Montando el ferial en el paseo del Violón --Fiesta del Corpus Christi en Granada--; fotografía de 1963 publicada en el blog de mi paisano Manuel Espadafor Caba |
Cuando la cruda realidad adolescente desvaneció mi frágil ilusión de niño no fue un acontecimiento inmediato, ni algo espontáneo que había sucedido de un día para otro, sino el resultado de un proceso continuado de desencanto desde una abreviada infancia que insistentemente nos negaron --con muy temprana pérdida de la inocencia-- hasta una indeterminada adolescencia, que también tercamente nos robaron, para al final descubrir aquella amarga sensación que durante mucho tiempo ya campaba en mi ánimo firmemente instalada: la desilusión de que para "nosotros" no se había fabricado el mundo de los cuentos.
Las pocas ocasiones, de pequeñitos, de descubrir el universo real de la ilusión: los columpios, el dulce de algodón, la música de fiesta, el circo... tenían que ver con nuestra salida del orfanato una vez al año al ferial del paseo del Violón, para la Fiesta del Corpus Christi en Granada, a donde nos llevaban las monjas. Y una vez al año, por fin: ¡¡éramos niños!!
Pero mi niñez fue efímera, y ahora con diecisiete años, pasada la pubertad e iniciada la adolescencia --terminado el bachillerato y comenzado mi primer año de carrera técnica-- me empeñé en querer saber como era la cara oscura de aquellas ilusiones de niño. Aquel junio de mil novecientos setenta me fui a descubrir la parte de atrás de la Fiesta, a deambular completamente sólo por sus entresijos... añorando la compañía de mi primer amor --Loli--...; ¡qué pena que hubiéramos cortado tan pronto la relación!
¡Ya están los feriantes para el Corpus! Con las clases acabadas, sólo pendientes los exámenes finales, varias mañanas me acerqué hasta el paseo del Violón donde empezaba a surgir como cada año por estas fechas, constreñida entre las vías del tranvía y el río: la Feria --ansiado mundo de ilusión de nuestra infancia--; mini-ciudad que en aquel momento de fundación era un caos de tubos metálicos, planchas de acero y cables esparcidos por el suelo... al que intentaban poner orden afanados operarios de mono azul.
Entre el repiqueteo de martillos y órdenes imperativas a voces, los musculados trabajadores con sus torsos morenos descubiertos para aliviar el calor, sudando al mismo ritmo de los sonidos metálicos, iban ensamblando las piezas con la celeridad con la que se arma automáticamente un mecano --mecanismos que habían montado y desmontado infinidad de veces--, organizando estructuras que en los siguientes días de visita fueron decorando de espejos y acabados cromados y de plásticos rígidos con leyendas de grandes letras de colores, conformando todo aquello un enorme trampantojo de falsaria ilusión, burdamente comercial que no me suscitara, en aquellos tiempos adolescentes, la emoción de antaño, y que poco antes de la fiesta grande cubrieron con amplias lonas, conformando al interior de las atracciones auténticas saunas cuyos calurosos efectos comprobamos después, cuando en los momentos álgidos de diversión --durante la semana de festejos--, el fuerte sol de aquel inaugural verano se ensañó, radiando de calor en derrochadora generosidad, con la extensa llanura de tela y plástico.
