viernes, 11 de octubre de 2019

FORMA Y FUNCIÓN (A PROPÓSITO DE ARQUITECTURA. VI)












En ocasiones los artistas gráficos se devanan los sesos intentando conseguir la forma ideal de algo que se proponen diseñar para una utilidad concreta, un reto a su capacidad creativa que difícilmente logran, cuando el asunto es más fácil pues los modelos de los que aprender los tenemos ante nuestros ojos: basta observar con paciencia y con todos los sentidos lo que de forma pródiga nos oferta la naturaleza: un nido sin ir más lejos.




De adolescente, entre los dieciséis y diecisiete años de edad un joven y erudito profesor de filosofía, sin dar tiempo apenas a presentarse y a que le hiciera una radiografía sobre su persona, me sumergió ya desde muy temprano en el discernimiento metafísico de las “cosas y sus causas” –en particular las causas primeras--, como el “saber” que constituía fundamentalmente el conocimiento filosófico.
Después pasé períodos de mi vida dilucidando la razón primaria --el embrión-- de conceptos que difícilmente se darían sin la concurrencia de otros, sin que sepamos bien quién es el complementario de quién, cual se erige en inicial y ordena su suplemento, pues el primero no se podría explicar racionalmente sin el concurso con el segundo, o con un tercero, o un cuarto... sin excluirse entre ellos.
Más tarde, durante un largo tiempo de una etapa de mi vida, la de interminables sesiones de tablero de dibujo robándole horas al día, al ocio, y al sueño me obsesionó una de esas cuestiones que oportunamente se me ofertó a la reflexión como axioma para resolver los problemas prácticos que como obstáculos se interponían en mi camino cuando trataba de aprender a amasar el barro, a configurar la materia, a definir la volumetría y la forma cada vez que me enfrentaba al novedoso y complicado, para mí entonces, estudio de la proyectación arquitectónica, por lo que implicaba de incertidumbre aquella disyuntiva que ya a principio del siglo veinte polemizaran los llamados funcionalistas frente a los otros denominados formalistas y que permaneció vigente durante buena parte del mismo, el tiempo de mi formación como arquitecto: ¿Es la forma la que sigue a la función, o es la función la que sigue a la forma?, ya que --pensaba-- tal vez en realidad no exista claramente una jerarquía de dependencia de rango pues ambas podían ser cuestiones iniciales y complementarias indistintamente, adaptando en mi caso la preferencia de una sobre la otra según la conveniencia del discurso en cada uno de mis ejercicios de proyecto de diseño. Aquello nunca me quedó claro, quedando guardado en la carpeta de dudas que mi cerebro archivó celosamente, dispuesto a abrirla en cualquier momento. Siempre hay una ocasión cuando te empeñas en ser un empedernido observador de lo que te rodea.





La forma sigue a la función, ¿o es al contrario?



Aquel invierno particularmente lluvioso iba perdiendo fuerza en la medida en que los días comenzaban tímidamente a alargarse y la luz de la mañana le iba restando, poco a poco, protagonismo a la bruma gris y húmeda con la que había despertado durante muchos días de los meses anteriores, los que permanecí parapetado entre las confortables paredes de mi casa, a la que habían puesto cerco con inclemencia y ánimo de asalto; tanto lluvia como viento, e incluso nieve, pero sobre todo un hiriente frío que amenazaba suspenso en la húmeda y espesa neblina que dejaba gravitando en el ambiente, ocupando todo el espacio exterior, las intermitentes treguas que la lluvia daba después de cada chaparrón; intentando penetrar en la vivienda, colarse por entre las rendijas de los grandes ventanales, obligándome a permanecer encerrado al calor de la calefacción –soy muy friolero y suelo destemplarme fácilmente-- a resguardo del gélido aliento exterior, con su veladura persistiendo parasitada en los cristales del salón por su orientación norte que da al jardín; predio al que mis sentidos habían abandonado ya a finales de otoño, cuando éste empezaba a adquirir una visión decadente y deformada de la exuberante imagen con la que se mostrara en los tiempos de las estaciones verdes, especialmente bien entrada la primavera. En aquellas adversas circunstancias no me interesaba lo que ocurría más allá de los vidrios empañados.

