jueves, 1 de diciembre de 2016
miércoles, 2 de noviembre de 2016
DE LA MILI (I): LA LLEGADA
En la tibia mañana del otoño de mil novecientos setenta y cuatro --domingo--, deambulaba por la zona de Legazpi en Madrid, sin más intención que la de ir descubriendo esta metrópolis a la que había llegado un mes antes, justo cuando se estremeció con el último atentado terrorista en la calle Correo --explosión que oí al hallarme muy cerca del lugar--, y que empezaba a mostrar, en el latir normal de sus habitantes, cierta preocupación por el incierto futuro de un Régimen que apuntaba el declive y una crisis económica que empezaba a minar los años del desarrollismo; imaginando que de golpe y porrazo me iba a topar con Agustín, un antiguo compañero de orfanato que andaba por allí; y aunque aquel suceso suponía una probabilidad remotísima seguía persistiendo en mi premonición, observando con atención la gente transeúnte, cuando en la acera de enfrente me pareció descubrirle, al principio dudando: Parece Agustín; y después, confirmando el reconocimiento crucé rápidamente la calle a fin de no perderle de vista. Efectivamente era él. Nos saludamos efusivamente, y yo le referí sorprendido hecho tan casual.
Irremediablemente estábamos destinados a encontrarnos cíclicamente cada cierto tiempo. Para no dejar al azar los próximos encuentros le di la dirección de la pensión donde me hospedaba, a donde tres meses después acudió a despedirse para incorporarse al servicio militar.
Bajamos a la calle e inmediatamente el intenso frío de enero nos invadió hasta adherirse en los abrigos y pertrechos que nos protegían de los rigores de la noche, durante el trayecto hasta alcanzar el suburbano en la glorieta de Bilbao, en uno de cuyos frentes ocupado por el café Comercial --de gran solera hasta hace poco tiempo en Madrid-- aún nos permitimos el lujo de hacer una parada para tomar un delicioso torrefacto, sentados amigablemente en uno de los antiguos veladores de mármol, servidos por añejos camareros de pajarita negra y delantal blanco; a pesar de horas tan intempestivas, donde en la conversación, entre otras cosas, me refirió su destino: Me ha tocado el campamento de Campo Soto; mañana marchó para allá.
Se nos hacía muy tarde y le acompañé hasta el Metropolitano en cuya boca del túnel le despedí: ¡Suerte en la mili!
El denso vaho de vapor blanco se mantuvo en cada respiración de mi aliento de vuelta a la pensión. La segunda mitad de la década de los setenta se había iniciado con un duro invierno y yo estaba sólo, desubicado, perdido en una inmensa ciudad a la que apenas había comenzado a conocer, pero que ya me fascinaba.
Poco tiempo después emprendí el mismo viaje, con el mismo destino, acordándome de él.
Seis meses más tarde del encuentro, otra sensación de desubicación: la de una nueva etapa, en una ciudad conocida y con fondo de un estupendo día de principios de verano, me embargaba recorriendo en irreconocible pelotón, todavía vestidos de paisano pero ya regidos por las ordenanzas militares, de las que algunos artículos --los que nos afectaban directamente-- nos había leído en el patio del Ayuntamiento de Granada, y en alta voz, un joven teniente del ejército de tierra, que de riguroso uniforme, con todos sus aditamentos de guerra, comandaba ahora el conato de formación: jóvenes de la capital y de los pueblos de la provincia de distinta formación y procedencia social apurando los últimos momentos en semilibertad, contándonos --sin haber sido presentados-- chascarrillos que habíamos oído sobre la mili; oteando entre la heterogénea masa humana por si reconocíamos alguna cara conocida, deseando que así fuera; escondiendo en las bromas improvisadas los primeros miedos de la nueva situación: la incertidumbre del futuro más inmediato que se nos reflejaba en la cara, y que nos descubrían con sus irónicas sonrisas algunos transeúntes con los que nos cruzamos, petates al hombro, en el itinerario por el centro urbano desde la plaza del Carmen hasta la estación de trenes de Renfe en la avenida de Calvo Sotelo (hoy de la Constitución).
Después de una larga espera llegó nuestro tren del que bajaron varios policías militares. Fuimos ocupando los vagones que se habían habilitado al efecto para nuestro traslado hasta el Centro de Instrucción de reclutas número Dieciséis en Campo Soto --nuestros destinos se cruzaban de nuevo, querido Agustín--, previo listado de los nombres con los que aún nos reconocíamos; antes de ser un número, perteneciente a una compañía, encuadrada en un batallón; a cuya llamada del mando militar respondíamos torpemente, intentando vanamente que se oyera grave el ¡¡presente!!, y saliendo de la formación para incorporarnos a los vagones que eran diferentes del resto del convoy: aparatosos armatostes metálicos de un gris verdoso oscuro.
A partir de entonces todos nuestros actos estuvieron presididos por la misma formalidad, el siempre repetido e insoportable rito de alinearse con los demás antes de comenzar cualquier actividad durante los dieciséis meses que duró el servicio militar; sentimientos que algunos estaban próximos a experimentar por primera vez. Otros nos habíamos doctorado en esta materia en los internados --¡¡¡A cubrirse... firmes!!!--, en donde ya desde muy pequeños nos impusieron cierta disciplina parecida; ¿verdad amigo Agustín?
La prueba del nueve de que habíamos perdido nuestra condición de civil; de negársenos la suerte de ser tratados como ciudadanos normales, a los que se les suponían unos derechos cuando viajaban, era evidente con la constatación de que los vehículos tenían más aforo que el permitido. Saturación de materia humana que ocupábamos --la mitad de pie y la otra mitad sentados-- aquellos vagones de tercera. Era una señal más de la dureza de la vida que nos esperaba; aún cuando, no queriendo ser consciente de ello, persistíamos en nuestras ruidosas conversaciones y exageradas risas en los corrillos de los chistosos; momentos álgidos de decibelios que intentaba apaciguar el teniente --se había quedado en el mismo vagón en el que viajaba yo-- que mostraba una jerarquizada distancia hacia nosotros sin querer empatizar con la futura tropa; revelando, en sus gestos de hartazgo, cierta ansiedad por acabar sin novedad, y cuanto antes, su misión de trasladar sana y salva aquella masa humana de la que era responsable hasta el final marcado en su ruta.
Pero aquel día fue muy largo pues transcurrió lento, lentísimo como la marcha del tren, que discurría por la línea férrea del interior de la región, dejando atrás las primeras estaciones de Loja y Antequera, en una mañana aún soportable pero que ya apuntaba un día caluroso, con destino hacia tierras sevillanas --aún lejanas-- en donde desviaríamos hasta San Fernando en Cádiz. Desde el asiento que en suerte me había correspondido --ajeno al ruidoso ambiente-- con el fondo del paisaje de la sierra antequerana, me complacía en reconfortantes pensamientos: el haber llegado a aquel crítico momento con los deberes hechos --a muchos les supuso una brusca ruptura, dejando temporalmente en el tintero objetivos de vida--: tenía un trabajo que retomaría a mi vuelta de la mili, y una novia que me estaba esperando en Salobreña (localidad de la costa granadina) en el todavía lejano permiso de la jura de bandera.
Absorto durante horas en aquel estado de ensoñación de venturado futuro, como si el niño y el adolescente --más bien prematuro adulto-- que llevaba dentro despertaran aliviados de una pesadilla; alegrándose ambos de que el pasado hubiera sido un mal sueño que se diluía en el vasto espacio del campo abierto, sin ser consciente del paso de las horas, ni del abrupto cambio del paisaje, pues seguí abandonándome al monótono traqueteo de las ruedas metálicas sobre las vías; perdida la mirada, ahora, en el desolador horizonte que se prodigaba de reseca retama en la que había mutado el verde panorama de las últimas estribaciones de la sierra malagueña.
El agudo chirriar del frenado de las ruedas, me hizo volver a la realidad menos halagüeña. El tren se había detenido. A los vaivenes acompañados de ruidos metálicos --como de golpes en el desenganche del vagón--, siguió una extraña quietud, y a ésta un profundo silencio sobre el que destacó la voz del teniente advirtiendo de que nadie bajara del tren. No dijo nada más, dejándonos en la incertidumbre de lo que debiera acontecer a partir de entonces, permaneciendo parados a merced de la hostilidad del lugar y de la climatología.
Las condiciones adversas del éxodo forzoso eran todo un despropósito propio de aquella dictadura militar que, si bien en los estertores de su final --o quizás por eso--, aún mantenía intacta, sin que los cambios fueran claramente perceptibles, todos los ritos, ceremonias, costumbres, y rutinas --prácticas siempre plagadas de abusos de autoridad-- que el mundo castrense había acumulado a lo largo de muchas generaciones de mozos, que desde el final de la guerra hasta aquellos días habían sido llamados a filas; y eran ahora obligado referente para los que nos incorporábamos en ese momento; en el ecuador de la década de los setenta. Eran las leyendas de la mili: ¿quién no había oído hablar de los traslados de reclutas hacinados como si fuese ganado?
