En
ocasiones los artistas gráficos se devanan los sesos intentando
conseguir la forma ideal de algo que se proponen diseñar para una
utilidad concreta, un reto a su capacidad creativa que difícilmente
logran, cuando el asunto es más fácil pues los modelos de los que
aprender los tenemos ante nuestros ojos: basta observar con paciencia
y con todos los sentidos lo que de forma pródiga nos oferta la
naturaleza: un nido sin ir más lejos.
De
adolescente, entre los dieciséis y diecisiete años de edad un joven
y erudito profesor de filosofía, sin dar tiempo apenas a presentarse
y a que le hiciera una radiografía sobre su persona, me sumergió
ya desde muy temprano en el discernimiento metafísico de las “cosas
y sus causas” –en particular las causas primeras--, como el
“saber” que constituía fundamentalmente el conocimiento
filosófico.
Después
pasé períodos de mi vida dilucidando la razón primaria --el
embrión-- de conceptos que difícilmente se darían sin la
concurrencia de otros, sin que sepamos bien quién es el
complementario de quién, cual se erige en inicial y ordena su
suplemento, pues el primero no se podría explicar racionalmente sin
el concurso con el segundo, o con un tercero, o un cuarto... sin
excluirse entre ellos.
Más
tarde, durante
un largo tiempo de una etapa de mi vida, la de interminables sesiones
de tablero de dibujo robándole horas al día, al ocio, y al sueño
me obsesionó una de esas cuestiones que oportunamente se me ofertó
a la reflexión como axioma para resolver los problemas prácticos
que como obstáculos se interponían en mi camino cuando trataba de
aprender a amasar el barro, a configurar la materia, a definir la
volumetría y la forma cada vez que me enfrentaba al novedoso y
complicado, para mí entonces, estudio de la proyectación
arquitectónica, por lo que implicaba de incertidumbre aquella
disyuntiva que ya a principio del siglo veinte polemizaran los
llamados funcionalistas frente a los otros denominados formalistas y
que permaneció vigente durante buena parte del mismo, el tiempo de
mi formación como arquitecto: ¿Es la forma la que sigue a la función, o es la función la que sigue a la forma?, ya que --pensaba--
tal vez en realidad no exista claramente una jerarquía de
dependencia de rango pues ambas podían ser cuestiones iniciales y
complementarias indistintamente, adaptando en mi caso la preferencia
de una sobre la otra según la conveniencia del discurso en cada uno
de mis ejercicios de proyecto de diseño. Aquello nunca me quedó
claro, quedando guardado en la carpeta de dudas que mi cerebro
archivó celosamente, dispuesto a abrirla en cualquier momento.
Siempre hay una ocasión cuando te empeñas en ser un empedernido
observador de lo que te rodea.
La
forma sigue a la función, ¿o es al contrario?
Aquel
invierno particularmente lluvioso iba perdiendo fuerza en la medida
en que los días comenzaban tímidamente a alargarse y la luz de la
mañana le iba restando, poco a poco, protagonismo a la bruma gris y
húmeda con la que había despertado durante muchos días de los
meses anteriores, los que permanecí parapetado entre las
confortables paredes de mi casa, a la que habían puesto cerco con
inclemencia y ánimo de asalto; tanto lluvia como viento, e incluso
nieve, pero sobre todo un hiriente frío que amenazaba suspenso en la
húmeda y espesa neblina que dejaba gravitando en el ambiente,
ocupando todo el espacio exterior, las intermitentes treguas que la
lluvia daba después de cada chaparrón; intentando penetrar en la
vivienda, colarse por entre las rendijas de los grandes ventanales,
obligándome a permanecer encerrado al calor de la calefacción –soy
muy friolero y suelo destemplarme fácilmente-- a resguardo del
gélido aliento exterior, con su veladura persistiendo parasitada en
los cristales del salón por su orientación norte que da al jardín;
predio al que mis sentidos habían abandonado ya a finales de otoño,
cuando éste empezaba a adquirir una visión decadente y deformada de
la exuberante imagen con la que se mostrara en los tiempos de las
estaciones verdes, especialmente bien entrada la primavera. En
aquellas adversas circunstancias no me interesaba lo que ocurría
más allá de los vidrios empañados.