Y la borrosa bruma se fue retirando, cada día más desdibujada, empujada por una poderosa luz que comenzó a perfilar de nuevo las siluetas de las cosas: la protección de ladrillo visto de la terraza; la bignonia con las nuevas hojas sobresaliendo por encima de la pérgola de madera; los sauces llorones al fondo con sus primeras lagrimillas de amarillo verdoso colgando, apuntando sus lloros al césped que lucía un aterciopelado verde rutilante... una explosión de vida que me impulsó a aperturar casi inconscientemente la puerta de la terraza que da al jardín poniendo felizmente fin a mi enclaustramiento de tantos meses; y de golpe los sentidos se me avivaron, rememorando sensaciones ya conocidas pero ahora más intensas: el olor fresco, dulce y suave de la fértil tierra aún húmeda de la que brotaban los renovados árboles como caleidoscopio de verdes con matices en todas sus gamas: desde el verde limón de los sauces al verde esmeralda de los chopos, hasta el más oscuro casi azulado de la arizónica, y a los que sobrevolaban las primeras bandadas de pájaros en particular de uno de plumaje negro carbón y pico de un vivo color amarillo naranja –el mirlo común, creo-- que ha colonizado toda mi urbanización y la de los alrededores, pues ha estableciendo su hábitat, al parecer, en toda la zona noroeste de Madrid, anunciando su renovada presencia –si acaso alguna vez se hubiera ido-- con un singular sonido aflautado, melodioso y grave que cambia, en algunos momentos, a una cadencia rítmica inconfundible a mis oídos por disonante: sriiiiii, pouk-pouk-pouk, sriiiii...

Una nueva etapa. El renacimiento de la naturaleza: la primavera. Todo comenzaba a mi alrededor otra vez después de que plantas e instalaciones del jardín hubieran sobrevivido a los elementos naturales, resistiendo sus agresivos efectos: el arriate de adelfas mostraba ufano, de nuevo, su porte erecto de gran arbusto, uniendo en sus extremos la pérgola de madera con la zona de representación estatuaria donde luce blanca caliza una Venus de Milo, reproducción doméstica de la encontrada en la isla egea de Melos, enterrada, mutilada de brazos... a cuya extraña visión me he acostumbrado, no así un familiar próximo cuando la vio por primera vez en la visita al jardín, dirigiéndose a mi mujer: Oye Niña, acaso es que había mucha diferencia de precio con otra igual, pero con brazos... sin comentarios. La diosa del amor y la belleza mira eterna, impasible sin inmutarse la fuente que rige poderosa en el centro del jardín, y que es estanque, pilar y surtidor, a la vez, en los juegos simultáneos de agua. Todo familiar, todo reconocible, salvo: ¡Eh!, esto que es... parece un... sí es, no hay duda... qué perfección...

Apoyado sobre uno de los soportes de la pérgola, arrimado al sardinel de ladrillo visto de protección de la terraza y al amparo del follaje de la bignonia había descubierto con sorpresa por lo accesible a la vista un nido de pájaros vacío recién construido. Círculo perfecto, como si se hubiese trazado con una plantilla, para un habitáculo de paredes y suelo de pajitas entrelazadas y rigidizadas con barro, formando una concavidad ideal para la futura nidada. Pero donde estaba la pareja de eficientes constructores. Quizás habían abandonado el nido cuando se apercibieron de mi presencia, y ya advertidos pensé que no volverían por aquellos lares. Estuve tentado de trasladarlo a otro sitio del jardín de más privacidad a resguardo de miradas directas que pudieran entorpecer el milagro de la vida. Pero quién era yo para cambiar el devenir de los acontecimientos que otros seres habían decidido: eligiendo aquel lugar habían conseguido que su futuro cubil se asentara sobre base firme y segura, además de obtener fácilmente del jardín todos los materiales que necesitaban.