La odisea de aquel viaje tuvo su punto culminante más disparatado en el preciso instante, apartados los vagones en un apeadero del camino de hierro que discurría por la seca estepa sevillana --con los rayos de sol asolando de calor un terreno que era ya una continua flama-- con los vagones desenganchados, dejándonos varados a nuestra suerte y desguarnecidos del inclemente astro que brillaba con un fuego, jamás visto, que hizo de las chapas de los coches detenidos auténticas planchas solares, reverberando el insoportable calor hacia el interior durante varias horas, las más implacables de aquel día de julio: las del mediodía y siguientes, con la radiación solar cayendo plomiza sobre el desierto páramo. Ello no fue óbice para que al poco tiempo, y por el lado en el que los vehículos proyectaban su ardiente sombra, aparecieran --como surgidos de la nada-- toda una legión de proveedores de víveres y bebidas; perfectamente organizados, dispuestos a vendernos todas las existencias, en dura pugna entre nosotros por acaparar el máximo de comestibles y de líquidos refrescantes, sobre todo agua, la que no sólo ingeríamos sino, también, derramamos sobre nuestras férvidas cabezas, escurriendo sobre los torsos desnudos (últimas voluntades de condenados que nos concedió el teniente en un rasgo de humanidad), aliviando el insoportable calor. Gracia que no pudo aplicarse a sí mismo, pues embutido en el rígido uniforme --con la gorra de plato en la mano como único desahogo-- era una fábrica de producir sudor que le brotaba por la frente y le rezumaba por el cuello.
Empezaba a declinar la tarde cuando nos engancharon de nuevo a la máquina, agradeciendo el golpe de aire --menos caliente-- que entraba en el vagón debido a la marcha. No recuerdo la llegada a la estación de San Fernando, ni el medio de transporte (autobús, camiones militares, o marchando a pie) que nos llevó hasta la garita de control y la puerta de entrada del centro de instrucción; único hueco que rompía la continuidad de la alta tapia que, a intervalos, pintaba de un blanco sucio en los puntos en los que los focos de luz la iluminaban en la noche. Estábamos en el límite de otro mundo, y que nos cambiaría la vida por un tiempo, próximos a ingresar. Otra vez, amigo Agustín --pensé--, repetíamos la historia.
No sé si tú, querido compañero, sentiste lo mismo que yo al franquear las puertas del mismo recinto a donde nos llevaron a los dos, pues en cuanto puse el pie en el campamento descubrí en aquel nuevo internamiento algo de similitud con el lejano día que me ingresaron en el orfanato; si bien aquí la conciencia de la reclusión era una reflexión matizada por las experiencias vividas, y el adulto en que me había convertido. Palpé en mi ánimo de novato el miedo y la resignación que había visto, durante muchos años, en las caras de los nuevos huérfanos que ingresaban en los pabellones, sometidos a las contingencias adversas de las bromas y escarnios de los internos más antiguos; como los que nos zaherían ahora los soldados veteranos destinados en el campamento desde que franqueamos la barrera de entrada: ¡¡Bichos!!..., sois la última mierda de este campamento..., ¡¡billejos!!!, os queda más mili que al palo de la bandera...
Inmediatamente sin esperar al día, bajo la luz amarillenta de los focos que iluminaba la escena en la noche, nos asignaron compañía. Rápidamente formé con la mía: la Doce..., y empezaron los primeros gritos hacia el grupo, las primeras órdenes a voces, los primeros empujones, las primeras descalificaciones colectivas e individuales: ¡¡A cubrirse!!..., ¡¡firmes!!..., todos a la vez ¡coño!..., es que estáis apollardados, ¡o que os pasa!..., tú, ¡tontoelculo! a ver si te enteras..., tú ¡pedazo manteca!, si tú el gordo, o espabilas o te vas a quedar aquí toda la vida. Más tarde, sin perder el orden de la formación por compañías, ingerimos la primera incomestible cena en el amplio comedor en donde rápidamente nos impregnamos del olor a rancho cuartelero del que sólo nos sacudimos cuando tres meses después abandonamos el establecimiento militar. Y algo después la misma visión de antaño en la primera noche en la compañía, otra vez la reconocible secuencia de literas-camas, ocupando el alargado dormitorio; unas muy juntas a las otras, sin intimidad --el pudor, el recato y la vergüenza era, según los que ahora regían nuestra vida, mojigatería de maricones, y había que aparcarlos fuera del campamento--, dejándonos caer literalmente sobre el colchón, aún sin sábanas; extenuados pero en duermevela pendientes de las novatadas de los veteranos, rindiendo al cansancio un sueño sobresaltado muy de madrugada con el primer toque de diana.
Aún cuando me costaba aceptar que me habían encerrado allí en contra de mi voluntad, no por ello dejé de congraciarme desde el primer momento --¡qué remedio!-- con aquel entorno, con su ambiente militar, y con aquellos nuevos compañeros de viaje, que sin haberlo pedido --al igual que me sucediera en el orfanato--, se cruzaban ahora por mi vida.
FranciscoMolinaGómez
(continuará)
No sé si tú, querido compañero, sentiste lo mismo que yo al franquear las puertas del mismo recinto a donde nos llevaron a los dos, pues en cuanto puse el pie en el campamento descubrí en aquel nuevo internamiento algo de similitud con el lejano día que me ingresaron en el orfanato; si bien aquí la conciencia de la reclusión era una reflexión matizada por las experiencias vividas, y el adulto en que me había convertido. Palpé en mi ánimo de novato el miedo y la resignación que había visto, durante muchos años, en las caras de los nuevos huérfanos que ingresaban en los pabellones, sometidos a las contingencias adversas de las bromas y escarnios de los internos más antiguos; como los que nos zaherían ahora los soldados veteranos destinados en el campamento desde que franqueamos la barrera de entrada: ¡¡Bichos!!..., sois la última mierda de este campamento..., ¡¡billejos!!!, os queda más mili que al palo de la bandera...
Inmediatamente sin esperar al día, bajo la luz amarillenta de los focos que iluminaba la escena en la noche, nos asignaron compañía. Rápidamente formé con la mía: la Doce..., y empezaron los primeros gritos hacia el grupo, las primeras órdenes a voces, los primeros empujones, las primeras descalificaciones colectivas e individuales: ¡¡A cubrirse!!..., ¡¡firmes!!..., todos a la vez ¡coño!..., es que estáis apollardados, ¡o que os pasa!..., tú, ¡tontoelculo! a ver si te enteras..., tú ¡pedazo manteca!, si tú el gordo, o espabilas o te vas a quedar aquí toda la vida. Más tarde, sin perder el orden de la formación por compañías, ingerimos la primera incomestible cena en el amplio comedor en donde rápidamente nos impregnamos del olor a rancho cuartelero del que sólo nos sacudimos cuando tres meses después abandonamos el establecimiento militar. Y algo después la misma visión de antaño en la primera noche en la compañía, otra vez la reconocible secuencia de literas-camas, ocupando el alargado dormitorio; unas muy juntas a las otras, sin intimidad --el pudor, el recato y la vergüenza era, según los que ahora regían nuestra vida, mojigatería de maricones, y había que aparcarlos fuera del campamento--, dejándonos caer literalmente sobre el colchón, aún sin sábanas; extenuados pero en duermevela pendientes de las novatadas de los veteranos, rindiendo al cansancio un sueño sobresaltado muy de madrugada con el primer toque de diana.
Aún cuando me costaba aceptar que me habían encerrado allí en contra de mi voluntad, no por ello dejé de congraciarme desde el primer momento --¡qué remedio!-- con aquel entorno, con su ambiente militar, y con aquellos nuevos compañeros de viaje, que sin haberlo pedido --al igual que me sucediera en el orfanato--, se cruzaban ahora por mi vida.
FranciscoMolinaGómez
(continuará)
lunes, 3 de octubre de 2016
LO INVARIANTE DE LA UBICACIÓN
Es curioso, cuando repaso álbumes de fotos antiguas, las de viejos compañeros de andanzas de orfanato, siempre reparo en las que he quedado inmortalizado en el tiempo junto a Agustín: un colega de infancia, compañero de fatigas (continuas privaciones y prolongados encierros). Y lo hago porque me sorprende que en todas ocupamos el mismo lugar de posición --la nuestra distinta de la que percibe el observador-- en la instantánea fotográfica: yo a su izquierda y él a mi derecha. Y siendo así, siempre me he preguntado si aquellos gestos obedecían a algún mecanismo automático del subconsciente, motivado, quizás, por la necesidad de ocupar cada uno su propio espacio en nuestro particular mundo como respuesta de relación con el otro. ¿Tenía algo que ver con las experiencias vitales compartidas, tan parecidas? ¿Cuál era la explicación a lo invariante de nuestra ubicación en cualquiera de los distintos momentos y lugares en donde se tomaban las fotos?
