sábado, 15 de marzo de 2014

DE CUANDO LOS ÁRBOLES TENÍAN NOMBRE...















Hubo un tiempo de célebres Bandos municipales, recitados con la parsimonia de la alocución solemne, plagados de fina ironía que sólo el intelecto del "viejo profesor" --Enrique Tierno Galván-- sabía imprimirle: "(...) Por lo cual aprovechando la ocasión de acercarse, como al cabo diremos, el día que llamamos del árbol, solícitamente esta Alcaldía invita a convecinos y transeúntes a que al común bien ayuden, pues pueden hacerlo, sin mayor esfuerzo, aplicándose con grandes ánimos a que la ciudad y la naturaleza sean amigas y no enemigas, próximas y no ajenas. Común idea, que algunos desconocen y muchos no practican, con perniciosas consecuencias, para el bienestar de todos cuanto en esta Capital y Villa moran (...) Por último, por cabo y fin de este Bando, se convoca a los vecinos de este honrado Concejo para que celebren la Fiesta del Árbol, por lo que se suplica concurran a plantar los que el Ayuntamiento regale o los que de su propia voluntad los vecinos obsequien, con participación de todos, en especial de los niños, que aquí dicen chavales, con el propósito de que colaboren en bien de su ciudad y aprendan a querer y velar por la tan cruelmente perseguida naturaleza".

Después, entre 1989 y 1991 otro célebre alcalde de Madrid --Agustín Rodríguez Sahagún-- les puso nombre.












Remigia se preguntaba el motivo del insistente y perturbador ruido de motor de camioneta que desde el interior de su salón intuía localizado frente al portal de su vivienda, debajo mismo del balcón por donde a menudo oteaba la actividad de los transeúntes de la calle, en cuya sosegada visión distraía los tediosos días de su otoño existencial. La mañana clareaba destemplada, casi fría, por lo que se resistía a asomarse al desapacible exterior. Como persistiera aquel ronroneo, ahora mezclado con otros sonidos mecánicos acompasando a voces graves de personas, le pudo más la curiosidad que desde hacía tiempo había desarrollado de manera exacerbada sobre los acontecimientos que sucedían a su alrededor --no mas allá de su calle--, que el frío. Curiosidad que satisfizo enfundada en una rigurosa bata de guatex, de las que se vendían a granel en el bazar chino de la calle de al lado; entreabriendo su fisgoneo hacia la acera de su casa a la par que una de las hojas acristaladas del balcón. Debajo de su balcón en el piso tercero, le distrajo la actividad de una cuadrilla de dos operarios, con mono azul de faena, que se afanaban, con auxilio de una gruilla sobre la camioneta, en conseguir la verticalidad de la acacia, ya crecida --de mediano tamaño-- que acaban de plantar en el alcorque vacío --llevaba sin árbol un montón de años-- de la acera, mientras un tercer hombre, también con mono azul de faena, auxiliado de palustre y argamasa colocaba en el borde de piedra artificial una pequeña placa de cerámica blanca con una inscripción que Remigia no distinguía bien desde su altura. Aunque persistía su curiosidad; al primer escalofrío --señal de que su cuerpo empezaba a destemplarse-- cerró rápidamente la puerta balconera agradeciendo la templanza del interior de la habitación en donde refugió, una vez más, la prolongada soledad de una temprana viudez.

A los pocos días cuando bajó a la calle, fijándose con detenimiento en el brillante azulejo, comprobó, perpleja, que en éste habían pintado, con aquella adornada caligrafía que identificara en los cuadernillos de su infancia, un nombre completo con una fecha debajo sin entender el significado de aquel mensaje, sin comprender aquella contraseña al pie mismo del árbol plantado, creyéndola como una extravagancia más del ayuntamiento, del que identificó su escudo en la misma pintura que la leyenda. Conforme bajaba la calle iba con la misma sorpresa comprobando que el de su portal no era el único árbol plantado recientemente con la extraña placa al pie del mismo. Identificó en el desnudo tronco de las nuevas acacias los mismos árboles que siempre --formando ya parte de la memoria de su paisaje más íntimo--, por primavera, pintaban de verde las aceras de su calle..., ¿pero lo de la placa cerámica?..., ¿qué querrá decir?... Al volver con la exigua compra de víveres, comentó el descubrimiento con un vecino con el que se cruzó en el portal y el que le sacó de dudas sobre aquel misterio en la intención del alcalde de la ciudad de dedicar a cada niño que naciera un nuevo árbol plantado en sus calles. Volvió sobre sus pasos y se fijó en el nombre y fecha de nacimiento: Alex Velasco Rosales / 17-1-91 y evocó en su mente difusos recuerdos de su infancia que tenía ya casi olvidados.