Y
la borrosa bruma se fue retirando, cada día más desdibujada,
empujada por una poderosa luz que comenzó a perfilar de nuevo las
siluetas de las cosas: la protección de ladrillo visto de la
terraza; la bignonia con las nuevas hojas sobresaliendo por encima de
la pérgola de madera; los sauces llorones al fondo con sus primeras
lagrimillas de amarillo verdoso colgando, apuntando sus lloros al
césped que lucía un aterciopelado verde rutilante... una explosión
de vida que me impulsó a aperturar casi inconscientemente la puerta
de la terraza que da al jardín poniendo felizmente fin a mi
enclaustramiento de tantos meses; y de golpe los sentidos se me
avivaron, rememorando sensaciones ya conocidas pero ahora más
intensas: el olor fresco, dulce y suave de la fértil tierra aún
húmeda de la que brotaban los renovados árboles como caleidoscopio
de verdes con matices en todas sus gamas: desde el verde limón de
los sauces al verde esmeralda de los chopos, hasta el más oscuro
casi azulado de la arizónica, y a los que sobrevolaban las primeras
bandadas de pájaros en particular de uno de plumaje negro carbón y
pico de un vivo color amarillo naranja –el mirlo común, creo-- que
ha colonizado toda mi urbanización y la de los alrededores, pues ha
estableciendo su hábitat, al parecer, en toda la zona noroeste de
Madrid, anunciando su renovada presencia –si acaso alguna vez se
hubiera ido-- con un singular sonido aflautado, melodioso y grave que
cambia, en algunos momentos, a una cadencia rítmica inconfundible a
mis oídos por disonante: sriiiiii,
pouk-pouk-pouk, sriiiii...
Una
nueva etapa. El renacimiento de la naturaleza: la primavera. Todo
comenzaba a mi alrededor otra vez después de que plantas e
instalaciones del jardín hubieran sobrevivido a los elementos
naturales, resistiendo sus agresivos efectos: el arriate de adelfas
mostraba ufano, de nuevo, su porte erecto de gran arbusto, uniendo en
sus extremos la pérgola de madera con la zona de representación
estatuaria donde luce blanca caliza una Venus de Milo, reproducción
doméstica de la encontrada en la isla egea de Melos, enterrada,
mutilada de brazos... a cuya extraña visión me he acostumbrado, no
así un familiar próximo cuando la vio por primera vez en la visita
al jardín, dirigiéndose a mi mujer: Oye Niña, acaso es que había
mucha diferencia de precio con otra igual, pero con brazos... sin
comentarios. La diosa del amor y la belleza mira eterna, impasible
sin inmutarse la fuente que rige poderosa en el centro del jardín, y
que es estanque, pilar y surtidor, a la vez, en los juegos
simultáneos de agua. Todo familiar, todo reconocible, salvo: ¡Eh!,
esto que es... parece un... sí es, no hay duda... qué perfección...
Apoyado
sobre uno de los soportes de la pérgola, arrimado al sardinel de
ladrillo visto de protección de la terraza y al amparo del follaje
de la bignonia había descubierto con sorpresa por lo accesible a la
vista un nido de pájaros vacío recién construido. Círculo
perfecto, como si se hubiese trazado con una plantilla, para un
habitáculo de paredes y suelo de pajitas entrelazadas y rigidizadas
con barro, formando una concavidad ideal para la futura nidada. Pero
donde estaba la pareja de eficientes constructores. Quizás habían
abandonado el nido cuando se apercibieron de mi presencia, y ya
advertidos pensé que no volverían por aquellos lares. Estuve
tentado de trasladarlo a otro sitio del jardín de más privacidad a
resguardo de miradas directas que pudieran entorpecer el milagro de
la vida. Pero quién era yo para cambiar el devenir de los
acontecimientos que otros seres habían decidido: eligiendo aquel
lugar habían conseguido que su futuro cubil se asentara sobre base
firme y segura, además de obtener fácilmente del jardín todos los
materiales que necesitaban.
