viernes, 1 de noviembre de 2024

EL VÉRTIGO DE VOLVER

 


Contempla solo unos segundos la imagen paradisíaca de la postal, mira el reverso que menciona el lugar, después una leyenda de puño y letra del afortunado contará los parabienes del disfrute a algún familiar o amigo que la recibirá seguramente con alborozo, y que leerá en apenas dos segundos; vuelta a la imagen un segundo más de visual contemplación, consumando el acto de envidia buena del destinatario de la misiva para acabar guardada en alguna caja junto con otras de otros lugares, las que probablemente no volverán a ser desempolvadas, o para peor destino que acaben en algún vertedero. Se ha consumido una imagen que no reporta más interés, actitud muy en boga en el metaverso. Pero no importa, hay miles de ella en los exhibidores de las tiendas de recuerdos que aseguran su supervivencia.

En esta ocasión para encabezamiento de esta entrada al blog he huido intencionadamente de esas imágenes comercialmente edulcoradas y tan explícitas de su intencionado reclamo turístico, algo sin alma que nos impide leer más allá de un cielo intensamente azul reflejado en un mar acotado donde se recortan, como exotismo del sitio, algunas palmeras y otras plantas tropicales. ¿Dónde queda el espíritu del lugar? Ya escribí alguna vez que, como creían los antiguos civilizadores, todo paraje tiene su genius locci, genio que lo habita y lo protege preservando por siempre su esencia, la misma que guía al poeta que con las palabras precisas, y solo con éstas, nos hace aflorar todo un caudal de sentimientos ocultos.

En mi modestia tan alejada de la excelencia del poeta, anduve empeñado en captar alguna vez una representación que no fuera una alegoría de algo diferente, sino su quintaesencia, su fundamento, aunque este fuera, a sentir de otros algo abstracto –menos es más--, unos símbolos que introdujeran valores y conceptos por sugerencia y asociación subliminal de signos, y así producir emociones. Cuando hallé el paraje en unos de mis reencuentros a la Arcadia de mi niñez, y tras unos segundos de ensimismamiento solo tuve que encuadrar y disparar el click de mi cámara fotográfica. ¡Esto es! Casi una vida de cambios y aquí está aún toda la idealización de lo que muchos años atrás me sugería el paraíso: una muralla ciclópea que se encarama defensiva sobre la ladera de la montaña hasta encumbrar un castillo que fue asentamiento de varias civilizaciones, descubridores afortunados de la bondad del lugar y en cuyo desnivel se aposentaron los hábitat de los nuevos colonizadores, los modernos: sobre la construcción vernácula del arco las arquitecturas cúbicas aterrazadas, de un mellado estilo corbusier, conviven en un perfecto diálogo con la construcción popular en torno al castillo. Los planos inclinados de las escaleras pegados a la roca evocan las empinadas y estrechas calles del sitio; paredes rectas, encaladas, donde enseñorea el trópico su suave clima de humedad y de vientos favorables que acicalan el cabello de las palmeras, como estandartes permanentes del sitio –el sur cálido del mediterráneo-- y donde la gaviota, flotando sobre las térmicas, despliega sus poderosas alas en grácil vuelo circular que anuncia el mar próximo, no el limitado de las postales sino ese otro que de niño me ayudó a entender un poco el misterio de lo eterno. Mar a veces dócil y otras bravo... Mar para el disfrute del baño y para el difícil y peligroso oficio de pescador... Mar juntura de mezcla de nativos de tez tostada y curtida por el clima y gentes tan distintas de otros lugares, algunos muy lejanos con lenguas insólitas... Mar que me arrullaba de noche y el mismo que en la tempestad bamboleaba la frágil mamparra de madera hasta el naufragio... Mar de vida y a veces de muerte... En fin mar, mar, mar... ¡Venid lectores, he conocido lugar!




