lunes, 1 de junio de 2015
DE NOCHE, SIN PARADAS
...Que es mi vida torpe bajel,
y es el mundo encrespado mar,
líbrame del naufragio cruel,
que llegue a puerto sin zozobrar...
... y conforme cantaba el estribillo de la canción en uno de los ensayos del coro del orfanato para la fiesta de san José que se hallaba próxima en el inicio de la primavera de mil novecientos sesenta y dos, al igual que la marcha de mi hermano mayor --Antonio-- a Barcelona, apenas podía contener las lágrimas al identificar en la letra mi inminente desamparo, perdido en un mar desconocido, y sin ninguna luz de referencia.
Recuerdo a la salida del ensayo derrumbarme con la espalda contra la fachada del pabellón hasta quedar sentado en el suelo y llorar amargamente con un desconsuelo que nunca había sentido, sin importarme el mundo que me rodeaba, desahogando mi tristeza infinita. Sabía inexorablemente que a partir de aquel momento me quedaba completamente sólo
Miraba con emoción, casi con respeto, el billete de mil pesetas. Era la primera vez que tenía uno entre las manos. Le pasó por encima las yemas de los dedos de una de ellas por ver si desteñía la tinta verde del dibujo. Tenía el brillo de un billete nuevo y no se resistió a palparlo; tampoco a olerlo antes de introducirlo en el mismo sobre de donde lo extrajo, y que le habían enviado desde el lugar cuyo nombre evocó aquel sitio, al noreste del país, a donde habían emigrado los desheredados, que eran buena parte de los chicos mayores que había conocido.
En cuanto recibió la carta inmediatamente identificó en la solapa la caligrafía de su hermano. Los mismos renglones torcidos y la misma letra angulosa desligada en la leyenda de las postales enviadas a las que habían adherido el billete con pegote de chicle mascado, entre ambas. Leyó con sorpresa la invitación en una de ellas, la que relumbraba en el anverso un espectáculo nocturno de agua y luz. Hacía diez años que se habían separado. Aún recordaba el día en que su hermano mayor se despidió en el patio del centro benéfico que acogió a ambos, dónde él aún seguía interno. Solo le dijo que se iba a un sitio muy lejos a buscar trabajo, desde donde en los primeros tiempos escribió algunas cartas que después se espaciaron hasta casi desaparecer.
Ahora en la invitación escrita en el reverso de la postal en la que la fuente monumental lucía colorista con ese brillo fotográfico de las tarjetas postales, no hablaba sólo en su nombre. Lo hacía también en el de su esposa. Le decía que hacía un año se habían casado y que ambos deseaban les visitara en los días de la Navidad que ya estaba próxima. Y a renglón seguido justificaba en los gastos del viaje el envío del dinero. Después leyó la dirección de la vivienda en el remite del sobre, y se preguntó:¿Dónde estará esto?
Sacó de nuevo el billete del sobre y se le iluminó la cara pensando en la cantidad de cosas que, a bote pronto, deseara comprarse con las mil pesetas, quedando ensimismado para, seguidamente, guardarlo definitivamente en el sobre, que después apretaba su mano derecha metida en el bolsillo del pantalón. Quería notar que estaban ahí mientras recorría las calles céntricas de su ciudad. De manera intermitente se paraba a escudriñar a través de los cristales de los escaparates de los numerosos comercios que atravesaba y que ya relucían con los adornos propios de las fiestas que se avecinaban. Lo hacía con la autosuficiencia del que tiene un caudal en el bolsillo, dispuesto a satisfacer los pequeños deseos eternamente aplazados.
Y si fuera así y no contestara a la invitación. ¿Qué cargo de conciencia iba a adquirir sobre alguien que no se había preocupado por él en tanto tiempo? En principio ninguno --pensó--, y parándose en un kiosco de prensa compró unos fascículos de historia del arte que había deseado adquirirlos desde que hacía unas semanas se publicitaban en el expositor; sintiendo enormemente desprenderse del reluciente billete verde.
Luego, conforme seguía transitando las calles ya iluminadas con luces de colores, sintió que anhelaba ver a su hermano. Deseaba saber de esos diez años transcurridos sin apenas noticias. Años seguramente muy difíciles en los que fue saltando de trabajo en trabajo y de ciudad en ciudad, a propósito de los distintos remites de aquellas primeras cartas. Imposible saber cúal sería la siguiente residencia; de ahí la dificultad de poder contactar con su hermano. Él desafortunadamente seguía en el mismo sitio, en la misma dirección que aquél conocía: el centro de beneficencia que les acogió en el sur, donde habían nacido. Se ilusionó queriendo conocer a su mujer, al tiempo que presumía que la pequeña compra no habría mermado la posibilidad de reunirse con su consanguíneo.
