martes, 1 de julio de 2014

A PROPÓSITO DE ARQUITECTURA. IV: LA BÓVEDA PLANA













Continuamente se está aprendiendo. La avidez de saber del ser humano es tan desmesurada que éste no se da tregua en la adquisición de conocimientos; la misma generosa actitud que debiera mostrar --una vez adquiridos-- en enseñarlos a cuantos alcance su magisterio... y como cada vez lo tenemos más fácil --ventaja propiciada por otros semejantes, forjadores de nuevos logros tecnológicos en el mundo de la información y de la comunicación, que con su legado técnico nos permiten acceder en el instante al inconmensurable acervo intelectual que es patrimonio de la humanidad--, cada vez con más razones debemos de ser conscientes de la justa transmisión de ese saber, que en ventaja hemos recibido; sin precios, sin contraprestaciones; regalándolo. Es lo que modestamente me guía con las entradas del blog.
Siempre he estado eternamente agradecido a los buenos maestros, aunque no hayamos coincidido en el tiempo. Uno de ellos es el arquitecto del Renacimiento español, Juan de Herrera.










Grandes maestros: En busca de la bóveda plana


Aquel año, como algunas otras veces, elegimos --mi mujer Teresa y yo-- como lugar de retiro y descanso por nuestro aniversario de boda la cercana e imperial ciudad de San Lorenzo el Real de El Escorial. En anteriores ocasiones sólo nos apetecía disfrutar de las instalaciones y servicios del hotel; días sólo para el descanso, obviando el grandioso monumento del Monasterio y otros edificios y lugares históricos. Nuestro reloj vital, entonces, necesitaba una pausa por unos días para volverlo a poner a punto a fin de que marcara puntualmente, sin retrasos, las siguientes horas de nuestra existencia en común: un gran proyecto de vida juntos que ya había alcanzado la madurez; la de aquella última visita: treinta y tres años juntos, y esta vez sí nos apetecía esa tan pospuesta visita cultural al magno edificio.

Hacía un mes que había sido intervenido quirúrgicamente, y durante la no muy larga convalecencia entretuve la tediosa ociosidad en ojear cierta documentación que desde hacía bastante tiempo poseía del citado Real Monasterio de El Escorial. La leía con ese menor interés de las cosas que ya conoces hasta recalar en una marginal anotación, casi una anécdota perdida en la magnífica retórica con la que el autor se explayaba y recreaba hablando del patio de los Reyes y de la Basílica: "El Sotacoro es la parte baja del Coro, de ahí su nombre, y cuenta con una bóveda tan amplia que da la sensación de ser plana..." Intenté buscar alguna imagen que me ilustrara tamaño nuevo concepto, sin éxito y ahí quedó --en la extrañeza de lo que uno ignora o de lo que crees que otros ignoran-- aquel dato; guardado ahora en la mente como algo extravagante que conviniera reseñar el autor; o simplemente, quizás, un desliz de éste.

La tarde de nuestra llegada la entretuvimos paseando por los alrededores del Monasterio: las fundaciones de los jardines reales, los edificios de sillares de granito (antiguos palacetes donde vivían los nobles que acompañaban a los reyes y otros edificios más modestos donde residía el personal que auxiliaban en su día al complejo palaciego)hasta recalar en la magnífica lonja que da prestancia, valorándola aún más, a la entrada principal del Monasterio en cuya portada Juan de Herrera dispuso en su planta baja de un orden gigante toscano que se despliega en anchura por la fachada; orden que se repite en altura a la entrada de la Basílica, frente al cual me hallo en la fotografía (no sé porqué esa especial querencia de fotografiarme, siempre que tengo ocasión, junto a los órdenes gigantes, quizás para dar una medida visual del mismo). Lo que pasó aquella tarde y al día siguiente fue la continuación de una anterior visita --cuando aún era adolescente, cuarenta años antes-- en la que aún pesaba en mi ánimo cierta pesadumbre. Ahora al contrario había cumplido el sueño: me había convertido en mi propio guía del monumento.

Lejos de las anécdotas cortesanas de los reyes y reinas que habitaron la zona de palacio --resaltados por la experta guía al grupo de visitantes entre los que nos hallábamos mi mujer Teresa y yo-- lo que buscaba en las piedras de tan egregio edificio era aproximarme a su génesis, difícil empeño por el entrelazamiento de conceptos y funciones que encierra; y a su misteriosa simbología a través de los mensajes que insinúa de forma velada, en clave de números invisibles, como lo era la repetición de ciertos guarismos y las de las formas geométricas que mostraba: profusión de cuadrados y, sobre todo, rectángulos áureos en la organización de su planta y en la composición de las fachadas; una de ellas, la principal, la pude estudiar visualmente la tarde anterior a la visita, sentado largo tiempo junto a mi mujer --quedamente-- en uno de los bancos de piedra que se ubican en la Lonja, enfrente de la puerta principal, descubriendo mentalmente en la formación de las siete figuras áureas toda la modulación del edificio; quedando por descubrir, al día siguiente en la visita, la materialización de esos números mediante la técnica constructiva, que me revelaría incluso algunas singularidades inadvertidas al ojo profano.