Vigilia en víspera

Vuelvo a vivir el tránsito de la primavera al estío. Una primavera ya madura, un estío en sazón; y lo vivo con el patente temor de su mortalidad. He visto aparecer su gloria en lo alto de la sierra, enfrente, por encima de tapias degradadas de color; ahora, en esta transformación, desnuda de su inmaculado fulgor, de su resplandor de invierno. En su desnudez la montaña, un gran macizo de piedra, dibuja claramente una figura soñadamente de animal yacente. El paisaje se desenfunda y se viste de nuevos ropajes, de nuevas voces: en las alturas de las ramas verdes de moreras que me rodean en mi encierro habitan millares de pájaros, haciéndose ensordecedores. Bulle el ciclo de la vida por doquier y se pregona a viva voz. Estamos otra vez aquí. Instantes de gloria que podían ser de cualquier estación, cualquier sitio, cualquier día; pero no, son exclusivamente de esta transición. Pero aquí y ahora se añade algo: al esplendor original y gratuito se junta otro logrado por el empeño de vivir; el empeño de descubrir cierto estado del alma, de aflorar de lo más recóndito del ser, aunque sólo sea un atisbo de felicidad. El mundo es pequeño desde aquí; hay prisa por caminar hacia donde el agua es infinita y verdea en variados y celebrados tonos verdes la fértil vega, plagada de exuberantes hortalizas y ricos frutos tropicales. En las vigilias de mi marcha observo de noche las estrellas, las fijas, las que siempre están ahí. Son puntos de referencia. Meditación para un viaje que está por venir pronto, dentro de muy poco. Esas cuantas estrellas conocidas se fijarán después en el destino anhelado como ideas ciertas, hitos en el oscuro y vasto espacio nocturno. Las justas, no necesitamos más para la curiosidad, la fantasía, y el secreto deseo por cumplir cuando en un límpido cielo oscuro se trasmuten en estrellas fugaces.

Traspongo el tiempo y el espacio. El visitante es ahora un hombre, al igual que yo, de aquel mundo de niños de antaño. Alguien de mis mismas experiencias vitales. Ha sido viajero que con vaguedad sigue tejiendo ciertas hipótesis misteriosas en un anecdotario inacabable. Ha vencido la edad joven y las fantasías le siguen acompañando con nostalgia recopiladora. En este mundo tan vasto no ha aprendido a estar, no ha aprendido a conocerse; quizás a seguir soñando despierto permanentemente. Rememoramos una larga conversación en soledad de ambos, una noche de víspera, desahuciados, los dos, por otros seres del mismo pequeño mundo, de los que a distancia apenas percibíamos sus animadas charlas en grupo, ya que en parte eran anuladas por los agudos chirridos de los grillos, lejanos, monótonos, alargados y a los que curiosamente replicaban las cigarras aserrando la noche calurosa de verano en víspera; sonidos, todos ellos, a los que ponía contrapunto el quebrado croar de las ranas en las albercas. A la luz de la luna llena el concierto se recrudece: cuanto más brilla la charca, más se multiplican, más se muestran, más se hacen visibles los huevos eclosionados hasta saturar todo el agua, haciendo ruidoso coro en el silencio de la noche iniciática. Con banda sonora tan singular de fondo, indiferentes a las cuitas de esos otros seres mezquinos, nos dispusimos a soñar a rápidos sorbos, cual ingenuos, el futuro aún muy lejano, mezclando lo que estaba por llegar con lo pasado: los olores, las texturas, los sonidos... En nuestra cabeza resonaba ahora el acorde del mar, su agradable y relajante cadencia como susurro de cuna en la duermevela del infante, segundos antes del sueño que sigue al repetitivo parpadeo que inevitablemente lo anuncia. Sueño que se adentra en el terreno de las últimas confidencias, como antaño en las vísperas. Todo parece completo cuando se va a abandonar el pequeño mundo. Creemos firmemente que la esperanza de algo extraordinario, novedoso, se va a imponer sobre la infelicidad como bálsamo que nos cure de la normalidad de esta reclusión; esa normalidad obligada: larga, eterna, tediosa, aburrida..., asfixiante. Después, ¿cuánto después?, acaso tiene medida el sueño... el pequeño mundo crece: su horizonte irreversiblemente se ensancha, el olor del paisaje se hace cósmico, la visión es atemporal: tierra, árboles, cielo y más cielo que de improviso en la lejanía se hace inmensidad de agua que salta, se encrespa, se enreda..., se dilata y se dilata hasta el infinito. Cielo y mar, interminables reflejos del uno en el otro condenados eternamente a contemplarse, a retarse, a extasiarse... Nuestra mente se ha abierto al paisaje del viaje mágico que nos reconforta tanto. Creemos soñar. No soñamos; realmente lo vivimos, lo tocamos. De golpe el sonido y el movimiento han cesado, incluso el del mar.

