En el principio fue el frío y cuando llegó a su vida le rodeó, le cercó y alevosamente le invadió, e inmediatamente sintió la hiriente sensación del frío penetrando punzante en sus carnes tiernas y desprotegidas y ya habitó de por siempre en aquel desangelado cuerpo... y en el mío... y en el de los otros niños.
No fue nada fácil... ser el fruto de una relación prohibida en aquella época de hambre y sotanas. La primera sensación que sintió Juan al nacer fue el frío que rezumaba el cuerpo de su madre, soltera, a la que saludó apenas con un leve gemido, entrecortado por el gélido ambiente de la sala de maternidad. Su madre, muerta en vida, ahogó el sollozo de su renuncia acurrucada bajo las ropas de la vieja cama de hospital. Juan nació en invierno y el frío que le había dado la bienvenida al mundo le marcaría de por vida, pues aquella helada no sólo congelaría la cosecha de cereales, vaciando de harina las tahonas y de pan las alacenas de las casas, sino que, lo más grave, desde el primer instante de su nacimiento había anidado firmemente en su cuerpo para quedarse definitivamente. De todos los fríos que padeció, el que nunca superó fue el del abandono.
Ciertamente fue muy difícil ser un niño frágil en una época de pobreza y disciplina. Juan no tuvo opción y lo internaron en la casa Cuna. A tan temprana edad sólo se reconocía en los rostros de los otros hijos de hielo, que, como él, mostraban evidentes secuelas por el asedio continuado de los males de niño pobre: extremada delgadez de pómulos que realzaba, sobre la pálida tez, unos grandes ojos tristes y una sonrisa dibujada en negro por los efectos de los prolongados tratamientos contra la mortalidad infantil. Algunos desfallecieron en la lucha y otros quedaron inválidos. Juan sobrevivió a pesar de las duras condiciones.
No fue nada fácil cuando creció... seguir escondiendo los llantos entre las paredes del nuevo pabellón. No tardó mucho tiempo en reconocer la pesadez de los muros que envolvían su existencia. Más que el ladrillo, le oprimía el desamor. Más que la piedra, le angustiaba la soledad. A los tres años Juan tuvo ya conciencia del desarraigo. En el cuaderno que le encontraron como única pertenencia había escrito de su infancia: ... cierro los ojos y evoco unos gruesos muros, ¿acaso importa el material que los conforman?; lo importante es la dimensión. No sabemos si los muros gruesos nos aprisionan más o si, por el contrario, nos acogen más cálidamente y nos protegen mejor de nuestros miedos. Estos muros míos en su afán por desalojar la materia me ofrecen espacios vacíos, muy vacíos, donde habita la soledad, el miedo, la intolerancia, el desamor, la ausencia... .
En verdad que fue ardua tarea capear los crudos inviernos cuando a la edad de siete años a Juan le rebrotó el frío de su nacimiento. Sentía pánico con el susurro del viento de la sierra golpeando balcones y ventanas, colándose a continuación por las defectuosas carpinterías de madera y expandiéndose a toda la habitación. El frío se adhería a todo: a las paredes, a los muebles, a las camas metálicas, a las sábanas con las que Juan arropaba su cuerpo en posición fetal, enroscándose sobre sí mismo para darse calor. El frío lo era todo. De noche lo sentía clavarse, como dardos, en la desnudez de sus carnes; de día en los sabañones que, como enormes puros habanos, habían colonizado los dedos de manos y pies. El picor era tan intenso como la escasez de remedios, de ahí que se aliviara con un ungüento que obtenía del fruto de las acacias que se prodigaban por el recinto. Como forzado superviviente aprendió a aprovechar los recursos que tenía a mano. En esa actitud forjó su carácter libre.
No fue nada fácil... transgredir la marca. Juan fue el primero en saltar las altas tapias que circundaban el patio y que cercenaban su libertad. Detrás de él trece ilusiones sobrevolaron, también, por encima del muro de hormigón. De golpe el paisaje se abrió más allá de la pantalla de cal, proyectándose en infinitos huertos y casas de labranza hasta la ciudad que ascendía por la colina, y que coronaba en la histórica fortaleza roja. Se expandió el espacio, milagrosamente, hacia un nuevo horizonte casi inalcanzable: por primera vez Juan sintió la libertad. En unas hojas del arrugado cuaderno que se le encontró, lo refería: ... y los muros del pabellón se hicieron tapias en los patios y el fundamento se transformó en lo banal, y la piel se sustituyó por la alambrada. En esa extraña metamorfosis la materia pierde una dimensión a favor de la otra, y esta se hace alta, muy alta, infinitamente alta y en su afán por crecer establece un límite, una frontera donde se ahoga la libertad y marca el fin del mundo, de mi mundo entonces en aquel lugar y aquella época; y con el tiempo aprendimos a volar allí donde la tapia nos ofrecía la tercera dimensión y catorce almas escapamos; catorce ilusiones y una maleta llena de castañas profanamos
el borde una tarde de otoño. A través de los cristales de una ventana del primer piso, el guardián contó catorce... .