Uno que no es un estudioso de la psicología del comportamiento humano sólo puede escarbar en los acontecimientos de su vida para intentar entender las causas y así dar explicación, seguramente, a las acciones de respuesta de las conductas. Estas de las que hablo ya pasadas. Las que ahora son sólo curiosidad de indagación --ni siquiera necesidad vital de comprenderlas--, o simplemente una excusa para hablar de aquel tiempo; de aquellos compañeros, ahora desperdigados por todo lugares; de Agustín; de mí; y porqué no: de los invariantes a los que se supeditó nuestra existencia.
Con once años
1963 / Almuñécar / Granada / De colonias / Mañana de sol, playa y mar en julio / Día de fotos: con Agustín --a la izquierda de la fotografía-- a la orilla de la playa san Cristóbal |
¡Qué jóvenes éramos! y cómo de extraordinaria es la memoria: cuando contemplo el gesto apagado de mi cara recuerdo que aquel día estaba algo indispuesto, pero no había que perder la ocasión pues aquél fotógrafo gordo y algo bizco sólo pasaba una vez por nuestros dominios del chambao con su cámara preparada para hacernos fotos. También recuerdo que el balón que piso era el premio por haber quedado primero en el cuadro de honor, tras las pruebas de estudios finales de aquel curso en el orfanato, y no me despegaba de él ni para dormir: el balón iba siempre conmigo; me auxiliaba de flotador cuando me bañaba en el mar; comía con él a mi lado; dormía abrazado a él... comprensible... no teníamos más que un exiguo regalo en la noche de reyes de cada año. Con once años de edad ambos, aquella imagen era el inicio de una incipiente complicidad durante los siguientes años, pues dos meses después, junto con dos compañeros más de orfanato, iniciaríamos los cuatro estudios de bachillerato, disfrutando de una privilegiada situación con respecto a los demás internos: la de poder salir todas las mañanas de aquel opresivo lugar para asistir a clases en una academia de Granada; y lo que era más importante: poder relacionarnos, después de mucho tiempo encerrados entre tapias, con gente externa al ambiente en el que habíamos crecido los últimos siete años; un auténtico lujo.
Claro que tal privilegio no era gratuito: a los cuatro nos avalaba el esfuerzo de haber alcanzado los primeros puestos en el cuadro de honor de estudios en el final del curso de aquel año de mil novecientos sesenta y tres. Durante este nuevo tiempo Agustín y yo mantuvimos una afinidad compartida, que identificaba una forma de tratarnos, de relacionarnos; una forma de ser, de sentirnos algo más que compañeros; de superar la adversidad de la soledad que compartíamos y que nos era más común que al resto del grupo de cuatro --los otros dos tenían madre; nosotros no--, y que generó en ambos una cierta actitud de lealtad, estando a mi lado cuando en cierta ocasión, e incomprensiblemente, los otros dos me hicieron el apartheid, y yo al suyo en especial en aquellos momentos bajos, cuando no pudo superar el paso al examen de la reválida de cuarto curso; últimos días antes de separarnos:
Recuerdo que los últimos días del grupo, aunque encadenado al duro banco de la gran prueba que se avecinaba, Agustín y yo nos concedimos algunas licencias para la despedida, próximo ya el solsticio de verano. Aquel final de viaje, haciendo balance de sentimientos, nos sorprendió a los dos en la undécima vuelta a la manzana de la academia, dándonos tiempo para aliviar el caudal de recuerdos que anidaban en tal profusión que hicieron corto el camino. Tomamos pista suficiente para dejar rodar las vivencias enfilando por última vez la calle san Juan de Dios hacia arriba en largo paseo hasta el Triunfo; charlando de nuestras cosas, apurando en el recorrido hasta los acreditados jardines aquellos polos de peseta, que eran simples trozos de hielo con algo de jarabe y colorante, sin apenas sabor y que se volatizaban con el calor, impregnando de líquido viscoso los dedos de la mano, casi sin posibilidad de paladearlos. A la verborrea siguió la pausa para la reflexión en un banco de madera a la sombra de un sauce llorón, observando a la gente. A menudo los silencios son más elocuentes que las palabras.
Con quince años
¡Qué majos estamos! Habíamos crecido y de repente nos sentíamos raros: algo estaba mutando en nuestro interior. Cambios que ya no podíamos soslayar en la extrañeza de nuestras voces --nos habían cambiado los registros vocales sin que lo hubiéramos pedido y ahora conversábamos en tonos más graves-- y en el nuevo aspecto varonil alejado del otro aniñado; más musculado, aunque con alguna diferencia entre nosotros dos: en la fotografía aparezco distendido en un cuerpo que quiere salir con prisas de la pubertad, mientras Agustín parece parapetarse en ella, con cara aún de niño, algo rígido; al tiempo que la luz del sol, filtrándose por entre el follaje del bosque, ilumina, acariciante, los jóvenes afectos y descubre a ambos la proximidad del otro, que es más que un compañero.
Recuerdo que habíamos salido muy temprano desde la parada del tranvía de la sierra que se ubicaba al final del paseo de la Bomba --un bulevar verde con cierto regusto romántico al estilo de los parques públicos de principios del siglo veinte, que bordea al río Genil a su paso por Granada-- teniendo como guía a Pedro Ramírez, un seminarista que era niño del orfanato. La verdad es que el atrevido trazado de la vía, por lo accidentado del terreno, con barrancos, túneles, y tajos a la vista, asustaba bastante; sensación contrarrestada por el sosiego y la paz que emanaba del serrano paisaje. A duras penas el artefacto de hierro y madera, pintado de amarillo, conseguía alcanzar su cota más alta: las poblaciones que se repartían en la falda de sierra Nevada hasta la última estación en el Charcón.
El resto del camino hasta el hotel del Duque (conocido refugio de excursionistas), entonces vacío y cerrado, lo realizamos --con Pedro íbamos ocho estudiantes del orfanato-- practicando el senderismo. Siempre en ascensión nuestras poderosas jóvenes piernas fueron dejando atrás todo un denso follaje natural donde la maleza y masa arbórea nos iba descubriendo caminos, senderos y arroyuelos en una constante sucesión de sorpresas, hasta llegar a la explanada del refugio donde un manantial --la fuente Agrilla-- presidía aquel marco incomparable de belleza natural, que hizo despertar nuestros aún adormecidos sentidos. Aquella excursión alegre de inicio, sosegada y lúdica después, tuvo en su final el sabor desabrido de lo que era la sensación de una larga separación en el tiempo: Agustín ya no iba a seguir con nosotros. Su futuro era una incógnita: ¿Qué pensaba hacer con su vida?, o mejor dicho: ¿Qué pensaban los regidores de aquel sitio dejarle hacer? habida cuenta de nuestra imposibilidad de poder decidir sobre los acontecimientos que nos sucedían dentro de aquel rígido contexto:
Sin duda alguna amputaron tus ilusiones, obligándote a cambiar las viejas aulas de nuestra querida academia Isidoriana y las cerradas estancias del orfanato por los amplios corredores de no sé qué seminario religioso en Andújar (tierras del Santo Rostro); y como ser inteligente saliste airoso del trance sin producir recelos en los que esperaban tu cabeza servida en bandeja --y por extensión las nuestras--, objetando del mundo de los hombres; agarrándote a la tabla de salvación del servicio a Dios y edulcorando los oídos de las monjas, en especial los de la bravía superiora sor Fernanda, paradigma con hábito del Régimen, felicitándote en la elección del sacerdocio que les era más próximo: el de la orden de los padres Paúles.
Nunca te imaginé de sacerdote. Lo de la pobreza y la obediencia podía pasar --eran parte central de nuestra existencia--, pero lo de la castidad... no colaba. En realidad de lo que se trataba era de seguir estudiando aunque perdieras algo más de libertad, escondida en las maletas junto a los enseres personales que llevaste a otro lugar y, como no podía ser de otra manera, a otro internado --fuiste doblemente recluido--. La única salida: aceptar el papel de seminarista en la nueva función. Aquello si que fue inteligencia.
Con diecinueve años
Con más de sesenta años
Escudriño con detalle las fotos. Inicialmente indago en el fondo de los fondos y compruebo, sin que me sorprenda, que lo invariante del mundo que nos rodeaba --los paisajes-- tenía que ver con las carencias y miserias de un país que había vivido la peor de las pesadillas --guerra civil--, y que habiendo transitado por una larga y penosa posguerra aún sufría los estertores de ésta en forma de privaciones, las que padecimos especialmente los integrantes de aquel orfanato, acostumbrándonos en las infinitas penurias a estrujar los recursos disponibles, y acomodándonos a la "inmutabilidad de la materia": Todo lo que se ve es lo que hay, y sólo cambia de sitio. Cualquier elemento no originario era rechazado y desaparecía con el tiempo; sólo permanecía lo inmutable: tierra, aire, agua, y nosotros. principio que regía las leyes de los objetos que nos eran próximos: la materia no se crea, ni se destruye, ni se transforma; se desplaza.