Largas noches de confidencias, ¿largas o cortas?, no sé. Esta de hoy se nos ha ido en un soplo; lapsus de tiempo tan distinto de las otroras noches de vigilia en la víspera: animadamente muy lentas. Clareaba cuando desfallecemos rendidos de agotamiento por la energía gastada en los recuerdos; por las conversaciones entrecruzadas, disparatadas, divertidas, añoradas. El último sorbo de aliento rememora el mismo cansancio que muchos años atrás nos derivaba, irremisiblemente, al sueño en la madrugada del viaje ansiado, después de toda una noche en vela. Pauta necesaria para el delirio en la ebriedad por venir de instantes continuos de felicidad hasta casi la saciedad, aunque aquella fuera solo temporal. ¿Es corto un mes de dicha frente a los otros once de desazón? Suficiente para seguir sobreviviendo, para comenzar a contar el tiempo nuevo. Despertar en la alegría incontenible. Asombroso amanecer donde se crea de nuevo la tierra conformada por esa luz iniciante detrás del animal yacente; esa luz imprecisa pero ya brillante de colores que provoca por sí misma y que refleja individualizada en cada objeto, en cada cosa; que nos maravilla: un prodigio. Conocíamos el color de este amanecer: el de la promesa del mar. Milagro imprevisible que cada año revivíamos. Este compañero para quién el mundo fue tan pequeño, tan dominable, tan frío y tan cansado; estaba ahora sobrecogido en el universo real, y he recordado y reconocido, al hilo de sus palabras, cuán sobrante e interminable era la parte más pequeña del mundo que nos acogía y me he reconfortado en su compañía y en nuestro despertar juntos. Me congratula la madrugada del nuevo día; presiento –presentimos-- una gran jornada, sin duda. Juntos respiramos profundamente: un oloroso hálito fresco que aspiramos con disfrutada intensidad y que nos espabila en la modorra del despertar venía de lo hondo del espacio impregnando todo el ámbito. Después en un lapsus de tiempo sin determinar comprobamos que seguimos vivos a punto de emprender vuelo como gaviotas.


Vértigo de volver

El acto a celebrar con alegría y jolgorio es un traslado. Es un viaje gustoso en el que el tiempo se ve nutrido por la transición del espacio. Cambio de mundo. Rotura de costumbres por el gusto auroral de la novedad, presentida por ya vivida de antemano, aunque abierta a todas las sorpresas. Atrás, muy atrás vamos a dejar un insustancial horizonte encorsetado entre tapias que nos comprimen hasta hacernos invisibles; un límite que nos asfixia; necesitamos volar, para seguir respirando. Con recién estrenadas risas nos despedimos: adiós pequeño mundo, no te echaremos de menos. Al fin lanzarse de nuevo al camino. Traspongo la edad y el momento: mi visitante, aquí y ahora, compañero de viaje en la liturgia del reencuentro quiere comprobarse si todavía es posible repetir lo que su fuero interno de recuerdos amontonados, con pronunciada y desbordada nostalgia, le dice obstinadamente que es irrepetible. No se quiere dar por vencido; yo tampoco. Iniciamos el viaje con cierto temor de que tanta ilusión se rompa, de que nada sea ya igual que antes; quizás tuviera razón el cantautor de estos tiempos inciertos en su advertencia poética: al mundo donde has sido feliz no debieras tratar de volver. Volvemos. Pero ahí afuera hay otro horizonte, deconstruído, decolorado..., todavía un puzzle de paisajes que ya no nos subyuga como cuando éramos infantes. Viene a nuestra memoria una estela de cautivas imágenes de entonces durante el viaje anhelado: el principio es un llano interminable donde se apilan en montones los haces de trigo que relucen al sol naciente de la mañana. Durante la travesía se han avivado los olores: el aire huele a tierra removida y a siembra recién cortada. También los colores: las gavillas relucen doradas en la luz ya brillante hacia el mediodía, esperando su transformación en las eras a cielo abierto con el bullicio de campesinos y caballerías. La parva reseca extendida en ruedo deslumbra como el mismo sol. Acémilas cansadas, abrasadas, resignadas con el giro mil veces repetido trotan arrastrando la tabla de cortante pedernal. Un brazo tostado y robusto hace chascar el látigo sobre los lomos sudados de las mulas que contraen sus músculos. En otra parva más adelantada de faena, largas horquillas de madera, como tenedores gigantes, hacen volar la paja, dejando el trigo mondo y amontonado. La tierra y los hombres del verano son ya bendito pan para el resto del tiempo.

