miércoles, 9 de agosto de 2017

DE LA MILI (IV): LA INSTRUCCIÓN










Equipado y preparado para la instrucción







Poco tiempo tardamos en fotografiarnos todos juntos. Y ahí estamos todos, la Doce Compañía en pleno, más de doscientas almas en cascada, ocupando el espacio escalonado de la tribuna para las paradas militares y los actos de jura de bandera; con la pose uniformada como las ropas de faena que todos vestiamos, de tela áspera de color tierra; el mismo pantalón con bolsillos bajos a los lados; la misma camisa con solapas abiertas; las mismas botas pesadas; el mismo correaje negro, dispuesto a modo de tirantes, atravesando las trabillas de los hombros y sujetos al cinturón de hebilla dorada; el mismo gorro alargado cubriendo las cabezas rapadas…; y ahí seguimos todos con la expresión uniformada en más de doscientas caras como si fuera una sola,…, donde reconozco… no sé… ¡ah, sí!: el T´ópolla, el L´óa (era de Loja), el Valenciá, el Conguito, el Extremeño…, y yo, como siempre, en uno de los bordes, sin querer significarme dentro del montón --actitud de supervivencia: una leyenda más: ¿a quién no le habían recomendado hacerse invisible entre el colectivo, como pasaporte de una mili más llevadera?--

Todos arropando a esa otra tropa, la que nos mandaba: un barrigudo teniente de complemento que en ausencia del capitán de la Compañía --éste nunca se presentó-- regía temporalmente nuestras vidas y que por las tardes --después de la siesta--, nos instruía en los secretos del funcionamiento de los mecanismos de las armas --llegamos a desmontar y montar el fusil casi con los ojos cerrados y en un plazo breve de tiempo--, y en las enseñanzas del catecismo militar, condensado en un librito que comenzaba con aquella cuestión que Pichardo, un labriego analfabeto, de facciones rudas --reclutado del lugar más remoto de la Andalucía occidental--, y el que al desatino de sus raros apellidos --Pichardo Bizcocho-- agregaba un extenso muestrario de toscas maneras de comportamiento, nunca lograba responder: A ver un voluntario; tú mismo Pichardo ponte de pie y responde: ¿cuáles son los elementos del combate?...”, le preguntaba el teniente repitiendo el mismo protocolo en todos los inicios de las clases teóricas y el que tras el acostumbrado minuto de silencio que se mascaba tensado como un arco entre los hombros encogidos y la mirada suplicante del recluta, le increpaba a voces lo de siempre: ¡¡¡Son tres: el hombre, el armamento y el terreno!!!... ¡¡¡y las letrinas que ahora mismo vas a ir a limpiar!!!... ¡¡¡cabeza de chorlito!!!...”; y avergonzado, resonando de fondo algunas risas que escondían en los que las proferían la misma inseguridad y el mismo miedo a la burla pública escenificada, Pichardo Bizcocho marchaba con los bártulos de limpieza hasta el pequeño barracón en un extremo del campamento, al que se identificaba antes de llegar por el hedor insoportable que se escapaba por sus huecos y que emanaba de los agujeros repletos de heces de las tazas turcas instaladas en unas cabinas sin puertas; abiertas al escarnio de la nula privacidad en su uso, intentando mantener el equilibrio en el aire con los pantalones bajados en patética postura de acuclillados cuerpos en un ejercicio gimnástico de doble esfuerzo: el de presión sobre el esfínter anal y el de evitar con el peso del cuerpo hacia delante el desplazamiento del centro de gravedad, y así no caer de culo hacia atrás.

Experiencia que largamente vivimos --recuerdas Agustín-- en nuestra infancia de orfanato cuando nos agachábamos con la misma turbadora postura en aquellas infames y malolientes letrinas de patio de recreo adosadas a la tapia. Junto al barracón de letrinas se hallaba el de las duchas, al que nos llevaban sólo un día a la semana, atravesando el descampado en bolas; por toda vestimenta sólo el calzado y una toalla. El agua escaseaba, así que había que circular rápido, sin pararse, mientras los chorros de agua se proyectaban por todos lados... arriba... abajo... a derecha...a izquierda... en diagonal... como si atravesáramos un túnel de lavado

En la foto colectiva que sigo observando, a la izquierda del teniente barrigudo; un sargento joven de cara angulosa, exageradamente pulcro en su uniformidad de faena y excesivamente rígido en los ademanes --como si se hubiese formado en la escuela militar prusiana de principios del siglo pasado--, mira a la cámara con un autocomplaciente gesto de dominio sobre el personal del que está acostumbrado a que cumplan inmediatamente --y sin rechistar-- sus órdenes.

Proveniente de la exigente escuela de suboficiales de el Talar de Gerona, desde el primer día de instrucción se conjuró en hacer de aquel numeroso grupo de mostrencos civiles la tropa más envidiada de todo el campamento, aunque para ello nos hiciera tragar el polvo que levantábamos en cada golpe de las pesadas botas sobre la tierra, marcando el paso con el fusil al hombro en el campo de armas, en maratonianas jornadas de instrucción, bajo un ardiente sol abrasador y una desagradable sensación de picazón por todo el cuerpo, producto del roce de la rígida tela del uniforme nuevo con la piel sudorosa.