Tampoco fue fácil sobrevivir al desvalimiento humano. Juan paseó sin destino por la ciudad su orfandad y sus sueños. No le venció el hambre sino otra vez su mal de cuna: le pudo más el frío de las noches otoñales. A Juan lo recogió la guardia civil desnutrido y aterido de frío en un banco del parque que orillaba el río que saludaba con rumor de agua la entrada a la ciudad por su puente viejo. El mismo por el que días después le trasladaban al reformatorio que encumbraba una colina con vistas a la fortaleza antigua. Tenía catorce años, y le estaban esperando. Juan padeció nuevos muros, nuevas tapias, nuevos vigilantes, nuevos castigos..., y las frías noches desnudo al raso del patio disciplinario. Fue primero aprendiz y luego maestro de "niño malo", como le llamaba la chiquillería del antiguo barrio, de estrechas y empinadas calles, que le acogieron con indiferencia y desprecio.
Juan se aplicó en la libertad de la creación literaria y tiempo después escribió en el cuaderno que siempre llevaba consigo, sobre aquellos días en los que le estalló la ira, como terapia contra la locura de la continuada represión en la que se hacía insufrible seguir sobreviviendo, con la piedra en la mano: ... piedras como las que usamos como terapia de nuestra ira una noche de verano, una calurosa noche de verano: "la noche de los cristales". La luna testigo, alumbraba en cuarto menguante a través de las ventanas nuestra desilusión de niños abandonados en el sótano por efecto de una barra de hierro que trababa la puerta y nos sentimos presos dentro de la prisión. Por entre los rincones se oyeron frases contra esa locura y las consignas corrieron de boca en boca como reguero de pólvora, y de repente se hizo la oscuridad total y un gran ruido de cristales rotos, unido a un griterío desenfrenado, se elevó en el aire caliente y vivimos el Apocalipsis; exultantes, triunfantes, y desafiantes gritamos hasta quedar roncos, hasta no dejar un cristal en las ventanas y aunque sabíamos que nuestra felicidad sería corta, aún hoy tiemblo de emoción al recordar la gloria de aquella noche... .
No fue nada fácil... afrontar la realidad del mundo exterior para el que Juan sólo había desarrollado imaginación y la capacidad de soñar. A los dieciocho años, cuando le echaron del reformatorio, era ya más libre que la mayoría de los habitantes de su ciudad; mientras el país aún sufría los estertores de la dictadura. Juan no se ató a lugar, ni a familia, ni a idea organizada alguna que pudiera coartarle su reconquistada libertad, y de la que le pudieran expulsar por disentir. Vagó por muchos lugares, sin más equipaje que su cuaderno de notas. Para Juan, arribar a la capital del país significó la huida del pasado y la más feroz de las soledades sumergido entre la marea anónima de transeúntes repoblando las aceras, calles y plazas.
La nueva ciudad era, también, un penetrante olor a fonda barata. En el tercero, derecha, del número nueve de la calle del centro todos los días sucedía un milagro: se sobrevivía a pesar de Ramona, la patrona manchega que regentaba, junto con su marido, la casa de huéspedes. Cuando su humanidad se compadeció de Juan por un módico precio, Ramona no le estaba haciendo caridad sino repartiendo sus miserias entre uno más de sus inquilinos. Los domingos para que olvidaran el hambre que habían acumulado durante toda la semana, les invitaba a todos a un vaso de vino de su tierra y que Juan bebía con calma, extasiándose en su deleite, pero con prevención de que no se le retirara antes de consumirlo.
Malvivió entre la escasez del magro de la sopa de Ramona y la temporalidad de los trabajos donde le admitieron. El del matadero, trabajando bajo cero en las cámaras frigoríficas, le produjo más de una pulmonía que por poco acaban con su vida. Sanó el cuerpo y el alma en sus encuentros con la naturaleza en el gran parque urbano. Compartió los paseos con sus clases en un taller de escritura. De esta época son algunas reflexiones existenciales que pude leer a la mitad del cuaderno que, misteriosamente, acabó en mis manos: ... Voy a la vez recorriendo el paisaje y habitando la morada que traigo conmigo, y en esa dualidad de debato. Soy sol que inunda de luz y calor los caminos de mi travesía, amenazada a menudo por oscuros nubarrones que anuncian lluvia y que me empapan interiormente. Afuera me embriaga la luz con su ofrenda de colores vivos, que se van degradando por dentro en tonos grises y oscuros, por efecto de las sombras; estas sombras que me atormentan. En el umbral de mi alma conviven el amor con el desconsuelo, la alegría con la tristeza, la felicidad con la desesperanza..., la vida con la muerte. Soy libre en la cárcel que llevo a cuestas; pesados muros que me roban el horizonte que imagino abierto, convexo; mientras me consumo en el silencio de esta quietud, de esta concavidad. Y mientras tanto... andaré donde aguante / habitaré donde me cobijen; / sin embargo... / sigo donde me dejaron / y no sé de donde vengo .
