última vez al hospital. En los días del caos sanitario, con las urgencias colapsadas, las
visitas restringidas, tuvo sólo el
bálsamo de una cara, una voz, y una mirada conocida de un alma
caritativa --con la que tuvo la última conversación como una
premonición-- mientras se iba apagando lentamente, agonizando, el
mismo día que la bestia microscópica disfrutaba de un aquelarre sin
freno, de una orgía sin control pasando el virus de boca a boca
entre gritos, arengas, eslóganes, soflamas y mensajes; de mano a mano en
carteles, panfletos y pancartas de enconos y revoluciones; de beso a beso en un
baile de macabra alegría, con las gentes hombro con hombro en las
calles, en las plazas, en las terrazas, en los jardines…, jaleando
“a no sé qué lucha”, mientras ella luchaba desesperadamente por un poco
de aire que ya sus pulmones agotados no podían bombear. A la mañana
siguiente la soledad de la noche dio paso a la noche más larga en
soledad a la que ya nunca le sucedería el día, y su muerte pasó
desapercibida, sin cara, sin voz, sin luto, sin ser siquiera un
número en la estadística; era, siendo ser, nadie ni nada. Después
un oscuro y tupido velo sospechoso de complicidad de intereses
espurios la confinó en una cámara frigorífica sin velatorio ni
despedida de sus deudos, antes de su urgente cremación.
FranciscoMolinaGómez
(In
Memóriam de Meli Quintero y todos aquellos que la siguieron en
aluvión los días siguientes, a los que sin ser ya nadie ni nada, o
tal vez por eso, les negaron incluso la luz del final del
túnel. La ausencia del último adiós quedará impresa de por vida
en algunas ¿conciencias? )