Alex nació en vísperas del gran acontecimiento que proyectaría el país hacia todos los confines del mundo, en plena ebullición de la gran fiesta de una Exposición Universal para la que los gobernantes no repararon en gastos: la ocasión justificaba tirar la casa por la ventana en la época en la que les habían hecho creer a todos los ciudadanos, y los padres de Alex no eran menos, su condición de nuevos ricos; en aquella época de desarrollo en la que se percibía en el ambiente cotidiano la realidad de la prosperidad; en los días en que se palpaba el aumento de riqueza que se estaba generando como consecuencia de un despegue cierto --el que todos creían ilimitado-- hacia un crecimiento económico jamás conocido en el país y en consecuencia también en la ciudad que le vio nacer. Conforme iba creciendo no sólo se lo oía decir habitualmente a sus padres, sino que egoístamente se había contagiado de aquel estado de euforia, y en su bienestar de niño tuvo todos los deseos a su alcance. Deseos que se prodigaron en la seguridad de un buen remunerado trabajo de sus padres, liberales como la profesión cualificada que ejercían; los que a la par que veían crecer a su hijo --sin tiempo casi a asistir a su desarrollo por las desbordadas tareas profesionales-- anhelaban para su único retoño el mejor de los futuros, el que acordaron pasaba por su estancia en la universidad. Alex era un estudiante de los que iban aprobando sin brillantez pero con la eficacia de ir superando siempre todos los cursos. La misma eficacia que empleó para obtener su título de biólogo. Justo cuando acababa la carrera sus padres se divorciaron y Alex vivió con tristeza el barullo de la ruptura y la huida del padre del domicilio familiar... y en el barullo de la separación de personas y bienes descubrió una caja perdida con fotos, papeles, recuerdos... y una carta cerrada con membrete oficial del ayuntamiento de su ciudad... la abrió y comprobó una cuidada redacción, como impersonal, en la que el alcalde, abajo firmante, le daba a sus padres la doble enhorabuena: la del nacimiento de su hijo y la del árbol que llevaría su mismo nombre, con indicación en la misiva de la calle en la que se plantaría. Se aludía al final de los escasos renglones al envío de un regalo: un bonsai de madroño como cortesía del propio alcalde. En veintidós años nadie, hasta entonces, había abierto la carta.

Durante todo este tiempo Remigia había ido intentando recomponer con gran dificultad episodios de su no muy afortunada infancia: un complicado puzzle del que, en la nebulosa de su memoria, había extraviado muchas piezas; y cuya recomposición espoleaba en su ánimo la visión de la placa con el nombre, cada vez que pasaba junto a ella... sería allá por finales de los años veinte... ¡qué distintos de los de ahora!, ¡cuánta pobreza!... y al recordar aquellos días le sobrevino los mismos escalofríos que le brotaban entonces cada invierno cuando la humedad de los muros de aquel sótano donde vivía con sus padres se le incrustaba en sus delicadas carnes... y recordó nítida la imagen del viejo edificio en un barrio pobre que era borde de la ciudad, en el límite en altura donde ésta empezaba a deslizar el terreno --en suave pendiente-- hacia el río en cuyas aguas su madre lavaba la ropa --ejercía de lavandera-- que su padre iba recogiendo en atillos muy pesados que se echaba a las espaldas, por distintos puntos de la ciudad. Remigia se había criado corriendo y saltando de muy pequeña por aquella pradera, jugando a esconderse por entre la blancura de las ropas tendidas al sol, sin atender las reprimendas de sus padres que temían las manchara con sus manitas impresas del ocre de la tierra y del verde de la hierba y el matorral por donde restregaba su pequeño cuerpo, el que al final de la jornada, medio desnudo, lavaban los padres en las aguas del río antes de la vuelta a casa... qué divertido recoger la ropa una vez seca, la que después la madre planchaba en maratonianas sesiones calentando en la cocina de carbón las pesadas planchas de hierro... y todos los recuerdos de aquella pradera venían a cuento de la placa colocada al pie del árbol que enfrentaba su portal, el de su vivienda en el centro; el hogar en el que convivió durante pocos años con su marido antes de quedarse viuda... viuda y sin hijos, ¡qué solitario porvenir! se lamentaba Remigia en la vorágine de las afligidas remembranzas... pero de súbito, acordándose del nombre escrito en el azulejo que se había aprendido de memoria --sin querer olvidarlo-- se le iluminaba la cara; y en la necesidad de proyectar su frustrada maternidad, alegrándose enormemente, adoptó a aquel desconocido --aunque sólo fuera en el deseo del pensamiento-- como el hijo que nunca tuvo.