No fue nada fácil... soportar las duchas de agua fría y la humedad de las paredes de la fonda de Ramona. Para Juan, aquella ciudad costera alejada de la capital fue una escala en su vuelta a su ciudad natal. Pudo comprobar que en su existencia cabía una grado más de hambre, de pobreza, de esperanza, de solidaridad y de libertad: "Otro sitió encontrarás que hará bueno el anterior", pensaba Juan mientras negociaba con la viuda ¡Mare de Déu!, cuya presencia igualaba en antigüedad y decadencia al degradado interior de la habitación que le ofrecía, un techo en aquel antiguo edificio del barrio Chino, aunque la techumbre, en cuestión, estuviera a punto de desplomarse sobre la desvencijada cama. Al igual que hiciera con Ramona, Juan adoptó a ¡Mare de Déu! --la llamaba así en exclamativo-- como sustitutivo de madre y aquella, apercibida de afecto por primera vez en su vida, solo le cobró en pago, por el alquiler del lecho, algunos cortos poemas que Juan le dedicaba.
El número diez de la estrecha calle, además de por sus inquilinos emigrantes, se caracterizaba por estar a un tiro de piedra del bulevar más popular y conocido. Aquel fue el espacio natural que acogió su deriva a la bohemía y las revueltas políticas de la época. A la siete de la tarde, todos los días, ardían sus aceras y el ambiente tronaba: ¡¡Amnistía!!, ¡¡libertad!!..., atrapando a Juan en la encrucijada de la "Transición". Su figura, un saco de huesos andantes, de la que colgaba una descuidada barba se hizo habitual entre los conocidos figurantes de aquel escenario urbano; sus amigos marginados: La María, una vieja prostituta que paseaba su patética vejez ahogada en alcohol; el Ocaña que exhibía su exagerada "pluma" a la hora en la que la "pasma" no vigilaba y así evitar la "gandula"; el Pistolero, que deambulaba de punta a punta del paseo retando en duelo de revólveres de plástico a cuántos viandantes se le cruzaban...; para todos hubo un momento, una sonrisa, una poesía.
Para él siempre el frío y la soledad. Su estado de ánimo de aquellos días es un poema en una de las páginas del cuaderno que le encontraron, y que ahora recito con emoción: He recorrido de nuevo el bosque / que retiene nuestros secretos juegos de niños. / Secretos escritos en los troncos de los pinos / que hoy reverdecen de brillo / sobre fondo de un cielo gris. / Cielo, nubes, sólo reflexión de luz / sobre piel de nieve de este mes de invierno / que me estremece de frío. / Frío de viento. / Viento del Norte que siento en mi pelo / como cuchillos en peligrosos juegos. / Juegos que se hicieron nombres / heridos por Cupido. / Nombres que me enloquecieron en otro tiempo. / Tiempo de versos leídos / sobre el suelo verde cubierto de flores. / Flores de colores como el mundo conocido. / Y en ese mundo sobrevuelo los edificios, sólo; / y sólo comienzo de nuevo: sentir, querer...
Pero las continuas amanecidas sentado en las gradas de piedra de la bocana del puerto hicieron que la humedad del mar se le incrustara en los huesos hasta alcanzarle la médula, enfermando su precaria salud que empeoró por el ambiente de la desangelada habitación, a pesar de los cuidados de ¡Mare de Déu!. Cuando se recuperó de los escalofríos a Juan le recomendaron un clima seco, y retornó a su tierra, por la que vagabundeó reinventando la vida cada día. Al poco tiempo me reencontré con Juan, al que no veía desde los tiempos de amistad del orfanato, y al que inútilmente ofrecí mi casa: "Mi techo es el cielo", me dijo.
No fue nada fácil... identificar a Juan Expósito Rodríguez cuando lo encontraron de madrugada helado como el banco que ocupaba en la recóndita y céntrica placeta arbolada. En la soledad del espacio nevado Juan era ya, eternamente, parte del paisaje: se había fundido con la piedra de la fuente, las ramas de los plátanos, la madera de los bancos y la tierra del suelo.
Por encima el cielo encapotado brillaba con una extraña luz blanca de nieve..., y apenas quedaban unos días para que cumpliera treinta años.
FranciscoMolinaGómez
(Presentado a I Concurso de Relato Breve en febrero de 2008. No me premiaron entonces; aunque ahora sí: ¡qué mejor premio que poderlo publicar aquí en exclusiva para todos!)