Nunca había viajado, y además ¡tan lejos!. ¿Cómo voy a llegar hasta allí?, se preguntaba. Ni siquiera pensó en el recurso del tren; ¡estaba tan desacostumbrado! De repente se acordó que era la misma ciudad de la que, en ocasiones, había oído preguntar por un autobús en la barra del popular bar que, en la entrada a la capital cerca del río, se orillaba con la parada de los tranvías; y fue esta allí. Dentro del local se dirigió a uno de los camareros al que conocía de vista por las innumerables ocasiones en que se había cobijado en su interior a la espera de coger el tranvía que le llevara al internado. Le preguntó si le podía dar razón del autobús que viajaba hasta la ciudad que reseñara la carta, sin que éste al principio levantara la cabeza mientras levaba algunos vasos en el fregadero de la barra. Después le escrutó ambos costados con la preocupación de quién quiere asegurarse que nadie más ha escuchado la pregunta.
Se le quedó mirando unos segundos y le hizo un leve giro de cabeza señalizándole con el gesto un extremo de la barra, el de la atención de los camareros, al que acudieron los dos: ¿Cuántos viajeros son?, le preguntó colocándose unas pequeñas lentes que destacaban brillantes sobre la sonrosada cara, al tiempo que de debajo del mostrador sacaba un talonario de billetes de viaje: Sólo uno, le contestó. Después rellenó el espacio en blanco del papel con el nombre y primer apellido y el importe del viaje: trescientas cincuenta pesetas. Escribió la fecha de salida elegida de entre los días que los autobuses hacían la ruta hasta aquel lugar, al tiempo que le informaba: El viaje es de noche, sin paradas. Le anotó la hora en la que había que acudir, indicándole a través de las cristaleras del establecimiento los aledaños del bar: un largo bulevar donde aparcaría el autocar; advirtiéndole que debiera estar a aquella hora, al tiempo que le entregaba el recibo del billete, previo el abono del importe que el camarero guardó en una caja de debajo, también, del mostrador con la copia de lo escrito.
La oscuridad mostraba sin ambages el intenso frío de la noche en el vaho de las respiraciones de los congregados. En la ancha acera, esparcidos hasta el seto de boj que marcaba el inicio del parque urbano, se observaban con fingida indiferencia y natural curiosidad los futuros pasajeros. Separado del grupo, entre el matorral del jardín, del mismo color de la noche, un soldado apuraba con ansia un cigarrillo. Casi de inmediato la luz de la cerilla que encendió en el siguiente pitillo le iluminó la cara: un rostro joven que mostraba visible hartazgo; el que produce a esa edad la contenida resignación a una infinita reclusión, y de una manera más clara a la obligada abstinencia de todo tipo incluida la de la nicotina por falta de dinero, de la que ahora se resarcía compulsivamente en su turno de permiso. Los granos, como puntos en el destello rojo de las largas caladas, se esparcían por su cara descubriendo su enclaustrado deseo sexual, mostrando visibles las huellas de la incesante actividad de sus hormonas en hervor, las que en el cuartel le habían intentado enfriar con el bromuro en el café de sus desayunos.
Presionó con la pesada bota la colilla que había arrojado a la tierra y se unió al grupo en la espera del autobús. Su llegada no pasó desapercibida en las escrutadoras miradas de los demás. Ahora a la luz de la farola que iluminaba aquella zona de la calle se mostraba con esa imagen reconocida por los otros: eterna estampa de militar de reemplazo, visiblemente marcada por el paño verde oliva de su uniforme anclado en otra época, y que había paseado, a su pesar, durante todo el día por la ciudad, haciendo tiempo desde la tarde en los mismos jardines donde apuró los últimos cigarrillos sentado en un banco semiescondido entre la maleza vegetal, atento al paso de las chicas mozas a las que lanzaba una batería de soeces piropos cuarteleros, acompañados del grosero gesto de tocarse abajo, en la entrepierna.