Así aquella arena de la playa o las piedras y la tierra del patio que tocábamos, con la que jugábamos, era siempre la misma aunque en distinto sitio. Cuando por la desmesurada magnitud algo no podía trasladarse, permanecía inalterable en el tiempo. Siempre estaba ahí, sin cambiar, igual que el primer día que lo habíamos visualizado: la montaña que al fondo de la playa dibuja su silueta virgen, o las tapias y los árboles que en el cuadrante de atrás enseñorean su eternidad. Todo era invariante. Nada cambiaba. Todo permanecía estable en el tiempo. Todo era cíclico... previsible... hasta llegar a admitir el insoportable tedio de lo que no varía como parte inevitable de nuestra existencia.
Continuo escudriñando, y observo con pena en primer plano lo invariante en nosotros --frágil materia humana-- a la vez que compruebo que esta constatación de la imposibilidad --por voluntad de los que nos regían-- de que anidaran los afectos en cuerpos tan necesitados no es nueva; la descubrí hace ya mucho tiempo. Aquel retorcido pensamiento, ligado al sexto mandamiento, de juzgar como degenerada conducta --por no decir pecado-- el que simplemente nos abrazáramos lo practicaron en nosotros, y hasta la extenuación, amenazantes con la vejación y expulsión, aquellas gentes con hábitos y sotanas; también otros. Incluso cualquier corta proximidad era sospechosa. Ya desde el primer momento en las formaciones de las filas, siendo aún muy pequeños, cuando nos obligaban a cubrirnos con el de delante, en realidad nos estaban marcando la distancia entre nosotros: exactamente lo que medía el brazo extendido hasta el hombro del compañero.
Formaciones de filas que se prodigaban: mañana, tarde y noche. Y a fuerza de medirnos continuamente con los otros, la distancia pasó de física a mental... y reprimimos indefinidamente los sentimientos y las emociones, transitando el resto de años en soledad, con el único apego de sobrevivir individualmente: solos, confundidos, renunciando al sentimiento de alivio que da sentir cuerpo con cuerpo... y ya ni siquiera nos atrevíamos a echarle la mano al hombro del que por haber compartido lugar y vivencias lo considerabas algo más que un compañero... gesto de apego que nos hubiera gustado practicar pero que estaba ausente también en las fotos... aunque en mi caso lo insinuara por mi ubicación en la fotografía: siempre me ha gustado medir el cariño en la corta distancia de mi mano derecha apoyada en el hombro de la persona que aprecio. Tal vez sea esta la explicación a lo invariante de mi ubicación en todas las fotos con Agustín. Quizás yo en aquella necesidad vital de posición le marcara, inconscientemente, su sitio.
FranciscoMolinaGómez
(Me sorprende a estas alturas de la vida que una vez lejos de allí no hayamos desterrado todavía aquella odiosa distancia... pero nunca es tarde)
jueves, 1 de septiembre de 2016
A PROPÓSITO DE ARQUITECTURA. V: LA UTOPÍA MODERNA
1.968: Escuela de Maestría Industrial de Granada (hoy Instituto Politécnico Hermenegildo Lanz). Fotografía publicada por la Fundación DOCOMOMO IBÉRICO |
La primera vez que había visualizado una imagen de la moderna ciudad de Brasilia fue en mi libro de historia del arte cuando cursaba sexto de bachillerato en el viejo caserón de la Academia Isidoriana de Granada, allá por mil novecientos sesenta y ocho. Y fue un descubrimiento a la modernidad que me conquistó para siempre, aunque con el tiempo hube necesariamente que matizar tal subyugación. Una sorprendente primicia, al carecer entonces en mi vida formativa de pocas oportunidades de poder consultar otros libros que no fueran los de texto obligatorio que se me facilitaban. Si algo abundaba en mi vida eran las carencias de todo tipo. Pero siendo así no era preocupante pues teníamos el transcurrir del cronos a nuestro favor. Entonces el mundo se nos iba abriendo poco a poco al conocimiento con los nuevos libros cuyas imágenes devorábamos con los ojos compulsivamente al inicio de cada uno de los cursos, intentando aprehender en poco tiempo todo aquel nuevo saber, teniendo todo un año para rumiarlo; un tiempo distinto al de ahora, en el que las cosas de la existencia llegaban paso a paso, en su debido momento, asimilando fácilmente los datos fundamentales, como los acotados escasamente en una página, junto a las fotografías impresas de arquitecturas novedosas de hormigón, acero y vidrio, enunciando en unos pocos renglones los postulados de las nuevas ciudades de las que aquella era la primera experiencia total construida: una ciudad virgen, contemporánea, la utopía moderna, el modelo de lo que los urbanistas del movimiento moderno venían enunciando décadas atrás... una ciudad y una arquitectura nueva... pero ¡¡qué lejos quedaba Brasil!!
Lo que ni imaginar podía es que acabado brillantemente aquel último curso de bachillerato y su reválida, iba a habitar en mi primer año de carrera técnica uno de aquellos edificios sorprendentemente nuevos --escuela de Maestría Industrial-- que eran excepción en una ciudad --Granada-- que como he reseñado en alguna ocasión era todavía: indefinible en lo moderno. Le costaba romper sus ataduras antiguas, y cuando lo hubo hecho fue para adoptar un urbanismo atroz, de especulación, de edificios imitativos y de espacios mínimos coincidiendo con una gran demanda de viviendas en plena etapa de desarrollismo. Excepción como la de la escuela de Maestría Industrial lo era también el edificio de los Sindicatos que conocía y que ya había suscitado mi interés por su potente impronta moderna, ubicado en plena avenida de Calvo Sotelo --ahora de la Constitución--, y que sumergido en aquel ambiente urbano anodino de la nueva edificación, era un soplo de aire fresco. Pero al igual que sucedió en Brasilia, salvando las distancias, eran edificios que empezaban y acababan en ellos mismos, con difícil vinculación con el entorno en la formación de ciudad, por lo menos de aquella histórica que habíamos conocido desde la Antigüedad. Con el tiempo supe que ambos edificios los había proyectado, casi a la par en el tiempo, el mismo arquitecto: Carlos Pfeifer, un rupturista del expresionismo historicista de posguerra, comprometido firmemente con el lenguaje de la modernidad. Una inolvidable y agradecida experiencia espacial que ahondó, aún más, mi fascinación por la arquitectura, y de la que escribí cuando aún no conocía su autor ni su obra, en un ejercicio de intuición, sólo de emociones a flor de piel, pues todavía no entendía mucho de todo aquello. Una vivencia tan emocional como física que necesitaba como el respirar en un tiempo en el que arrastraba cierta saturación de la represión del raciocinio; expectante, abierto a cualquier situación nueva que me diera un leve respiro, un pequeño alivio a la permanente ignominia que vivía y que habitaba en aquel orfanato.
Aquello de la utopía moderna
Habían transcurrido casi cuarenta años desde el final de los años sesenta, cuando en un viaje a mi ciudad natal sentí la curiosidad de comprobar con mis propios sentidos cómo había sobrevivido el moderno edificio que me acogió en mi primer año de carrera técnica, en la vorágine del urbanismo expansivo de las últimas tres décadas del siglo pasado en la ciudad de Granada; la que había dado el salto por encima del entonces borde --camino de Ronda-- entre la ciudad y el campo, expandiéndose con perceptible caos, sin una visión urbanística de conexión de ambas partes de la metrópolis, en la vega hasta la reciente carretera de circunvalación; y cómo no, la imperiosa necesidad de volver a experimentar la transición de espacios que antaño --cuando era un inquieto profano-- percibiera; para cerciorarme, ahora con los conocimientos de arquitectura, que aquella vivencia intuitiva era acertada: que detrás de todo aquello había un gran artífice y que, pese a mis desconocimientos entonces de la materia, era ya una persona sensible a la creatividad del espacio que habitaba.
Mi curiosidad iba pareja por experimentar transitando a pie, cómo el entonces límite de la ciudad --camino de Ronda o Redonda--, antaño abierto al campo por uno de sus lados en una perspectiva paisajista que se perdía en las alamedas, secaderos de tabaco, y huertas, y que marcaba una carretera plagada de viejos ejemplares de plátanos, bajo cuya bóveda verde discurría el flujo de vehículos que circunvalaban el centro con destino a su periferia y a los pueblos cercanos, era ahora una calle urbana, encajonada entre pantallas altas de edificios de viviendas que traslucían al exterior el pobre espíritu espacial de su interior, y que la hacía más estrecha. En rápida visualización que hacía conforme la recorría andando, junto con mi mujer Teresa, comprobaba cierta fútil y aburrida uniformidad en la concepción de vacíos y llenos de sus fachadas. Sentía casi la misma curiosidad de aquel primer día de curso recorriéndola nervioso subido entonces al autobús urbano pues el edificio que buscaba se ubicaba en ascenso hacia el final del camino de Ronda, próximo al estadio de la Juventud (antiguo Frente de Juventudes), hasta donde llegamos caminando y ya algo cansados de la caminata Teresa y yo, teniendo como referencia las antiguas instalaciones deportivas que avistamos en avanzado estado de abandono. Orientado por éstas, pues no reconocía el entorno, fue al girar en una de aquellas calles próximas al estadio cuando descubrí al fondo, semiescondido por la nueva edificación, el edificio buscado.
