domingo, 1 de junio de 2014
CONFESIONES AUSENTES II
Ahora escucho lejanas en mi memoria las voces infantiles acompasando la música de armonio que vibra al fondo de la iglesia, invitándonos a caminar hasta Él, y vibro todo en el recuerdo de aquel día en el orfanato... y la canción se repite... y la melodía me vuelve a la mente una y otra vez:
"Vamos niños al Sagrario
que Jesús llorando está
pero viendo tantos niños
muy contento se pondrá.
No llores, Jesús no llores
que nos vas a hacer llorar
pues los niños de esta Casa
te queremos consolar
..."
Amados padres:
Adivino la alegría que habréis sentido al ver la foto: ¡Qué guapo, si parece un angelito!, habrás exclamado madre; mientras tú padre, parco en palabras y gestos, habrás sonreído brillándote la mirada y deseando acariciarme el pelo --como recuerdo hacías cuando ibas a vernos al orfanato--; hablabas con los ojos y las manos, ¡maravilloso lenguaje!; pero que te voy a decir madre que tú no sepas de la bondad personificada.
No sé que confesaros de aquel día... estoy algo perdido... sólo adivino en mi cabeza preguntas sin respuesta... ¿empañaría mis inquietudes de niño huérfano la alegría de la fiesta, tanto tiempo esperada, viendo a mis amiguitos regocijándose en el cariño de sus padres o madres ayudándoles a vestir el traje de primera Comunión?... ¿cuales serían los pensamientos que rondarían por mi cabecita, la de un niño pequeño pero al que se suponía había llegado al uso de razón?... ; y, a la vez, entreveo las vuestras ansiosas en la distancia y que vagan en la longitud de onda que tenemos abierta desde hace poco tiempo: ¿Me acordaría de vosotros?... ¿os echaría de menos viendo a los otros padres?
Obviamente, y a mi pesar, no puedo responder a esas preguntas... ¿se puede echar de menos a alguien que desde los tres años intuyes --más que sabes-- que no existe?; ¿se puede recordar a alguien que empieza a ser un "desconocido" y de quien no le había hablado apenas nadie?... ¿qué puede pensar una criaturita de siete años recién cumplidos, acostumbrada ya al anonimato de niño de nadie, y a quién a pesar de que erigían por un día en protagonista de las miradas y atenciones de los demás, sabía ahora --más que intuía-- que sus padres no estaban entre los demás, ni nunca iban a estar?... pudiera ser que mi instinto de supervivencia, que ya me había acostumbrado a vuestra ausencia, votara a favor del olvido en la fiesta, mostrando todo aquello --las carencias afectivas en propias carnes y la suerte en las ajenas-- como algo natural... mi ser aún estaba lejos de descubrir la fuerza de la razón del corazón... de sentir esa eterna ligazón de la que os hablé.
Puedo recordar, madre, una habitación a la entrada al pabellón del orfanato, llena de gente, sin espacio apenas para movernos. Puedo rememorar, padre, todavía a horas tempranas el bullicio en la alegría de los padres que sonreían prendados de la estampa candorosa del hijo con el traje de marinero o el de galones dorados, mostrando entre las manos de guantes blancos el librito con tapas de nácar, y calzando impolutos zapatos comprados para la ocasión. Os puedo evocar, incluso, la escena vistiéndome sólo, sin ayuda de nadie, la otra ropa --en ausencia de cualquier traje--; la del orfanato, sencilla pero de un blanco inmaculado que debiera hacerme tan especial como los otros... aunque en mi amor propio no fuera así... Puedo seguir esforzándome en recordar alguna imagen más de aquella mañana... pero ¿los pensamientos?... sinceramente lo único que os puedo contar es que siempre deseé con desesperación los besos y caricias que habíais dejado ya en mí subconsciente; y que a pesar de todo, creo, no se habían ido: algo de vosotros sentí por dentro, seguro, aquel día.
