martes, 1 de septiembre de 2015

Y SE ARMÓ LA TANGANA











La instantánea fotográfica que ahora observo minuciosamente no es de muy buena calidad. El contraste de matices en las caras del grupo de once --equipo de fútbol del orfanato--, algo borrosas, no impide apreciar en los gestos el estado anímico de ilusionado nerviosismo, que derivaría en alborozada alegría de los que, al finalizar el encuentro deportivo contra un equipo de fuera, serían escogidos para jugar al fútbol en la liga juvenil de Granada.
En formación convencional previa a un partido de fútbol, tal cual se mostraban entonces los equipos profesionales, así posamos aquel día para la foto en el campo de fútbol del pabellón de mayores, compitiendo entre nosotros a fin de ser elegidos, y rivalizando desde el minuto cero.
Instantes después, ante la atenta mirada del ojeador del equipo de fútbol del Arenas de Armilla, Rafael Machado --Falico--, celador de noche del orfanato y antigua gloria del primer equipo de los años cincuenta, intentábamos mostrar a aquel descubridor de talentos futbolísticos, nuestras cualidades balompedísticas en un partido sin más trascendencia que la de desplegar ante tan ilustre emisario, nuestro más vistoso virtuosismo con el balón.
Conforme se desarrollaba el encuentro, y de reojo, observábamos cómo Falico se movía en la banda del campo visualizando las jugadas más interesantes; posiblemente analizando nuestras cualidades técnicas y nuestros fallos, los que iba anotando en secreta libretita, descartando jugadores hasta quedar sólo tres nombres --en realidad tres números pues nos identificaba por el guarismo que portábamos a la espalda-- a los que desde aquel día se les ofertaba la gloria futbolística que tantas veces habíamos soñado --de las categorías juveniles se podía pasar al filial y de éste al primer equipo de la ciudad--, y entre los que me encontraba yo (tercero desde la izquierda, agachado), compartiendo aquella nueva aventura con otros dos internos: Paquito Espinosa (primero desde la izquierda, agachado), y Valenzuela mayor (tercero desde la izquierda, de pie). El trío quedó reducido a dúo, al no haber alcanzado por aquellas fechas Paquito Espinosa la edad reglamentaria de los dieciséis años para participar en competiciones juveniles oficiales















Al final del verano del sesenta y ocho, Valenzuela mayor y yo nos incorporamos al equipo juvenil del mítico Arenas de Armilla. Nos agregamos con el campeonato ya iniciado y con los primeros traspiés consolidados. En nuestra ausencia --apurando los últimos días de veraneo en la colonia marítima de Almuñécar-- nuestros compañeros de equipo habían perdido los partidos iniciales.

La alegría del principio de la nueva situación --jugar en un equipo federado--, dio paso a la perplejidad cuando, en nuestro primer encuentro con el equipo del Gabia, se nos mostró la cruda realidad: la pobreza de infraestructura y de intendencia del equipo: no teníamos campo propio y por tanto no percibimos durante el campeonato el arraigo de territorio, ni el calor de la hinchada local --era complicado seguirnos en nuestro peregrinaje por aquellos campos perdidos de la mano de dios--. Los partidos de casa los jugábamos de prestado en el campo de fútbol del Churriana: equipo local de Churriana de la Vega, localidad próxima a Armilla.

Si en algún momento soñamos con una equipación deportiva, acorde con el nuevo fichaje; esa ilusión se desvaneció en la primera convocatoria: no teníamos utillero. Para colmo de despropósitos ni Valenzuela ni yo conocíamos a nuestro entrenador, el que nos fue presentado en aquel punto de encuentro --previo al partido-- que remansaba un arroyo bordeado de chopos y álamos, cerca del campo de fútbol del equipo del Gabia. Los demás componentes del equipo --a los que también conocimos en aquel momento-- traían ya de casa en sus bolsas de deportes la camiseta rojiblanca a rayas verticales y el pantalón negro y los escarpines rojiblancos que les había proporcionado el club. Las botas eran por cuenta de cada uno. Por supuesto aquel lujo no estaba al alcance de ninguno de nosotros dos.