De repente brotó en mi la misma excitación de aquel primer día de la nueva etapa, en la satisfacción de poder transportarme a aquellos momentos iniciales de indisimulada alegría por lo que suponía de emancipación en un futuro el iniciar una carrera técnica --arquitectura técnica--, y la de la agradable sorpresa de la edificación hacia la que me encaminaba y que destacaba enfrente en el fondo de la vega; la que me acogería durante aquel primer curso. Pero no iba solo aquel día. Muchos chicos --y algunas pocas chicas-- nos dirigíamos hacia el mismo objetivo, casi todos impecablemente trajeados. Recuerdo que estrenaba para la ocasión un traje de suave y discreto tono de color oro viejo, como premio a un brillante final de los estudios de bachillerato, y que me supuso un serio enfrentamiento con la madre superiora --sor Fernanda Guerra Bravo-- al rechazar yo el paño y el color --gris-- que había elegido ella para mí. No estaba dispuesto, en la medida en que lo pudiera evitar, a que otros u otras, por importantes que fueran, me impusieran el color que debía regir mi vida en etapa tan especial: la universitaria. Aquello supuso en mi perenne pobreza de vestimenta un privilegio del que nunca habían disfrutado los internos.
Y rememoré aquellos minutos de gloria atravesando el umbral de la edificación: ¡¡Y qué umbral!! Pasamos en segundos del vacío agreste al regazo del edificio sin traspasar puerta alguna; una grata experiencia espacial que ya me previno a tan temprana edad --diecisiete años-- de lo extraordinario de aquel novedoso edificio. El umbral, como porche de entrada, era un vestíbulo cubierto y abierto a la calle y a un gran patio interior, marcando ambas aberturas un primer eje de penetración. A primera vista se percibía como un hueco tallado a propósito en el volumen del edificio que provocaba atravesarlo. Ese ámbito que intermediaba entre el inmenso espacio de la vega: infinito, abierto al viento y a la lluvia en el invierno y al implacable sol sureño en el verano, y el reconocible de estancia construida, de proporciones acordes a su función educativa, controlada por las manos de hábil arquitecto --presumí nada más alcanzarlo-- era lugar de llegada, de protección, de salutación, de conversación, de información académica que se publicitaba en los tablones de anuncios colgados en una de sus paredes, la que mediaba con el salón de actos, que aquel primer día de presentación aperturaba sus puertas para la celebración de la preceptiva misa y a renglón seguido el acto de bienvenida. Constataba con ello dos apreciaciones inmediatas: la confirmación de la imposibilidad, por imponderables externos a nuestra existencia, de poder desvincular la religión de la formación reglada --incluso en etapa tan trascendente en nuestras vidas--, y lo excepcional de aquel espacio de representación, que como volumen exento se configuraba al exterior rematando acertadamente uno de los laterales de la edificación, en un claro esquema funcionalista.
La sorpresiva ubicación de la puerta de acceso al edificio de las aulas era uno de los logros de la arquitectura del complejo educativo --lo percibí en el recuerdo mucho tiempo después cuando me formaba en el arte que en los albores de la civilización romana teorizara Vitrubio--, y aunque en aquel momento de mi primer día de clases presentía sólo la originalidad de su establecimiento, después en la evocación convine que era producto de la sensibilidad de su autor, el que huyendo de la brusquedad del ingreso directo desde la calle que siempre habíamos experimentado al entrar o salir de cualquier edificio conocido hasta entonces, había concebido el tránsito hasta las aulas, talleres y laboratorios como un itinerario visual: secuencias, en visión seriada, de las sorpresivas perspectivas visuales que mostraban cada uno de los elementos de la compleja trama de la escuela: los porches se prolongaban en los pórticos que circunvalaban los patios que, a su vez, recogían los edificios. Una experiencia ritual en el sentido de la marcha, enfatizada por las distintas gradaciones de luz y sombra durante el recorrido que marcaban los espacios construidos: pasábamos gradualmente de la intensa luz del exterior a la reconfortante semipenumbra del vestíbulo cubierto, y de éste a la penumbra del pasillo porticado como de claustro moderno de patio interior, y que nos avocaba directamente a la puerta acristalada de la entrada; aunque lo más fácil aquel primer día de inicio de clases --algo insensible entonces a la vivencia de un proceso pausado de tránsito de matices de luz-- era seguir la estela del resto de los compañeros en su afán por llegar al aula. Así lo hice.
Las aulas volcaban al sur con una fachada en estructura porticada de hormigón --la croquizamos hasta la saciedad-- recubierta, en sus vanos, por grandes superficies acristaladas, rehundidas del plano exterior para una mejor protección solar dada la orientación: a modo de celosía que liberaba espacios de transición abalconados con vistas, entonces, a la extensa vega, cuyos confines se perdían --hasta bien entrada la primavera-- en la espesa neblina del fondo donde surgían a primeras horas de la mañana --desdibujadas, como flotando entre la desnuda vegetación-- algunas granjas y vaquerías que en invierno y a determinadas horas desaparecían totalmente por efecto de la fría bruma exterior. Pero aquellas bajas temperaturas no nos afectaban: ¡¡¡teníamos calefacción!!! Por vez primera experimentaba la agradable sensación de un edificio calefactado, mientras en el exterior heladas temperaturas le ponían cerco.
El novedoso edificio y el agradable ambiente de la escuela me marcó favorablemente tanto que al final del primer trimestre era ya actor principal de una dicotomía: habitaba, con perplejidad, en la contradicción de dos mundos distintos y próximos a la vez; dos realidades desiguales que se sucedían, una a la otra, intentando, ambas, acoplarse en la inmediatez de un tiempo de difícil ajuste: Ir, marchar...; volver, retornar..., sin conseguirlo: el orfanato y la escuela ¡¡¡eran tan diferentes!!! Ahora más que nunca deseaba cada mañana salir de aquel círculo que constantemente se nos cerraba atrapándome en un ambiente gris, anodino, invariable... de altas tapias que aprisionaban voluntades... de gruesos muros... antiguo y convencional... estereotómico... de orfanato..., donde convivía con la sinrazón de aquellos celadores, vigilándonos pegados a piel, más cerca que nunca mostrándonos sus incapacidades, para llegar cuanto antes al círculo que se abría en un espacio nuevo, luminoso, amable, cambiante... de superficies acristaladas liberando las vistas y haciendo más amplio el horizonte... de paredes ligeras... novedoso y moderno... tectónico... de escuela técnica. Aunque a la tarde cuando volvía al orfanato era denostado por seres ignaros, cada mañana era tratado con respeto por personas doctas, y esto era un bálsamo para mi existencia en aquel tiempo.
Identifiqué en una de las esquinas de la edificación dispuesta en forma de u la amplia aula de dibujo y recordé que en el inicio de la primavera cambiaban sus clases. Con la llegada del buen tiempo abandonábamos temporalmente los tableros de dibujo (mesas de madera regulables que, con cierto orden, cubrían todo el espacio de la alargada y bien iluminada aula; la más grande), y nos repartíamos por toda la escuela croquizando a mano alzada los detalles constructivos que conformaban la materia de aquella muestra tardía de estilo internacional. Hasta aquel momento la habíamos habitado sin reparar con pormenor en sus acabados; en sus texturas. Ahora con su estudio y representación descubríamos, con sorpresa, los recursos materiales de los que se valió su autor --discurso arquitectónico vanguardista-- para modelar volúmenes y esculpir huecos, que configuraran finalmente espacios tan celebrados. A lo alto, los prismas mostraban su masa recubierta de pequeñas escamas de gresite --material muy en boga en la construcción en aquellos años-- en pequeños mosaicos acabados en punta inversa de diamante. Bajorrelieve que se nos manifestó sólo entonces, y que confería a sus lados un determinado efecto caja, acentuada con característico brillo al reflejo del sol.
En los vacíos de los accesos los extensos lienzos de ladrillo visto --la modernidad no era óbice, en la intención del arquitecto, para el empleo de materiales tradicionales-- del exterior se doblaban, como un plano continuo, penetrando al interior y confiriendo a las paredes texturas en tonos rojizos, como murales de arcilla. Analizamos toda la construcción, midiendo y dibujando todos los detalles, los de su estructura: en el vacío de la planta de calle sorprendían los pilares de perfiles metálicos normalizados, desnudos y limpios, mostrando ese principio de veracidad constructiva de la arquitectura moderna; y los de su piel: en las fachadas la claridad constructiva la imponía el uso del hormigón armado visto, acabado en su color natural; así como de cualquier otro elemento arquitectónico: escaleras, pórtico, patios... y entre uno y otro croquis: un improvisado partidillo de futbito en alguno de los patios pues abundaban las instalaciones deportivas; ¡¡incluso teníamos una piscina!!
