lunes, 16 de junio de 2014

EL LADO OCULTO DE LA ILUSIÓN











Montando el ferial en el paseo del Violón --Fiesta del Corpus Christi en Granada--; fotografía de 1963 publicada en el blog de mi paisano Manuel Espadafor Caba

Cuando la cruda realidad adolescente desvaneció mi frágil ilusión de niño no fue un acontecimiento inmediato, ni algo espontáneo que había sucedido de un día para otro, sino el resultado de un proceso continuado de desencanto desde una abreviada infancia que insistentemente nos negaron --con muy temprana pérdida de la inocencia-- hasta una indeterminada adolescencia, que también tercamente nos robaron, para al final descubrir aquella amarga sensación que durante mucho tiempo ya campaba en mi ánimo firmemente instalada: la desilusión de que para "nosotros" no se había fabricado el mundo de los cuentos.
Las pocas ocasiones, de pequeñitos, de descubrir el universo real de la ilusión: los columpios, el dulce de algodón, la música de fiesta, el circo... tenían que ver con nuestra salida del orfanato una vez al año al ferial del paseo del Violón, para la Fiesta del Corpus Christi en Granada, a donde nos llevaban las monjas. Y una vez al año, por fin: ¡¡éramos niños!!
Pero mi niñez fue efímera, y ahora con diecisiete años, pasada la pubertad e iniciada la adolescencia --terminado el bachillerato y comenzado mi primer año de carrera técnica-- me empeñé en querer saber como era la cara oscura de aquellas ilusiones de niño. Aquel junio de mil novecientos setenta me fui a descubrir la parte de atrás de la Fiesta, a deambular completamente sólo por sus entresijos... añorando la compañía de mi primer amor --Loli--...; ¡qué pena que hubiéramos cortado tan pronto la relación!











¡Ya están los feriantes para el Corpus! Con las clases acabadas, sólo pendientes los exámenes finales, varias mañanas me acerqué hasta el paseo del Violón donde empezaba a surgir como cada año por estas fechas, constreñida entre las vías del tranvía y el río: la Feria --ansiado mundo de ilusión de nuestra infancia--; mini-ciudad que en aquel momento de fundación era un caos de tubos metálicos, planchas de acero y cables esparcidos por el suelo... al que intentaban poner orden afanados operarios de mono azul.

Entre el repiqueteo de martillos y órdenes imperativas a voces, los musculados trabajadores con sus torsos morenos descubiertos para aliviar el calor, sudando al mismo ritmo de los sonidos metálicos, iban ensamblando las piezas con la celeridad con la que se arma automáticamente un mecano --mecanismos que habían montado y desmontado infinidad de veces--, organizando estructuras que en los siguientes días de visita fueron decorando de espejos y acabados cromados y de plásticos rígidos con leyendas de grandes letras de colores, conformando todo aquello un enorme trampantojo de falsaria ilusión, burdamente comercial que no me suscitara, en aquellos tiempos adolescentes, la emoción de antaño, y que poco antes de la fiesta grande cubrieron con amplias lonas, conformando al interior de las atracciones auténticas saunas cuyos calurosos efectos comprobamos después, cuando en los momentos álgidos de diversión --durante la semana de festejos--, el fuerte sol de aquel inaugural verano se ensañó, radiando de calor en derrochadora generosidad, con la extensa llanura de tela y plástico.