¿Es prudente seguir rememorando? Como magia que todavía sorprendía inocencia de niño, el estrenado horizonte ha mutado a montañas más avistadas, más definidas en cumbres y hondonadas; es el valle frutícola que sucede al páramo de labor. Un vergel de frutales muestra esplendoroso el milagro: las pasadas flores de primavera son ahora sabor y alimento en su transformación: naranjas, manzanas, peras, ciruelas... son ambrosía en mercados de la capital. Iniciamos la subida para después hacer más sublime el descenso. El camino antes abierto al aire de la llanura, plano, recto, libre, sin ataduras, de visión panorámica, se hace ahora sinuoso, íntimo, pegado a la montaña en perfecto maridaje. La rica variedad topográfica recrea la unidad de un mundo completo que se nos niega en nuestro internamiento. El todo y las partes. Todo es grande porque hay mucho pequeño que lo conforma. El paisaje crece como un fractal. Los lados de la tortuosa carretera que abraza la montaña nos da la bienvenida con sus mejores galas y se acicalan para la ocasión con delicados perfumes que nos regalan con generosidad; retama de flores silvestres y plantas aromáticas esparcen sus delicadas fragancias --huele a esencia de romero, de tomillo, de lavanda, de salvia...--, salpicadas entre matojos de flores siempre viva. Cuando atravesamos el pequeño puente de piedra en la parte más estrecha del río visualizamos largas masas arbóreas que se yerguen altas con cierta nobleza en el paisaje de ribera, son las alamedas que en las márgenes del río enseñorean su presencia como ejército protector de la vida que bulle a su sombra; también benefactoras de esa otra vida que pasa sin detenerse junto a ellas, la nuestra; calmante para el ánimo en la alegría exaltada que relaja rumor de fondo, alto y claro, murmullos de viento al vibrar por entre sus hojas y que nos permite una pausa para discernir, con razón de niño conforme íbamos creciendo, lo que permanece y lo que se ausenta, las piedras del lecho y el agua que discurre sobre él, como nosotros discurrimos en el tiempo sobre la carretera contemplando ya relajados ese otro inabarcable sendero: el que fluye en el cauce bajo un sol de plata. Todo es nuevo, variado, animado, interesante... Siento inmensamente ese gusto de posesión: de poseer y ser poseído por la naturaleza; siento apetito de aprender, apetito de vivir y disfrutar.

¿Y mi compañero de infancia?, montados los dos en asientos contiguos del anticuado vehículo que nos acoge yo sigo intentando aprehender todo lo que mi memoria pudiera después recordar del mundo que nos negarán otra vez las tapias, al regreso. En él creo percibir otro inusitado interés: con la cara vuelta casi pegada al cristal de la ventanilla iba hablando solo y en voz baja. Estamos llegando al ecuador del viaje, a punto de atravesar su pueblo, de retrotraerse a sus primeras luces, a sus primeros balbuceos, a sus iniciales apegos, al punto de inflexión de sus desdichas que se llevaron parte de él a un lugar desconocido. Yo lo sé y callo. Silencio de los dos que se resguarda en la bóveda verde de plátanos de sombra que soportan viejos y anchos troncos con desnudez de blancura metálica y que amortiguan el calor de una tierra que arde en las horas verticales del mediodía, regalo de frescura para cuerpos sudorosos justo cuando el vehículo atraviesa lentamente la única calle visible de casas bajas y encaladas, refrigerando también su piel metálica ardiente, su obsoleta mecánica que abandona por fin el prolongado y ronco sonido de su asfixia en las pronunciadas cuestas del camino. Todo un regalo necesario, que se repetía en todas las travesías de los pueblos, como nódulos del camino, inmutables, familiares hitos importantes a recordar en un itinerario que ya nos pertenecía. De improviso se vuelve hacia mi con la cara iluminada: ha visto en alguien semiescondido en uno de los árboles a él mismo, a su primera infancia, a sus primeros juegos; hay conciliación en el relato, en la resignación; hay en definitiva, en ambos, ganas de vivir y disfrutar.

