martes, 15 de abril de 2014
TRAZAS DEL TIEMPO EN BLANCO Y NEGRO I
Lo que fuera de todo punto sorprendente es que aceptáramos sin rechistar, como veraz, que el mundo de colores que visualizábamos a nuestro alrededor no era tal; en el mejor de los casos sólo una ensoñación, sólo un artificio para engaño del ojo humano: el verdadero color del mundo que nos rodeaba no era de sorprendentes azules cielo, ni asombrosos verde bosque... ¡el universo era realmente en blanco y negro!... y en esa singular cromaticidad, en esa verdad irrefutable que se mostraba en el revelado del papel fotográfico, algunos hemos profesado la realidad de aquel tiempo
Escarbando en la caja de cartón donde guardo celosamente las pocas trazas en blanco y negro que poseo de mi existencia he hallado una antigua foto que me hace viajar a través de esa poética del tiempo a la que me he referido en alguna ocasión: Un tiempo en el presente de las fotografías donde no existe pasado ni futuro y que duerme el olvido en algún cajón de cualquier mueble hasta que es rescatado para el recuerdo (...) donde ya no importa la cronología de los sucesos, reducida a un solo instante: el de la escena congelada para siempre en el intervalo diferencial de la cuarta dimensión; los instantes precisos de unas vidas que prodigiosamente han quedado atrapados en la imagen impresa en el papel (...) y que espolea mi memoria en su ignición por reparar los vacíos existenciales de seres que han habitado mi misma encrucijada espacio-tiempo, pero que se han ido difuminando hasta desdibujarse completamente; adquiriendo en la memoria la visión de manchas imprecisas, huellas borrosas sobre las que se grabaron nuevas encrucijadas, nuevas emociones, nuevos sentimientos... para reencontrarme otra vez con las mismas caras que eran, al igual que la mía, reflejo de almas hendidas en el infortunio de las ausencias... un paisaje humano de miradas perdidas ahora hacia el objetivo de una cámara fotográfica: "Atentos chicos --¡click!--; ya está".
Ahí estamos todos con los enormes bañadores de tela negra, cerca del mar, junto al chambao... viajeros en el tiempo, ocupando toda la imagen, negando el espacio físico del que sólo importa el suelo arenoso que pisamos y que nos ancla al mundo real de un verano de nuestra infancia... seguramente un día más de verano como otro cualquiera, nada especial; pero alguien tomó una fotografía que ahora me trae un mundo de recuerdos... de voces y risas mezcladas con el ruido de las olas y el chapotear del agua... en el que revivo los exiguos días de aquel pequeño paraíso para niños sin besos; un fugaz edén de cielo muy azul y arena dorada, sintiendo como si ahora estuviera allí el olor a salitre y el sabor del mar... y estamos todos... y todo vuelve a suceder de nuevo... aunque la evocación de la efímera felicidad se haya ausentado en el gesto serio de la rígida pose, como si no estuviéramos disfrutando, como si no pudiéramos manifestar la alegría de unos días de sol y playa, como si esos pocos días que nos regalaban fueran inmerecidos, como si tuviéramos que pedir constantemente perdón por nuestra condición de huérfanos; debiendo estar eternamente agradecidos a la caridad que se nos daba, que era sólo eso: compasión.
Y en la negación del fondo de la imagen, como un lugar irreal, percibo más nítido el auténtico paisaje: filas de materia humana; razón --o sinrazón-- de un destino que nos unió en la suerte --sin que la hubiéramos pedido-- de un rígido orfanato, y que fue tejiendo extraños vínculos entre nosotros que se fueron inevitablemente creando al tener que compartir el mismo aislado lugar, los mismos patios cerrados, los mismos alargados dormitorios, la misma severa escuela, la misma comida, los mismos juegos... las mismas letrinas... las mismas tapias... la misma exagerada disciplina y los mismos castigos; empeñadas aquellas gentes que nos tutelaban en que sólo fuésemos competidores en la ardua tarea de la supervivencia, impidiendo que entre nosotros anidara la intimidad de los afectos y la amistad, aunque nos resistiéramos en muchas ocasiones... la misma alegría de escapar unos cuantos días al paraíso... la misma esperanza de marchar un día para siempre de aquel opresivo lugar. Sin otro horizonte que me distraiga, ahora viajo hacia el interior de aquellas miradas --de mi mirada--, y constato en mi memoria un trasfondo de tristeza en ellas porque el sueño fuera siempre tan efímero y la "normalidad" tan larga, casi eterna... aquella penosa normalidad que nos había ido marcando cada segundo de nuestras tempranas existencias... y que hacía todo interminable: los pabellones, los pasillos, las filas, los dormitorios, la oscuridad, la culpabilidad, los confesionarios, los propósitos de enmienda, las sotanas y los hábitos, las misas, el frío, la soledad... los domingos sin visita... el tiempo.