Me antojaba escudriñar por las trastiendas del mundo de atrás de la parafernalia feriante, plagado de familias nómadas que mostraban con sus ropas limpias tendidas al sol en improvisados tendederos cerca de las caravanas, su precario arraigo temporal del territorio. Comprobaba como allí, al igual que en cualquier barrio de la ciudad, las madres, a través de las ventanillas del vehículo-vivienda, gritaban su atención, a fin de que no se alejaran del lugar, a juguetones retoños semidesnudos que corrían y deambulaban entre los cachivaches, chirimbolos y artefactos de todo tipo. Se percibía palpable la incomodidad de la vida provisional: viajar constantemente de un lado a otro, de una feria a otra, no se mostraba tan idílico como creíamos de pequeños; y recordaba aquellas caras en anteriores ferias: las mismas que cuando la Fiesta esté en su culmen se emplearán en jornada completa alternándose como taquilleras de los carruseles y columpios, y mostrarán sin apenas disimularlo: el eterno cansancio en la venta de las fichas, la apatía de una escala más en su eterno vagar y la indiferencia hacia un lugar no necesariamente mejor que el anterior. Algunas serán las auténticas protagonistas de la diversión. La que observo ahora con atención es una de ellas... en el ensayo de su atareado pluriempleo me produce --en estas vísperas de apertura que no quiero perderme-- la impresión de cierto patetismo cuando compruebo que la bruja a la que, en arriesgada maniobra para mantener el equilibrio de pie en el vagón en movimiento, arrebaté en una ocasión y todavía pequeño la cruenta escoba, no es más que una mujer agotada, vestida descuidadamente con un mandilón y un pañuelo negro, ocultando su cansancio tras el burdo disfraz que no asusta ni a un niño de jardín de infancia, mientras golpea repetidamente con desdén y aburrimiento los asientos vacíos de los vagones del trenecito que se ha puesto en marcha conforme aparecen por la boca del artificial túnel... en alto preside la entrada de la atracción un enorme cartel: "El Tren de la Bruja".

Me recreo en aquel tranquilo deambular, alejado de los empujones que en pocos días se prodigarán allí cuando gentes de toda la comarca abarroten el recinto, y muy cerca del amenazante cartel con la malvada del cuento, capta mi curiosidad una frenética actividad. Con la carpa del circo montada ocupando todo el solar del fondo de la feria, se realizan a toda prisa los trabajos de cercado del recinto, cuya provisionalidad me permite ser uno más de los privilegiados espectadores que nos hemos congregado cerca de los malolientes coches-jaulas de los animales: tigres y leones no muestran más euforia que el resto de las gentes de aquel mundo nómada. Aprecio en ellos, además de su impostada vejez, la misma sensación de agotamiento de un infinito encierro. Aquella periferia ruda se convertirá, días después, en el mayor espectáculo del mundo..., el único espectáculo que aún prorrogara el asombro de la niñez aunque ya no estábamos invitados a su fiesta.

Cerca de la enorme carpa del circo y muy apartado de los tiovivos para los más pequeños se ha aposentado, como viene siendo costumbre estos últimos años, un tinglado luminoso con gran reclamo de cartel de letras delineadas con bombillas incandescentes que escribirán en colores y en la oscuridad de la noche la atracción más esperada para los mayores: "Teatro Chino de Manolita Chen", en el que decían que se exhibían chicas medio desnudas en un espectáculo de varietés y chistes verdes --algunas decían guarros--, al que se podía tener acceso sólo si eras mayor de edad (hoy este espectáculo sería risible para cualquier adolescente). Nosotros no teníamos ni la edad ni los medios... y con las hormonas subidas de tono sí un indisimulado interés: quizás el morbo de contemplar en vivo las sensuales siluetas curvas de los agraciados cuerpos de las jóvenes coristas con las mallas color carne pegaditas al cuerpo, cuyas fotos publicitarias pude observar en aquel momento pendientes de colocar en la entrada, alejadas de los transeúntes, con la imagen trucada --mucho más joven-- de la protagonista, una antigua vedette de variedades que ahora dejaba ver, embutida en aparatosa bata de brillantes dibujos y cerca de su carromato, el patetismo de su sobredosis de edad y de maquillaje, y posiblemente cierta apatía en su cara, el cansancio de tener que animar cada tarde-noche a toda esa caterva de reprimidos hombres que con cada contorneo sensual de su cuerpo la jalearían desde su reprimida libido como jauría hambrienta.

La única atracción de las que habían asentado sus reales en el recinto ferial que aún me produjera un cierto interés para disfrutarla, era la pista de los coches de choque --la más grande-- que aquel día de prueba --un par de días antes del encendido de la feria-- probaba sus potentes altavoces con la misma hortera canción: Un Rayo de Sol, que repetían por megafonía una y otra vez. El abierto habitáculo vibraba todo él y la música excedida de decibelios reverberaba en mi cuerpo, mientras tatuados feriantes, en actiud bravucona y subidos de pie agarrados a la barra trasera, probaban los coches que dejaban un reguero de chispas eléctricas en la malla de alambre del techo. Me imaginaba conduciendo ininterrumpidamente..., sumergido en aquella diversión toda una jornada festiva.