Esperaba de pie, calentándose ambas manos metidas en los bolsillos del pantalón que se recogía en las recias y largas botas negras que le hacían aún más alto, encogiéndose nerviosamente con los signos incipientes de una suave tiritera. No esperó a que esta fuera a más y se descargó el petate gris-verdoso de lona que portaba al hombro. Primero extrajo la conocida gorra con visera rígida para poder acceder al tres cuartos del color de las otras prendas, el que, una vez puesto, le cubría casi todo el cuerpo. Introdujo de nuevo la gorra en la bolsa militar y se la colgó otra vez al hombro. Apenas abultaba el único contenido: ¡A ver si viene de una puñetera vez ese autobús, que nos vamos a congelar de frío!, protestaba en alto, mirando a lo lejos, hacia los ventanales del bar que traslucían encendidos con esa luz macilenta de las bombillas incandescentes.
En la extrañeza de la solitaria actitud de reclamación, que sonaba tosca en la normalidad de las apocadas conversaciones de los demás, el niño del que sólo se le veían los ojos, se le quedó observando. A ratos la madre solícita le recomponía los pertrechos. Le desabrochaba el abrigo para volvérselo a abrochar; le rehacía la colocación del pasamontañas de lana y le ajustaba sobre la infinidad de ajustes anteriores el gorrito de lana de colores, calándoselo hasta las cejas, y la bufanda. Tenía esa edad en la que la desbordada imaginación hace fascinante las luchas, las batallas y los soldados de los que poseía en plástico una nutrida colección que regalaban con los botes del cacao. ¿Tienes pistola?, le preguntó aflojándose la bufanda y el pasamontañas a la altura de la boca, mostrando en su chavalería mucho desparpajo. El soldado que ya estaba en otra guerra, mirando con cierta lascivia el escote, que desafiaba al frío, de la chica a la que no acompañaba nadie, ni siquiera se apercibió de lo que dijo la madre: ¡Nenito, no molestes!, al tiempo que le recomponía las prendas aflojadas.
La chica sin compañía que ya se había apercibido del interés del soldado por indagar en el inicio de la hendidura que separaba sus generosos pechos a punto de hacer estallar los botones del abrigo de paño rojo entallado al cuerpo, y del que salían, como patas de elefante, unos anchísimos pantalones de campana de verde muy claro que le hacían aún más baja, contestaba con una descarada sonrisa a las concupiscentes miradas del soldado. Él se la devolvió desbordada del deseo, el mismo que en su mente la había desnudado ya con la vista. Se acercó a ella empezando a intimar en la macabra broma sobre el posible contenido de la aparatosa maleta que apoyaba en el suelo junto a ella: ¿No llevarás el cadáver de tu novio? Ella rió fuertemente, aclarando su libre condición: No tengo novio, ¡ni quiero! Declaración que fue suficiente para el inicio del asalto: ¿Cómo una chica tan bonita como tú, no tiene novio?, aquí estoy yo por si te sirvo. Ella se le quedó mirando de reojo con picardía, ninguneándolo: No, no me sirves; no eres mi tipo. El primer asalto era de manual de zafio galanteo.
El acogido de beneficencia muy cerca de los dos escuchaba sin intentar siquiera mirarles. Se sentía agredido en su eterna timidez. Violentamente desubicado en las preliminares del escarceo de la libido, escondía en la oscuridad de la noche la acusada turbación de sus pensamientos . Se sentía como un extraterrestre en el mundo de la carne; la del pecado capital. Su aislamiento del mundo era el resultado del prolongado internamiento carente de afectos. El mismo aislamiento que buscaba en el goce de sus desahogos manuales.
Atento sin dejar de escuchar el pavoneo de aquel gallo de corral vestido de uniforme, que empezaba ya a enseñar el espolón, por si le fuera de aprendizaje, miraba disimuladamente, haciéndose el despistado, hacia el lado contrario; apenas apercibido de las protestas del hombre ya mayor por las continuas atenciones de su mujer, casi de la misma edad, para que luciera impecable, como un príncipe. Ella recién peinada de peluquería mostraba en el ralo del cabello los estragos del tinte claro que durante años habían disfrazado sus canas. De vez en cuando se palpaba con la mano la forzada esponjosidad del pelo, retocándose los rizos donde acababa éste. Había valido la pena la voluntaria tortura aguantando el calor en la cabeza durante un montón de minutos, bajo el aparatoso secador de la peluquería del barrio. Necesitaba excusar en el pequeño sacrificio su aspecto radiante, su momentánea felicidad. Era la justificación para sentirse segura en las miradas de los demás.