No quiero que la tristeza que pudiera desprenderse de las confesiones cortocircuite la línea de comunicación que nos une, sino que, al contrario, a través de ella fluya la alegría de habernos reencontrado, y, por tanto, podamos reinventar la historia; revivir juntos aquel momento; suponer que estabais allí conmigo aquella mañana de mayo o junio... ¿quién nos lo impide?... la imaginación es muy poderosa e ilimitada en el sueño... imaginaros e imaginarme ya en la iglesia... en el inicio de una largo pasillo central con dos hileras blancas de niños con las manos muy juntas en actitud orante... imitándonos en los gestos... mirándonos serios... yo nervioso en la falta de costumbre... algo torpe en la novedad de mis primeros minutos de gloria en el orfanato... atento a las indicaciones de la monja a la vez que pendiente del lugar donde os hubieran ubicado, para inmediatamente con gesto grave pero emocionado, presintiendo que no dejabais de mirarme ni un segundo, comenzar a transitar el alargado pasillo... volver la cabeza y sonreír al veros muy cerca en los bancos para familiares, cruzando las miradas y los afectos, intentando no despistarme en la fila que se movería a los sones de las agudas y afinadas voces del coro elevando, con la música y letra de aquella conocida canción, el tono ritual del emotivo acto de acercamiento hasta aquel Ser especial del que durante mucho tiempo nos habían hablado, a cuyo encuentro íbamos para liberarle de su prisión y compartir con Él momentos alegres; sintiéndonos, también, seres especiales. Yo el más especial al teneros aquel día.
"...
Vamos niños al Sagrario
que Jesús llorando está,
pero viendo tantos niños
muy contento se pondrá.
Estrellitas de los cielos
bajad todas a adorar
a Jesús Sacramentado
que está oculto en el altar
..."
Y con los sentimientos desbordados a mi paso por vuestro lado escudriñaríais con la mirada, entre los huecos de la gente de delante, para verme tan limpio, tan blanco, tan seriecito llegar a la cabecera de la iglesia hasta mi reclinatorio recubierto de níveo paño, atónito todo el tiempo por trato tan distinguido ocupando un lugar preferente frente al altar que luciría blanco de azucenas, fulgurante cono refulgíamos nosotros, y donde nos recibiría el sacerdote en nombre de Jesús; momentos para los que imagino seríais uno más en la emoción colectiva, desbordada por las lágrimas de la apagada exclamación: ¡Parece un hombrecito!, y que, seguramente, proferirían también los otros padres, gente sencilla y sufriente como vosotros, con el sentimiento contenido de tanto amor guardado a punto de estallar, como el vuestro... y ya en mi lugar miraría de reojo hacia vuestro banco buscando la complicidad en los lagrimosos ojos, intentando no perder la compostura para no despistarme en la ceremonia que ensayara infinidad de veces, ahora en el final de la canción de bienvenida, cuyas estrofas últimas me darían cierta pausa para relajar mi ansiedad de ánimo, para acomodar la actitud de niño responsable: rígidamente sentado, con el gesto muy serio y las manos juntas asiendo el rosario y el pequeño librito que alguien os hubiera prestado, mirando atentamente al sacerdote que viniera allende las tapias del orfanato.
Vamos niños al Sagrario
que Jesús llorando está,
pero viendo tantos niños
muy contento se pondrá.
Florecitas de los valles
venid todas a exhalar
vuestros más puros aromas
al que es todo claridad.
Vamos niños al Sagrario
que Jesús llorando está,
pero viendo tantos niños
muy contento se pondrá.
Pajaritos de los bosques,
venid todos a cantar
a ver si con vuestros trinos
le podemos consolar."
Después el sacerdote nos observaría --al igual que haríais los padres-- atentamente durante los segundos de profundo recogimiento que sucederían al silencio del coro... para luego reclamarnos, con su mirada penetrante, imperiosa atención... muy atento yo... muy atentos vosotros dos... muy atentos todos... ni un rumor... ni un murmullo... sólo la voz recia del celebrante expendiéndose por la nave hasta los altos techos de la iglesia, dirigiéndose sólo a nosotros, los postulantes en Jesús --simplemente unos niños--, algo azorados por el honor que se nos brindaba de recibir en breves momentos el cuerpo de Cristo por primera vez, cohibidos por la responsabilidad y con el miedo escénico dibujado en nuestras caras, sin entender del todo aquella ceremonia para la que vosotros seríais un continuo suspiro y de la que sólo adivinaría que yo era parte importante... protagonista del amor de Jesús al que me vincularía especialmente aquel día entre parábolas el sacerdote --"Dejar que los niños se acerquen a Mí"-- desde el alto púlpito durante el largo y exaltado sermón que escucharíais con satisfacción y con la emoción desbordada por tamaña visión: Jesús abrazando a vuestro pequeñín... ¡¡¡Ooohhh!!!... aunque yo, al contrario, algo defraudado porque aquel Ser maravilloso no se hubiera materializado ya, esperaría ansioso tan sublime momento... ¿cómo será?... ¿se abriría de repente el sagrario ...?... y con la imaginación sobrepasada por la proximidad del instante de encontrarme con Él, me reconfortaría en la idea de que seguramente ya estaba allí conmigo, pero invisible --me lo habían repetido muchas veces durante el largo período de catequesis-- aunque mi mente insistiría esperando algún suceso extraordinario.