Todas las mañanas después del desayuno, los instructores auxiliares --cabos primeros, cabos y soldados, de tropa de reemplazo destinados en la compañía-- nos ordenaban formar frente al edificio, en cuatro filas por estaturas, de menor a mayor --según el puesto ya asignado en la primera formación--, dirigiéndonos, para ello, todo tipo de amenazas; metiéndonos bulla, golpeando las puertas metálicas de las taquillas del dormitorio que sonaban a cañonazos: ¡Bichos!, a los tres últimos en formar les meto un puro que se van a cagar….; empujándonos mientras terminábamos de colocarnos los correajes y recogíamos los cetmes --fusiles de asalto a los que en aquel tiempo ya no se les proveía de bayoneta y al que, en el argot militar, referíamos como chopo--. Si los suboficiales chusqueros eran los más temidos por la tropa, éstos instructores, surgidos de la misma tropa, eran los más despreciables por su arrogancia…; me recordaban aquellos guardas del orfanato. En su actitud con los superiores sobrepasaban la obligada disciplina militar con ciertas señas del más soez servilismo:  A sus órdenes mi sargento, sin novedad en la formación.

Desde ese momento éramos la materia a moldear por el severo instructor militar de facciones angulosas y gestos duros: Con el fusil al hombro derecho, firmes, media vuelta a la derecha ¡ar!, de frente ¡ar!...; y entonces sonaba en la recia voz del emulador de oficial prusiano la cacareada letanía: ¡Un!, ¡os!, ¡er!, ¡aro!..., de la que nos saciaríamos hasta llegar a ignorarla cuando, con el tiempo, ya marcábamos el paso de forma automática, como si tuviéramos un chip programado en el cerebro, sin atender a aquellas imperativas y raras interjecciones: ¡Un!, ¡os!, ¡er!, ¡aro!; ¡un!, ¡os!, ¡er!, ¡aro!; ¡un!, ¡os!, ¡er!, ¡aro!..., pero cumpliéndolas a rajatabla. Éramos para el inflexible sargento en aquellos primeros días de instrucción carne sufridora de todo tipo de improperios y escarnios en aras a salvar su reputación de domador de reclutas: Venga mariposones que estáis agilipollados… Vamos, más brío que parecéis maricones… Con fuerza: ¡tiene que retumbar el suelo!, y yo no lo oigo…; sufriendo todo tipo de zarandeos y empellones en especial los que perdían el paso al iniciar la marcha con el pie derecho, en vez del izquierdo; los que giraban en sentido contrario al de la orden; los que marchaban encorvados, sin la marcialidad requerida; los que no mantenían la distancia reglamentaria con el compañero de delante; los que no asían correctamente el fusil; los que no movían el brazo izquierdo en sincronía con los pasos; los que se salían de sus filas, rompiendo la formación; los que se aturullaban sin atinar a rectificar el paso cambiado; y no solo en la instrucción, aquella violencia se prolongaba también a los torpes en la pista americana de ejercicios; a los azorados tiradores que se giraban a preguntar al instructor con el fusil en la mano en los ejercicios de tiro; a los que no lanzaban lejos las bombas de mano, sobrecogidos por el pánico…

Después cuando aquello empezó a parecerse a una disciplinada y hasta vistosa formación militar el sargento puso en práctica la segunda fase del plan para conseguir su ansiado objetivo: la de las arengas emotivas: ¡Vamos¡ todos a la par, que ya somos los mejores…; y nos veníamos arriba, imbuidos de una gallardía que hasta ahora no habíamos experimentado, mezcla de autocomplaciente satisfacción y de euforia de competición con las otras compañías, extrañados de haber dejado atrás, tan prontamente, la insufrible penosidad del calor, de los insultos, de los empujones, del irritante escozor del roce del uniforme, del miedo al arresto; ahora todos rectos con la mirada alta, marchando al unísono y marcando el paso con un único golpe de sonido sobre la árida tierra: ¡¿Cuál es la compañía más rápida?!... ¡¡la doce!!... ¡¿Cuál es la compañía más temida?!.. ¡¡la doce!!... ¡¿ Cómo nos llaman?!... ¡¡¡la turbo!!!...” y con la satisfacción de reconocernos en un mismo grupo al que ya se le había inoculado por efecto del prolongado internamiento y del adoctrinamiento militar cierto patriotismo que iba creciendo conforme nos acercábamos a la fecha de la jura de bandera.

Con el recluta veterano --abanderado de la unidad-- encabezando la formación portando el banderín, nos recogíamos marchando hacia la compañía, cantando con voz recia y acordes nuestra canción; aquella entresacada de la música de una película del primer cinemascope nacional de principios de los sesenta, cuya letra glosaba las peripecias amorosas de un soldado y una chica cañón del calibre ciento ochenta y tres –Margarita--, y que acababa: “… / Doce compañía / tercer batallón / si preguntas en San Fernando / te dirán que es la mejor”.



FranciscoMolinaGómez
(continuará)











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