Ni
siquiera me atreví a levantarlo, acaso solo tocarlo para apreciar su
perfección de trazado y su curiosa textura. Viendo aquella forma
eficiente --redonda para conseguir el máximo de hábitat para los
futuros polluelos con el mínimo de materiales, sin rincones donde
pudiera quedar marginada cualquiera de las crías, aprovechando la
rigidez del círculo para las paredes que crecían al exterior en
espesura de paja, palitos y broza, aglutinados por el barro, haciendo
un contenedor indeformable y compacto-- rememoré el discurso que mi
mente había archivado en su día y que mi memoria traía a colación
ahora: ¡Ay carajo! pues va a ser que lo primero es indefectiblemente
la forma, dándole inicialmente la razón a los formalistas: concebir
primero el ingenio para la función deseada; en el símil sería como
el guante que espera su mano antes de que esta aparezca; ¿pero la
mano se adaptaría a la perfección al guante?; sería suficiente la
dimensión para el número de crías, se encontrarían seguras,
recogidas y protegidas en aquel reducido espacio desde su nacimiento
hasta su madurez cuando ya pudieran volar y valerse por ellas
mismas... No quise engañarme con aquellas primeras apreciaciones y
seguí esperando acontecimientos con impaciencia. Lo dejé allí, en
el mismo lugar, expectante, por lo que decidí interferir lo menos
posible en el desarrollo de la futura anidada, si es que esta se
llegaba a producir. Al principio cumplí con aquella intención, pero
más tarde mi curiosidad... era imposible no estar todos los días
pendiente de novedades. Y vaya que las hubo y no una:cuatro.
No
sé que era más fuerte si mi sorpresa de aquella mañana cuando
irreprimiblemente me asomé al nido o la emoción de privilegiado
espectador. Tan cerca que los podía tocar. Qué maravilla. Allí
estaban, agrupados en el fondo del nido: cuatro huevos de color
verdoso azulado con moteados en ocre habían aparecido de la nada
como por arte de magia de un día para otro. Embriones de vida en
potencia, envasados en duras cáscaras ovoides que les protegían del
exterior, acoplándose al fondo semiesférico del suelo del nido para
un mejor reparto del calor en la incubación. Perfección de forma.
No tardé en comprobar su lisura pasándole suavemente la yema de
los dedos por uno de ellos; extrañándome aquel absoluto abandono,
aquella desasistencia de alguno de los progenitores en la tarea del
empollamiento. Quizás éstos se habían apartado del nido percatados
de mi salida a la terraza y seguramente me estuvieran observado a
corta distancia parapetados en la maleza del jardín. Posiblemente lo
habían hecho ya la vez que descubrí el nido. Ahora sabían que no
les haría el menor daño. Creo que desde entonces se estableció
entre la pareja y yo una relación de forzosa convivencia, aunque no
de confianza pues siempre me negaron su presencia.
No
tenía ni idea de cual sería el tiempo necesario de incubación para
que las crías eclosionaran de su cascarón por lo que le impuse a mi
curiosidad un tiempo prudencial de tregua a fin de que la experiencia
de la vida llegara a buen puerto. Me abstuve de salir a la terraza
durante ese tiempo, aunque vigilaba escondido en el salón tras los
estores de las ventanas, momentos en los que observaba ansioso el
proceso de incubación, con un progenitor encima de los huevos con
medio cuerpo ocupando todo el nido, sin inmutarse, quieto como
extasiado sin apenas moverse para cambiar de postura. De cuando en
cuando se acercaba la pareja de un negro tizón con una lombriz o
insecto en su pico naranja: No hay duda se trata de una anidada de
mirlo común, los que después excretarán irrespetuosamente en
cualquier sitio del jardín: cerca, muretes, terraza, mobiliario,
plantas... con esas enormes cagadas que no hay manera de
limpiarlas... y si no al tiempo; espetaba por lo bajo mientras
observaba. Escatológico futuro asunto que quedó olvidado ante la
tierna visión de lo que contemplaba bastantes días después. Quién
no se enternece ante la pollada recién nacida: tan pequeños, tan
desvalidos, tan desnudos con apenas restos de fino plumón,
acurrucados unos contra otros dándose calor, ocupando ya seguramente
su sitio que empezarían a defender con sus garras y picos, aún muy
tiernos, de los empellones de sus hermanos durante su crianza,
haciendo prevalecer su presencia frente a los otros en las
reclamaciones de la comida, en la atención de los padres, en la
colonización de su espacio... en la supervivencia en fin para no ser
el más indefenso en la nueva experiencia que acababan de estrenar.