Otra vez y como no podía ser de otra manera, como constante en mi vida, la eterna escasez de medios hacía acto de presencia. En la inicial alegre camaradería de aquel grupo que empezamos a forjar un extraño equipo de fútbol contrastaban las risas de las primeras bromas con la seriedad del míster, la que seguramente había heredado de su padre Falico. Lo mismo que aquella otra actitud fría y poco amistosa de no llamarnos por el nombre, sino por el número de camiseta asignado: Tú jugarás de interior derecha. Serás el número ocho..., y desde el primer día me bautizó con aquel número... ocho por aquí... ocho por allá. Ahora resultaba que me llamaba ocho. Yo en contrapartida, y ya desde el principio, renuncié también a llamarle por su nombre: ¡Eh!, entrenador, no tengo botas, le reclamé en aquel mi primer partido: Pues que alguien te las deje, ¡venga! que ya vamos a salir al terreno de juego. Y salí con unas zapatillas de deporte prestadas, lo que no mermó mis ganas de competir y... ¡¡ganamos!!...; y aún hoy conservo aquella actitud, aquel talante positivo: una exacerbada resistencia a la adversidad en la superación hacia el triunfo.

El éxito frente al conjunto del Gabia fue la primera efusión de alegría desbordada del equipo, abrazándonos y felicitándonos en el modesto vestuario, confabulándonos ya en el siguiente triunfo. Desde aquel momento hasta que acabó la liga forjamos un palmarés redondo: de domingo a domingo, y partido tras partido, fuimos encadenando una victoria tras otra --ni siquiera nos valía el empate--. Ganamos todos los encuentros. Valenzuela mayor consolidó su posición de defensa derecho, siendo una baluarte inexpugnable en la zaga, formando pareja-muralla con Antoñito Machado --al único que el entrenador llamaba por su nombre al ser su primo--. Yo también obtuve el beneplácito del míster en las posiciones de ataque, consolidando una delantera cuya fama goleadora trascendió los cercanos ámbitos locales hasta propagarse a los pueblos más remotos a cuyos equipos nos teníamos que enfrentar. El nuevo once titular, ahora completado, se intitulaba invencible. Empezaba la leyenda.

Lo que desconocían nuestros adversarios es que aquella leyenda de temible conjunto se cimentaba, ciertamente, en la nada; en el vacío; en una conjunción de equipo más imaginaria que real. Durante los días de la semana cada uno nos dedicábamos a nuestras actividades cotidianas --estudio o trabajo--, sin posibilidad de vernos --ni siquiera la tarde-noche-- al final de cada jornada diaria, al no poder convocarnos el míster para los lógicos entrenamientos por la obviedad de carecer de cancha propia, ni de ajena que ocupar. Aquello impedía --en ausencia del necesario juego del balón-- lo que más ansiábamos: la diversión como razón fundamental de la reunión de aquel grupo de chicos jóvenes, y por ende, la posibilidad de creación de jugadas; la sutileza en el afinamiento de los pases; la imprescindible complicidad en los gestos; el deseado conocimiento personal de cada uno, con el consiguiente trato particular...; el principio de la amistad..., todo aquello que nos hubiera favorecido en la intención de ir formando una unidad reconocible en el terreno de juego y fuera de él. Pero tal adversas circunstancias, por extraño que parezca, no constituyó ningún hándicap para el equipo.

Era asombrosa la complicidad en el juego que derrochábamos en los partidos del domingo: ¡cómo si nos conociéramos de toda la vida!...; ¿quizás intuición en los lances del esférico con una clara visión de las jugadas del compañero que hacía innecesarios los entrenamientos?...; no sé...; lo cierto es que aquello funcionaba, pese a los imponderables, sin que supiéramos a ciencia cierta por qué. Bueno había una explicación a medias. La verdad es que la concatenación de triunfos se podía esclarecer, en parte, en las extraordinarias jugadas con resultado de gol de nuestro fichaje-estrella. Aquella arma secreta tenía nombre de pueblo: Purchil, un delantero centro al que sus características físicas --alto y fuerte-- no le iban a la zaga de sus cualidades técnicas y de oportunidad: estar en el lugar y el momento oportuno ganando la acción a los defensas, materializando los pases en goles; toda una maravilla.