Ni siquiera me atreví a levantarlo, acaso solo tocarlo para apreciar su perfección de trazado y su curiosa textura. Viendo aquella forma eficiente --redonda para conseguir el máximo de hábitat para los futuros polluelos con el mínimo de materiales, sin rincones donde pudiera quedar marginada cualquiera de las crías, aprovechando la rigidez del círculo para las paredes que crecían al exterior en espesura de paja, palitos y broza, aglutinados por el barro, haciendo un contenedor indeformable y compacto-- rememoré el discurso que mi mente había archivado en su día y que mi memoria traía a colación ahora: ¡Ay carajo! pues va a ser que lo primero es indefectiblemente la forma, dándole inicialmente la razón a los formalistas: concebir primero el ingenio para la función deseada; en el símil sería como el guante que espera su mano antes de que esta aparezca; ¿pero la mano se adaptaría a la perfección al guante?; sería suficiente la dimensión para el número de crías, se encontrarían seguras, recogidas y protegidas en aquel reducido espacio desde su nacimiento hasta su madurez cuando ya pudieran volar y valerse por ellas mismas... No quise engañarme con aquellas primeras apreciaciones y seguí esperando acontecimientos con impaciencia. Lo dejé allí, en el mismo lugar, expectante, por lo que decidí interferir lo menos posible en el desarrollo de la futura anidada, si es que esta se llegaba a producir. Al principio cumplí con aquella intención, pero más tarde mi curiosidad... era imposible no estar todos los días pendiente de novedades. Y vaya que las hubo y no una:cuatro.

 
No sé que era más fuerte si mi sorpresa de aquella mañana cuando irreprimiblemente me asomé al nido o la emoción de privilegiado espectador. Tan cerca que los podía tocar. Qué maravilla. Allí estaban, agrupados en el fondo del nido: cuatro huevos de color verdoso azulado con moteados en ocre habían aparecido de la nada como por arte de magia de un día para otro. Embriones de vida en potencia, envasados en duras cáscaras ovoides que les protegían del exterior, acoplándose al fondo semiesférico del suelo del nido para un mejor reparto del calor en la incubación. Perfección de forma. No tardé en comprobar su lisura pasándole suavemente la yema de los dedos por uno de ellos; extrañándome aquel absoluto abandono, aquella desasistencia de alguno de los progenitores en la tarea del empollamiento. Quizás éstos se habían apartado del nido percatados de mi salida a la terraza y seguramente me estuvieran observado a corta distancia parapetados en la maleza del jardín. Posiblemente lo habían hecho ya la vez que descubrí el nido. Ahora sabían que no les haría el menor daño. Creo que desde entonces se estableció entre la pareja y yo una relación de forzosa convivencia, aunque no de confianza pues siempre me negaron su presencia.

No tenía ni idea de cual sería el tiempo necesario de incubación para que las crías eclosionaran de su cascarón por lo que le impuse a mi curiosidad un tiempo prudencial de tregua a fin de que la experiencia de la vida llegara a buen puerto. Me abstuve de salir a la terraza durante ese tiempo, aunque vigilaba escondido en el salón tras los estores de las ventanas, momentos en los que observaba ansioso el proceso de incubación, con un progenitor encima de los huevos con medio cuerpo ocupando todo el nido, sin inmutarse, quieto como extasiado sin apenas moverse para cambiar de postura. De cuando en cuando se acercaba la pareja de un negro tizón con una lombriz o insecto en su pico naranja: No hay duda se trata de una anidada de mirlo común, los que después excretarán irrespetuosamente en cualquier sitio del jardín: cerca, muretes, terraza, mobiliario, plantas... con esas enormes cagadas que no hay manera de limpiarlas... y si no al tiempo; espetaba por lo bajo mientras observaba. Escatológico futuro asunto que quedó olvidado ante la tierna visión de lo que contemplaba bastantes días después. Quién no se enternece ante la pollada recién nacida: tan pequeños, tan desvalidos, tan desnudos con apenas restos de fino plumón, acurrucados unos contra otros dándose calor, ocupando ya seguramente su sitio que empezarían a defender con sus garras y picos, aún muy tiernos, de los empellones de sus hermanos durante su crianza, haciendo prevalecer su presencia frente a los otros en las reclamaciones de la comida, en la atención de los padres, en la colonización de su espacio... en la supervivencia en fin para no ser el más indefenso en la nueva experiencia que acababan de estrenar. La competencia comenzó desde el primer día: uno de ellos estaba literalmente enterrado en los cuerpos calientes y desnudos de los demás, mientras otro aparecía expuesto en toda su vulnerabilidad al ambiente...