Pero ahora, en esta última aventura hacia la memoria común que certifique la existencia todavía de la otrora tierra de promisión, para pasar por el pueblo de mi acompañante hemos tenido que abandonar la moderna autovía de la costa y desviarnos por la estrecha y adoquinada carretera antigua, donde ahora nadie le saluda, no hay nadie escondido detrás del árbol para verle pasar en una travesía solitaria, poco transitada, a la que le han despojado de su bóveda verde; se nota extraño en su propia tierra; lleva mucho tiempo fuera como otros tantos de sus paisanos: ¿Dónde están los mozos, madre? / que no los oigo cantar / ya no acuden a la fiesta / ni a la plaza del lugar / ¿Dónde están los mozos, madre? / que no los oigo reír / marcharon a otros lugares / que están muy lejos de aquí... canción que tarareamos y que nos embarga el ánimo en la certeza de que ya nadie conocido nos espera en algún sitio, se marcharon sin edad para el desarraigo, madurando a destiempo; desertores del valle en busca de la aventura de subsistir en la ciudad anónima; extramuros de ella, ya no queda gente en los bancales de la ladera; ahora la fruta crece espontánea y cae madura sobre la tierra reseca. Hace tiempo escribí sobre mi propio extrañamiento acordándome de los demás: (…) Sin edad ni tiempo ya para entender el mundo de los afectos, se nos fueron definitivamente. Equivocamos las direcciones y recibimos devueltas las cartas sin acuse de recibo. Después nos lanzaron al vacío partiendo hacia un viaje desconocido. Entre gruesos muros quedaron las pruebas de nuestra existencia: las confesiones, los inútiles llantos, las risas...; hasta la inocencia (…) De muchos ni nos despedimos, ¡¡Hasta siempre!! (…) Ahora están muy lejos, en ese remoto lugar donde habita el olvido. Otros, los menos, nos citamos, nos llamamos sin darnos cuenta de que era inútil (…) Viajamos solos, guardando en la maleta la única herencia: no queríamos olvidar los primeros apegos; no estábamos dispuestos a perderlos. Durante las escalas embarcamos a nuevas rutas que nos obligaron a reinterpretar los mapas; marcamos nuevos territorios; trazamos nuevos caminos, aunque nunca en línea recta (…) Me pregunto ¿Adónde me han llevado las encrucijadas de esos caminos; y sobre todo, ante la eterna incertidumbre: adónde les llevó a ellos ?

No sé si era del todo prudente en nuestro particular trayecto, seguir evocando la niñez; pero acordamos necesario acercarnos en los recuerdos a una parte inevitable ligada a nuestra existencia: la del viaje mágico pendiente: Seguíamos en la fascinación, prendados del paisaje cuando llegamos a la cima más alta del recorrido; exhaustos en la euforia desgastada a viva voz de canciones repetidas, una y otra vez, sin parar; en el entusiasmo derrochado en bromas, abrazos y felicitaciones; al final algo amodorrados por el madrugar en la mañana y el calor que oprime el aire en este inicio ya avanzado de la tarde. Más de las doce y no hemos oído la campana anunciando el angelus; ni la llamada a recoger las viandas: pan, postre y pailas; ni el ruido de la última avioneta sobrevolando los patios; ni el bullicio de los gorriones parapetados en las moreras que se prodigaban por doquier...; solo el bisbiseo del viento resbalando por las paredes del autobús. Descendemos. La visión del entorno se hace más rápida en la bajada El anticuado vehículo con berlina se ha liberado de su peso, de su ronroneo en las cuestas, de su falta de aliento; ahora trepida en la bulla de la propia inercia de la caída con algo más de velocidad aprovechando la topografía a su favor. ¡Ahora sí!, ya nos llega algo de viento fresco con olor a salitre, un olor familiar que nos reanima, nos despierta próximos a alcanzar la vega en una interminable recta, flanqueada por cultivos de maizales, plataneras, chirimoyos, y cañas de azúcar, agradeciendo el frescor de una extraña brisa: espesa, empalagosa; mezcla de melaza, trópico, y mar, que se intensifica al pasar muy cerca de la Azucarera de la costa. Estamos en las puertas de la gloria.

