Fue sobre todo a partir de haber leído el libro de Amanda Lear --"El Dalí de Amanda"-- cuando sentí una necesidad imperiosa de viajar hasta la casa del artista. La que fuera acompañante, amante, musa, icono... del genial pintor cuenta su extraña y fascinante relación con Dalí --sobre todo una fidelísima amistad-- y me acerca de una manera familiar --coetáneo en época y mismo mar-- a Port Lligart, a su bahía repleta de barcas de pesca con pescadores de ropas grises y eterno pitillo en la boca sacado el "copo", y sus mujeres destacando de negro en el brillo intenso de la solana reparando las redes sentadas en la arena; seres de existencias lineales, varados, como las barcas, en un tiempo del que habían perdido todos los trenes. Tiempo al que ahora difícilmente intentaban subirse, sin entender las costumbres liberales de aquellas gentes del norte --turistas-- que les invadían en la España de principios del desarrollismo --años sesenta-- que pretendía dejar atrás los últimos años de rígida autarquía: eran gentes de otra galaxia, distintos, de colores, estrafalarios, tan extraños como el vecino que habitaba en las antiguas barracas de pescadores --ahora remozadas-- y del que decían: no estaba muy cuerdo, y a quién iba a visitar por primera vez aquella excedida joven.
La "ambigua" Amanda Lear nos introduce hasta las entrañas de la casa del pintor con el que convive las experiencias más insólitas surgidas de la extraordinaria personalidad de Dalí; las que se reflejaban en aquellos sorprendentes espacios.
Siempre he entendido que el creador necesita experimentar, en principio, con sus espacios más próximos. Proyectar su genialidad sin prejucios ni servidumbres en su propio territorio, con libertad de creación, en íntima unión, sin prestar mucha atención al resto del mundo... Es, de alguna manera, lo que también me ha sucedido a mí.
Me había hecho un guión de lo relatado en el libro, entresacando de sus páginas los párrafos que aludían a la llegada y estancia de Amanda --durante varios años, desde mil novecientos sesenta y seis hasta final de la década de los setenta-- en la casa encalada que se encaramaba en las rocas pizarrosas de la bahía de Port Lligart, antes de emprender viaje con Teresa e íntimos de la familia --Salva, Rosi y Sergi-- por tierras de la costa Brava hasta arribar a Cadaqués. Como testigo uno de esos días claros con cielo azul intenso de verano mediterráneo --agosto de dos mil catorce-- que tanto nos gusta a Teresa y a mí.
"... yo hablé en castellano y me las arreglé para llegar por mis propios medios hasta Cadaqués. Era preciso subir por una carretera serpenteante a través de la montaña, las curvas me mareaban y los viajeros catalanes me miraban sin ninguna amabilidad. Recorrer aquellos kilómetros requirió una hora. En Cadaqués me informaron de que Dalí no vivía allí sino en la bahía de Port Lligart..."
Camino a Cadaqués nos sorprendió idéntica carretera estrecha, pegada a la topografía del terreno y que serpenteaba toda la montaña, de la que se hablara en el libro. Más de cuarenta y cinco años después circulábamos por la misma vía que la autora del relato con la única diferencia de la mayor cantidad y potencia mecánica de los vehículos que la transitaban, a los que nos unimos en un amago de lenta procesión. Aunque habíamos salido muy temprano desde Calafell en Tarragona, con cada quiebro y requiebro interminables de la carretera comprobábamos, con estupor, como la posibilidad de llegar a la cita concertada para visitar la casa de Dalí se alejaba poco a poco. Constituímos rápidamente "gabinete de crisis" centralizando nuestra atención en el GPS del teléfono móvil de mi sobrino Sergi, el que procesando los datos de la velocidad media del vehículo y la distancia que restaba para llegar nos daba, aún, un rayo de esperanza de acudir a tiempo, aunque éste fuera muy ajustado.