La ficha de federado sólo nos daba derecho al pago de los viajes y alguna que otra invitación en el bar Calleja para la celebración de los triunfos. Aquel capítulo de gasto corriente se lo imputaba el club. Nosotros poníamos el resto, que era prácticamente casi todo: la desbordada ilusión, el derroche de energía, las ganas de jugar, la obstinación en ganar...; en definitiva todo a pesar de la nula remuneración y de dejarnos materialmente la piel en aquellos improvisados terrenos de juego, de los que algunos eran auténticos pedregales.

En estos tiempos se ha perdido algo de aquel espíritu de divertimento identificado con un fútbol que a falta de medios nació en las placetas, las calles y los patios, después en los solares urbanos abandonados y en los descampados para, al final, mostrarlo en los campos de categorías inferiores, arropados por un público de casa, familiar, entusiasta, fiel, exaltado a veces...; no en vano los que jugaban eran hijos, familiares o conocidos de toda la vida de las gentes de los pueblos, a los que jaleaban hasta derivar en ocasiones en la sinrazón, en lo visceral, en la irracionalidad de que lo propio siempre posee la razón; entonces se desbordaba la pasión degenerando en conflicto violento, como el que viví aquel día:

Enfrente de la estación de tranvías de Armilla, el bar Calleja --nuestro cuartel general-- nos iba acogiendo aquella mañana fría de domingo con ese ambiente característico de bar de pueblo, lleno de parroquianos --nuestra más fiel hinchada-- que nos felicitaban efusivamente por los últimos resultados, animándonos: ¡Viva el Arenas juvenil!...: ¡Somos los mejores!...: Hoy seguro que le ganamos a los del Alhendín en su casa...: ¡A por ellos!..., con palmaditas en el hombro, que agradecíamos, mientras apuraban los primeros quintos y tercios de cerveza Alhambra, apoyados en la alargada barra del bar que presidía un frente de pared de color ocre por el continuo depósito en su revoco del persistente humo de la fritura. Color que también aparecía como lustre permanente en los enseres a los que además había impregnado de su olor... ¿el olor?..., cómo olvidar ese olor indefinible mezcla de tabaco, alcohol, fritanga y humanidad. El pesado tufo se diluía en el ruido: un permanente rumor de conversaciones solapadas en decibelios crecientes y que impedía una conversación en tono normal. Al griterío de las conversaciones se unía la estridencia del sonido de la música de los discos de una sinfonola a la que asaltaban sin descanso los modern-rural --los mismos que un par de años después insistían con la misma canción: ¡Oh!, ¡oh!, ¡oh! Cándida, no malgastes tus besos...--. Ese era el ambiente del domingo de partido a la mañana en el bar Calleja con el aforo completo; el que recuerdo en la concentración previa a los partidos.

El entrenador ocupaba siempre una de las mesas en un lateral del recinto. En cuanto nos avistaba, conforme íbamos llegando, nos daba las últimas instrucciones: ¡Eh vosotros! --Diego, interior izquierda y yo nos aproximamos hasta su mesa para oír las recomendaciones--- quiero que al igual que el último partido os apliquéis en bombear balones al área para que el nueve pueda rematarlos a gol..., a todo esto... ¿dónde está el nueve?, nos preguntaba: Creo que en la barra, desde mi posición le veía en animada charla: Decidle que nada de alcohol antes del partido y que venga a verme.