Me antojaba escudriñar por las trastiendas del mundo de atrás de la parafernalia feriante, plagado de familias nómadas que mostraban con sus ropas limpias tendidas al sol en improvisados tendederos cerca de las caravanas, su precario arraigo temporal del territorio. Comprobaba como allí, al igual que en cualquier barrio de la ciudad, las madres, a través de las ventanillas del vehículo-vivienda, gritaban su atención, a fin de que no se alejaran del lugar, a juguetones retoños semidesnudos que corrían y deambulaban entre los cachivaches, chirimbolos y artefactos de todo tipo. Se percibía palpable la incomodidad de la vida provisional: viajar constantemente de un lado a otro, de una feria a otra, no se mostraba tan idílico como creíamos de pequeños; y recordaba aquellas caras en anteriores ferias: las mismas que cuando la Fiesta esté en su culmen se emplearán en jornada completa alternándose como taquilleras de los carruseles y columpios, y mostrarán sin apenas disimularlo: el eterno cansancio en la venta de las fichas, la apatía de una escala más en su eterno vagar y la indiferencia hacia un lugar no necesariamente mejor que el anterior. Algunas serán las auténticas protagonistas de la diversión. La que observo ahora con atención es una de ellas... en el ensayo de su atareado pluriempleo me produce --en estas vísperas de apertura que no quiero perderme-- la impresión de cierto patetismo cuando compruebo que la bruja a la que, en arriesgada maniobra para mantener el equilibrio de pie en el vagón en movimiento, arrebaté en una ocasión y todavía pequeño la cruenta escoba, no es más que una mujer agotada, vestida descuidadamente con un mandilón y un pañuelo negro, ocultando su cansancio tras el burdo disfraz que no asusta ni a un niño de jardín de infancia, mientras golpea repetidamente con desdén y aburrimiento los asientos vacíos de los vagones del trenecito que se ha puesto en marcha conforme aparecen por la boca del artificial túnel... en alto preside la entrada de la atracción un enorme cartel: "El Tren de la Bruja".
Me recreo en aquel tranquilo deambular, alejado de los empujones que en pocos días se prodigarán allí cuando gentes de toda la comarca abarroten el recinto, y muy cerca del amenazante cartel con la malvada del cuento, capta mi curiosidad una frenética actividad. Con la carpa del circo montada ocupando todo el solar del fondo de la feria, se realizan a toda prisa los trabajos de cercado del recinto, cuya provisionalidad me permite ser uno más de los privilegiados espectadores que nos hemos congregado cerca de los malolientes coches-jaulas de los animales: tigres y leones no muestran más euforia que el resto de las gentes de aquel mundo nómada. Aprecio en ellos, además de su impostada vejez, la misma sensación de agotamiento de un infinito encierro. Aquella periferia ruda se convertirá, días después, en el mayor espectáculo del mundo..., el único espectáculo que aún prorrogara el asombro de la niñez aunque ya no estábamos invitados a su fiesta.
Cerca de la enorme carpa del circo y muy apartado de los tiovivos para los más pequeños se ha aposentado, como viene siendo costumbre estos últimos años, un tinglado luminoso con gran reclamo de cartel de letras delineadas con bombillas incandescentes que escribirán en colores y en la oscuridad de la noche la atracción más esperada para los mayores: "Teatro Chino de Manolita Chen", en el que decían que se exhibían chicas medio desnudas en un espectáculo de varietés y chistes verdes --algunas decían guarros--, al que se podía tener acceso sólo si eras mayor de edad (hoy este espectáculo sería risible para cualquier adolescente). Nosotros no teníamos ni la edad ni los medios... y con las hormonas subidas de tono sí un indisimulado interés: quizás el morbo de contemplar en vivo las sensuales siluetas curvas de los agraciados cuerpos de las jóvenes coristas con las mallas color carne pegaditas al cuerpo, cuyas fotos publicitarias pude observar en aquel momento pendientes de colocar en la entrada, alejadas de los transeúntes, con la imagen trucada --mucho más joven-- de la protagonista, una antigua vedette de variedades que ahora dejaba ver, embutida en aparatosa bata de brillantes dibujos y cerca de su carromato, el patetismo de su sobredosis de edad y de maquillaje, y posiblemente cierta apatía en su cara, el cansancio de tener que animar cada tarde-noche a toda esa caterva de reprimidos hombres que con cada contorneo sensual de su cuerpo la jalearían desde su reprimida libido como jauría hambrienta.
La única atracción de las que habían asentado sus reales en el recinto ferial que aún me produjera un cierto interés para disfrutarla, era la pista de los coches de choque --la más grande-- que aquel día de prueba --un par de días antes del encendido de la feria-- probaba sus potentes altavoces con la misma hortera canción: Un Rayo de Sol, que repetían por megafonía una y otra vez. El abierto habitáculo vibraba todo él y la música excedida de decibelios reverberaba en mi cuerpo, mientras tatuados feriantes, en actiud bravucona y subidos de pie agarrados a la barra trasera, probaban los coches que dejaban un reguero de chispas eléctricas en la malla de alambre del techo. Me imaginaba conduciendo ininterrumpidamente..., sumergido en aquella diversión toda una jornada festiva.