Entonces rememoré con cierta melancolía a mis compañeros de carrera: Obdulio de cara tan ancha como el cuerpo donde destacaban unos muy gruesos labios y unas enormes gafas: sólo tenía un tema de conversación que siempre versaba sobre las tías buenas --chorbas, decía-- y una obsesión sexual que idealizaba en la actriz y cantante la Polaca, el que todos los fines de semana mudaba las amplias y luminosas aulas por la estrechez y semioscuridad de la discoteca Chivas; Gracián un sevillano trasvasado de arquitectura superior y que se convirtió, por sus conocimientos obvios de las materias lectivas, en el asombro y envidia del resto de la clase, pues no había asignatura que se le resistiera, ¡lo entendía todo!; aquel otro con cara de empollón, gruesas gafas de montura de pasta negra y blazer cruzado azul oscuro, el que siempre acababa las conversaciones con frase tan determinante: ¡Y un cojón de pato!; los hermanos Góngora, de familia pudiente --habitaban en un carmen del albaicín con vistas a la Alhambra--, y que parecían siameses junto a su inseparable calculadora electrónica tan ancha como la suela de un zapato, y que utilizaban con ventaja para los cálculos de funciones matemáticas y trigonométricas, mientras los demás manejábamos las tablas de logaritmos y la popular y manual regla de cálculo; uno con cuenta bancaria de papá abierta a todos gastos de ropas de boutique, bagatelas y gasolina para su Seat-850-coupé: ¡¡¡llegaba todos los días en coche propio!!!; un mulato de muy bien vestir y porte y que siempre exhibía la última y cara novedad en instrumentos de dibujo de importación alemana: los limpios y novedosos punteros rotring, mientras los demás sólo podíamos utilizar los complicados graphos; otro que en algunos descanso entreclases siempre dibujaba lo mismo en el encerado: una gran hormiga con sus innumerables pares de patas y sus largas antenas, luciendo cinturón con dos grandes pistolones a los lados, todo en clave de comic y que intitulaba debajo: hormigón armado; una joven pareja que se postulaban fervientes seguidores del pop anglosajón, altos rubios, cabello largo sobre los hombros, él con sombrero de piel, ella con una cinta de colores en la frente, luciendo como distintivo --ambos-- chalecos de cuero de color crudo con tiras en los hombros al estilo de los cantantes americanos de country, a los que en ocasiones imitaban acompañándose de una guitarra en un rincón del patio...; a Antonio que me acompañaba todas las madrugadas en el tranvía desde Armilla hasta el Fielato en el inicio del camino de Ronda, donde aún pervivía la antigua caseta de arbitrios convertida en improvisada barraca-bar y punto de encuentro del mañanero proletariado obrero con el anís de garrafón junto a las parada del autobús, al que los dos montábamos para llegar hasta la escuela.
Recordé aquella estrechez del atestado autobús urbano; sus acusados vaivenes clavando, por efecto de las sacudidas, el cartabón de madera allí donde su puntiagudo ángulo, el de treinta grados, apuntara; el incómodo paralex, en interminable regla que casi nos sobrepasaba en altura, en obligada vertical para no molestar a los demás pasajeros; el penetrante olor a cazalla que emanaba de las cuadrillas de albañiles que se subían al autobús con más carga que el propio vehículo (la de los obreros también era solida: puro orujo), observándonos a Antonio y a mí con inusitada sorna de futuros subordinados; cómo olvidar la diaria caminata desde la última parada del autobús, al final del camino de Ronda, hasta la improvisada escuela de arquitectos técnicos --estábamos de ocupas en el edificio de Maestría Industrial--, atravesando las viviendas unifamiliares de la policía armada, en amanecidas pletóricas de niños que saliendo en infinito número de esas casas se desparramaban por la única calle a la redonda; el divertido desbarajuste compartiendo edificio y bar con los alumnos de maestría industrial; las mañanas de croquis a mano alzada dibujando detalles constructivos de aquella viva muestra tardía del movimiento moderno; la extraña rigidez del brazo derecho cuando en invierno intentábamos dibujar en los tableros de dibujo instalados en aquella nave aislada del resto de la edificación y que llamaban la Nevera; o los partidillos de futbito en el patio central contra los hermanos Plata de los Ogíjares y el Gabia contra nosotros dos y un tal Diego de Armilla.
Atrás han quedado las clases con vistas a la vega, donde aquellos primeros profesores --don José, el Piqueras, el Curro...-- nos remitían a la bibliografía de experimentados autores en la materia: los Izquierdo Asensi, Schindler-Bassegoda, Orús Asso..., con sus tratados de Geometría descriptiva, Construcción de Edificios, Materiales de Construcción...; libros que afortunadamente aún conservo en un privilegiado lugar de mi biblioteca y que ojeo de pascuas a ramos intentando descifrar el motivo de mi traspié entonces. Atrás quedó el salón de actos con la imponente estampa de la iglesia de Rochamps de Le Corbusier proyectada en la pantalla e impresa de por vida en mi memoria, y su aula magna que no figuraba en los directorios pero que siempre estaba llena y a la que llamaban cafetería-bar regentada por el conserje y su familia: a su barra se habían abonado algunos a perpetuidad. Lo raro era verlos en clase. Ilegal casino, improvisado foro de debates, término a donde confluían todos los itinerarios, ágora del ladrillo, del metal y de la electrónica, espacio de utilidad pública donde siempre se encontraba al alumno perdido. Y el Bella Bellinda de Gianni Morandi o el Himno de la Alegría de Miguel Ríos sonando fuerte por encima de aquel bullicio de fondo: Escucha hermano la canción de la alegría / el canto alegre del que espera un nuevo día / ¡ven!, canta, sueña cantando / vive soñando el nuevo sol / en que los hombres volverán a ser hermanos... Todo fue extraordinario: la innovación y bondades de la edificación, la sensación de libertad, la emoción de sentirme importante cada mañana, la pasión en el aprendizaje del arte de construir compaginando estudio y trato con chicos de tu edad venidos de varias partes del país con el mismo objetivo: forjarnos un futuro profesional en aquello que nos gustaba: la construcción de edificios... en definitiva: mi particular utopía moderna que me obligaron a abandonar.
Muy atrás quedó el excelente edificio y el ambiente liberal de aquella luminosa mañana de octubre del primer día. En las otras que le siguieron durante todo un curso, fui percibiendo con júbilo no exento de cierta incertidumbre que a partir de aquellos días no sería la misma persona; sentía como mi adolescencia forzaba dar paso a una prematura madurez. Un sentimiento mezcla de vanidad y responsabilidad, inmerso en el ambiente de gente con la que me identificaba, experimentando cierta autonomía que me desvinculaba por momentos de mis circunstancias personales, de tanto sobrepeso durante los años vividos hasta entonces. Y aunque no de una forma inmediata, pues aquel fascinante intento de vuelo sin motor que precisó después de un aterrizaje forzoso al durar sólo un año --por no haber superado el curso completo, el regidor del orfanato no me permitió seguir con los estudios--, la aventura arquitectónica y humana valió la pena, a la vista del feliz desenlace muchos años después.
Siete años después aprobé brillantemente el mismo curso en la universidad de Barcelona. ¿Qué había cambiado?, ¡todo! Todo, al haberme liberado de aquella ignominia. Ahora yo era dueño de mi vida y de mi futuro. Ahora gozaba de libertad y de independencia económica. Ahora no tenía que entrar y salir subrepticiamente. Ahora no tenía que implorar para adquirir una simple plumilla de dibujo, o una lámina de papel... o unos apuntes.... Ahora disponía de toda la bibliografía necesaria. Ahora dibujaba en un tablero profesional de dibujo, en un espacio adecuado, amplio, sin interferencias. Ahora había desterrado la perenne vigilancia de celadores, guardianes y otros sucedáneos de educadores. Ahora nadie me decía que ropa debía ponerme. Ahora ya no estaba atrapado en la idea obsesiva de la supervivencia. Ahora había desbloqueado la mente. Ahora había desbloqueado completamente el sentimiento que ya comenzara a liberar aquel inolvidable curso en tan singular espacio, y que fue siempre un revulsivo a futuro.
Qué suerte cruzarme con el hacer de tan buen artífice. Gracias don Carlos Pfeifer.
FranciscoMolinaGómez
--arquitecto superior: Madrid 2000--
--arquitecto técnico: Barcelona 1984--
lunes, 1 de agosto de 2016
AL MISMO PUNTO DE RETORNO
Es la fusión de los cuerpos a las rocas la que modula la composición de la fotografía del grupo de internos del orfanato en la abrupta playa de China Gorda en Almuñécar, allá por el verano de mil novecientos cincuenta y siete; con cierto ritual adaptado a la topografía de la piedra y que muestra inequívocamente el centro de atención: en lo más alto, de blanco inmaculado que irradia todo el cuerpo en la imagen, la pose seria de sor Gloria --dominante en su gesto distante al objetivo de la cámara-- contrasta con la necesidad de los niños --arropándola-- de aprovechar cualquier momento especial para sonreír, para agradecer aquellos días distintos; sin que la contextura esconda cierta teatralidad: la desbordada alegría del chico que parece surgir sonriente de la roca --en la parte inferior de la foto--, como queriendo dar una sorpresa; o el de reclamo afectivo del niño --Paquito Moreno-- apartado del grupo, a la derecha de la foto; o el de pose hierática, como ausente, de su contrario a la izquierda; o el que va a su bola particular, situándose por encima de todos, incluso de la monja; la que flanquean dos empleadas cuidadoras que habían sido niñas de la Casa : Esperanzita a la izquierda de la monja y Teresa a la derecha. En el centro del grupo identifico a Pepe el del lunar por su característica seña oscura en el centro de la frente. Siento cierta decepción al no identificar al resto; era comprensible: yo era más pequeño y ha pasado mucho mucho tiempo desde la toma de la fotografía; tenía cinco años y era mi primer verano en la colonia marítima de Almuñécar.