Lo había hecho durante toda su vida. Aquello que le transmitieron desde pequeñita. Una vida dedicada por entero a los hijos y al marido de la que aún mostraba su incapacidad de liberarse: a la insistencia de ella por pasarle la mano suavemente por las hombreras del oscuro abrigo para sacudirle algunos cabellos canos desprendidos, él le reconvenía con que le dejara tranquilo, pendiente más del número de bultos que le rodeaban que de la mujer. Ella le sonrió y se arrebujó a la espera del autobús embutida en su abrigo de piel sintética, con la alegría desbordada en la expresión de su cara porque iba al encuentro de su hijo y sus nietos. Al poco rato enfrentaba el lateral, sin ninguna leyenda, del alargado vehículo.
Al fin había llegado. Se abrió la puerta por donde descendió un hombre de mediana edad. Por todo saludo se quejó del frío. Mostraba mucha prisa dirigiéndose hacia el bar que seguía encendido. Después de utilizar los aseos y recoger el listado de pasajeros que le entregó el camarero de la cara sonrosada no esperó ni un segundo a hincarle el primer bocado al bocadillo de atún que le tenían preparado, como de costumbre. Hablaba con el empleado a borbotones, con la boca llena, a la vez que por sus comisuras discurría el aceite de la conserva. Acabado el bocadillo y apurada la caña de cerveza se despidió de rigor: Ahora vendrá el compañero; hoy me ayuda un novato en esto.
Entró en el autobús limpiándose los restos del aceite en manos y boca con un pañuelo que después guardó en el bolsillo del mono-pantalón azul, de donde se sacó el listado, e hizo el recuento de pasajeros que ya ocupaban sus asientos al tiempo que les indicaba la oportunidad de aquel momento para hacer sus necesidades a aquellos que lo precisaran, advirtiéndoles que no pararía durante el camino, salvo para repostar. Alguno bajó aprovechando que también iba hacia el bar el ayudante del conductor. Cuando se reintegró el marido quejoso que había ido al aseo presionado de urgencia en la micción por el ensanchamiento de la próstata se paró en el obstáculo del pasillo. Entre él y su señora se interponía la pierna extendida del soldado que se había despatarrado en el asiento que ocupaba junto al acogido de beneficencia.
A la matadora mirada del marido, el soldado retiró la pierna sin excusarse, devolviéndole el reto en el gesto de asco de su boca, bajo la atención de la mirada de la chica que ocupaba el asiento contiguo de fila, al otro lado del pasillo. La otra pierna extendida arrinconaba al acogido hacia la ventanilla. Por si aquello no fuera lo suficientemente coactivo para su patológica timidez dejándose invadir en su terreno, éste sufría además en la invasión a su reducido espacio las continuas sacudidas del asiento de delante. El niño se revolvía continuamente en el asiento de la ventanilla protestando a la madre para que le desprendiera de los pertrechos que no le dejaban moverse, utilizando como apoyo el sillón que enfrentaba y como palanca sus pequeñas piernas, con el consiguiente enfado de la madre que le reconvenía a cada sacudida, hasta que llegado el autobús casi el límite de la provincia dejó de moverse. Se había dormido empaquetado en la ropa sobre el regazo de la madre. Hacía tanto frío en el interior como afuera.
Para entonces la complicidad de la chica y el soldado contra el marido, se hacía ostensible en las escandalosas risas de ella, mirando hacia atrás con las continuas confidencias del militar, acercando los dos sus cabezas a mitad del pasillo. Lo hacía sin contemplaciones de que aquél pudiera despertar del sueño que le había sorprendido con la cara mirando al techo del vehículo y la boca abierta por donde resoplaba ruidosamente. La mujer dormía también, silenciosa, con el recato de la cabeza agachada hacia delante, mostrando en el plano corto el intenso trabajo de la laca barata. Con esta postura mantenía incólume tan ardua tarea. Quería estar rutilante en el encuentro con la familia.