Sabía que aquel sitio ahora solitario, bulliría después de gente compitiendo por hacerse con alguno de aquellos coches locos. También sabía que dentro de unos días aquella atracción sería el punto de encuentro de los jóvenes y la oportunidad de pavonearse con la chica de acompañante en el coche; en ser el más escurridizo de la pista o el más desalmado experto kamikaze lazándose sorpresivamente contra los pardillos: inexpertos conductores que en vez de avanzar con el artilugio mecánico sólo daban vueltas sobre sí mismo o marchando continuamente para atrás. Pero sobre todo sabía que unos y otros acabarían dejándose, además de algún que otro diente, un buen dinero. No me hacía ilusiones: mi depauperado bolsillo bostezaba de aburrimiento. Era siempre un espectador... pero si encontrara dinero en el suelo...

No sé porqué a veces suceden cosas que deseas, supongo que sólo es fruto de la casualidad, o, como en aquel caso, de estar mirando constantemente al suelo mientras caminaba por la ciudad. Lo cierto es que una de aquellas tardes de la semana grande me descolgué desde le escuela técnica andando por el camino de Ronda hasta el ferial. Pasado el puente del río Genil me dio un vuelco el corazón al observar algo perdido en la tierra. Quedé paralizado intentando creerme que el rostro del grabado --Falla-- del papel que había en el suelo era lo que había ansiado encontrarme aquellos días. Me agaché rápidamente y allí estaba reconocible entre el polvo del descampado un auténtico billete de cien pesetas que inmediatamente pasó a ocupar un lugar en el eterno vacío de mi bolsillo. Lo reservé para el último día de Feria --domingo-- en el que nos permitirían estar hasta bien entrada la noche.

En Feria, de noche, todo el paseo del Violón cambiaba a otro cosmos. Aquella noche de domingo me hubiese gustado estar con Loli y perdernos entre la gente en aquel trozo acotado de ciudad que brillaba en la oscuridad, rutilado por multitud de focos de luces de colores deslumbrando cerca... y pasear muy juntos entre besos de algodón dulce, a pesar de la estridencia de la música y el ulular de las sirenas de los carruseles golpeándonos los oídos... y disfrutar del premio apostado a la suerte en la voz metálica y chillona del vendedor de la tómbola que --como todos-- diría que estaba de liquidación, regalándolo todo... y coronarnos reyes de la pista: evitando a los pardillos y embistiendo sin piedad a los listillos en los coches de choque... y después saborear un refrescante espumoso en Támesis, cerca de la Virgen... y como colofón unos pases por las casetas de baile instaladas en los jardines del Salón, uno de cuyos bancos sería testigo de las confidencias amorosas, con el fondo deslumbrante y los sonidos apagados en la distancia de la feria...; pero ni tenía ya a Loli, ni aquellas cien pesetas dieron para tanto, sólo unos cuantos viajes durante los que golpearon a mi coche sin descanso... también sin acompañante...; después a deambular de un lado a otro, en zig-zag evitando a toda la marabunta...; y en el bullicio de aquella locura seguía, el último día de la Feria, más sólo que nunca.

Ya se han ido los feriantes y ha enmudecido la ribera del río. Pasé a propósito por el lugar cuando ya solo quedaban los rastros de la huella humana: los desechos de la fiesta y la presencia de alguna que otra familia rezagada. Ante tan fulgurante desalojo había sentido siempre --desde pequeñito-- una cierta poética de vacío en mi ánimo.

A partir de aquel día no la sentí ya.






Dando vueltas y vueltas... en un viaje sin destino ni fin quedaron nuestras exiguas ilusiones de niño. Algún día, ahora ya de vuelta al niño que fui, me subiré al tiovivo en marcha y las recuperaré


FranciscoMolinaGómez

domingo, 1 de junio de 2014

CONFESIONES AUSENTES II











Ahora escucho lejanas en mi memoria las voces infantiles acompasando la música de armonio que vibra al fondo de la iglesia, invitándonos a caminar hasta Él, y vibro todo en el recuerdo de aquel día en el orfanato... y la canción se repite... y la melodía me vuelve a la mente una y otra vez:
"Vamos niños al Sagrario
que Jesús llorando está
pero viendo tantos niños
muy contento se pondrá.
No llores, Jesús no llores
que nos vas a hacer llorar
pues los niños de esta Casa
te queremos consolar
..."