Al arrullo de la fina broza, adormilados como los bebés recién nacidos, con los enormes ojos cerrados a cal y canto, sin visión, en un sopor de sueño en el que sólo la agitada respiración mostraba indicios de que estaban vivos, estrenaban hermanados los primeros días de su existencia. Viéndolos así de tranquilos y confiados reposando en la cama de paja parecía que la esperada mano se había introducido con satisfacción en el guante. El celebrado contenedor cumplía a la perfección su función, ¿pero sería así siempre? pues aquí al contrario que en el símil la pollada iría creciendo mientras el nido se mantendría invariable. Habría alguna relación de forma instintiva entre el número de crías –cuatro-- con la capacidad del nido, al igual que en el guante la dimensión de cada dedo –todos distintos-- con su envolvente. Si fuera así, si el ave concibió la forma en virtud de códigos ya inscritos en su instinto animal según la pollada a criar –cavilaba--, aquella primera premisa de la forma como causa primera de la función que apreciara al principio se invertiría, pues el guante se había confeccionado teniendo en cuenta el tamaño de la mano, y entonces tendría que darle la razón a los funcionalistas. Qué lío: Estoy más confuso que tiempos atrás. Tendré que seguir observando la evolución de esta fascinante aventura de la vida en la que he puesto todas las expectativas de biólogo aficionado y de paso dar alguna luz a la disyuntiva que me interesó durante el tiempo de estudiante... bueno y ahora. Es fascinante.

¿Dónde está la clave de esta última reflexión?, me preguntaba: Quizás en algún dato que el devenir de los acontecimientos me mostrará seguramente. Seguí como al principio: expectante, observando día a día la evolución de la vida, cómo esta aprovechaba su oportunidad en cualquier resquicio que se le ofreciera; cada vez más sorprendido del instinto de supervivencia de los guacharros –así llamaba de pequeño a las crías de pájaro-- con los picos abiertos como enormes embudos naranjas, sin cansarse, sin cerrarlos, como reclamos, tanteando a ciegas en el aire el pico de sus progenitores con la ansiada carnaza de lombrices, gusanos e insectos; peleando por el alimento, compitiendo desaforadamente entre ellos, cada uno reclamando su atención con agudos sonidos guturales: Quién no llora no mama, dice el refrán popular… y era cierto pues había uno que siquiera protestaba, el que menos peleaba, al que alimentaban cuando ya se saciaban los demás. Se le notaba por días un visible déficit de crecimiento. Era ya, y sería para siempre, el más indefenso, hacia el que mostraba cierto sentimiento de lástima y ternura, y al que rescaté en cierta ocasión de la tierra del jardín adonde había caído desde el nido.