El soldado se removió en su asiento. En la incomodidad de mantener la misma postura recogió las piernas, se alzó, y para desentumecerlas anduvo el pasillo hacia la cabina del conductor, comprobando que casi todos dormían, hasta encontrar lo que estaba buscando: alguien que le pudiera dar un cigarrillo. Volvió a su asiento con el pitillo encendido prendido en los labios y se sentó al tiempo que lanzaba una bocanada de humo hacia la cara del acogido que le perturbó intentando no mostrarlo. Con el rostro envuelto en el humo de tabaco, que le produjo intermitente parpadeo en los ojos por el picor, continuó, ignorando la provocación, con la mirada sobre la imagen de uno de los fascículos de historia del arte que los había incluido en el equipaje del viaje:El embarque para Citerea, de Watteau, que ocupaba ambas páginas del fascículo, y que visualizaba a la tenue luz de ambiente del interior del autocar intentando leer la leyenda que aludía a la reproducción del cuadro. El soldado se asomó a aquello que le sonaba a estampitas; miró atónito al acogido; hizo un gesto de absoluta extrañeza y se pasó al asiento de la chica empujándola hacia la ventanilla, cuando el autobús empezó a rodar con algunas sacudidas como si cogiera pequeños hoyos en la calzada.
Hemos tomado una carretera secundaria, le decía el soldado a la chica, añadiendo: Por si no lo sabes, te diré que este es un autobús pirata, vamos que no tiene licencia, por eso viajamos dando rodeos, de noche y de un tirón para no ser descubiertos por la guardia civil. Ella dilató sobremanera los ojos y estiró ostensible la boca sin abrirla al escenificar un notorio gesto de extrañeza. Ni pajolera idea de lo que le estaba diciendo: ¿La guardia civil?... ¿qué tiene que ver la guardia civil...? Ni siquiera le dejó terminar la pregunta: ¡Bah!, ¡déjalo! Se lo dijo casi en susurro expeliendo a la cara de la chica la última calada del cigarrillo, pegando su cuerpo al de ella asiéndola con el brazo por la cintura, inmerso en las premuras del fuego que le quemaba por dentro. Era aquel un buen momento para el primer escarceo exploratorio, ahora que casi todos dormían. Apagó el cigarrillo distraídamente en el cenicero del respaldo del asiento delantero ya que sus sentidos estaban en otras brasas que no deseaba apagar; al contrario : avivar. Ella simulaba resistirse sin mucho empeño.
Sin querer descubrir su morbo el acogido miraba de soslayo el pavoneo de la pareja que iba a más conforme el autobús devoraba kilómetros, mientras comparaba ambas escenas: la real en la que el soldado aliviaba el deseo demorándose en los labios de la chica, literalmente ya volcado sobre la boca de ella, y la de la imagen del fascículo. El amor romántico de la composición del pintor francés de las diversas fases de la seducción: El amor tira de la falda de la joven que escucha las palabras del amante; después, la muchacha cede ya sus manos; más tarde caminan, él con decisión, ella todavía indecisa volviendo el rostro hacia el pasado; finalmente se embarcan, alegres, hacia la isla encantada de los placeres: Citerea ; contrastaba años luz con aquel burdo amor exprés. Pese a su sensibilidad hacia el arte, en su adolescente despertar le trastornaba más este último comportamiento casi animal que el platónico de la imagen. Deseaba cambiarse por el soldado y en esos pensamientos se aceleraba su respiración, sintiendo el vigor de su corriente sanguínea por debajo de la ropa, el que fue decayendo en la medida del deslumbramiento en sus ojos de los destellos intermitentes de luz azul. Provenían de dos motos que en el arcén circulaban paralelas al autobús hasta adelantarle. En segundos notó en el cuerpo la frenada del vehículo.
Es la guardia civil, déjame hablar a mí, le dijo el conductor a su novato ayudante, bajándose por su puerta, a la par que algunos pasajeros despertaban en la interrupción del apacible arrullo por el monótono ronroneo de las ruedas sobre el asfalto durante el movimiento del vehículo, sobresaltados: ¡Qué pasa!... ¡qué pasa!, decían levantándose de sus asientos y mirando por las ventanillas. El desconcierto en el brusco despertar, sin capacidad aún de consciencia en la inmediatez del sueño, se extendió entre los pasajeros. Este fue mayor cuando al autocar entró uno de los agentes recomendando tranquilidad: ¡Por favor!, permanezcan sentados, al tiempo que iniciaba el recuento de viajeros.