Amados padres:

Adivino la alegría que habréis sentido al ver la foto: ¡Qué guapo, si parece un angelito!, habrás exclamado madre; mientras tú padre, parco en palabras y gestos, habrás sonreído brillándote la mirada y deseando acariciarme el pelo --como recuerdo hacías cuando ibas a vernos al orfanato--; hablabas con los ojos y las manos, ¡maravilloso lenguaje!; pero que te voy a decir madre que tú no sepas de la bondad personificada.

No sé que confesaros de aquel día... estoy algo perdido... sólo adivino en mi cabeza preguntas sin respuesta... ¿empañaría mis inquietudes de niño huérfano la alegría de la fiesta, tanto tiempo esperada, viendo a mis amiguitos regocijándose en el cariño de sus padres o madres ayudándoles a vestir el traje de primera Comunión?... ¿cuales serían los pensamientos que rondarían por mi cabecita, la de un niño pequeño pero al que se suponía había llegado al uso de razón?... ; y, a la vez, entreveo las vuestras ansiosas en la distancia y que vagan en la longitud de onda que tenemos abierta desde hace poco tiempo: ¿Me acordaría de vosotros?... ¿os echaría de menos viendo a los otros padres?

Obviamente, y a mi pesar, no puedo responder a esas preguntas... ¿se puede echar de menos a alguien que desde los tres años intuyes --más que sabes-- que no existe?; ¿se puede recordar a alguien que empieza a ser un "desconocido" y de quien no le había hablado apenas nadie?... ¿qué puede pensar una criaturita de siete años recién cumplidos, acostumbrada ya al anonimato de niño de nadie, y a quién a pesar de que erigían por un día en protagonista de las miradas y atenciones de los demás, sabía ahora --más que intuía-- que sus padres no estaban entre los demás, ni nunca iban a estar?... pudiera ser que mi instinto de supervivencia, que ya me había acostumbrado a vuestra ausencia, votara a favor del olvido en la fiesta, mostrando todo aquello --las carencias afectivas en propias carnes y la suerte en las ajenas-- como algo natural... mi ser aún estaba lejos de descubrir la fuerza de la razón del corazón... de sentir esa eterna ligazón de la que os hablé.

Puedo recordar, madre, una habitación a la entrada al pabellón del orfanato, llena de gente, sin espacio apenas para movernos. Puedo rememorar, padre, todavía a horas tempranas el bullicio en la alegría de los padres que sonreían prendados de la estampa candorosa del hijo con el traje de marinero o el de galones dorados, mostrando entre las manos de guantes blancos el librito con tapas de nácar, y calzando impolutos zapatos comprados para la ocasión. Os puedo evocar, incluso, la escena vistiéndome sólo, sin ayuda de nadie, la otra ropa --en ausencia de cualquier traje--; la del orfanato, sencilla pero de un blanco inmaculado que debiera hacerme tan especial como los otros... aunque en mi amor propio no fuera así... Puedo seguir esforzándome en recordar alguna imagen más de aquella mañana... pero ¿los pensamientos?... sinceramente lo único que os puedo contar es que siempre deseé con desesperación los besos y caricias que habíais dejado ya en mí subconsciente; y que a pesar de todo, creo, no se habían ido: algo de vosotros sentí por dentro, seguro, aquel día.

No quiero que la tristeza que pudiera desprenderse de las confesiones cortocircuite la línea de comunicación que nos une, sino que, al contrario, a través de ella fluya la alegría de habernos reencontrado, y, por tanto, podamos reinventar la historia; revivir juntos aquel momento; suponer que estabais allí conmigo aquella mañana de mayo o junio... ¿quién nos lo impide?... la imaginación es muy poderosa e ilimitada en el sueño... imaginaros e imaginarme ya en la iglesia... en el inicio de una largo pasillo central con dos hileras blancas de niños con las manos muy juntas en actitud orante... imitándonos en los gestos... mirándonos serios... yo nervioso en la falta de costumbre... algo torpe en la novedad de mis primeros minutos de gloria en el orfanato... atento a las indicaciones de la monja a la vez que pendiente del lugar donde os hubieran ubicado, para inmediatamente con gesto grave pero emocionado, presintiendo que no dejabais de mirarme ni un segundo, comenzar a transitar el alargado pasillo... volver la cabeza y sonreír al veros muy cerca en los bancos para familiares, cruzando las miradas y los afectos, intentando no despistarme en la fila que se movería a los sones de las agudas y afinadas voces del coro elevando, con la música y letra de aquella conocida canción, el tono ritual del emotivo acto de acercamiento hasta aquel Ser especial del que durante mucho tiempo nos habían hablado, a cuyo encuentro íbamos para liberarle de su prisión y compartir con Él momentos alegres; sintiéndonos, también, seres especiales. Yo el más especial al teneros aquel día.