Sucedió pasadas un par de semanas, cuando el cuerpo de las crías empezaba a aparecer cubierto de un plumón negro y el tiempo del jardín había hecho brotar en profusión flores blancas en las adelfas y anaranjadas en la bignonia, éstas ya tan abiertas en sus pétalos acampanados ofertando ser polinizadas como las bocas de las aves reclamando su ración de sustento; a juego ambas en el color como si cuatro de aquellas flores hubiesen caído casualmente al nido. Transcurría el tiempo que seguía marcando una ya desaforada curiosidad. Una mañana de tantas: ¡Anda!, falta uno... y eso... dónde está... es imposible... si todavía no pueden volar, e inmediatamente tuve una corazonada. Bajé al jardín y me apresuré hacia la zona de debajo de la pérgola. Lo identifiqué enseguida. Su cuerpo encogido, su retraso en el crecimiento de las alas, su resignada postura sin protestar... era él, el más vulnerable, el paria del nido. Ni siquiera en el suelo desposeído de su zona de confort profería ningún sonido que denotara petición de socorro o auxilio. Cuando lo ahuequé en la palma de la mano noté en mi piel una sensación extraña de suavidad y calor a la vez. Le pasé la otra mano acariciándole el dorso comprobando el plumaje de las incipientes alas que le crecía más recio que el resto del cuerpo, a cuyas muestras de afectividad no reaccionó. No se inmutó lo más mínimo, permaneciendo callado y sumiso: Quizás se haya caído accidentalmente del nido o expulsado de éste por sus compañeros más fuertes ante una situación de overbooking en el confortable hogar. Si así fuera, si al final se demostrara que la concepción de la forma del nido no era suficiente para satisfacer las necesidades de las crías en su evolución hacia su estado adulto, mi desconcierto sería mayúsculo pues aquello me indicaría que la mano no entraría en la forma del guante al estrecharse éste en el acoplamiento de los dedos impidiendo su correcto funcionamiento, haciendo inviable el planteamiento de la disyuntiva que tiempo atrás me ocupara, iba cavilando mientras subía de nuevo a la terraza. No fue así pues cuando lo reintegré del nuevo al nido había espacio suficiente para todos. Lo coloqué en el sitio al contrario del que ocupaba el que parecía el más grande, el más adelantado, quizás el más astuto y tramposo, o tal vez el mejor superviviente, que mostraba un lustroso aspecto casi de adulto, sin que ninguna de las otras crías se asustaran de mi presencia, ni les intimidara el roce de mi mano sobre sus cuerpos. Estaba claro que, al contrario de sus progenitores, habían aceptado mi presencia; o es lo que creí en aquel momento cuando aún no tenían desarrollado el sentido de la vista apreciando sólo sombras y manchas... después descubrí que siempre había sido un intruso.

El dato que ansiaba conocer para resolver de una vez la disyuntiva llegó desgraciadamente envuelto en un caos, en un dislate, en una disparatada confusión tanto para la familia de pájaros que entraron en estado de pánico y estrés con trágicas consecuencias, como, especialmente, para mí que lo había provocado sin intención, sobrepasándome los acontecimientos de lo que supuso el final brusco de aquella experiencia natural: una espantada al grito de ¡sálvese el que pueda!, incluso para mí. Habría pasado ya casi un mes desde que nacieran las crías cuando en una de aquellas rondas en el nido, que mi curiosidad le seguía imponiendo a mi voluntad, me apercibí de que una de ellas, la más fornida, ejemplar casi adulto luciendo ya un desarrollado plumaje, estaba fuera del nido y posada tranquilamente debajo de éste en uno de los travesaños de madera de la pérgola. Situación que mi mente procesó rápidamente como anómala, y creyéndome otra vez en el salvador providencial de aquella prole que para ello --pensaba-- me habían aceptado, ni corto ni perezoso, no pensándomelo dos veces, la cogí confiado de su docilidad para depositarlo a continuación en el nido abarcándole por detrás con la mano todo el cuerpo del ave, la que ante mi sorpresa empezó inmediatamente, como un resorte, a agitarse entre mis dedos, percibiendo con estupefación a través de la mano la angustia del animal al sentirse atrapado así como su continuo forcejeo en los intentos desesperados de zafarse de la “zarpa” que le oprimía, emitiendo agudos chirridos que alborotaron al resto de sus hermanos organizándose un guirigay, una baraúnda de gorjeos como gritos; un ruidoso jaleo con aspavientos de los componentes del nido como si les atacara un depredador que puso en alerta a los progenitores que, saliendo rápidamente de alguna parte del jardín, donde estaban parapetados vigilantes, agravaron aquel inicial desorden con una serie de chillidos precipitados, ruidosos y amenazantes, aleteando sin parar delante de mi cara, desafiantes en defensa de sus crías, produciéndome tal estupor que lo solté antes de que me diera tiempo a reintegrarlo en el nido, saliendo disparado en el aire como si de repente frente al peligro se le hubiera activado su instinto de volar. Momento culmen de la espantada abandonando todos precipitadamente el nido, cada uno como pudo, en una huida a medio andar y medio volar torpe por el jardín siguiendo a los adultos hacia la amplia zona ajardinada comunitaria parapetados en la escapada entre la maleza de las adelfas y la arizónica del vecino, con gran alboroto y ruido de aleteos, desvaneciéndose todo aquel alboroto por encima de la cabeza de la Venus de Milo como efímero sueño de diosa. Después siguió un extraño silencio. Parecía que el mundo se hubiera detenido; el tiempo de unos segundos que me parecieron eternos. Miré el nido vacío y aún no entendía lo que había sucedido, ni el porqué.