Muy nervioso me acercaría a comulgar, en el orden de fila ya ensayado, presintiendo ahora más intensamente vuestra atenta mirada sin quereros perder en la distancia ningún detalle: de rodillas en el prolongado reclinatorio, concentrado en recibir la comunión... momento emotivo que sería como el de la foto: flanqueado entre dos ángeles, manteniendo el gesto de apertura de la boca después del ¡Amén! que sucedería a la retahíla en latín que pronunciaría el sacerdote en voz baja para inmediatamente dilucidar con éxito la ingestión de la oblea redonda que se quedaría adherida al paladar, empujándole con la lengua hasta percibir por primera vez su sabor característico y su fina textura en la deglución. Ahora se suponía Jesús había entrado en mi cuerpo... y aunque yo de principio no notara ningún cambio extraordinario; vosotros seguro que sí: ¡Qué bonico está!, exclamarás madre, buscando la complicidad en la mirada de padre, refiriéndote a mi apostura de pie con el traje blanco que me hubierais llevado, sencillo pero tan digno como los de los demás, para en un corto desplazamiento y en extraordinario recogimiento --con candor de niño-- volver a mi sitio.
Entonces ya con apetito por lo prolongado del acto, de rodillas en el reclinatorio a la espera de que los otros niños comulgaran, me regocijaría ahora en el delicioso desayuno que compartiría con ellos, mis amigos en Jesús --los demás afortunados postulantes-- , y que sabía me esperaba en una amplia sala de arriba del pabellón junto a la iglesia al acabar la ceremonia religiosa; relamiéndome los labios en la espera de que aquel gesto, recién tomado el cuerpo de Cristo, no fuera pecado; y ya me veía sentado en la alargada mesa engalanada de manteles y servilletas blancas como nuestras ropas, siendo atendidos todos los niños por vosotros, los padres, y por las monjas que con mandil y manguitos sobre el hábito nos servirían un delicioso chocolate a la taza y tiernos bollos que apaciguarían la obligada abstinencia que habríamos observado aquella prolongada mañana para recibir límpidos a Jesús... ; y ya relajados hablaríamos de la equivocación en la fila, de la caída al suelo del librito, del tropezón con el de delante, de los galones dorados del traje, de la fiesta en nuestro honor después del desayuno, de la salida el resto del día del orfanato, de los regalos en casa de familiares...; conversaciones alegres con cierto desenfado pero sin excesivo escándalo en la alegría contenida, según correspondía --como nos dirían las monjas-- a niños que habían llegado al uso de razón y habían recibido el cuerpo de Cristo; muy atentos para no mancharnos de chocolate las ropas blancas y así mantenernos inmaculados todo el día para alegría de Jesús... ; mientras comulgaría ya el último niño que me devolvería de mi ensoñación, de nuevo, a mi reclinatorio donde durante unos prolongados minutos observaría un recogido silencio... el mismo del sacerdote... el mismo que el vuestro... el mismo de todos... en aquel hecho transcendental que acababa de acontecernos.
Y desde aquel lugar privilegiado esperaría con ansiedad el final de la ceremonia. Absorto en mis pensamientos volaría hasta vosotros para sentarme en medio de los dos, muy juntos, sintiendo ya vuestros cuerpos apretados al mío... sintiendo el roce de mi traje con el de las ropas de domingo que habríais reservado para tan importante ocasión... sin dejar de percibir el agradable olor de colonia fresca... sin dejar de observarnos a los ojos... sin dejar de cruzar las miradas y las sonrisas... y orgulloso de vosotros, exultante de felicidad, me imaginaría fuera de la iglesia disfrutando de los besos en la alegría de que os iba a tener para mí todo un día: el día de mi Primera Comunión.
FranciscoMolinaGómez
(Años después sería yo, como integrante del coro, el que cantara la misma canción a otros emocionados niños vestidos de blanco: "Vamos niños al Sagrario que Jesús llorando está...")
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