jueves, 1 de diciembre de 2016

EL CARBONERO QUE AMABA LA PINTURA










El Balcón de los Pintores: pintoresco rincón del Albaicín --Granada-- en el que un viejo balcón se encarama por encima del paisaje como si lo sobrevolara, y desde el que se domina toda la Alhambra (obra del pintor paisajista Tomás Martín Rebollo)


No sé porqué anidó siempre en mí, durante mi estancia en el orfanato, determinada querencia a interesarme por las personas al margen de lo estereotipado allí como normal; de mostrar cierta comprensión por los desahuciados dijéramos por alguna discapacidad física, a los que ya de entrada se les negaba la "normalidad" de integración en el grupo afín de edad, de crianza; vagando de aquí para allá; desconectados de la progresión educativa del resto de chicos. Dejando, por imposición, de ser sujetos de integración en el sistema establecido en aquel lugar como: corriente, estándar, uniforme, reglamentario..., en unos tiempos difíciles para los "diferentes".
Se les perdonaba ciertas extravagancias en la posterior condena, con el transcurrir del tiempo, de que su diferencia nos les haría hombres que se valieran por sí mismos el día de mañana; por lo que irremisiblemente serían siempre dependientes de la beneficencia, o de la caridad, o más bien de la compasión. Posiblemente aquella querencia mía obedeciera también a algunos de estos dos últimos sentimientos; no sé. Lo que si recuerdo es que surgía en mí cierto interés por relacionarme con ellos; quizás tuviera yo también en mi soledad interior un punto de extravagancia, espoleado, sin apenas apercibirme de mi carencia, por la ausencia afectiva reprimida, que me igualaba y que irremediablemente me acercaba a ellos; esgrimiendo su defensa ante los demás sin que me reconozca un quijote ni nada que se le parezca: primero miraba por mí cuando se trataba de guardarme las espaldas o el territorio conquistado en un lugar en el que si te dejabas avasallar eras "niño muerto".
Al principio siempre me aproximé a ellos, lo reconozco, con cierta prevención. Después fue la persona la que me fue conquistando, reflejándome en ellos como imagen en un espejo, de la que me gustaba lo que veía: eran excesivamente afectivos, y a sensu contrario solicitaban la misma o más afectividad de los que le rodeábamos. Ya he escrito sobre algunos: el Mudo, Rafael de las muletas...
No tengo ni que decir que, por el contrario, siempre había rechazado a los que mandaban, administraban, supervisaban, controlaban...; los taimados administradores, celadores y guardianes a los que denostaba, y de los que guardo un velado recuerdo que le he impuesto a mi memoria: personajes más que personas de vidas poco interesantes, anodinas, aburridas..., que no me han aportado algo válido en la vida. Todo lo contrario de lo que sí han hecho esas otras personas a las que sí me arrimaba en la oferta de una riqueza de matices que por desgracia sólo he sabido visualizar mejor en los recuerdos, al cabo del tiempo. La misma actitud de rechazo que he mantenido luego a lo largo de mi vida respecto de los que ahora  llaman "personas tóxicas". 
Después, al cabo de los años, reflexionando sobre todo aquello he descubierto que había en ellos cierta lúcida filosofía de vida --envidiable grandeza de saber sobrevivir en la adversidad de un contexto totalmente desfavorable; así como extremada y delicada dedicación a aquello que se le destinaba, poniendo toda la atención, todo el celo-- que les diferenciaba con ventaja de otros; e incluso en alguno de ellos percibí cierta sabiduría que los hacía aún más interesantes; incluso el añadido de un haber creativo como el caso del carbonero-pintor, desahuciado de la vida por pobre, persona ajena al ambiente del orfanato y al que conocí casualmente.