¡Inaudito!, también nuestro fichaje estrella era sólo un número para el míster. Aquello tenía sólo dos explicaciones: era un perfecto estúpido o aquella actitud de rechazo a cualquier signo de familiaridad hacia sus jugadores era una estrategia en la difícil misión de un entrenador que siempre debe mantener la imparcialidad. Antes que pudiera llegar hasta Purchil, alguien desde la puerta avisó, gritando cierta bulla: ¡El tranvía ya está aquí!... ¡vamos que se va! El viaje era de corto trayecto pues se trataba del pueblo vecino en dirección a la costa.

El tranvía de color azul paró --con característico sonido agudo de chirriar de ruedas metálicas sobre los raíles-- frente a la caseta-estación de Alhendín. Todas estas construcciones respondían a un mismo patrón: pequeño habitáculo cuadrangular rematado por cubierta a dos aguas. En uno de los lados, el del interior, ésta se prolongaba con menor pendiente hacia las vías, formando un ligero porche. El corto viaje apenas nos permitió cambiar impresiones sobre el rival que nos esperaba y las facultades de que disponíamos para vencerle. Un tibio sol de invierno penetraba por las ventanillas del vehículo eléctrico, tras las cuales escudriñé el entorno intentando descubrir alguna pista que me indicara el campo de fútbol. Ni el mínimo indicio sobre algún descampado con tapias en las inmediaciones del pueblo.

Para mi sorpresa y la de mis compañeros de equipo, lo que buscábamos se hallaba en sentido contrario al de la civilización. Por indicación del entrenador, que conocía bien el camino, atravesamos las vías internándonos en los campos de labranza y de cultivos de frutales. El claro de un olivar --al que se le había arrancado una parte importante de sus ejemplares de olivo-- toscamente allanado era incomprensiblemente la cancha ansiada. Sobre la tierra oscura y de forma burda aparecía dibujado a la cal algo parecido a un campo de fútbol, al que sólo identificamos por la presencia de ambas porterías: ¡Jóder!, qué campo, exclamó alguien del equipo...: ¿Pero donde se suponen que están los vestuarios?, preguntó confuso otro.

¿Y los límites físicos del terreno de juego?... ¡¡era el propio olivar!!, y el improvisado vestuario un hermoso olivo de grueso y retorcido tronco alrededor del cual nos congregamos a la espera de que arribaran los integrantes del equipo del Alhendín. Ciertamente habíamos madrugado, pero, aún así, no éramos los primeros ocupantes de aquel rústico espacio: ¿Os habéis dado cuenta de aquel menda?, advirtió Antoñito Machado sobre el único espectador que ya se había acomodado.

Con la sorpresa inicial no habíamos reparado hasta ese momento en el espécimen humano. El aborigen que lucía en serrano cuerpo toda la parafernalia de las prendas rurales de día de domingo: camisa clara sin cuello que cubría con traje de pana marrón oscuro y chaleco del mismo color, rematado por un sombrero de paja --estilo castroja--, se había aposentado sobre enorme piedra en primera línea de banda. En el suelo junto a él se podía observar un aparatoso cayado de madera dura con mango en curva. En aquel preciso momento que le descubrimos mostraba cierta destreza con el acero: ¡Menuda navaja tiene ése!, yo no me acerco a esa banda, dijo uno de los extremos del equipo del que recuerdo la cara pero no el nombre.

Solazándose al tibio sol e ignorándonos olímpicamente, aquel sujeto se afanaba, con gran aprovechamiento, en hacer desaparecer en su estómago media hogaza de pan casero con su correspondiente generoso trozo de buen tocino, los que cortaba a rebanadas con la enorme alfaca, y todo ello aderezado por el vino de una bota que prendía en bandolera y el que, de tiempo en tiempo, lo embuchaba con buen tino, coincidiendo con un bufido ininteligible: ¡¡¡Iiiiiáááááhhh!!! La escena no dejaba de inquietarnos.

Aquello fue premonitorio del ambiente hostil con el que nos recibieron, ya en el terreno del juego, la hinchada local que, circunvalando el borde del olivar, fueron ocupando la línea continua del campo; tan cerca que la invadían conforme llegaban. Hinchada que bramó toda entera a la vez, como el rugido de un animal salvaje, cuando su equipo salió al campo.