La competencia comenzó desde el primer día: uno de ellos estaba
literalmente enterrado en los cuerpos calientes y desnudos de los
demás, mientras otro aparecía expuesto en toda su vulnerabilidad al
ambiente...
Al
arrullo de la fina broza, adormilados como los bebés recién
nacidos, con los enormes ojos cerrados a cal y canto, sin visión, en
un sopor de sueño en el que sólo la agitada respiración mostraba
indicios de que estaban vivos, estrenaban hermanados los primeros
días de su existencia. Viéndolos así de tranquilos y confiados
reposando en la cama de paja parecía que la esperada mano se había
introducido con satisfacción en el guante. El celebrado contenedor
cumplía a la perfección su función, ¿pero sería así siempre?
pues aquí al contrario que en el símil la pollada iría creciendo
mientras el nido se mantendría invariable. Habría alguna relación
de forma instintiva entre el número de crías –cuatro-- con la
capacidad del nido, al igual que en el guante la dimensión de cada
dedo –todos distintos-- con su envolvente. Si fuera así, si el ave
concibió la forma en virtud de códigos ya inscritos en su instinto
animal según la pollada a criar –cavilaba--, aquella primera
premisa de la forma como causa primera de la función que apreciara
al principio se invertiría, pues el guante se había confeccionado
teniendo en cuenta el tamaño de la mano, y entonces tendría que
darle la razón a los funcionalistas. Qué lío: Estoy más confuso
que tiempos atrás. Tendré que seguir observando la evolución de
esta fascinante aventura de la vida en la que he puesto todas las
expectativas de biólogo aficionado y de paso dar alguna luz a la
disyuntiva que me interesó durante el tiempo de estudiante... bueno
y ahora. Es fascinante.
¿Dónde
está la clave de esta última reflexión?, me preguntaba: Quizás en
algún dato que el devenir de los acontecimientos me mostrará
seguramente. Seguí como al principio: expectante, observando día a
día la evolución de la vida, cómo esta aprovechaba su oportunidad
en cualquier resquicio que se le ofreciera; cada vez más sorprendido
del instinto de supervivencia de los guacharros –así llamaba de
pequeño a las crías de pájaro-- con los picos abiertos como
enormes embudos naranjas, sin cansarse, sin cerrarlos, como reclamos,
tanteando a ciegas en el aire el pico de sus progenitores con la
ansiada carnaza de lombrices, gusanos e insectos; peleando por el
alimento, compitiendo desaforadamente entre ellos, cada uno
reclamando su atención con agudos sonidos guturales: Quién no llora
no mama, dice el refrán popular… y era cierto pues había uno que
siquiera protestaba, el que menos peleaba, al que alimentaban cuando
ya se saciaban los demás. Se le notaba por días un visible déficit
de crecimiento. Era ya, y sería para siempre, el más indefenso,
hacia el que mostraba cierto sentimiento de lástima y ternura, y al
que rescaté en cierta ocasión de la tierra del jardín adonde había
caído desde el nido.
Sucedió
pasadas un par de semanas, cuando el cuerpo de las crías empezaba a
aparecer cubierto de un plumón negro y el tiempo del jardín había
hecho brotar en profusión flores blancas en las adelfas y
anaranjadas en la bignonia, éstas ya tan abiertas en sus pétalos
acampanados ofertando ser polinizadas como las bocas de las aves
reclamando su ración de sustento; a juego ambas en el color como si
cuatro de aquellas flores hubiesen caído casualmente al nido.
Transcurría el tiempo que seguía marcando una ya desaforada
curiosidad. Una mañana de tantas: ¡Anda!, falta uno... y eso...