Ahora, a la vejez, a vuelta de todos los peligrosos recodos sobrevividos --pobreza, enfermedad, soledad...-- sólo le atenazaba un miedo: el de quedar desubicado definitivamente en el final del tiempo; el de no ser él mismo sino uno más en el anonimato, imitando a toda aquella caterva de gente cansada, de mirada anodina perdida en sus inaplazables asuntos, o hacia el televisor en lo alto de la repisa de un rincón del bar, mientras esperaban la llegada del tranvía para retornar a sus casas; mirándose de reojo; sin intercambiar ningún juicio, como mucho el relativo al frío o al calor; ninguna palabra, sólo interjecciones; ningún gesto que no fuera el cansancio de toda una jornada laboral; como si a los lados y detrás no hubiera nadie. Delante un deseo común: la necesidad de escapar a través de lo que parecía ser una única ventana al mundo, aunque fuera en negro más que en blanco. Una huida ficticia: ¿a qué mundo? Algunos --bastantes-- con las cabezas levantadas; casi sin parpadear. Aquello de ver la televisión era un buen ejercicio para no pensar, para abandonarse a las imágenes, comentarios y canciones, y así despreocuparse durante muchos minutos de los problemas acumulados durante el día; una prórroga en el hastío de la rutina diaria de una dictadura, dejándose llevar todos por la acariciante voz del locutor Raúl Matas en el largo magazín televisivo de la tarde-noche, dando paso a la no menos cálida, aunque más fresca y nueva de la cantautora Cecilia: "Mi querida España / esta España viva / esta España muerta...", sonando distinta después de la censura: "Mi querida España / esta España mía / esta España nuestra / De tu santa siesta / ahora te despiertan / versos de poetas / ¿Dónde están tus ojos / ¿dónde están tus manos? / ¿dónde tu cabeza?...".

Quería seguir existiendo, aún cuando ya portaba una pesada carga, he hizo nido: ubicó para siempre sus largas jornadas de mísero retiro de una vida sólo y muy pobre en el solitario rincón, debajo mismo del televisor mirando de frente, por contra, a toda aquella gente que en grupo homogéneo imitaban las mismas miradas vacías en alto, y para los que, seguramente, siempre había sido invisible. Ahora era él el que les descubría a ellos, auténticos invisibles, escrutando desde su posición contraria sus reprimidas emociones, sus prolongados silencios, sobre los que sólo se oía el murmullo al otro lado del bar con el trajinar de los camareros, y, sobrevolando por encima de su cabeza, la melódica voz de Cecilia en la imposición de la censura: "Mi querida España / esta España mía / esta España nuestra..."; de lo que en realidad quería decir: "Mi querida España / esta España en dudas / esta España cierta / De las alas quietas / de las vendas negras / sobre carne abierta / ¿Quién pasó tu hambre? / ¿quién bebió tu sangre? / cuando estaba seca..."; y en las miradas desviadas aunque fueran sólo unos segundos, por contraposición, empezó a ser visible para los otros.

Y para mí también que, a la misma hora, me unía con devoción al grupo de televidentes en los días de cambio; de final de etapa; del inicio de recientes proyectos cara a una rápida salida profesional: al principio de la década de los setenta me inicié en el oficio de opositor a la administración pública. Ahora al final del día, después de clase, transitaba por la ciudad en solitario sin más compañía que mis desgastados libros, hasta alcanzar la parada de tranvías frente al bar Humilladero, cerca del río Genil, a la entrada a Granada por su viejo puente de piedra. A esas horas también, después de una jornada de clases como aprendiz de pintor, Miguel Puentes un compañero de internado --fuimos varios los que, ante la devoción de Miguel Puentes por la creación pictórica, apostamos ante don Ángel, su maestro de estudios, por su ingreso en la Escuela de Arte y Oficios de Granada, a donde, concedida ya tal gracia, acudía por las tardes a clases de dibujo y pintura, y a cuyo término, a la noche, coincidíamos en el bar-- apurábamos en el entretenimiento de la televisión los últimos instantes del día en semilibertad vigilada, esperando la llegada del tranvía que nos retornaría al orfanato en Armilla, en un ir de viaje que en muchas ocasiones deseé, por entonces, que no acabara.

Su andar pausado, metálico, me reconfortaba, me hacía soñar en otro lugar más libre; en otro tiempo más amable; en un ilusionante futuro que se resistía en llegar; con sólo el consuelo, ahora, de un imaginario inédito recorrido sin fin; confundiendo tiempo y espacio en una misma cosa; conjugando el tiempo presente consciente de mis traumas y mis miedos --posiblemente los mismos que los de mi compañero de viaje--; sintiéndolos ambos. Me perturbaba el final del trayecto, el despertar del sueño en los alargados pabellones donde nos esperaban aquellos celadores y una cena muy fría. Había llegado al convencimiento de sentirme más acompañado en la soledad buscada que en la convivencia con mucha gente impuesta. Durante mucho tiempo deseé quedar varado en mitad de la vega, absorto en mis pensamientos; desvanecerme en mis numerosas cuitas. Otras veces suspiré perderme en un viaje hasta los confines del camino de hierro que nunca había visitado, y que siempre había imaginado como algo muy lejano; lo suficiente para olvidar los límites que cercaban mi existencia, reconfortándome durante el corto viaje en tales pensamientos. Sólo deseos que de principio empezaban a esfumarse en la realidad de aquel bar.

