Equipado y preparado para la instrucción |
Poco
tiempo tardamos en fotografiarnos todos juntos. Y ahí estamos todos,
la Doce Compañía en pleno, más de doscientas almas en cascada,
ocupando el espacio escalonado de la tribuna para las paradas
militares y los actos de jura de bandera; con la pose uniformada como
las ropas de faena que todos vestiamos, de tela áspera de color
tierra; el mismo pantalón con bolsillos bajos a los lados; la misma
camisa con solapas abiertas; las mismas botas pesadas; el mismo
correaje negro, dispuesto a modo de tirantes, atravesando las
trabillas de los hombros y sujetos al cinturón de hebilla dorada; el
mismo gorro alargado cubriendo las cabezas rapadas…; y ahí
seguimos todos con la expresión uniformada en más de doscientas
caras como si fuera una sola,…, donde reconozco… no sé… ¡ah, sí!: el T´ópolla, el L´óa (era de Loja), el Valenciá, el
Conguito, el Extremeño…, y yo, como siempre, en uno de los bordes,
sin querer significarme dentro del montón --actitud de supervivencia: una leyenda más: ¿a quién no le habían recomendado hacerse
invisible entre el colectivo, como pasaporte de una mili más
llevadera?--
Todos arropando a esa otra tropa, la que nos mandaba: un
barrigudo teniente de complemento que en ausencia del capitán de la
Compañía --éste nunca se presentó-- regía temporalmente nuestras
vidas y que por las tardes --después de la siesta--, nos instruía
en los secretos del funcionamiento de los mecanismos de las armas
--llegamos a desmontar y montar el fusil casi con los ojos cerrados y
en un plazo breve de tiempo--, y en las enseñanzas del catecismo
militar, condensado en un librito que comenzaba con aquella cuestión
que Pichardo, un labriego analfabeto, de facciones rudas --reclutado
del lugar más remoto de la Andalucía occidental--, y el que al
desatino de sus raros apellidos --Pichardo Bizcocho-- agregaba un
extenso muestrario de toscas maneras de comportamiento, nunca lograba
responder: A ver un voluntario; tú mismo Pichardo ponte de pie y
responde: ¿cuáles son los elementos del combate?...”, le
preguntaba el teniente repitiendo el mismo protocolo en todos los
inicios de las clases teóricas y el que
tras el acostumbrado minuto de silencio que se mascaba tensado como
un arco entre los hombros encogidos y la mirada suplicante del
recluta, le increpaba a voces lo de siempre: ¡¡¡Son tres: el
hombre, el armamento y el terreno!!!... ¡¡¡y las letrinas que
ahora mismo vas a ir a limpiar!!!... ¡¡¡cabeza de chorlito!!!...”;
y avergonzado, resonando de fondo algunas risas que escondían en los
que las proferían la misma inseguridad y el mismo miedo a la burla
pública escenificada, Pichardo Bizcocho marchaba con los bártulos
de limpieza hasta el pequeño barracón en un extremo del campamento,
al que se identificaba antes de llegar por el hedor insoportable que
se escapaba por sus huecos y que emanaba de los agujeros repletos de
heces de las tazas turcas instaladas en unas cabinas sin puertas;
abiertas al escarnio de la nula privacidad en su uso, intentando
mantener el equilibrio en el aire con los pantalones bajados en
patética postura de acuclillados cuerpos en un ejercicio
gimnástico de doble esfuerzo: el de presión sobre el esfínter anal
y el de evitar con el peso del cuerpo hacia delante el
desplazamiento del centro de gravedad, y así no caer de culo hacia
atrás.
Experiencia
que largamente vivimos --recuerdas Agustín-- en nuestra infancia de
orfanato cuando nos agachábamos con la misma turbadora postura en
aquellas infames y malolientes letrinas de patio de recreo adosadas a
la tapia. Junto
al barracón de letrinas se hallaba el de las duchas, al que nos
llevaban sólo un día a la semana, atravesando el descampado en
bolas; por toda vestimenta sólo el calzado y una toalla. El agua
escaseaba, así que había que circular rápido, sin pararse,
mientras los chorros de agua se proyectaban por todos lados...
arriba... abajo... a derecha...a izquierda... en diagonal... como si
atravesáramos un túnel de lavado
En
la foto colectiva que sigo observando, a la izquierda del teniente
barrigudo; un sargento joven de cara angulosa, exageradamente pulcro
en su uniformidad de faena y excesivamente rígido en los
ademanes --como si se hubiese formado en la escuela militar
prusiana de principios del siglo pasado--, mira a la cámara con un
autocomplaciente gesto de dominio sobre el personal del
que está acostumbrado a que cumplan inmediatamente --y sin
rechistar-- sus órdenes.
Proveniente
de la exigente escuela de suboficiales de el Talar de Gerona, desde
el primer día de instrucción se conjuró en hacer de aquel numeroso
grupo de mostrencos civiles la tropa más envidiada de todo el
campamento, aunque para ello nos hiciera tragar el polvo que
levantábamos en cada golpe de las pesadas botas sobre la tierra,
marcando el paso con el fusil al hombro en el campo de armas, en
maratonianas jornadas de instrucción, bajo un ardiente sol abrasador
y una desagradable sensación de picazón por todo el cuerpo,
producto del roce de la rígida tela del uniforme nuevo con la piel
sudorosa.