Queda un último tirón en cuesta. El repecho es una suave colina que se alza como privilegiado mirador de un prodigio que se nos ofrece insinuante a pequeños sorbos; a cuentagotas; como magia que prepara una gran sorpresa, envolviendo el misterio en secuencias discontinuas, pautadas por los resquicios de la espesa vegetación verde de pinos y eucaliptos por entre los que se cuelan pequeños puntos de un intenso azul penetrante; secuencias de una película en la que el móvil somos nosotros. ¡¡¡Por fin el mar!!! ¡Qué fuerza la del mar!; siento repeluzno ante lo infinito cuando dejando atrás la masa arbórea éste se muestra en toda su dimensión, desnudo su poder, sin interferencias. Sentimos ya revuelo en el estómago en el goce de llegar; estamos muy cerca, tan cerca que podemos devolver el abrazo de la más alta y esbelta palmera, vieja conocida, que en el primer patio de la Colonia agita sus brazos al viento hacia nosotros; devolvemos nerviosos el saludo desde la ventanilla del vehículo a punto de agotamiento. ¡Hola mundo grande!, ¡cuánto te hemos extrañado! Todo es distinto. De improviso hemos mutado a nuevos árboles, a nuevos pájaros, a nuevas flores, a nuevos aires en los que son idénticos frescura y ardor, a nuevos rumores de noche. ¡¡Es el lugar!!; gracias genio por protegerlo en nuestra ausencia.

Rápidamente nos congraciamos con el sitio, a pesar del extrañamiento tanto tiempo. No podemos esperar; sentimos ambos un impulso irrefrenable de aventura, de abarcar el paraje; de subir, al día siguiente, al cerro que resguardaba la espalda de la edificación para contemplar quedamente el paraíso. Desde abajo aquella cúspide que encumbra un mirador parece altísima. Ascendemos. En la ladera de tierra arenosa y seca, los almendros nos acompañan en la pendiente, ellos erguidos, nosotros torpes equilibristas; apenas dan sombra pues parece que hayan recogido aún más la hoja breve para mostrar el fruto: neto, duro, y brillante. En lo alto, resguardados en chambao, entre chumberas y ágaves, la visión es todo un poema, una experiencia vital. Abajo, en nuestra casa ahora –Colonia Marítima-- corren niños en los patios como manchas de frescura instantánea. Parecen lejanos pero conservan su tamaño, ¡cómo se agranda todo lo que es humano en un mundo de tan minuciosa brevedad! Enfrente, en la arena, otros cuerpos más perezosos se muestran libres distendidos, recién llegados a la brisa. Un recio viento que llega del sur, toma las olas cuando vienen a romperse en la playa. Es un viento que al moverse pesa sobre la piel; un viento que afloja los nervios y deja caer agradecida soñolencia. Desde el horizonte hasta la orilla rige escala de azules, de los más oscuros al fondo hasta el blanco luminoso cerca, como el del sol que en el cielo estalla derramándose por todo lo que vemos. El mundo grande solo puede emerger aquí en este rincón; un mundo exclusivamente para nosotros, sin vecinos; perdidos por fortuna en el corazón de la extensa vega verde, que nos abraza y nos mima de día; de noche el mar arrulla los sueños. Nos gustaría quedarnos de por vida en el mismo lugar que descubriera el poeta: todo lo que hacen los bosques, los ríos o el aire cabe entre estos muros que creen cerrar la estancia; acudid caballeros que atravesáis los mares, solo tengo un techo de cielo, encontraréis lugar. Más tarde nos fueron desalojando poco a poco, difuminándose el sitio hasta desaparecer. Constatar la ausencia de todo al final de nuestro viaje adulto nos produjo cierto abandono, una segunda orfandad. Ya no hay nostalgia, solo melancolía.