En los recesos del largo magazín recuerdo a un Miguel Puentes ilusionado, hablando sin parar de aquel esperanzado momento de su vida... feliz, mostrándome lo que hacía cada día. Tan enfrascados estábamos en las reflexiones artísticas que al principio no nos apercibíamos que desde hacía tiempo éramos observados por un extraño sujeto: un hombre ya algo mayor, extremadamente delgado hasta la consumación en sus continuas toses. Al cabo de un tiempo ya sentíamos como día a día nos miraba atentamente desde su refugio urbano: debajo del televisor que en alto dominaba el espacio del bar; solitario rincón desde el que veía pasar los hechos intrascendentes de la gente corriente; gente como él; como los camareros de mandiles blancos con lamparones; como los obreros de fiambrera de mimbre y tabaco negro; como los jóvenes estudiantes, desertores de la labranza y del campo...; como nosotros dos; y en el que refugiaba su vida pobre, trabajada hasta los últimos días. Sitio hecho lugar ya de muchas largas y tediosas tardes-noches de soledad ante un eterno café, ya frío... muy frío, demorando los sorbos en el tiempo; en un tiempo del que ya no se espera nada para uno mismo, simplemente poder reconocerte en la condición humana; poder observar y regocijarte con tus congéneres, y con suerte poder hablar con algunos de ellos.

Una noche se excusó de la intromisión en nuestra conversación, presentándose como el carbonero-pintor, e invitándonos  a ambos a un café que gustosamente aceptamos. A partir de aquel día, y durante casi seis meses, inauguramos a diario una tertulia a tres de la exposición de los trabajos de aquel alumno obsesionado con ser pintor, de mi experiencia como artista autodidacta, y de la vivencia que --confesaba su práctica desde muy joven-- había sido realmente la devoción de aquel carbonero: pintor de cuadros; ajenos los tres, desde entonces,  a la voz de Raúl Matas, el locutor del magazín de la tarde que se prolongaba hasta bien entrada la temprana noche de otoño-invierno; cara amable en el descrédito --aunque entonces no nos apercibiéramos-- de una televisión única, amañada; al fin y al cabo cómplice de la tergiversación de la letra de la canción da la cantautora: "Mi querida España / esta España mía / esta España nuestra...", que escondía la otra: "Mi querida España / esta España blanca / esta España negra / Pueblo de palabra / y de piel amarga / Dulce tu promesa / quiero ser tu tierra / quiero ser tu hierba / cuando yo me muera...". 

Ajeno tal vez, nuestro contertuliano, a la voz del locutor, sin embargo no lo era a la trágica semblanza de país, escondida por la censura en la otra letra. Esa había sido, y seguía siendo, en la congoja de su relato: su particular encrucijada espacial y temporal. Como muchos otros vivió el horror de la sinrazón de un país, y las penurias a las que avocó aquel espanto, y quedó atrapado sin poder alzar el vuelo, con las "alas quietas" atenazadas por el miedo y la pobreza que le predestinó desde muy joven --según nos fue contando-- al penoso y esforzado acarreo y reparto de carbón por numerosas viviendas de la ciudad, echándose a sus espaldas los pesados sacos del negro combustible, por cuyo penoso trabajo sólo pudo malvivir, prolongándose su miseria toda una vida, incluso cuando, pasados muchos años, se hizo cargo de la carbonería (cuando ya el gas butano le había ganado la partida al carbón), cuyo rédito más logrado fueron las "vendas negras" como alquitrán que se le fueron adhiriendo, con el tiempo trajinando entre el carbón, en los pulmones, oprimiéndolos, y que ahora le obstruían los bronquios haciéndole insufrible la respiración; mal crónico del que sólo se defendía tosiendo compulsiva e intermitentemente, aliviándolo en la compañía buscada y deseada de dos "pobres diablos", delante de unos cafés que no se acababan nunca, intentando descifrar con los vidriosos ojos rojizos --"¿Dónde están tus ojos?"-- por efecto de su exposición continuada al polvillo negro, aquellos posos que dibujaban formas oscuras en el fondo de la taza; ensimismado unos segundos en la interpretación de alguna premonición que sólo el presentía.