Lonja abierta del Real Monasterio de San Lorenzo de El Escorial. Lugar ideal desde el que contemplar su fachada principal, la que se adivina inscrita en "siete" rectángulos áureos

El hallazgo de una de ellas tuvo un curioso origen: No nos resultó fácil dar con el pequeño hotelito, antigua vivienda unifamiliar en pleno corazón de San Lorenzo del Escorial. Celebrábamos nuestro trigésimo tercer aniversario de boda, como he apuntado, y queríamos un lugar tranquilo para tan feliz acontecimiento: El recatado y coqueto edificio tenía el encanto de esas villas que se hacía construir la burguesía de principios del siglo pasado en los centos urbanos de estos singulares lugares de descanso. Una sólida casa de piedra con grandes sillares regulares de granito en la que destacaba, señalizando la esquina que daba a dos calles, un mirador circular de hierro y vidrio rematado en cupulilla piramidal que sobrevolaba un recóndito jardín con cierto regusto romántico. El hotelito tenía muy pocas habitaciones, por lo que el exiguo grupo de hospedados recibíamos una agradable atención de sus regidores, muy lejos de la impersonal de esos otros hoteles que se publicitan con varias estrellas; especialmente de sus propietarios: ella desbordándose en amabilidad en los desayunos de bollería casera, mermeladas y compotas que preparaba personalmente y él disfrutando con la información que nos daba de todo lo referente al entorno natural y de los monumentos de la localidad. Éste se ofreció a contarnos y darnos altruistamente todas las explicaciones sobre los conocimientos que había adquirido en su interés por el lugar a lo largo de años --según nos relató--, incluyendo las del senderismo por los parajes entorno al monumento, hasta el altozano desde el que el rey Felipe II seguía la evolución de la marcha de las obras; un lugar pintoresco de la sierra --pinar de Abantos-- bastante alejado del hotelito y cuya excursión desistí en mi condición de convaleciente de la reciente operación quirúrgica. Como apreciara mi interés por visitar el Monasterio la conversación derivó hacia el monumento del que mostraba bastantes conocimientos constructivos en los que pude estar de acuerdo hasta llegar a la "bóveda plana" --según la enunciaba el dueño del hotelito-- que cubre el Sotacoro de la Iglesia, cuya planeidad defendía a ultranza, frente a mi argumento, como experto, de que la generatriz de una bóveda es siempre un arco.

Recordé entonces la reseña escondida en el texto del libreto sobre el Monasterio que había estado leyendo algunos días antes, interesándome sobremanera en ese instante aquel asunto de la "bóveda plana", a la vista de que era una rareza del edificio, no oculta, conocida de otras gentes --como lo era aquel hombre-- interesadas por los detalles raros de construcción del magnífico complejo (colegio, monasterio y palacio real) y que abundan en tan pródiga fábrica de piedra; experiencia por mi parte de un providencial descubrimiento: Al día siguiente en la visita, mirando descaradamente hacia el techo del Sotacoro, a la entrada de la Iglesia --en tal intensidad que provocaba la curiosidad de todos los visitantes que miraban hacia arriba sin saber a qué-- yo buscaba la curvatura, aunque fuera levísima. Cuanto más miraba menos lo entendía: estaba tranquilamente debajo de una estructura que se suponía trabajaba como una bóveda curva y sin embargo visualmente era una enorme losa plana que no adivinaba como se mantenía en equilibrio; ¡que gran hallazgo! Buscando en la detenida observación alguna respuesta, convine en un rápido análisis --el que permite el tiempo de una visita turística-- que la solución estaba, seguramente, en el singular despiece de la piedra de granito y su disposición (ocho hiladas concéntricas alrededor de la clave, que desplazaban todo el peso del coro a los arcos laterales y a través de éstos a los cuatro anchos pilares de piedra)y en la gran resistencia del granito, trabajando todo el conjunto como una bóveda ligerísimamente curva --casi plana--... pero si aquello con el tiempo había devenido en una superficie perfectamente llana por cualquier circunstancia --descenso de la zona de la clave al entrar en carga en su día la estructura; bien por vibraciones de la sobrecarga de uso del coro, o tal vez...--, ¿había alguna señal que lo certificara?... ¡fantástico!, aquella circunstancia posible estaba reseñada en las ligeras fisuras de las juntas de la primera hilada de piedra concéntrica que rodeaba a la clave.





Bóveda plana del sotacoro en la entrada a la Iglesia-Basílica del Monasterio de San Lorenzo de El escorial. Un prodigio técnico de la estereotomía de la piedra debido al mismo Juan de Herrera

Después de aquella extraordinaria experiencia debida al ingenio de Juan de Herrera me he interesado en el estudio del comportamiento mecánico de las llamadas bóvedas planas; toda una invención.

¡Gracias Maestro!

FranciscoMolinaGómez

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