"...
Vamos niños al Sagrario
que Jesús llorando está,
pero viendo tantos niños
muy contento se pondrá.
Estrellitas de los cielos
bajad todas a adorar
a Jesús Sacramentado
que está oculto en el altar
..."


Y con los sentimientos desbordados a mi paso por vuestro lado escudriñaríais con la mirada, entre los huecos de la gente de delante, para verme tan limpio, tan blanco, tan seriecito llegar a la cabecera de la iglesia hasta mi reclinatorio recubierto de níveo paño, atónito todo el tiempo por trato tan distinguido ocupando un lugar preferente frente al altar que luciría blanco de azucenas, fulgurante cono refulgíamos nosotros, y donde nos recibiría el sacerdote en nombre de Jesús; momentos para los que imagino seríais uno más en la emoción colectiva, desbordada por las lágrimas de la apagada exclamación: ¡Parece un hombrecito!, y que, seguramente, proferirían también los otros padres, gente sencilla y sufriente como vosotros, con el sentimiento contenido de tanto amor guardado a punto de estallar, como el vuestro... y ya en mi lugar miraría de reojo hacia vuestro banco buscando la complicidad en los lagrimosos ojos, intentando no perder la compostura para no despistarme en la ceremonia que ensayara infinidad de veces, ahora en el final de la canción de bienvenida, cuyas estrofas últimas me darían cierta pausa para relajar mi ansiedad de ánimo, para acomodar la actitud de niño responsable: rígidamente sentado, con el gesto muy serio y las manos juntas asiendo el rosario y el pequeño librito que alguien os hubiera prestado, mirando atentamente al sacerdote que viniera allende las tapias del orfanato.

Vamos niños al Sagrario
que Jesús llorando está,
pero viendo tantos niños
muy contento se pondrá.
Florecitas de los valles
venid todas a exhalar
vuestros más puros aromas
al que es todo claridad.
Vamos niños al Sagrario
que Jesús llorando está,
pero viendo tantos niños
muy contento se pondrá.
Pajaritos de los bosques,
venid todos a cantar
a ver si con vuestros trinos
le podemos consolar."


Después el sacerdote nos observaría --al igual que haríais los padres-- atentamente durante los segundos de profundo recogimiento que sucederían al silencio del coro... para luego reclamarnos, con su mirada penetrante, imperiosa atención... muy atento yo... muy atentos vosotros dos... muy atentos todos... ni un rumor... ni un murmullo... sólo la voz recia del celebrante expendiéndose por la nave hasta los altos techos de la iglesia, dirigiéndose sólo a nosotros, los postulantes en Jesús --simplemente unos niños--, algo azorados por el honor que se nos brindaba de recibir en breves momentos el cuerpo de Cristo por primera vez, cohibidos por la responsabilidad y con el miedo escénico dibujado en nuestras caras, sin entender del todo aquella ceremonia para la que vosotros seríais un continuo suspiro y de la que sólo adivinaría que yo era parte importante... protagonista del amor de Jesús al que me vincularía especialmente aquel día entre parábolas el sacerdote --"Dejar que los niños se acerquen a Mí"-- desde el alto púlpito durante el largo y exaltado sermón que escucharíais con satisfacción y con la emoción desbordada por tamaña visión: Jesús abrazando a vuestro pequeñín... ¡¡¡Ooohhh!!!... aunque yo, al contrario, algo defraudado porque aquel Ser maravilloso no se hubiera materializado ya, esperaría ansioso tan sublime momento... ¿cómo será?... ¿se abriría de repente el sagrario ...?... y con la imaginación sobrepasada por la proximidad del instante de encontrarme con Él, me reconfortaría en la idea de que seguramente ya estaba allí conmigo, pero invisible --me lo habían repetido muchas veces durante el largo período de catequesis-- aunque mi mente insistiría esperando algún suceso extraordinario.