Era en su "carne abierta" la respuesta: "¿Quién pasó tu hambre?, ¿quién bebió tu sangre?, cuando estabas seca"... y nos mostró sus manos acartonadas y callosas --"¿Dónde están tus manos?"-- en las que prodigaban las durezas colonizando toda la piel, lo que no impedía que a la vez fueran estilizadas y sensibles cuando con un pincel imaginario en una de ellas pintaba de colores el aire, en un ejercicio de maestro, entusiasmado con el ficticio pincel saturado de pintura ante un supuesto lienzo blanco desentrañando sombras, descubriéndonos la excelencia de los más nimios matices, refiriéndonos --con su hablar pausados por las toses-- la odisea de la progresión del cuadro como un viaje fascinante de la vida --aquella de la que solo le salvó el arte; su religión-- a lomos del magisterio inmensurable de la naturaleza que le descubrió --y por ende nos transmitió a los dos-- la mística del acto creativo al querer atrapar el tiempo eterno de aquella; así como que en su trance ocurrían "cosas", pues como apostillaba sobre el final de sus obras: entre dos colores caben infinitos colores; entre dos instantes devienen infinitos instantes; y entre dos sucesos se suceden infinitos sucesos. Creo que al final venía a decir que entre sus dos "yo" había infinitos vacíos. ¡Entonces?... semejante pasión, semejante entusiasmo; aquella efusión, aquel calor; ese ímpetu, esa fogosidad --"¿Dónde tu cabeza?-- desmentían que los hados de su existencia, que anduvieron escasos de serle propicios en los afectos y en la riqueza, le fueran desfavorables al procurarle esos únicos y privilegiados momentos en que el ser humano trasciende la sustancia: de animal racional a creador. En definitiva era en su exaltación y apasionamiento que mostraba pese a su enfermedad de los más sutiles detalles, en las infinitas mezclas de colores, con los que nos sorprendió un día hablando con entusiasmo de un paraje singular en el Albaicín que había pintado hacía ya bastante tiempo: el Balcón de los Pintores, inmensamente rico. 

Y en la necesidad de contar aquella experiencia estética se humedecía intermitentemente los labios, como si el fuego de su interior los resecara... y se explayaba... y ahora hago legado de su relato: Subió al Albaicín a pintarlo durante todo un verano, comprobando de cerca el color que la luz variable a lo largo del día reflejaba distinto en aquellas añejas paredes; desgastadas por el tiempo y la humedad; degradados encalados que dejaban ver, a trozos, sus entrañas color ocre de los viejos ladrillos; conforme ascendía con sus bártulos de pintar arrastrando su melancolía, como catarsis de un nuevo ser que renaciera de sus miserias cada día, por el irregular y empinado empedrado del que sobresalían algunos poyetes para el descanso, la reflexión y el apunte a carboncillo del mundo que le rodeaba, visiblemente pasado de ruina pero milagrosamente en pie --creo que aludía a aquella obstinación de las casas aferrándose al terreno, al mismo desespero que experimentó siempre por sujetarse a la vida, a sobrevivir pese a lo vivido; a pesar de su melancolía--; prosiguiendo más tarde su ruta hasta llegar cada mañana al lugar donde la magia de un balcón no sólo impregnaba el paisaje sino también le envolvía su ánimo, siempre el mismo: casi sin respirar, maravillado sin atreverse a articular palabra, buscando la luz más favorable en la que aquella atalaya enseñoreara su realeza sobre el sitio. Después al cabo de varios días, una vez tuvo encajado el dibujo, esparció en la paleta un muestrario suficiente desde colores fríos a cálidos, que ordenó como degradado de acontecimientos que se producirían inevitablemente en la tela blanca, inmaculada, rompiendo ese primer temor atávico al vacío; y en un difícil ejercicio de extrapolación por descifrar sus códigos y sus claves, empezó por el fondo donde el cielo y el paisaje de tierra se difuminan en suaves colores planos... después los medios, donde empieza a trabajar la luz moldeando la materia... y por último los más cercanos de los detalles; siendo cada pincelada distinta de las otras; cada instante de recreación único; cada suceso irrepetible. Siempre estimé que en la revelación de sus secretos halló posiblemente el ungüento que curaba su herida y que generosamente nos lo regalaba.

Otra vez ocurrió: la misma prevención de siempre... las mismas dudas. Y es que nosotros no éramos nosotros: nos habían moldeado al antojo de otros y ya éramos irremisiblemente seres con muchas carencias y complejos: retraídos, esquivos, tímidos...; frágiles, creyéndonos a merced de cualquier filibustero...; con muchos miedos que inevitablemente se acentuaron un día en la rareza de aquellas circunstancias.