Sabía que aquel sitio ahora solitario, bulliría después de gente compitiendo por hacerse con alguno de aquellos coches locos. También sabía que dentro de unos días aquella atracción sería el punto de encuentro de los jóvenes y la oportunidad de pavonearse con la chica de acompañante en el coche; en ser el más escurridizo de la pista o el más desalmado experto kamikaze lazándose sorpresivamente contra los pardillos: inexpertos conductores que en vez de avanzar con el artilugio mecánico sólo daban vueltas sobre sí mismo o marchando continuamente para atrás. Pero sobre todo sabía que unos y otros acabarían dejándose, además de algún que otro diente, un buen dinero. No me hacía ilusiones: mi depauperado bolsillo bostezaba de aburrimiento. Era siempre un espectador... pero si encontrara dinero en el suelo...
No sé porqué a veces suceden cosas que deseas, supongo que sólo es fruto de la casualidad, o, como en aquel caso, de estar mirando constantemente al suelo mientras caminaba por la ciudad. Lo cierto es que una de aquellas tardes de la semana grande me descolgué desde le escuela técnica andando por el camino de Ronda hasta el ferial. Pasado el puente del río Genil me dio un vuelco el corazón al observar algo perdido en la tierra. Quedé paralizado intentando creerme que el rostro del grabado --Falla-- del papel que había en el suelo era lo que había ansiado encontrarme aquellos días. Me agaché rápidamente y allí estaba reconocible entre el polvo del descampado un auténtico billete de cien pesetas que inmediatamente pasó a ocupar un lugar en el eterno vacío de mi bolsillo. Lo reservé para el último día de Feria --domingo-- en el que nos permitirían estar hasta bien entrada la noche.
En Feria, de noche, todo el paseo del Violón cambiaba a otro cosmos. Aquella noche de domingo me hubiese gustado estar con Loli y perdernos entre la gente en aquel trozo acotado de ciudad que brillaba en la oscuridad, rutilado por multitud de focos de luces de colores deslumbrando cerca... y pasear muy juntos entre besos de algodón dulce, a pesar de la estridencia de la música y el ulular de las sirenas de los carruseles golpeándonos los oídos... y disfrutar del premio apostado a la suerte en la voz metálica y chillona del vendedor de la tómbola que --como todos-- diría que estaba de liquidación, regalándolo todo... y coronarnos reyes de la pista: evitando a los pardillos y embistiendo sin piedad a los listillos en los coches de choque... y después saborear un refrescante espumoso en Támesis, cerca de la Virgen... y como colofón unos pases por las casetas de baile instaladas en los jardines del Salón, uno de cuyos bancos sería testigo de las confidencias amorosas, con el fondo deslumbrante y los sonidos apagados en la distancia de la feria...; pero ni tenía ya a Loli, ni aquellas cien pesetas dieron para tanto, sólo unos cuantos viajes durante los que golpearon a mi coche sin descanso... también sin acompañante...; después a deambular de un lado a otro, en zig-zag evitando a toda la marabunta...; y en el bullicio de aquella locura seguía, el último día de la Feria, más sólo que nunca.
Ya se han ido los feriantes y ha enmudecido la ribera del río. Pasé a propósito por el lugar cuando ya solo quedaban los rastros de la huella humana: los desechos de la fiesta y la presencia de alguna que otra familia rezagada. Ante tan fulgurante desalojo había sentido siempre --desde pequeñito-- una cierta poética de vacío en mi ánimo.
A partir de aquel día no la sentí ya.
Dando vueltas y vueltas... en un viaje sin destino ni fin quedaron nuestras exiguas ilusiones de niño. Algún día, ahora ya de vuelta al niño que fui, me subiré al tiovivo en marcha y las recuperaré |
FranciscoMolinaGómez