dónde está... es imposible... si todavía no pueden volar, e
inmediatamente tuve una corazonada. Bajé al jardín y me apresuré
hacia la zona de debajo de la pérgola. Lo identifiqué enseguida. Su
cuerpo encogido, su retraso en el crecimiento de las alas, su
resignada postura sin protestar... era él, el más vulnerable, el
paria del nido. Ni siquiera en el suelo desposeído de su zona de
confort profería ningún sonido que denotara petición de socorro o
auxilio. Cuando lo ahuequé en la palma de la mano noté en mi piel
una sensación extraña de suavidad y calor a la vez. Le pasé la
otra mano acariciándole el dorso comprobando el plumaje de las
incipientes alas que le crecía más recio que el resto del cuerpo, a
cuyas muestras de afectividad no reaccionó. No se inmutó lo más
mínimo, permaneciendo callado y sumiso: Quizás se haya caído
accidentalmente del nido o expulsado de éste por sus compañeros más
fuertes ante una situación de overbooking
en
el confortable hogar. Si así fuera, si al final se demostrara que la
concepción de la forma del nido no era suficiente para satisfacer
las necesidades de las crías en su evolución hacia su estado
adulto, mi desconcierto sería mayúsculo pues aquello me indicaría
que la mano no entraría en la forma del guante al estrecharse éste
en el acoplamiento
de los dedos impidiendo su correcto funcionamiento, haciendo inviable
el planteamiento de la disyuntiva que tiempo atrás me ocupara, iba
cavilando mientras subía de nuevo a la terraza. No fue así pues
cuando lo reintegré del nuevo al nido había espacio suficiente para
todos. Lo coloqué en el sitio al contrario del que ocupaba el que
parecía el más grande, el más adelantado, quizás el más astuto y
tramposo, o tal vez el mejor superviviente, que mostraba un lustroso
aspecto casi de adulto, sin que ninguna de las otras crías se
asustaran de mi presencia, ni les intimidara el roce de mi mano sobre
sus cuerpos. Estaba claro que, al contrario de sus progenitores,
habían aceptado mi presencia; o es lo que creí en aquel momento
cuando aún no tenían desarrollado el sentido de la vista apreciando
sólo sombras y manchas... después descubrí que siempre había sido
un intruso.
El
dato que ansiaba conocer para resolver de una vez la disyuntiva llegó
desgraciadamente envuelto en un caos, en un dislate, en una
disparatada confusión tanto para la familia de pájaros que
entraron en estado de pánico y estrés con trágicas consecuencias,
como, especialmente, para mí que lo había provocado sin intención,
sobrepasándome los acontecimientos de lo que supuso el final brusco
de aquella experiencia natural: una espantada al grito de ¡sálvese
el que pueda!, incluso para mí. Habría pasado ya casi un mes desde
que nacieran las crías cuando en una de aquellas rondas en el nido,
que mi curiosidad le seguía imponiendo a mi voluntad, me apercibí
de que una de ellas, la más fornida, ejemplar casi adulto luciendo
ya un desarrollado plumaje, estaba fuera del nido y posada
tranquilamente debajo de éste en uno de los travesaños de madera de
la pérgola. Situación que mi mente procesó rápidamente como
anómala, y creyéndome otra vez en el salvador providencial de
aquella prole que para ello --pensaba-- me habían aceptado, ni corto
ni perezoso, no pensándomelo dos veces, la cogí confiado de su
docilidad para depositarlo a continuación en el nido abarcándole
por detrás con la mano todo el cuerpo del ave, la que ante mi
sorpresa empezó inmediatamente, como un resorte, a agitarse entre
mis dedos, percibiendo con estupefación a través de la mano la
angustia del animal al sentirse atrapado así como su continuo
forcejeo en los intentos desesperados de zafarse de la “zarpa”
que le oprimía, emitiendo agudos chirridos que alborotaron al resto
de sus hermanos organizándose un guirigay, una baraúnda de gorjeos
como gritos; un ruidoso jaleo con aspavientos de los componentes del
nido como si les atacara un depredador que puso en alerta a los
progenitores que, saliendo rápidamente de alguna parte del jardín,
donde estaban parapetados vigilantes, agravaron aquel inicial
desorden con una serie de chillidos precipitados, ruidosos y
amenazantes, aleteando sin parar delante de mi cara, desafiantes en
defensa de sus crías, produciéndome tal estupor que lo solté
antes de que me diera tiempo a reintegrarlo en el nido, saliendo
disparado en el aire como si de repente frente al peligro se le
hubiera activado su instinto de volar. Momento culmen de la
espantada abandonando todos precipitadamente el nido, cada uno como
pudo, en una huida a medio andar y medio volar torpe por el jardín
siguiendo a los adultos hacia la amplia zona ajardinada comunitaria
parapetados en la escapada entre la maleza de las adelfas y la
arizónica del vecino, con gran alboroto y ruido de aleteos,
desvaneciéndose todo aquel alboroto por encima de la cabeza de la
Venus de Milo como efímero sueño de diosa. Después siguió un
extraño silencio. Parecía que el mundo se hubiera detenido; el
tiempo de unos segundos que me parecieron eternos. Miré el nido
vacío y aún no entendía lo que había sucedido, ni el porqué.