Se apreciaba en el aire cierta actitud amenazante ya de inicio, así que por deseo expreso del árbitro el partido no dio comienzo hasta que no hicieron acto de presencia los dos números de la Benemérita. Algo se cocía en el ambiente de que aquel colegiado no era grato en ese campo; y lo contrario: que aquellos parroquianos no eran gratos al árbitro. Se le notaba muy nervioso abrochándose un grueso y extraño cinturón.

Pero no fue solo la actitud previolenta de los espectadores invadiendo continuamente la línea del terreno de juego y molestando a los compañeros del equipo que jugaban por las bandas --sobre todo el del cayado que aprovechaba la confusión para utilizarlo como gancho entre las piernas de nuestros jugadores, y así derribarlos--, sino un gol tempranero que le endosamos al equipo del Alhendín al poco de iniciar el encuentro, el que nos puso sobreaviso de la tormenta que se avecinaba, que ya se cernía sobre los familiares más cercanos del colegiado: ¡Árbitro hijo puta!, no ha sido gol, ha sido fuera de juego...: ¡Árbitro!, me cago en todos tus muertos...

Los ánimos acabaron de caldearse cuando, ya en el segundo tiempo de juego, con un tiro raso marqué el segundo gol que entró entre el poste de la portería y laq pierna extendida del portero del Alhendín que no pudo evitar que el balón se colara hasta el fondo de la red. La misma impotencia de la pareja de guardias civiles que no pudieron evitar la repentina avalancha de espectadores --espoleados por las perversas consignas del menda del cayado--, que invadieron el terreno de juego con una sola intención: derribar y apalear al árbitro, el que habiendo validado el tanto, señalaba en ese momento con la mano el centro del campo.

No le dio tiempo a desabrocharse el ancho cinturón con grapado de monedas metálicas a modo de defensa --ahora comprendía aquella extraña prenda-- que ceñía a la cintura, pues toda la marabunta se le echó literalmente encima, organizándose una tangana de empujones, puñetazos, golpes, caídas al suelo... un cayado que subía y bajaba... dos tricornios al aire... la camiseta y los calzones negros exhibidos como trofeos... el cinturón de las monedas enarbolado en alto... el colegiado escapando semidesnudo...; todo ello en una espiral de graves insultos hacia su persona; y el que finalmente pudo ser conducido a un lugar seguro por los guardias civiles.

Nosotros a fin de no ser expoliados por aquella afición-cafre, y con el partido ganado, recogimos a toda prisa nuestras ropas amontonadas al pie del tronco del viejo olivo y nos escabullimos con lo puesto corriendo sin parar --y sin mirar hacia atrás-- entre los olivares hasta llegar a la estación de tranvías donde rápidamente nos cambiamos la vestimenta antes de tomar el tranvía para Armilla sin poder olvidar lo ocurrido: ¡¡Jóder!!, la que ha montado el tío del cayado...: Le ha atizado de lo lindo... Luego mostramos nuestra efusividad, ya relajados, dentro del vehículo: ¡¡¡Hemos ganado otro partido!!!

En el bar Calleja nos esperaba nuestra hinchada para celebrarlo. Bueno no sólo el resultado sino que hubiésemos retornado sanos y salvos pues ya sabían lo ocurrido: ¡¡¡Campeones!!!, ¡¡¡campeones!!!...



FranciscoMolinaGómez
(Compartí con aquellos compañeros de equipo un campeonato cuyo título se nos quedó a un sólo punto --¡qué pena!-- pese a la brillantez que mostramos; además de amistad y juego, recorriendo la geografía rural de mi ciudad en los días de domingo, hasta entonces, más ilusionantes de mi vida: la alegría del siguiente superaba con creces la del anterior, aunque a veces sufriéramos acontecimientos tan deplorables, que eran la excepción. Lo usual era la deportividad en la confrontación del juego. Nombres y caras que ya se han desdibujado en la memoria, pero que continúan siendo una emoción que siempre irá conmigo)

















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