En ese viaje hacia dentro, ahora ya no oigo aquellas voces y risas mezcladas con el ruido de las olas y el del chapoteo del agua. Ahora escucho casi perdido el eco de otras voces infantiles que diariamente marcaban, con su repetitiva cadencia, el ritmo de todas las primeras horas, de todas las mañanas de un tiempo en blanco y negro: "¡Dos por uno, dos! / ¡dos por dos, cuatro! / ¡dos por tres, seis! / ¡dos por cuatro, ocho! / ¡dos por cinco, diez!"... mientras un ensordecedor ruido de motor de avioneta-caza militar, sobrevolando diariamente el orfanato, se expandía hacia la escuela haciendo vibrar los cristales de las ventanas, lo que nos obligaba a forzar las gargantas... "¡¡dos por seis, doce!! / ¡¡dos por siete, catorce!! / ¡¡dos por ocho, dieciséis!! / ¡¡dos por nueve, dieciocho!!"... y en la uniformidad de las voces nos sentíamos seres ínfimos, anónimos, autómatas, sin rostro en las horas matinales de todos los dias grises; sólo cuando gritábamos por encima del ronco sonido del pájaro de acero bullía cierta grandeza..."¡¡dos por diez!!... ¡¡¡¡veinte!!!!"... y así hasta el diez... después cuando se acababa la lírica de la tabla de multiplicar comenzaba el tiempo de la sinrazón de la "letra con sangre entra" y su singular protagonista: una flexible vara india cuyos nódulos se clavaban punzantes, con singular chasquido en carne tierna, en las manos extendidas a la vergüenza de no saberse la lección.
Ahora oigo aún, como latigazos en las sienes, cada golpe seco de la vara que marcaba en la palma de la mano una lacerante marca... aún percibo el gesto y la mueca de intenso dolor contenido en apagados lamentos que hacía aflorar dos espesas y continuas lágrimas recorriendo silenciosas las mejillas; suplicantes en la indefensión de algo de caridad, aunque sin obtener compasión del inalterable rostro del ser infame que sin vacilar descargaba con mucha furia la vara, dejando impresos amoratados cardenales en unas manos doloridas que, de vuelta al pupitre, las abrazábamos fuertemente debajo de las axilas ya que el calor corporal aliviaba algo aquella insufrible quemazón... y ya sentados con la mirada disipada en la silente conmoción que sucedía al castigo, en el momento en el que la avioneta cruzaba de nuevo el patio, agradecíamos en el intenso zumbido de hélice que se aposentaba en aquel ámbito, el que desviáramos unos segundos hacia la calle la cuita del sufrimiento infligido por uno de aquellos seres que se intitulaban: hijas de la caridad.