¿Púrpura y zafiro?

De los envidiados, tiempo atrás, días de arena dorada y mar azul –días de púrpura y zafiro-- solo restan vestigios de lo que fue mi cielo, tres hitos, tres coordenadas como vértices de un triángulo que poco a poco se desdibuja; es cuestión de tiempo: una montaña decreciente como daga en punta clavándose en el mar; un trozo de vega testimonial, arrinconada por la zafiedad, y la codicia; y tres peñones desiguales que desde la orilla emergen del agua salada, apareciendo y desapareciendo a cierta distancia entre ellos, como rocas entrando de puntillas para no molestar dejando ventanas abiertas al infinito turquesa. Tres esquinas que abrazan el último trozo de mar que me emociona, al fundirse cielo y agua en luminoso hechizo: resplandeciente declinar del sol hacia la curvada línea del horizonte. Catarsis de luz con fulgores de fuegos violáceos y anaranjados en el final del día que subyuga el espíritu, anunciando un nuevo crepúsculo de esperanza por venir. Hace muchos años --¿cuántos?, quizás el tiempo sea indefinido allá donde habita el olvido-- que mi antiguo visitante, compañero de viaje y de fatigas en forzada reclusión no me visita, no me acompaña, no baja a nuestra playa, tal vez yo haya equivocado los recuerdos e hiciéramos solo el viaje de la infancia y no el de la madurez a pesar de haberle llamado, a veces insistentemente, quizás fuera éste viaje último solo alucinaciones de mi mente, una ilusión por cumplir. De cualquier forma puede ser que ambos tengamos las mismas sensaciones en la distancia: que no nos reconozcamos en el mundo real por habérsenos cambiado repetidamente la lontananza, antes opresora; después muy lejana y misteriosa; y ahora al alcance de la mano, abarcable, extraña; lo mismo que el mar y la playa. Seguramente tampoco reconozcamos la noche estrellada desaparecida en la excesiva luminosidad que borra el profundo fondo oscuro de brillantes estrellas fugaces. Acaso hayamos entendido, por fin, la advertencia poética del cantautor, recluyéndonos en nuestros propios laberintos, en los libretos memorizados de nuestras historias, mezcla de recuerdos confundidos con remembranzas actuales: anécdotas vividas junto a las más extrañas ficciones, con el fin de no perder la memoria, de no desprendernos en vida de los escasos momentos felices que nos regalaban. Los lugares cambian, pasan. Seguro que como él, me he obsesionado en acopiar entre mis manos los recuerdos que inevitablemente se me desparraman por entre los dedos; pero persisto: estoy aquí para desentrañar este momento. Ahora solo me queda el presente: un trozo de mar, un suelo arenoso, y la mitad de mi mismo –Teresa-- compañera de viaje de los últimos tiempos, compartiendo mochila a medias –... y los antiguos conocidos fueron extraños, y los extraños conocidos parte de nosotros mismos: la mitad que nos faltaba...-- : Me deleito junto a ella, en el arrebato que sucede a la sublimación de estrella como si no hubiera un mañana.