La tarde-noche --último día de clases antes de las vacaciones de Semana Santa-- en la que Miguel Puentes no se presentó a la cita diaria, viví una extraña situación coincidiendo con la invitación del carbonero-pintor de mostrarme su obra pictórica que guardaba en la carbonería que, según nos había dicho, no distaba mucho del bar. Cruzamos algunas estrechas calles transversales a la Carrera de la Virgen hasta detenernos en un portón antiguo de madera, algo desvencijado, que cerraba un bajo con apenas algunos huecos al exterior, inservibles a aquellas horas de la noche: el local, una antigua carbonería, no tenía luz eléctrica. Yo iba delante cauteloso, mirando el suelo muy negro de un largo pasillo, que liberaban a los lados dos montones apilados de negro carbón, tanteando los pasos a la luz de una potente linterna que desde atrás me iluminaba, y que portaba mi anfitrión, al que sólo se le oía su pertinaz tos. Me sentía acojonado por situación tan oscura y extraña, y, a la vez, arrepentido de haber aceptado su ofrecimiento, fabulando en mi pánico un inesperado ataque por las espaldas e imaginando ya la escondida reseña necrológica en el apartadillo de algún  periódico... y que duró hasta que unos instantes después el foco de la linterna  iluminó el lienzo que se apoyaba en pedestal de obra, acentuando aquella altura en la envolvente de la oscuridad  que un Balcón pareciera levitar  realmente de entre la edificación; momentos en los que suspiré para adentro, y me relajé algo  oyendo las explicaciones de su autor en la complacencia de la pintura... aunque no prestando atención del todo: apremiándole seguidamente a marchar de allí argumentando la urgencia de  no perder el tranvía. No me entretuvo más y me acompañó amablemente, pisando ambos el potente chorro de luz de la linterna sobre el ennegrecido suelo, hasta la puerta; despidiéndonos en el momento que lancé un profundo suspiro. Él permaneció en el vano abierto viéndome marchar, como demorando introducirse dentro, insistiendo en su despedida con gestos de la mano hasta que lo perdí de vista. Ya no lo vi más.

A la vuelta de las cortas vacaciones de Semana Santa no le encontramos en su perpetuo rincón --¡qué extraño!--.  Esperé los días siguientes, deseando verle aparecer para poder excusarme de mis prisas del último día, ansiando quedar con él, en el advenimiento del buen tiempo y con luz natural, para que me mostrara toda su obra creativa que guardaba en difíciles condiciones en la carbonería. Ver el rincón vacío me produjo cierta desazón que se fue convirtiendo en desconcierto en la persistente desaparición de los días sucesivos... ¿qué habrá pasado?, nos preguntábamos Miguel Puentes y yo... sin obtener respuesta cierta. Entonces me acordé de aquella última noche..., tal vez presintiendo su final próximo, quería compartir con alguien de confianza su más lograda experiencia plástica: la plasmación al óleo de un antiguo balcón que se asomaba al paisaje en difícil equilibrio sobre viejos muros encalados, y que era punto obligado para contemplación y trascripción al lienzo o al papel grueso de cualquier artista local que se preciara de la época, aunque no fueran aquellas las mejores condiciones para su disfrute...; no sé.

Ya no se presentó más a las citas, y en mi mente ha quedado grabado un rostro de ojos hundidos en la profundidad de sus órbitas, los que proyectaban en la vidriosa mirada un permanente poso de esperanza ; y el sonido de una voz ligeramente agrietada, velada por el carraspeo constante de algún mal pulmonar, por donde, seguramente, se le escapaba la vida; una vida que ciertamente sólo había redimido el arte... al que se aferraba... o más bien --en pasado-- se aferró hasta su final en el mismo lugar del que jamás había salido --"Quiero ser tu tierra, quiero ser tu yerba, cuando yo me muera"--. Nunca lo supe ciertamente.

Entonces en su prolongada ausencia, los dos "pobres diablos" acusamos, aún más, nuestra ya crónica soledad.




FranciscoMolinaGómez
(Estoy en deuda con toda esa gente... que me enseñó a ser fuerte en la adversidad... que me transmitió esa filosofía de subsistencia que practico: en el río de la vida no hay que nadar contra corriente, es imprudente y te puedes ahogar; por el contrario hay que dejarse llevar por ella, acompañando su fluir hasta alcanzar algún remanso en sus márgenes. Gracias por todo carbonero-pintor, y disculpas por aquel momento de desconfianza pues nosotros no éramos nosotros...)
      




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