Todavía insiste en mis oídos aquel silbido en el aire de la vara que no atendía a la razón de que una cruel afrenta nunca abriría el camino del conocimiento, al igual que tampoco lo haría las infames orejas de burro prendidas en la frente de los castigados en un rincón mirando a la pared; burla que invertebraba al resto de niños que en la mofa le cantaban a los "tontos" --jaleados por la monja--, señalándoles con el dedo "Borriquito como tú / que no sabes ni la ú / la cartilla se me fue"...; pero nunca hubo orejas de burro, por muy grandes que fueran, que obraran el milagro de la aplicación en la sabiduría, todo lo contrario: aquella otra infamia --la de la vejación y humillación-- no conseguía el propósito de enmienda perseguido, ya que creyéndonos predestinados de por vida al ángulo donde quebraba la pared lo buscábamos afanosamente como amparo a nuestras desdichas... en la insistencia siempre de los seres con hábito... y aquellos sonidos cotidianos que se repetían una y otra vez, sin solución final en nuestras vidas, se fueron haciendo tan habituales que llegamos a admitirlos como algo natural, consustancial con nuestra existencia; parasitándose en nuestro ánimo --al transcurrir del tiempo sin referentes afectivos y aislados del mundo-- un sentimiento de culpabilidad, de asentimiento de ser merecedores del castigo por no sabernos la lección, por el borrón de tinta en el cuaderno, por la pizarra rota, por copiar el problema...; justificando en nuestro fuero interno aquellos golpes como expiación a las culpas, las de muchos días, las de toda una vida de infantes hasta que creciéramos.
Entretanto otro sonido, el de una pequeña campana anunciando el final de las clases y con ello el fin momentáneo del oprobio... nos daba una tregua al mediodía. Era la señal para la entrada en fila de dos al comedor en donde, durante la comida, no debiéramos proferir el más leve ruido --un silencio sepulcral-- de tal suerte que fueran perceptibles los otros sonidos: los de las cucharas al rasgar el fondo de los platos de aluminio, los del gaznate al deglutir la comida, los del agua al escanciarla en los vasos, los que hacía la monja con el trajinar de la paila en el reparto de las viandas... los del zumbido de las moscas revoloteando alrededor de las mesas... pero ¡ay!... a la salida del comedor los guardianes de las monjas --fuera de la vista de éstas-- nos ajustaban las cuentas porque el silencio en las filas no había sido el esperado, o el silencio en el comedor no era el deseado, o porque les venía en gana, con un cruel castigo en el sótano del pabellón a la hora del recreo por la tarde, y lo que debía ser el único momento ocioso se convertía en una tortura:"¡¡Todos de rodillas con los brazos en cruz!!, ¡¡vamos!!, ¡¡ya!!"... la que se prolongaba en el tiempo hasta el inicio del decaimiento muscular... y en ese titánico esfuerzo, al intentar competir con la gravedad, agudizábamos los sentidos y las miradas se nos nublaban en torbellino de paredes blancas dándonos vueltas en la cabeza, a punto del desmayo; y en ese punto escuchábamos el cansancio, la saliva se tornaba amarga; enrojecíamos, y desfallecidos dejábamos caer los brazos que ya no enderezaban ni miedos, ni amenazas, ni incluso los golpes de la vara india en la indefensa mano, pues el dolor de la quemazón por el impacto en la carne se difuminaba en el agotamiento general de huesos y músculos, espoleados por el sufrimiento... y agotados nos recostábamos entre el duro suelo y las paredes el resto de la tarde, hasta que comenzaban de nuevo las clases.
Al llegar la noche... el sombrío rezo retumbaba, por efecto de la acústica, entre los gruesos muros del sótano: "Yo he de morir, más no sé cuándo / yo he de morir, más no sé cómo / yo he de morir, más no sé dónde / lo único que sé es que si muero en pecado mortal me condenaré para siempre"... y el desasosiego se apoderaba del espíritu y comenzaban a aparecer ya los miedos de la noche --la fría y oscura noche--, antes aún de que nos arrebujáramos dentro de las heladas sábanas; antes aún de que transitáramos la infinita sucesión de camas; antes aún de que con la misma formación del rezo subiéramos a los dormitorios; antes aún de que las sombras de la noche cayeran sorpresivamente sobre el día... Después se apagaban las luces y al poco rato sólo se oía un mar de resuellos de respiraciones. Había que evitar pensar; era mejor abandonarse al sueño. En las horas de la oscuridad, en los tiempos de la intolerancia, con los desvelos del sueño, a algunos, se nos ahogaban las ilusiones por vivir; las ausencias se hacían más evidentes, sudábamos, sentíamos el corazón golpear contra el pecho y padecíamos profundamente el dolor del desconsuelo. En las horas de la oscuridad era conveniente dormir y no despertar hasta que apuntara la luz de un nuevo día; una nueva fecha en el calendario. Y una a una las íbamos tachando, deseando fervorosamente que llegara aquel día en el que, después de once meses de asfixiante sinvivir en los pabellones --más de trescientos treinta días de ansiosa espera--, se nos iluminaba la cara de felicidad montados en los autobuses que nos trasladarían por la vieja carretera de la costa hasta aquel pueblo de mar con clima tropical: un lugar mágico lleno de secretos y misterios por descubrir.