Al fondo el militar recompuso su desabrochada guerrera, se ajustó el ancho cinturón de cuero negro con la hebilla dorada del arma del cuerpo al que servía, se abrochó los botones superiores de la bragueta, se limpió la boca del carmín de la chica y se sentó en su asiento, al lado del acogido. Mientras el guardia recorría con tranquilidad el pasillo, mirando a uno y otro lado en el cálculo del aforo del vehículo acompañado del conductor ayudante, aún le dio tiempo de, trasteando con la mano en lo profundo de su petate que había rescatado de debajo del asiento delantero, sacar su carnet militar y una arrugada hoja del certificado de su permiso firmada por el capitán de su compañía, que guardó en el bolsillo del pantalón. Suspiró aliviado ya que era propenso a no encontrar los papeles cuando los necesitaba, o simplemente los perdía. Lo que pudo ocurrir cuando en la parada sacó el tres cuartos de la bolsa militar. Miró a la chica, atareada también en recomponer la figura, mientras él se cubría la cabeza con la gorra que extrajo asimismo del petate. Le sonrió de uniforme completo y ella le dijo que estaba muy guapo.
El agente miró al niño que dormía apaciblemente. Lanzó una agradable sonrisa a la madre haciéndole un gesto de que no lo despertara y prosiguió su tarea en el instante en el que el soldado se levantó con las manos extendidas a los lados en posición de firmes para a renglón seguido hacerle el saludo militar. Por los galones había comprobado que el guardia civil tenía el empleo de sargento. Éste le pidió su documentación militar al tiempo que le invitaba a sentarse. La miró detenidamente; le hizo algunas preguntas sobre su destino de armas, a las que el soldado contestó puntual, sin titubeos, y se la devolvió. Escrutó a los últimos pasajeros y dio por finalizado el recuento, saliendo por la puerta de la parte de atrás del vehículo, a la vez que se despedía: ¡Buen viaje! Después fue a reunirse con su compañero, ultimando la tarea con el conductor. Ambos se despidieron con el autobús en marcha desde el arcén haciendo el preceptivo saludo llevando la mano derecha a la cabeza.
Mi primera sanción en el tiempo que llevo conduciendo estos autobuses, ¿no serás gafe?, bromeaba el conductor con su ayudante el que quedó sorprendido de la sanción por la inmovilización temporal del vehículo y de la desmesurada cuantía de la multa que figuraban en el papel de la denuncia que habían firmado, junto con los agentes. Durante los siguientes kilómetros aquel incidente fue el tema de conversación del conductor y su ayudante y de buena parte de los pasajeros ahora ya despabilados. Los que no habían despertado como el marido que seguía resoplando con menos fuerza, acabaron por desperezar su somnolencia en el continuo y escandaloso lloro del niño cuando de improviso abrió los ojos, intentando arrancarse el pasamontañas. Tenía muchas ganas de orinar. Ante la escandalera del crío la madre y algunos pasajeros reconvinieron al conductor para que parara el autobús. La reiterada negativa a éste a detenerse, habilitó entre el pasaje una solución de emergencia: alguien prestó una botella vacía donde el niño pudo evacuar su orina. Después la lanzaron por la ventanilla. No tardó mucho tiempo el acogido en empezar a comprobar las sacudidas del asiento de delante, en el que los movimientos nerviosos de la criatura retaban la recia estructura del sillón, continuamente mirando hacia atrás, sacando la cabeza por encima del respaldo, para luego desaparecer agachándose a continuación. Ahora el niño reía a sus anchas, al haberle liberado la madre de las lanas que le apretaban la cara.
En una de aquellas desapariciones en la que se irguió sobre el asiento se quedó observando, como lo hiciera en la parada, al soldado. Interés del niño que le advirtió al militar la chica, con la que había vuelto en una fusión de verdes: el oliva del uniforme con el manzana del pantalón y de la blusa de la chica asediada en su primer botón que apretaba el inicio del canalillo, por los largos y habilidosos dedos de él. Se le quedaron mirando, como provocándole: ¿Tienes pistola?, le soltó otra vez de golpe y porrazo el niño: Sí, y así de grande, le contestó el soldado, marcando con los dedos índices de ambas manos una generosa medida, y riéndose con sarcasmo: ¡Enséñamela!, le rogó ilusionado el crío: Está guardada y no se puede enseñar... ¡ea!, le dijo sonriendo la chica a fin de cortar la intención sarcástica del lenguaje hacia una criatura: ¡No molestes!, le dijo la madre tirando del niño hasta el asiento. Por las ventanillas se percibía ya una atenuada oscuridad. Empezaba a clarear.