Habíamos adquirido cierta propensión al equilibrio en cualquier ocasión y situación, incluso cuando trepábamos por el roquedal en la playa de China Gorda en Almuñécar. Los pies descalzos nos advertían mejor de los peligros, a la vez que se adherían a la piedra, adaptándose a las irregularidades de la angulosa superficie de la roca y así no resbalar. Aquella simbiosis de los cuerpos acoplándose a las rocas era extraordinariamente asombrosa, como si formasen parte de la materia del paisaje pizarroso, el que desbordaba desde el acantilado hasta el mar clavándole una daga que acababa en aventajado peñón --el Veintiuno, que no se visiona en la fotografía pues era la prolongación al mar de la roca del fondo-- y que era un hito en aquel paraje solitario que sólo habitaban algún que otro pescador, intentando capturar con caña de pesca a los peces desde la altura de la roca; el propietario de la única casa --la del francés-- que se encaramaba en la zona media de la roca; un pobre que se resguardaba en una oquedad de la piedra, a la entrada de la playa; o nosotros cuando la invadíamos exultantes de aventuras en los primeros veranos, ajenos al peligro, esparciéndonos por todo el roquedal en busca de cangrejos o cualquier ser menor que se moviera por entre sus grietas; profundas hendiduras donde se escondían empotrando su caparazón contra las paredes de la raja.
Presentíamos su presencia apostándonos con prevención en los pasadizos que el mar había abierto entra las rocas, por donde escapaban hasta nuestros oídos los ruidos de las olas, ya amortiguadas, en su final de recorrido, arremolinadas contra las piedras: cada hoyo sonaba de una manera distinta según la abertura; sonidos que identificábamos en las tareas de pesca de los crustáceos o cuando nos empeñábamos en reventar con la punta de un largo palo aquellos extraños frutos rojos, como tomates, que se adherían fuertemente a las rocas en las rendijas bañadas por el mar, procurando que su liberada sustancia no nos salpicara a los ojos; evitando pisar aquellas rocas que la humedad continua del agua había cubierto de una capa vegetal de algas, a fin de no resbalar; saltando de roca en roca hasta llegar incluso al brazo de mar que más allá del peñón del Veintiuno nos impedía continuar; obligándonos a regresar. Un lugar de aventura y de lección de supervivencia manteniendo el equilibrio sobre las intermitencias naturales de un accidentado suelo que transitábamos como nativos, y que satisfizo nuestro tiempo de ocio de los veranos de la infancia; aunque después en los que siguieron hacia la mitad de la década de los años sesenta --coincidiendo con nuestra adolescencia--, no sé porqué dejó de interesarnos; nos olvidamos del paraje que había sido solaz de nuestra adquiridas y demostradas habilidades en pos de la aventura. Hasta que un día, bastante tiempo después...
En el verano de mil novecientos sesenta y ocho, tenía dieciséis años y junto con tres compañeros más --Antonio, Miguel y Agustín-- en nuestra condición de niños mayores del pabellón en el orfanato, auxiliábamos a las monjas en sus tareas de asistencia a los niños pequeños, tanto en el Centro como durante el verano en la colonia marítima. En esta última continua y agobiante tarea teníamos, como mayores, pendiente muchas cosas. Entre otras el revelarnos contra la zafiedad, la estupidez, y la disciplina exagerada que nos reprimía nuestro natural lado aventurero aquel mes de julio: el de descubridores de nuevos parajes que presumíamos gozosos en las imágenes que nos glosaran nuestros amigos marengos un par de años atrás. Y fue precisamente ese mes de aquel año cuando comandamos nuestro momento de ir más allá, de escapar. Nuestro instante de rebelión.
En la playa san Cristóbal aquella mañana de verano el viento soplaba con fuerza hacia la orilla: hacía viento de poniente. Ante la imposibilidad de bañarnos y desoyendo las llamadas al orden impuesto de quedarnos quietos en la playa vigilando a los menores, y obviando aquel manipulado raciocinio, los cuatro --sin dar aviso-- nos alejamos voluntariamente aquella mañana, en dirección al canto de sirenas que provenía de la Punta de la Mona, promontorio de roca y vegetación que prolongándose en el mar cercaba nuestro mundo al oeste, señalando el final de le tierra en aquel lugar. El principal instigador de la fuga fue el joven cura que oficiaba los servicios religiosos aquel verano en la colonia marítima; quizás aburrido de la mojigatería de las monjas, o tal vez, harto de su ñoñez. Los otros conspiradores: nosotros cuatro, ávido exploradores del más allá.
La escapada empezó siendo un paseo por la playa entre divagaciones existencialistas (de nuestra existencia se entiende). Posiblemente al llegar a China Gorda no habíamos desatado aún el nudo gordiano de la conversación por lo que proseguimos con nuestro debate; abandonando, casi sin advertirlo, la arena e internándonos en los pasadizos ya conocidos de entre las rocas cerca del peñón del Veintiuno, en uno de cuyos enormes pedruscos, ante la imposibilidad de seguir caminando debido al conocido brazo de mar que nos separaba de las rocas más próximas, hicimos un alto para el reposo, para la reflexión; y, porqué no, para el retorno. En aquel momento habíamos llegado al mismo punto en todo: tanto la conversación como aquel camino no tenían aparentemente salidas. Se aconsejaba volver. Pero en ocasiones afortunadamente coincides con la persona providencial: ¿Qué nos impide seguir?, nos preguntó don José Ávila, el cura...: Un brazo de mar entre peligrosas rocas, contestó uno de nosotros...: Rodeémoslo subiendo por la montaña, nos invitaba nuestro temporal párroco, invitándonos de la forma más natural.
Éramos conscientes de la transgresión de la marca. Jamás anteriormente habíamos ido tan lejos. Iniciamos la ascensión entre pendientes casi verticales aferrando el cuerpo a las piedras, sin despegarlo hasta alcanzar el altozano que apareció cubierto de almendros preñados de frutos que, ya secos, se nos ofrecían con el tesoro de su interior. Sentados en la tierra, bajo la exigua sombra de los árboles, nos dispusimos a partir con dos piedras la dura cáscara de las almendras, no sólo de las caídas al suelo, sino también de otras cogidas del árbol. Después comimos con fruición su delicioso fruto a fin de recuperar las energías gastadas durante la subida: Padre esto que estamos haciendo es pecado, le desafiamos a propósito al cura para observar su reacción...: Tal vez, pero... ¡y lo buenas que están!... después os confieso... os arrepentís y os absuelvo, a las palabras del cura todos reímos.
En lo alto la visión era sublime. Hasta ahora el sitio que pisábamos eran los parajes vírgenes de roca descohesionada en tierra que nos parecían inalcanzables, inescrutables desde abajo cuando los observábamos desde la colonia, y que cubría la montaña en su zona media, donde la lejanía nos había impreso una acostumbrada silueta, indesligable del lugar: una pequeña caseta rodeada de almendros, en cuyas inmediaciones y en algunas ocasiones habíamos visto moverse algo, quizás una persona...¿cómo se podrá mover en la pendiente del terreno? Y ahora lo hacíamos nosotros, visionando en sentido contrario al que acostumbrábamos. Desde la altura que siempre deseamos conquistar se nos mostraban crudamente los cambios que se habían producido en lo que había sido aquella primera línea de playa, la que antaño alineaba la colonia marítima con los interminables huertos de cañas de azúcar en la extensa vega que llegaba hasta el pueblo acompasada por el camino terroso por el que íbamos de paseo al pueblo escoltados por los altos cañaverales, el que de noche, al regreso, se convertía en un lugar peligroso, inundado de amenazantes peligros.
Con la luz del día aquellos cañaverales nos parecían amables, pero no tanto con la anochecida, cuando a oscuras retornábamos del paseo en el pueblo a la colonia. Entonces sus alargadas hojas mecidas por la brisa marina eran como prolongados brazos de oscuros y malvados seres: mantequeros, tíos del saco y otros que habitaban en nuestra temerosa y sobrepasada imaginación de niños, que quisieran atraparnos. El temor espoleaba nuestro miedo al creer que éstos nos acechaban tras las cañaveras y que en cualquier momento se abalanzarían contra nosotros, aprovechando la oscuridad de la noche y nuestra desvalida edad; obligándonos a llegar apresuradamente, corriendo, dándonos casi con los talones en el culo, hasta la solitaria colonia. Episodios que contábamos, ahora entre risas, al hilo de los profundos cambios que se habían producido en el sitio, y que escuchaba atentamente el cura. Ahora aquel camino de vuelta hasta la colonia marítima, al contrario que entonces, quedaba marcado en la noche por las luces de las farolas del nuevo paseo marítimo y las que emanaban del interior de los edificios de apartamentos que como setas habían crecido a lo largo de la antigua alineación de la huerta. Fue el inicio de la invasión de la vega.