Y allí estamos con los torsos desnudos absorbiendo por la dorada piel los beneficiosos efectos de los rayos de sol que nos aliviarían de los fríos cuando el invierno --con poca ropa de abrigo-- nos pusiera prolongado asedio. Y ahí seguimos todos con la expresión uniformada en más de treinta caras como si fuera una sola, con la misma incredulidad, las mismas dudas, las mismas desconfianzas, los mismos recelos, las mismas suspicacias, las mismas aprehensiones; la misma incertidumbre, la misma vacilación, la misma perplejidad, la misma indecisión, la misma inseguridad, el mismo titubeo; el mismo miedo, la misma turbación; la misma docilidad, la misma mansedumbre, la misma nobleza; el mismo conformismo, el mismo aguante, la misma entereza... donde reconozco a casi todos desde un Pepito "Gordo" echado en la arena sólo en su mitad hasta mi apostura marcial con los brazos atrás de pie en el otro extremo: "Pocholo", "Calelillo", "Cebolla", Juan Antonio, "Bicho", Espinosa, "Esqueleto", "Cañí", Paqué, Cortés, "Habichuela", "Jesús Panaero", Manolo Gómez, "Pepino", Alejandro, "Colillas", Bartolo, Daza, ¿?, ¿?, "Enterao", "Antonio Decuenta", Agustín, ¿?, Joseico, Nicolás, Mingorance, Felipe, Fornieles, "Churriana", "Quiqui", Melgares, "Cateto" y yo, de pie en un gesto --manos atrás-- de obligada sumisión que prodigamos. Somos sólo eso: los de la foto de un día que no recuerdo, de un verano que no recuerdo, en un lugar que si recuerdo porque me dio la oportunidad de conocer muy de niño lo más cercano a la felicidad, aunque siempre fuera tan efímera.
Y seguimos siendo sólo eso: los de la imagen en negativo, los del revelado en blanco y negro, quedando ya por siempre inmortalizados en la espiral de un tiempo en el que la prioridad era sobrevivir y en el que colocado siempre en sus márgenes, ahora me desdibujo entre la abrumadora nostalgia y la deseada melancolía: ¿Qué habrá sido de todos ellos?... los que se fueron marchando, al igual que yo, sin que nos dieran siquiera oportunidad a despedirnos... un adiós desde la distancia... desde el recuerdo, ahora, de que en aquel lugar el destino fue tejiendo extraños vínculos entre nosotros con final cierto en la despedida sin que hubiera ocasión para el hermanamiento, ni tan siquiera una verdadera amistad... y en esa pesadumbre reescribo aquellos adioses: Y muchos años después de marcharnos, todavía seguíamos untando las cicatrices con yodo para sanear las heridas, aún perceptibles. Así fue como finalmente quedamos algunos de ese lado de las tapias. Así quedé yo. Sin edad ni tiempo ya para entender el mundo de los afectos, se nos fueron definitivamente. Equivocamos las direcciones y recibimos devueltas las cartas sin acuse de recibo. Después nos lanzaron al vacío partiendo hacia un viaje desconocido. Entre los gruesos muros quedaron las pruebas de nuestra existencia: las confesiones, los inútiles llantos, las risas...; hasta la inocencia (...) De muchos ni nos despedimos, ¡¡Hasta siempre!! (...) Ahora están muy lejos, en ese remoto lugar donde habita el olvido. Otros, los menos, nos citamos, nos llamamos sin darnos cuenta de que era inútil (...) Viajamos solos, guardando en la maleta la única herencia: no queríamos olvidar los primeros apegos; no estábamos dispuestos a perderlos. Durante las escalas embarcamos a nuevas rutas que nos obligaron a reinterpretar los mapas; marcamos nuevos territorios; trazamos nuevos caminos (nunca en línea recta); y acogimos nuevos conocidos que se nos incorporaron poco a poco.