El marido quejoso que desde atrás venía observando lo que le parecía una desvergonzada actitud en el tocamiento de los dos jóvenes, se quejaba a la mujer: ¡Vaya juventud!..., ¡habría que hacer algo!..., ¡y delante de un niño!..., luego dicen que si los ejemplos...; enfadándole más la reacción de ésta: ¡Déjalos, son jóvenes!, acuérdate cuando tú..., no le dejó terminar en el argumento de que lo hacían a escondidas: Éramos más decentes..., ¡esto es una inmoralidad!..., ¡adónde vamos a parar!..., ¡míralos sorbiéndose las babas! En realidad en ese momento, aunque con las caras muy juntas, sólo hablaban entre ellos en tono bajo. Ella le contaba el motivo de su marcha hasta aquella tierra de promisión. Iba a reunirse con una amiga que le había encontrado un empleo de operaria en una empresa textil. Él se cagaba en los muertos de quién le hubiera mandado a hacer la mili al sur, tan lejos de su casa, a la que ahora volvía por Navidad.
Las primeras luces del día esbozaban un paisaje algo lechoso, empañado de una neblina clara que presagiaba un día frío pero soleado. La helada noche había dejado su huella de espumilla blanca sobre los hierbajos resecos cerca del arcén. En la medida en que la tenue luz empezaba a mostrar ya algunos detalles en el terreno, el acogido, después de acomodar por infinita vez la forzada postura a la que le obligaba el asiento, sin moverse, fijó la vista en el paisaje a través de la ventanilla. Había sido aquella una noche densa, extraña, con sorpresa, vencido por el sueño sólo a ratos, y en duermevela otros atento mirando de reojo el asiento contiguo al otro lado del pasillo, pendiente de lo que acontecía, o visionando a la tenue luz del autocar imágenes de los cuadros que se publicaban en los fascículos de arte que ojeaba, deteniéndose con atención en los desnudos: El baño turco, de Ingres...
Ahora, conforme se acercaba a su destino pensando en su hermano, recobraba los tics que marcaban el día a día de su existencia; los miedos que siempre le surgían en su eterna timidez ante cualquier situación nueva, sobre todo aquella que le había llevado muy lejos de su normalidad, de su cotidianidad, a la que, aún siendo difícil y penosa, se había acostumbrado. Situarse en los entornos desconocidos le producía desasosiego. Si además no le esperaba nadie, todavía más. No entendía aquella situación de desasistimiento en su llegada por parte de su hermano, aunque no lo juzgaba. La comunicación instantánea era casi imposible por las circunstancias y carencias de sus vidas: ninguno de los dos tenía acceso a un teléfono. De los telegramas sólo habían oído hablar. El único medio con el que se había comunicado esporádicamente con su hermano mayor era mediante carta, la que no dio tiempo a enviarle en la inmediatez del viaje. Se presentaría en su casa sin haberle avisado.
El páramo dio paso al paisaje colonizado, empezando a aparecer las primeras edificaciones: naves industriales agrupadas en su uniformidad de materiales y colores. Las chimeneas de tubo metálico expelían densas humaredas de color blanco, expandiéndose por el aire. Al interior del vehículo, por las rendijas, se colaba un extraño y fuerte olor que les acompañó el resto del viaje. Inmediatamente después empezaron a surgir del terreno los bloques de viviendas --todos iguales en su prefabricación-- de los primeros barrios dormitorio que les recibían con profusión de banderolas: las ropas tendidas de ventana a ventana. Estaban llegando a la ciudad en la medida que crecía la desazón del acogido.
De improviso alguien nombró la localidad a donde él iba. La mencionó la madre del niño, aludiendo a ella como su destino, varias veces en su conversación con los pasajeros de delante aprovechando que el niño se entretenía alentando sobre el cristal de la ventanilla, haciendo después, con el dedo sobre el vaho, dibujos en garabatos. Empezó la lucha en la cabeza del acogido conforme en las ventanillas se retrataban los señoriales edificios que perfilaban la gran avenida, y que revelaban la importancia de aquella urbe. Fue al rodear el monumento de la enorme plaza urbana abierta cuando reconoció, desposeyendo en la luz del día su parafernalia de luces de colores, la fuente de la postal. Instantes después el autobús se detenía cerca de la plaza de toros que, raramente, aparecía constreñida entre edificios. Conforme descendían los pasajeros se fueron arremolinando en la puerta del bar que ocupaba los bajos de uno de ellos, enfrente de la curvada fachada que mostraba, aún destacando en el entorno la laboriosa filigrana en clave neomudéjar del ladrillo, cierta pátina de abandono. En su coso ya no se celebraban corridas de toros.