Bajé al jardín intentando reconstruir el camino de la huida por si hubiese quedado atrapado alguno entre el follaje y entonces hice el penoso descubrimiento: en el estanque de la fuente, cabeza abajo y con las alas abiertas a ambos lado yacía ahogada la cría que tiempo atrás rescatara del suelo; una vez más la supervivencia se rompía por el eslabón más débil; el pánico aumentado por su desvalimiento le había impedido entender la ruta de salvación que los padres habían marcado para todos ellos, tomando el itinerario equivocado. Impresionado y algo trastornado, sintiéndome culpable del trágico final la rescaté del agua y la deposité bien escondida entre la espesura de una planta tapizante de flores aromáticas que regía en el centro del jardín comunitario como última morada, en desagravio a mi torpeza. Me sentí afectado un par de días, momentos de reflexión sobre todo lo que había sucedido: sobre los precipitados finales de recorrido cuando siquiera acabas de comenzar a caminar; sobre la vida y las actitudes en la supervivencia muchas veces condicionadas ya al enfrentarnos a ella: ¿porqué sucede a menudo que si eres discreto, si no haces ruido, ni no armas jaleo, si no montas pelea... desgraciadamente no prosperas?; sobre el miedo a quedar atrapado en las garras que aprietan voluntades y que te impiden ser libre, volar; sobre las encrucijadas con itinerarios equivocados; sobre mi profesor de filosofía cuando era adolescente; sobre las innumerables dudas que me dejó; sobre la metafísica; sobre las causas de las cosas; sobre la causa formal: Forma est quo ens est id quod est, vel tale quale est (Forma es aquello por lo que una cosa es lo que es o tal como es); sobre los errores que cometemos sin quererlo en el transcurso de nuestra existencia, como el haber interferido todos aquellos días en los designios de la naturaleza creyéndome ingenuamente capacitado para intervenir, modificar, desviar... el curso de los acontecimientos naturales, de sus sabias leyes. Qué legitimidad me asistía en el hecho de haber impedido bruscamente el discurrir natural y propio en la evolución de la crianza del polluelo ya casi adulto que habiendo abandonado voluntariamente el nido, estaba preparado, seguramente, para iniciarse de manera progresiva y durante algunos días en la extraordinaria experiencia del vuelo que le llevaría a su plenitud como adulto y al que le seguirían los demás conforme iba quedando menos espacio en el nido --sabia decisión formal de la naturaleza--, emancipándose de sus progenitores, los mismos que ya les habían transmitido en sus genes cómo deberían construir su futuro nido en razón de la prole a criar confluyendo forma y función al mismo tiempo: forma primaria, círculo, integración, totalidad, incubación, percepción, calor, confort, compañía, infinito, comodidad, desarrollo, vida, símbolo cósmico, libertad, volar... en definitiva una forma ideal para un complejo programa de vida... lo que hubiera sucedido de no haber concurrido allí una variable no esperada: mi obstinada presencia. 




FranciscoMolinaGómez
(Mi único consuelo a aquel dislate fue el de rescatar de la carpeta de dudas de mi cerebro la tan traída disyuntiva, bueno más bien darla de baja pues de aquella experiencia llegué a la conclusión de que las dos causas formales –mano y guante-- cohabitaban en el mismo acto y al mismo tiempo, sin la prevalencia de una sobre la otra. Debate arquitectónico en claro retroceso en los últimos tiempos, donde han aparecido contenedores universales polivalentes que acogen cualquier programa de edificación, y a la inversa. Nada nuevo en el cambio de pensamiento propio de los ciclos históricos)



 
 











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