Después de quedar gratamente sorprendido por la lectura de la carta. Alex se propuso cuando dispusiera de tiempo localizar la placa con su nombre y su árbol en caso de que hubiera arraigado y no se hubieran secado sus raíces. Pero su corta adolescencia, complicada con la separación de sus padres, hizo que aquel asunto no fuera prioritario; atareado o, más bien, preocupado en encontrar trabajo de su especialidad en un país ahora insolvente que había devenido, de improviso, de la supuesta ilimitada riqueza a la pobreza real del endeudamiento familiar deambulaba con sus "méritos" escritos en la cara de una sola cuartilla por infinidad de empresas, entregando en todas ellas y en un simple folio sus sueños e ilusiones forjados en años de esfuerzo intelectual; para oír siempre la misma letanía: "Ya le llamaremos". En aquella eterna espera Alex encontró el amor: la chica que le ayudó a distraer el tiempo de incertidumbre en el que no adivinaba el momento en que abandonaría el domicilio familiar y así aliviar las estrecheces económicas que desde la separación enfrentaba su madre. Fue en aquellos primeros días en que ambos se estaban conociendo cuando Alex escarbando en la caja, queriendo enseñarle a su novia fotos de su padre, encontró de nuevo la carta... y Ana, su novia, tres años menor que él quedó alucinada por la historia y le propuso, sin más dilación, localizar en el ordenador portátil --en la aplicación del callejero de la ciudad-- la calle que nombraba la carta:"¡Jóder!, no está muy lejos de aquí".



Tampoco aquellos otros días de espera, deseando que alguna vez cualquier chico se detuviera un rato para observar la placa y el árbol, fueron buenos para Remigia, comprobando con estupor y enfado como con el paso del tiempo y el del calzado de los transeúntes sobre la placa se iba borrando el nombre y la fecha, los que para no olvidarlos --a menudo se quejaba de su mala memoria-- los había anotado en un papel que guardaba visible en un cajón del mueble del salón... y mientras la leyenda iba poco a poco difuminándose en el blanco mate del azulejo, con el consiguiente continuo disgusto de Remigia, ésta, al contrario, iba recuperando de algún recóndito lugar de su memoria los recuerdos de aquel acontecimiento de su infancia que en su evocación le provocaba alegría... gratos recuerdos de días vestida de colegial junto con sus compañeras, maestras y muchos niños más de otros colegios municipales y del hospicio... días de excursión a la pradera... tendría ocho o nueve años... sería por mediados de primavera o principios del verano, porque recordaba un tiempo muy apacible, el que hizo aquellos dos o tres días --no recordaba bien-- muy agradables... una gran fiesta: la fiesta del árbol en la que en la jornada del primer día, tras la breve alocución del alcalde, se le entregó a cada niño un ejemplar pequeño de pino que fueron plantando --mientras cantaban aquella canción... ¿cómo era?... ¡ah, sí!: "A plantar, a plantar arbolitos, pronto el fruto dará cada cual...ná,ná,ná??-- con ayuda de jardineros municipales, esperando cada niño impaciente su turno en el que el retoño de pino enraizara con vigor en la tierra, momento en el que se colocaba al ejemplar vegetal una etiqueta con un número; la misma etiqueta con el mismo número que se entregaba al niño, el que identificaría con el paso del tiempo el árbol más lustroso y a su mejor cuidador, cara a recibir el premio en metálico que para tal fin había instituido en el tiempo el ayuntamiento... y recordó las continuas visitas a su árbol en compañía de sus padres... y entonces, al recordarles, se le nublaba el ánimo y la mirada se hacía húmeda en las lágrimas por la temprana pérdida de ambos: uno no superó la guerra; la otra tampoco la posguerra, y Remigia se vio forzada a marcharse de su ciudad y cuando volvió, ya casada, el frente que limitaba las últimas casas con la pradera era un extenso y denso pinar... y ya no reconoció su árbol... y ahora quería recordar que ya viviendo en su actual casa había visto en alguna ocasión aquella etiqueta guardada junto con otros recuerdos... ¿pero dónde?... ¡ah!, quizás en la antigua caja de lata de galletas con el dibujo de la tapa descolorido... ¡seguro que ahí!... y se fue emocionando conforme extraía del fondo sepia de papeles y fotos los objetos que habían tocado sus padres: el viejo reloj de pulsera; el abanico de nácar que aún lucía un floreado dibujo; el rosario de cuentas de palo, muy desgastadas por el uso; la estampita recordatorio de su primera comunión; la cartilla escolar... y entre sus páginas ¡qué emoción!: la etiqueta de recia cartulina con el número noventa y uno --el mismo del año de nacimiento de Alex-- impreso en grande con tinta azul algo descolorida... y le rebrotaron las lágrimas, esas que son hijas de sentimientos encontrados: cuando la pena y el desconsuelo se mezclan con la alegría y la esperanza... la apretó entre sus manos y después la depositó en el cajón del mueble del salón junto al papel con el nombre y la fecha.