Dentro del bar el conductor hablaba por teléfono al tiempo que ojeaba los papeles de la carpetilla abierta encima del mostrador. Desde su posición podía observar a través de las cristaleras del establecimiento como su ayudante novato recogía los equipajes de la bodega del autobús, entregándoselos a los pasajeros. Se sorprendió de la cantidad de bultos que le reclamaba el marido quejoso. Salió, le dijo algo a su compañero y se dispuso a ayudarle. Todos se encontraron muy próximos en unos pocos metros de la acera.
El acogido se turbó de repente. No se había atrevido a decirle nada a la madre en el autobús. Tampoco cuando descendieron de este: ¡Ahora o nunca!, se dijo sin que se le fuera el rojo de la cara. A su lado el marido rodeado de equipaje la emprendía a reproches contra el hijo por no haberse presentado a recogerlos todavía, aunque la destinataria de los improperios era la mujer, que le calmaba sin perder la compostura: ¡Ya verás como viene en un momento! Algunos habían empezado ya a marchar. El solado y la chica, ahora visionados de espaldas por el acogido, se dirigían al inicio de la calle por donde había entrado el autobús. Les observó caminar juntos hacia algún destino que sólo sabían ellos: él con el petate al hombro para liberar ambas manos, una asía la maleta y la otra la cintura de la chica. Desde atrás contemplando la imagen de ambos marchando se podía apreciar la doble desproporción: la de las alturas, que le obligaba a él a bajar bastante el hombro del brazo que rodeaba el cuerpo de la chica, apretándola al suyo propio, y la más clara de las intenciones, sobre todo de él: el amor del soldado iba a durar el tiempo que tardara en acostarse con ella.
Visiblemente acalorado se acercó a la madre que se había entretenido en forrar otra vez al niño con los ropajes del viaje, a lo que éste se resistía: Sabría usted indicarme como llegar a esta dirección, le dijo suplicante mostrándole el remite de la carta. Al leer el nombre de la localidad escrita en el papel la madre no pudo reprimir un gesto de espontánea sorpresa y de agrado a la vez: Yo también voy allí..., no está muy lejos de aquí..., si quiere acompañarme, voy a coger un taxi. Se lo dijo convencida, queriendo ayudarle al percibir la atribulada expresión de desorientación en la cara del acogido, la que comenzaba lentamente a adquirir su color natural. Durante el viaje en el taxi permaneció como clavado en el asiento de delante, sin proferir ninguna palabra o interjección que delatara su presencia en el coche. Atrás oía revolverse al niño y las amables regañinas de la madre que a cada momento intentaba calmar su impaciencia: ¡Mira nenito, ya estamos muy cerca! Pasado un buen rato al enfilar el inicio de una calle en suave pendiente, especie de antigua rambla ahora urbanizada, la madre le pidió al taxista que les dejara allí. El acogido bajó el primero del taxi y esperó a que lo hicieran la madre y el niño. Después cuando marchó el coche intentó abonarle alguna cantidad a la madre, que ésta rechazó en la satisfacción de poder ayudar a alguien que parecía tan desvalido al que aún asistió en un último momento: La calle de la carta me suena, debe de estar por aquí cerca. Al despedirse el acogido dándole las gracias se apercibió de lo joven que era.
Intuyó que la dirección buscada estaba calle abajo y se precipitó con su bolsa de viaje por su pendiente hasta llegar a una zona ajardinada en el centro del ancho bulevar que partía en dos el tráfico de vehículos. Sentados en un banco dos hombres mayores intentaban captar algo de calor que irradiaba el sol, muy oblicuo en aquellas horas de la mañana. Esta vez no le costó esfuerzo preguntarles por la dirección de la carta: Ha tenido suerte, esta es la calle que busca..., ve usted al fondo el puente del tren..., pues pasándolo está este número..., verá que al lado del portal hay una barbería.
El ruido del trepidar del tren sobre las vías cuando pasó por debajo del puente atenuó el de su propio corazón golpeándole atropelladamente en el pecho, pensando en el inminente encuentro después de diez años de silencios.
FranciscoMolinaGómez
(Relato del viaje hacia un esperanzado encuentro --en el que las ilusionantes expectativas superaban con creces la realidad de lo que después fue--, presentado al XV Certamen de Narrativa Corta "Villa de Torrecampo")
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Nunca me canso de leerte y releerte, aunque no te haga comentarios. La mayoría de las veces no me atrevo a decirte nada porque me faltan palabras para expresar lo que tus escritos producen en mi alma. No dejes de escribir, por favor,
ResponderEliminarTE QUIERO,