Todas
las mañanas después del desayuno, los instructores auxiliares
--cabos primeros, cabos y soldados, de tropa de reemplazo destinados
en la compañía-- nos ordenaban formar frente al edificio, en cuatro
filas por estaturas, de menor a mayor --según el puesto ya asignado
en la primera formación--, dirigiéndonos, para ello, todo tipo de
amenazas; metiéndonos bulla, golpeando las puertas metálicas de las
taquillas del dormitorio que sonaban a cañonazos: ¡Bichos!, a
los tres últimos en formar les meto un puro que se van a cagar….;
empujándonos mientras terminábamos de colocarnos los correajes y
recogíamos los cetmes --fusiles de asalto a los que en aquel tiempo
ya no se les proveía de bayoneta y al que, en el argot militar,
referíamos como chopo--. Si los suboficiales chusqueros eran los más
temidos por la tropa, éstos instructores, surgidos de la misma
tropa, eran los más despreciables por su arrogancia…; me
recordaban aquellos guardas del orfanato. En su actitud con los
superiores sobrepasaban la obligada disciplina militar con ciertas
señas del más soez servilismo: A sus órdenes mi sargento, sin
novedad en la formación.
Desde
ese momento éramos la materia a moldear por el severo instructor
militar de facciones angulosas y gestos duros: Con el fusil al
hombro derecho, firmes, media vuelta a la derecha ¡ar!, de frente
¡ar!...; y entonces sonaba en la recia voz del emulador de oficial
prusiano la cacareada letanía: ¡Un!, ¡os!, ¡er!, ¡aro!...,
de la que nos saciaríamos hasta llegar a ignorarla cuando, con el
tiempo, ya marcábamos el paso de forma automática, como si
tuviéramos un chip programado en el cerebro, sin atender a aquellas
imperativas y raras interjecciones: ¡Un!, ¡os!, ¡er!, ¡aro!;
¡un!, ¡os!, ¡er!, ¡aro!; ¡un!, ¡os!, ¡er!, ¡aro!..., pero
cumpliéndolas a rajatabla. Éramos para el inflexible sargento en
aquellos primeros días de instrucción carne sufridora de todo tipo
de improperios y escarnios en aras a salvar su reputación de domador
de reclutas: Venga mariposones que estáis agilipollados… Vamos,
más brío que parecéis maricones… Con fuerza: ¡tiene que
retumbar el suelo!, y yo no lo oigo…; sufriendo todo tipo de
zarandeos y empellones en especial los que perdían el paso al
iniciar la marcha con el pie derecho, en vez del izquierdo; los que
giraban en sentido contrario al de la orden; los que marchaban
encorvados, sin la marcialidad requerida; los que no mantenían la
distancia reglamentaria con el compañero de delante; los que no
asían correctamente el fusil; los que no movían el brazo
izquierdo en sincronía con los pasos; los que se salían de sus
filas, rompiendo la formación; los que se aturullaban sin atinar a
rectificar el paso cambiado; y no solo en la instrucción, aquella
violencia se prolongaba también a los torpes en la pista americana
de ejercicios; a los azorados tiradores que se giraban a preguntar al
instructor con el fusil en la mano en los ejercicios de tiro; a los
que no lanzaban lejos las bombas de mano, sobrecogidos por el
pánico…
Después
cuando aquello empezó a parecerse a una disciplinada y hasta vistosa
formación militar el sargento puso en práctica la segunda fase del
plan para conseguir su ansiado objetivo: la de las arengas emotivas: ¡Vamos¡ todos a la par, que ya somos los mejores…; y nos
veníamos arriba, imbuidos de una gallardía que hasta ahora no
habíamos experimentado, mezcla de autocomplaciente satisfacción y
de euforia de competición con las otras compañías, extrañados de
haber dejado atrás, tan prontamente, la insufrible penosidad del
calor, de los insultos, de los empujones, del irritante escozor del
roce del uniforme, del miedo al arresto; ahora todos rectos con la
mirada alta, marchando al unísono y marcando el paso con un único
golpe de sonido sobre la árida tierra: ¡¿Cuál es la compañía
más rápida?!... ¡¡la doce!!... ¡¿Cuál es la compañía más
temida?!.. ¡¡la doce!!... ¡¿ Cómo nos llaman?!... ¡¡¡la
turbo!!!...” y con la satisfacción de reconocernos en un mismo
grupo al que ya se le había inoculado por efecto del prolongado
internamiento y del adoctrinamiento militar cierto patriotismo que
iba creciendo conforme nos acercábamos a la fecha de la jura de
bandera.
Con
el recluta veterano --abanderado de la unidad-- encabezando la
formación portando el banderín, nos recogíamos marchando hacia la
compañía, cantando con voz recia y acordes nuestra canción;
aquella entresacada de la música de una película del primer
cinemascope nacional de principios de los sesenta, cuya letra glosaba
las peripecias amorosas de un soldado y una chica cañón del calibre
ciento ochenta y tres –Margarita--, y que acababa: “… / Doce
compañía / tercer batallón / si preguntas en San Fernando / te
dirán que es la mejor”.
FranciscoMolinaGómez
(continuará)
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