Muy nervioso me acercaría a comulgar, en el orden de fila ya ensayado, presintiendo ahora más intensamente vuestra atenta mirada sin quereros perder en la distancia ningún detalle: de rodillas en el prolongado reclinatorio, concentrado en recibir la comunión... momento emotivo que sería como el de la foto: flanqueado entre dos ángeles, manteniendo el gesto de apertura de la boca después del ¡Amén! que sucedería a la retahíla en latín que pronunciaría el sacerdote en voz baja para inmediatamente dilucidar con éxito la ingestión de la oblea redonda que se quedaría adherida al paladar, empujándole con la lengua hasta percibir por primera vez su sabor característico y su fina textura en la deglución. Ahora se suponía Jesús había entrado en mi cuerpo... y aunque yo de principio no notara ningún cambio extraordinario; vosotros seguro que sí: ¡Qué bonico está!, exclamarás madre, buscando la complicidad en la mirada de padre, refiriéndote a mi apostura de pie con el traje blanco que me hubierais llevado, sencillo pero tan digno como los de los demás, para en un corto desplazamiento y en extraordinario recogimiento --con candor de niño-- volver a mi sitio.

Entonces ya con apetito por lo prolongado del acto, de rodillas en el reclinatorio a la espera de que los otros niños comulgaran, me regocijaría ahora en el delicioso desayuno que compartiría con ellos, mis amigos en Jesús --los demás afortunados postulantes-- , y que sabía me esperaba en una amplia sala de arriba del pabellón junto a la iglesia al acabar la ceremonia religiosa; relamiéndome los labios en la espera de que aquel gesto, recién tomado el cuerpo de Cristo, no fuera pecado; y ya me veía sentado en la alargada mesa engalanada de manteles y servilletas blancas como nuestras ropas, siendo atendidos todos los niños por vosotros, los padres, y por las monjas que con mandil y manguitos sobre el hábito nos servirían un delicioso chocolate a la taza y tiernos bollos que apaciguarían la obligada abstinencia que habríamos observado aquella prolongada mañana para recibir límpidos a Jesús... ; y ya relajados hablaríamos de la equivocación en la fila, de la caída al suelo del librito, del tropezón con el de delante, de los galones dorados del traje, de la fiesta en nuestro honor después del desayuno, de la salida el resto del día del orfanato, de los regalos en casa de familiares...; conversaciones alegres con cierto desenfado pero sin excesivo escándalo en la alegría contenida, según correspondía --como nos dirían las monjas-- a niños que habían llegado al uso de razón y habían recibido el cuerpo de Cristo; muy atentos para no mancharnos de chocolate las ropas blancas y así mantenernos inmaculados todo el día para alegría de Jesús... ; mientras comulgaría ya el último niño que me devolvería de mi ensoñación, de nuevo, a mi reclinatorio donde durante unos prolongados minutos observaría un recogido silencio... el mismo del sacerdote... el mismo que el vuestro... el mismo de todos... en aquel hecho transcendental que acababa de acontecernos.

Y desde aquel lugar privilegiado esperaría con ansiedad el final de la ceremonia. Absorto en mis pensamientos volaría hasta vosotros para sentarme en medio de los dos, muy juntos, sintiendo ya vuestros cuerpos apretados al mío... sintiendo el roce de mi traje con el de las ropas de domingo que habríais reservado para tan importante ocasión... sin dejar de percibir el agradable olor de colonia fresca... sin dejar de observarnos a los ojos... sin dejar de cruzar las miradas y las sonrisas... y orgulloso de vosotros, exultante de felicidad, me imaginaría fuera de la iglesia disfrutando de los besos en la alegría de que os iba a tener para mí todo un día: el día de mi Primera Comunión.


FranciscoMolinaGómez
(Años después sería yo, como integrante del coro, el que cantara la misma canción a otros emocionados niños vestidos de blanco: "Vamos niños al Sagrario que Jesús llorando está...")