Al final hubo que elegir. Los que llegaron a nuestras vidas rotas, cuando todo era negro; nos reinventaron. Eran ellos a quienes siempre buscamos sin darnos cuenta. Y los advenedizos nos regalaron sus afectos; nos enseñaron a querer, sin haber sido queridos antes; a amar, sin haber sido amados antes; a darlo todo, sin haber recibido nada antes; y descubrimos que hay fechas señaladas en el calendario, y comprobamos que los regalos no llevaban contrapartida...; y los antiguos conocidos fueron extraños, y los extraños conocidos parte de nosotros mismos: la mitad que nos faltaba.
A esa generación de la foto, a ese grupo de seres de paso con la mochila "a medias" (a medio vestir, a medio sonreír, a medio comer, a medio calentar... a medio existir): Ojalá que con el discurrir del tiempo hayáis completado, como yo, la otra mitad.
FranciscoMolinaGómez --"Emilio"--
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Sin palabras...siento por lo que has tenido que pasar pero me alegro de que te hayas convertido en lo que eres: EL MEJOR PADRE QUE UNA HIJA PUEDA TENER. Te quiero.
ResponderEliminarGracias por seguirme en el blog asiduamente, y sobre todo por tu cariño y comentarios tan generosos.
EliminarQuizás cualquier día me sorprenda el comentario de alguno de aquellos niños que aparecen en la foto. Sería muy gratificante.
Besos.
Te felicito Paco. Es un placer leer tú escrito terriblemente justo, honesto, verdadero y maravillosamente expresado; me reencuentro en él y revivo el pasado, sintiendo una mezcla de sentimientos de impotencia, de ira, de rebeldía. Leyéndote, me has hecho reflexionar en cuanto a mi moderación deshonesta, por qué no justamente verdadera sobre lo vivido. Por muy fuerte que sea una parte de nuestra historia, creo que a las cosas hay que llamarlas por su nombre y sin tapujos, bastante censura hemos tenido y que tu explicas tan bien en tu historia…que es parte de la mía.
EliminarMenos mal que como tú, creo haber encontrado "la otra mitad", porque continuar sintiendo lo que sentimos durante esos años (interminables) es inhumano.
Ánimo y un fuerte abrazo Paco, compañero de viaje forzoso.
Francisco Martínez (Quiqui)
¡Hola Quiqui! Confiaba que al final conseguirías que entrara tu comentario; el 1º de los compañeros de la foto; ahora quedan que contesten: ¡¡¡sólo 34!!! (Jajaja)
EliminarTe doy las gracias por ese rasgo de sinceridad en tu comentario lo que me hace adivinar que tienes gran sensibilidad. Creo tienes potencial literario. Harás un buen libro de Memorias aunque ahora al inicio tu mente nade entre la luz y la confusión:¡Ánimo! En mi correo de 15.11.2014 te he hecho comentarios al respecto ¿te ha llegado?
A esta altura de la vida no tiene sentido que nos hagamos trampas a nosotros mismos. Es absurdo y una terrible pérdida de tiempo. Como digo en el blog: la verdad sólo ofende al miserable.
Aprecio en tu comentario cierto impacto --de impotencia e ira, dices-- en tu ánimo con la lectura de la entrada, y lo entiendo: da de lleno en la diana de lo que viviste --el tiempo de la foto-. Después se vivieron otras cosas y sería otra entrada distinta, pero la tuya es sólo ésta: la peor época.
Aunque el pasado siempre estuvo ahí, yo lo tenía, seguramente como tú, aparcado... sin prestarle atención atareado en sobrevivir... esperando, quizás, que se velara como una película antigua... pero ¡hete aquí! que siempre aflora y lo mejor es sacarlo, contarlo y encajarlo sin estridencias en las vivencias, formando parte ya del bagaje de tu existencia.
Me alegra enormemente que hayas completado tu mochila. Ahora con la mochila llena espero y deseo ser compañero de viaje; el de una pronta y duradera amistad.
Llámame para cualquier cosa que me quieras contar.
Un abrazo muy fuerte.