La lacra de la violencia de género se extiende como una mancha negra por todo el país..., ¿hasta dónde?..., ¿hasta cuándo?
Caminaba con temor como si la "pesadilla", de la que había intentado desasirse desde hacía mucho tiempo, le acechara en cualquier esquina dispuesta a abalanzarse sobre ella sin piedad queriendo apoderarse, también, de su última voluntad; con la fiereza del animal posesivo, del macho que combate con la fuerza su complejo de inferioridad, engreído en su autoestima de dominante, sin intención de perder la pieza de la caza que veinte años antes había emprendido, en cuyo malsano juego había caído inocentemente ella: "O eres para mí o no eres para nadie".
Mientras andaba cautelosa de la amenaza por las calles próximas al paseo marítimo, rebobinaba en su mente los últimos meses, cuando tuvo que marchar precipitadamente de la casa, dejando con la "pesadilla" lo que más quería: sus hijos, y el recuerdo le desgarraba el corazón y las entrañas, y de los ojos muy enrojecidos brotaron invisibles las últimas lágrimas secas. Sin hijos, sin casa, sin lágrimas se sentía inmensamente sola y al final del paseo atravesó el espigón de dura piedra que se clavaba en el mar, como ánima dócil que va al sacrificio. Sin tiempo para ordenar los recuerdos se aturullaban en su mente, mezclando en el magma de las vivencias de tantos años los primeros días felices, muy escasos, y toda una vida de congoja y desazón que aún perduraba en su ánimo.
Volvió para atrás rápidamente la cabeza antes de enfilar el embarcadero de tablas de madera cuyo final se perdía en la bruma matinal, muy densa a horas tan tempranas, de un color gris que hacía invisible la línea del horizonte confundiendo cielo y mar. Comprobó que no la seguían y suspiró profundamente. Ningún alma en el lugar excepto la suya aunque ella ni la reconociera en aquella última obsesión.
En el silencio del crepúsculo matutino, sobre el fondo muy apagado de los sonidos atávicos del nacimiento del nuevo día, oía muy perceptibles sus pisadas sobre la madera y cada paso desdibujaba un año de su vida: con cada crujido de la madera se iban borrando, a su pesar, los acontecimientos de su existencia de la que aquel preciso día cumplía cuarenta años; pocos para un cuerpo ya consumido en vida.
A la décima pisada la tabla suelta sonó fuerte cediendo levemente al peso de un cuerpo aún hermoso en su delgadez, vibrando todo él en el recuerdo de la imagen de su madre, cuando la besó por última vez antes de huir por las mismas razones por las que ahora ella quería escapar de la vida. Durante el resto de sus días había intentado que no se le borraran los rasgos de aquella cara, su piel suave al contacto con la suya, sus alargados dedos acariciándole el pelo, sus invisibles lágrimas secas, como las suyas de ahora, que le habían marcado dos profundos surcos en los pálidos pómulos, su esperanzada sonrisa que le prestaba un gesto brillante a su mirada..., pero ahora se debatía profundamente en el dolor a perder aquella visión que se borraba inevitablemente en el recuerdo... y su voz susurrante y sus caricias se esfumaron por segundos sin poderlo evitar... ¡qué gran dolor!
A mitad de recorrido por las tablas del embarcadero ya se le había borrado media vida: su infancia, a ratos los únicos momentos felices; el final de su corta adolescencia porque ya esgrimía una adelantada madurez cuando con veinte años le conoció y se volvió loca de ilusión, en los días, entonces, que no tenían suficientes horas para pensar en él; en los tiempos del galanteo del cazador que se pavoneaba ante una presa fácil, dócil, que se le entregaba, y aquella primera muestra de amor propició la alegría del nacimiento de su primer hijo. Después una boda precipitada, su segundo hijo y el infierno que le había dejado sus marcas de fuego en el cuerpo; señales que iban desapareciendo en la medida que se acercaba al final del embarcadero, a cada leve crujido de las tablas.
Los últimos metros hasta el filo de la madera se le hicieron insoportables en el recuerdo de sus hijos, aquellos últimos besos a escondidas, las últimas caricias calladas ante las miradas sorprendidas de los adolescentes que no entendían del todo aquella actitud de la madre, el silencio insoportable de quién no puede decir y de quienes no quieren preguntar adivinando lo peor, en un diálogo sólo de lágrimas que ahora ella intentaba enjugarlas de sus caras de las que comprobaba con pavor que empezaban a borrarse, primero las miradas, después las sonrisas... hasta desaparecer del todo... ¡¡qué intenso dolor!!
Ahora ya sin hijos, sin casa, sin lágrimas, sin recuerdos... al borde del embarcadero, pisando la última tabla, se preguntaba qué hacía allí... miró hacia atrás y comprobó que todo seguía aún latente como si no hubiera solución a sus desvelos... luego se abrochó el escote del vestido que dejaba ver el inicio de unos proporcionados pechos, se mesó los cabellos rojizos que le colgaban hasta el inicio del cuello, se arregló el resto del vestido, se ajustó correctamente los zapatos, asió con seguridad el bolso... y se quedó escudriñando quedamente unos segundos lo que tenía delante intentando descubrir algún rayo de esperanza, pero delante no había nada, todo era una amalgama plomiza que impedía la visión de la luz, una mancha grisácea que poco a poco iba expandiéndose, cubriendo de desesperación todo aquel ámbito, al que sólo ponían ahora sonido el insistente graznido de las gaviotas, como presagio agorero antes de lanzarse al vacío, a la inmensidad del agua que no veía pero que presentía a sus pies y al poco comprobó que el vacío estaba húmedo y frío y se sumergió en aquella humedad que la fue envolviendo conforme descendía rápidamente, aprisionándola, ahogándola, asfixiándola, deseando en un último instante de consciencia habitar eternamente las oscuras profundidades. Vano deseo pues la líquida humedad que la envolvía la fue devolviendo después lentamente a la superficie del mundo que, desde hacía algún tiempo, ya no deseaba.
Sobre el embarcadero vacío sobrevolaban ahora, hoscos y muy ruidosos, los agudos ecos del graznido de las gaviotas.
FranciscoMolinaGómez