Era aquella altura también privilegiado mirador desde el que se observaba imponente el mar --ampliada la visión hasta Salobreña--, con extensa y variada gama de colores: azules, verdes y lapislázulis que impregnaban el liquido lienzo como enorme paleta de pintor. ¡Qué sorpresa!, ahora casi tocaba la Punta de la Mona; en cambio el mar, conforme habíamos ido subiendo se había hecho más inmenso y más eterno: en la ascensión había amplificado su raya del horizonte. Oteamos, abajo, una pequeña cala con su playa, e iniciamos el descenso.
Proseguimos la bajada entre estrechos y pendientes senderos; y allí estaba, tal como nos lo habían descrito nuestros amigos pescadores: el Cotobro, una pequeña cala de ensueño con algunas barcas de pesca en la arena. Por supuesto nos quedamos allí. Conocer el resto de los confines de aquel paraje quedó para otro momento. Estábamos solos en la suite del edén. Sabíamos por nuestros amigos marengos que el poniente era el viento ideal para aquella parte de la costa, por lo que no nos sorprendió la mar serena que alcanzaba la orilla sin apenas moverse; en voz baja su cadencioso sonido, pero audible gracias al silencio que se había instalado en aquel sitio, resguardado por el terreno, como valor primordial que hacía intemporal el espacio. De la sorpresa pasamos al baño. Bueno al principio éramos remisos: Padre, no hemos hecho la digestión de las almendras; no nos podemos bañar, le dijimos ...: El que quiera bañarse que haga lo que yo, convino el sacerdote y lanzándose al mar le seguimos, disfrutando de agua tan cristalina que nos permitía ver el rocoso fondo.
Después, tendidos en las chinas de la playa le dimos una oportunidad a las últimas reflexiones sobre los cambios en la adolescencia, conversaciones que habían comenzado con el inicio de la marcha en la playa algunas horas antes, aprovechando ahora las buenas vibraciones del lugar y el buen rollo que flotaba en el ambiente entre el cura, de mentalidad joven, y nosotros, interesándose por nuestros problemas más inmediatos: la falta de libertad, encorsetada en una exagerada y represora disciplina; ya que los más transcendentes en la urgencia --la apertura a la sexualidad-- quedaron en nuestro pudor más íntimo, incapaces de exponerlo en público: Es que no nos dejan ni entrar en una discoteca, nos quejamos en colectivo...: Pensad, que aún sois muy jóvenes, argumentaba en una postura neutral el cura...:¿Pero si ya tenemos dieciséis años!; y así llevamos dos años. Le contábamos nuestra experiencia tiempo atrás con cierta expresión de frustración, intentando llevarnos al cura a nuestro terreno: Aquellas primeras sensaciones, asomándonos con curiosidad e indisimulado morbo a los prohibidos y prohibitivos locales; y recordábamos que efectivamente dos años atrás --mil novecientos sesenta y seis-- ya habíamos abjurado del niño que llevábamos dentro, el que aquel verano no se reconocía en nuestro obstinado interés por escudriñar frecuentemente los nuevos locales de ocio instalados en los bajos del paseo del Altillo, y que en la noche refulgían publicitando con luces de neón: bares, restaurantes, discotecas..., donde se concentraba toda la modernidad que venía allende nuestras fronteras.
Los cambios se habían acentuado con la llegada de los extranjeros: Bohemios franceses, beatnik alemanes y belgas, holandeses con estética hippie, y yé-yés nacionales se divertían, a la caída de la tarde y durante la noche, en la semioscuridad de las discotecas que irradiaban una artificial atmósfera por efecto de los focos de luz ultravioleta. Entre los parpadeantes destellos, los reciclados marengos, prófugos ahora de la mar, servían los cócteles de alcohol en largos vasos con mucho hielo a los incansables danzantes que bebían y bailaban sin parar moviendo caóticamente los brazos, a punto de salirse de sus articulaciones, con todo el cuerpo vibrando con los ritmos pop-rockeros al son de la música en el límite de decibelios permitido, y que sonaba en la penumbra de la sala, escenificando junto con las luces de colores y el olor a incienso y "otros" más fuertes y extraños, todo el artificio de la sicodelia pop, y que recibíamos como extraña bocanada de aliento de gigante cuando nos asomábamos a su entrada que se abría al oscuro interior como boca de Averno.
La prohibición de acercarnos a aquellos novedosos antros de perdición era razón suficiente para insistir en la atrevida ronda y observar desde fuera lo que se suponía que eran las sucursales del infierno; pero aquellas debían de ser muy singulares a juzgar por la actitud de gozo de sus demonios. Y continuando con el relato, recordamos que fue al pasar frente a la entrada abierta de la discoteca la Guitarra, cuando comprobamos en que consistían aquellos yerros: la música del órgano electrónico acompañado de suaves sonidos de percusión sacralizaba el inicio del acto ritual del baile juntos, embelesados, muy pegados los cuerpos, moviéndose lentamente, casi imperceptibles en los giros, en una cadencia de ritmo que imprimía la joven y solitaria voz en inglés del cantante, marcaban el tiempo que regía el preciso instante fusionando materia y emociones en un prolongado intercambio de deseo sexual, que se materializaba en un rincón semioscuro donde una joven pareja se besaban ávidamente, negando el mundo exterior...
Acaso no os deis cuenta de los peligros del consumo de drogas y del contagio de males en esos sitios... ¡debéis tener mucho cuidado!... por eso a vuestra edad no os dejan, objetaba en su papel de buen pastor el cura, sin mencionar a que males se refería; quizás los derivados de ese amor libre que se preconizaba muy cerca de allí, en el mitificado Torremolinos, a fin de evitar hablar de aquello que lo situaría en una posición incómoda frente a los cuatro, teniendo en cuenta que lo efímero y temporal del trato no era suficiente tiempo para instar esa especial confianza en temas personales, de los que, por cierto, ni siquiera hablábamos entre nosotros.
Y en amigable conversación se nos pasó el tiempo en un vuelapluma sin apercibirnos de la rapidez del paso de ésta. Llegados aquí apremiaba el retorno. Se nos había hecho muy tarde y nos estarían buscando: Tenemos que marchar ya, ¡venga!, nos instaba el sacerdote...: ¡La que se va a liar!, le dijimos casi suplicándole con los gestos y miradas su oportuna y convincente mediación con las monjas.
Conservo muy agradable recuerdo de aquella improvisada excursión. A la vuelta y aún cuando esgrimimos el aval del cura, ni que decir tiene que nuestro regreso a la colonia marítima, a hora tan intempestiva, fue continuación de la marejada que imperaba en la playa. Rayos y centellas cruzaron nuestros oídos en una monumental bronca que acabó en irracional castigo: dejarnos sin comer. Mereció la pena la sensación de libertad a cambio de la saciedad del pan; por lo menos en aquella ocasión.
Había tardado once años, pero al final trasgredí la marca; no sólo la física del mismo punto de obligado retorno en el que se tomó la fotografía de sor Gloria con los niños, sino la otra: la del aburrimiento, la de la estupidez, la de la disciplina exagerada, y la de la saturación de irraciocinio. Hoy me complazco en aquella trasgresión, en la rebeldía con la escapada sin rumbo predeterminado hacia donde me llevaran mis pies, y en la continua y perentoria necesidad, aunque fuera momentánea, de desprenderme del corsé que oprimía mi ánimo: asfixia por la que aquellos días del relato transitaba mi existencia.
FranciscoMolinaGómez
(Visité el Cotobro muchos años después con Teresa, mi mujer. No, no tuvimos que hacer ningún curso de escalada; llegamos cómodamente en coche. No me lo podía creer: habían urbanizado el cielo a fuerza de barrenar la roca, destrozando no sólo aquel singular paisaje, sino la propia montaña; ¡inaudito! De vuelta a la noche, al pasar cerca de la antigua casa del Francés, ésta se publicitaba con luz de neón como solitario pub, donde hicimos un alto a tomar unas copas ya que siempre me había apetecido subir hasta allí y conocer la casa. Desde la terraza donde ya refrescaba --sentados los dos alrededor de la luz de un grueso velón de sobremesa que iluminaba tenuemente las dos copas de cubalibres pedidas con mucho hielo-- se apreciaba el paseo marítimo como una sucesión de altas pantallas punteadas de luces, que impedían la visión inmemorial del pueblo con el castillo encaramado en la roca: definitivamente los árboles no dejaban ver el bosque. Dentro de los artefactos luminosos toda una legión de apartamenteros proseguían con su "normalizada" vida, cuando todo aquel territorio virgen había devenido ya en un monumental despropósito urbanístico.
A mi mujer y a mí nos interesó otros brillos: el reflejo de color plata de la luna en el mar, jugando a deslizarse entre las olas)
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