Alex y Ana tomaron la calle desde su cota más baja hacia arriba, escudriñando a uno y otro lado cada uno de los árboles, decayendo la alegría inicial de la búsqueda en el desánimo al ir comprobando que en los escasos árboles con placa ésta aparecía sin nombre y con el dibujo que la rodeaba semigastado --el roce del calzado y la mala calidad de la pintura habían trabajado al unísono-- mientras iban fotografiando, con la aplicación de la cámara del teléfono móvil, cada una de ellas con su árbol: "Bueno, al menos sabremos que uno de éstos era mi árbol", decía Alex cuando ya quedaba poco tramo de calle por indagar.

A Remigia le dio un vuelco el corazón cuando oyó aquella conversación de adolescentes, como de una pareja de jóvenes, referirse al árbol de su portal, el que estaba plantado justo debajo de su balcón por donde, abierto de par en par aquel día de verano, se habían colado muy nítidas sus voces: "¡Jóder!, esta placa también está borrada como las otras, y creo que es la última", le decía Ana a su novio, mientras éste tomaba la pertinente foto, al tiempo que Remigia salía apresuradamente al balcón en la ansiedad de ponerle cara a Alex.
-¡Oiga joven!, usted seguro que es Alex --desde abajo el chico sorprendido, abrazando por el hombro a su novia y mirando hacia aquella persona que incomprensiblemente sabía su nombre, sólo pudo balbucear un tímido sí sin final-- ¿y?...
-Le he estado esperando durante mucho tiempo..., bueno usted señorita ¿es por casualidad su novia? Me imagino que sí... es muy guapa y hacen muy buena pareja --la chica solo afirmó con la cabeza.
-Encantada de conoceros... ¡anda!, ¿porqué no suben a mi casa?... les contaré una bonita historia... vivo en el tercero bé... esperen que le abro la puerta del portal... recuerden tercero bé --pasados los primeros momentos de sorpresa Alex y Ana tuvieron a la vez el mismo presentimiento: aquella señora mayor le iba a dar razón de su árbol.

Aquella fue la primera visita de muchas tantas en las que Alex puso alivio a la colección de soledades de Remigia. Tenían un lazo en común: la acacia que en aquella época de estación había desplegado su esplendor de pequeñas hojas que se proyectaban en agradable sombra en la acera, y cuyo recio tronco, desde aquella primera visita, lucía ahora una inscripción grabada con mimo en la corteza: "Alex-1991".

En mi afán por comprobar que este relato pudo ser real, he querido ser testigo presencial --dejando constancia testimonial en las fotos obtenidas a pie de calle-- de que hubo un tiempo no muy lejano en que los árboles tenían nombre de personas.



Nombre de la acacia plantada en el alcorque de la calle Serrano Jover, 2 de Madrid




Nombre de la acacia plantada en el parterre del paseo de Moret, 7 de Madrid


FranciscoMolinaGómez
17-5-52



















2 comentarios:

  1. Que curioso! Nunca me había fijado. Creo que hay que tener una sensibilidad especial y curiosidad a parte de tiempo para poder hacer esta reflexión. Me ha gustado un montón. Bsitos

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    1. Querida hija: No puedes imaginar la cantidad de historias que hay escondidas en todo lo que nos rodea. Basta un poco de atención y algo de sensibilidad para aflorarla.
      Creo que cualquier persona puede escribir una interesante historia, sobre todo si atañe a su vida.
      Un beso grande.

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