Pero obviando el espectáculo de luz, ahí enfrente hay ahora un mar que me resulta casi extraño, donde pululan otros seres y otros artefactos que ya no tienen la prestancia de sus antiguas moradoras –las barcas de pesca--; el equilibrio de su rítmico bamboleo en la trabajosa tarea de pescadores al sacar el copo a la playa, al que sobrevuelan multitud de hambrientas gaviotas; la dignidad atrapadas en sus redes como sustento de gente sufrida, humilde, y sabia. Confieso que últimamente, incluso el mar empieza a serme un desconocido, algo que aparece en el sueño recurrente del desencanto: Tiempo más tarde --¿corre el tiempo o se para, o quizás ni lo uno ni lo otro...?-- vendré a mi lugar y no lo reconoceré, vendré a mi mar y no lo veré, dudaré con disgusto del ensalmo eterno y de su ensueño para un instante después bajar a la playa de mi memoria que lo pondrá de nuevo aquí y me lanzaré de cabeza al rompeolas, zambulliéndome en el fondo de mis recuerdos; pero ¡qué raro!, el mar no está en calma; hoy se me muestra alborotado, muy alborotado. Con la temprana en la playa hemos oído los primeros estruendos. El mar golpea con fuerza sobre la arena donde se clava levantando un fortín que embalsa de burbujeo níveo. ¿De donde surge esta espuma?; se me antoja que no del coraje de la superficie sino de la pérfida bravura del fondo. Me aventuro en el borde siendo atrapado por una de esas muelas bravías en fauces gigante que me engulle y me vomita varios metros afuera envuelto en delicada maraña de seda blanca con la que cubre mi fragilidad; metamorfosis de ola que el viento me arrebata de inmediato y la evapora, dejándome indefenso, sin pudor frente a la desnudez. Hoy el aire viene del propio mar, de sus confines: todo un mundo recreado y que recrea, ¿qué hay más allá del embeleso? hay pena y gloria, hay plástica: ciclos creativos de juegos de agua que sube y baja, que se contrae y se dilata sin final; todo en un mismo acto, en un mismo rito, en un mismo color, ¿qué color?, si acaso tuviera color lo indefinido, y si así fuera ¿de que color será este arrojo de mar? Ante tal fuerza empequeñezco y me transformo en ausencia, en grano de arena mojada en la que han hundido atropelladamente mi frágil cuerpo, mis pies, mis manos..., mi inconsciencia. El agua está fría, muy fría. Mi miedo y mi fracaso también. Urge arrastrarse, huir de la amenaza que barrunta este levante que encabrita olas con ronco y seco rumor de certero golpe definitivo. Corro menos deprisa de lo que tarda la ola desde su último impulso hasta su destino, mucho más despacio de lo que deseo... Me despierto, ¡qué alivio!

Tal vez ni el cantautor, ni mi compañero ni yo tengamos las razones que oprimen el pecho y descargan ríos de melancolía en el vértigo de volver. Quizás, casi con toda seguridad, estemos equivocados evocando la imagen de un lugar que ya no existe. ¿Es contraproducente reproducirla sin límite?. En cierta ocasión, a propósito de mi despedida emocional de aquel pequeño mundo, a fin de curar las cicatrices aún visibles de viejas heridas, dejé negro sobre blanco en el encabecimiento de una carta abierta a quién quisiera leerla: Porqué escribir sobre un lugar ¿es eso importante? Un lugar puede ser solo un recuerdo borroso en la memoria; ¿pero en qué memoria?, quizás en la del alma si ésta acaso la tuviera. ¿Porqué evocamos su realidad con imágenes que se pierden en el mundo de los sueños? Quizás habría que comenzar escribiendo sobre el universo que encierran esas palabras: memoria, imágenes, sueños; pero ¿dónde queda el testimonio de los sentidos? Porqué no escribir acerca de un lugar atemporal del que solo quedan las emociones y los sentimientos, experiencias que no tienen tiempo. Porqué no comenzar simplemente describiendo un lugar desde lo vivido, desde lo sentido..., desde el corazón. Confieso que durante todos mis días he llevado un lugar preeminente en mi corazón. Ahora, después de haber ahondado en la vorágine de persistir en reconocer lo irreconocible; de apostar por repetir momentos, que se fueron, que se esfumaron para nunca volver; de querer desentrañar de qué están hechos los instantes, muchas veces fugaces, de felicidad, he comprendido que el vértigo que me recorría todo el cuerpo, haciéndolo vibrar, no estaba ligado a un lugar concreto que no reconozco, ni me reconoce; éste vértigo está enraizado en las entrañas; proviene de otro sitio más profundo: del interior de uno mismo, de los sentimientos que generaron unos días irrepetibles llenos de emociones cercanas a la dicha cuando más la necesitábamos. Hoy he hecho el viaje definitivo: he recorrido el camino inverso hacia el fondo de mis sentimientos, descubriendo lo hondo de la felicidad de un niño, que aún siento y sentiré de por vida, aunque aquella fuera solo un regalo temporal. No hay felicidad pequeña cuando ha hecho tanto bien a un ser...; a muchos seres en edad muy tierna. Hoy, en las reflexiones, sin más pretensión, de los renglones de este escrito, al fin he curado mi vértigo de volver.


FranciscoMolinaGómez