Bajé
al jardín intentando reconstruir el camino de la huida por si
hubiese quedado atrapado alguno entre el follaje y entonces hice el
penoso descubrimiento: en el estanque de la fuente, cabeza abajo y
con las alas abiertas a ambos lado yacía ahogada la cría que tiempo
atrás rescatara del suelo; una vez más la supervivencia se rompía
por el eslabón más débil; el pánico aumentado por su
desvalimiento le había impedido entender la ruta de salvación que
los padres habían marcado para todos ellos, tomando el itinerario
equivocado. Impresionado y algo trastornado, sintiéndome culpable
del trágico final la rescaté del agua y la deposité bien escondida
entre la espesura de una planta tapizante de flores aromáticas que
regía en el centro del jardín comunitario como última morada, en
desagravio a mi torpeza. Me sentí afectado un par de días, momentos
de reflexión sobre todo lo que había sucedido: sobre los
precipitados finales de recorrido cuando siquiera acabas de comenzar
a caminar; sobre la vida y las actitudes en la supervivencia muchas
veces condicionadas ya al enfrentarnos a ella: ¿porqué sucede a
menudo que si eres discreto, si no haces ruido, ni no armas jaleo, si
no montas pelea... desgraciadamente no prosperas?; sobre el miedo a
quedar atrapado en las garras que aprietan voluntades y que te
impiden ser libre, volar; sobre las encrucijadas con itinerarios
equivocados; sobre mi profesor de filosofía cuando era adolescente;
sobre las innumerables dudas que me dejó; sobre la metafísica;
sobre las causas de las cosas; sobre la causa formal: Forma
est quo ens est id quod est, vel tale quale est (Forma es aquello por
lo que una cosa es lo que es o tal como es); sobre
los errores que cometemos sin quererlo en el transcurso de nuestra
existencia, como el haber interferido todos aquellos días en los
designios de la naturaleza creyéndome ingenuamente capacitado para
intervenir, modificar, desviar... el curso de los acontecimientos
naturales, de sus sabias leyes. Qué legitimidad me asistía en el
hecho de haber impedido bruscamente el discurrir natural y propio en
la evolución de la crianza del polluelo ya casi adulto que habiendo
abandonado voluntariamente el nido, estaba preparado, seguramente,
para iniciarse de manera progresiva y durante algunos días en la
extraordinaria experiencia del vuelo que le llevaría a su plenitud
como adulto y al que le seguirían
los demás conforme iba quedando menos espacio en el nido --sabia decisión formal de la naturaleza--,
emancipándose de sus progenitores, los mismos que ya les habían
transmitido en sus genes cómo deberían construir su futuro nido en
razón de la prole a criar confluyendo forma y función al mismo
tiempo: forma primaria, círculo, integración, totalidad,
incubación, percepción, calor, confort, compañía, infinito, comodidad, desarrollo, vida, símbolo cósmico, libertad, volar... en
definitiva una forma ideal para un complejo programa de vida... lo
que hubiera sucedido de no haber concurrido allí una variable no
esperada: mi obstinada presencia.
FranciscoMolinaGómez
(Mi
único consuelo a aquel dislate fue el de rescatar de la carpeta de
dudas de mi cerebro la tan traída disyuntiva, bueno más bien darla
de baja pues de aquella experiencia llegué a la conclusión de que
las dos causas formales –mano y guante-- cohabitaban en el mismo acto y al
mismo tiempo, sin la prevalencia de una sobre la otra. Debate
arquitectónico en claro retroceso en los últimos tiempos, donde han
aparecido contenedores universales polivalentes que acogen cualquier
programa de edificación, y a la inversa. Nada nuevo en el cambio de
pensamiento propio de los ciclos históricos)
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