"... empezamos a escalar todos juntos el pedregoso sendero que salía del pueblo, pero no me esperaba en absoluto el espectáculo que podía percibirse desde la cumbre de la colina, frente al pequeño cementerio blanco que dominaba la bahía. Detrás nuestro estaba Cadaqués, con sus apretadas casas unas con otras, dominadas por el campanario, y a nuestros pies la más pequeña ensenada del mundo: Port Lligart..."
Cuando ya bajando la pendiente de hormigón ruleteado, enfrente, visualizamos en la distancia la casa del artista igual como la describía Amanda --protegida por altas paredes encaladas, totalmente blanca, y coronada por grandes huevos también de color blanco-- el tiempo corría peligrosamente en nuestra contra, apenas nos quedaban unos minutos... los suficientes para llegar con un poco de adelanto ante su puerta de tal suerte que para evitar en la visita algún contratiempo de incontinencia nos dispusimos, en el tiempo que restaba, a evacuar aguas menores en unos aseos públicos anexos a la casa, no sin pagar un cierto precio --¡¡estábamos en Cataluña!!--, y cuando ufanos por el par de minutos que nos sobraba aún nos presentamos en el control de visitas:¡¡¡chasco!!!, había que haber estado allí media hora antes al tratarse de visitas con aforo limitado y que debieran estar preparadas de antemano, así que entró el grupo siguiente, quedando nosotros relegados a cubrir de manera individual la inasistencia de cualquier visitante; informándosenos que era muy difícil que entráramos todo el grupo juntos; ni tan siquiera nos garantizaban que pudiéramos visitar la casa aquel día: ¡Jóder!, y para esto tanto madrugar y tanto correr..., debimos pensar más de uno. Bueno ¡qué remedio!, a esperar mientras tomábamos algunas instantáneas fotográficas.
"...empezamos a bajar saltando escalón tras escalón la escalera cortada en las rocas. La escalera llevaba hasta el hotel "Port Lligart"... A unos pasos de distancia había una hilera de casitas de pescadores, unas barracas decrépitas, pero encantadoras, con un banco de piedra delante de todas ellas... pasamos por delante de un grupo de mujeres que sentadas en el suelo reparaban las redes; las mujeres se echaron a reír al vernos. No había ninguna duda de que sus comentarios aludían a nuestra curiosa forma de vestir..."
Ante la contrariedad de tener que marchar del lugar sin conseguir el objetivo por el que habíamos viajado a aquel sitio se nos quedó a todos "cara de haba" y entretuvimos el tiempo --hasta que la Providencia proveyera en el programa de visitantes un hueco por falta de asistencia de algún grupo familiar concertado-- a ratos, una vez tomadas las fotos de rigor, sentados en los bancos corridos de asientos de negra pizarra que rememoraban los que ya hubo allí en su día, y en ocasiones paseando por aquella única calle que configuraba la hilera de casitas enfrentadas a la de Dalí; las antiguas barracas de pescadores que ahora presentaban un buen aspecto... recordaba aquel otro pueblo de mar de mi infancia, en el sur, y las destartaladas barracas de los pescadores --los marengos-- cerca del mar, por encima de la suave ladera de arena de la orilla donde se prodigaban varadas sobre traviesas de desgastada madera y volcadas levemente hacia un lado: las barcas de pesca con los alargados remos y las artes para sacar el sustento del mar --de "la mar"--... recordaba por ésta época a los mismos seres, con las vestimentas grises y negras, las mismas manos agrietadas por la dureza del trabajo, con sus caras morenas pobladas, algunas de ellas, de infinitas arrugas... los más mayores que en el atardecer, al socaire de la brisa marina --sentados en sillas de enea a las puertas de las barracas, con el tronco doblado, abatido por el relente de tantas noches en las barcas-- asistían impotentes al peor de sus naufragios: el de su mundo a punto de desaparecer con la llegada de los mismos invasores del norte, aquellos de vestimentas alegres, vistosas y muy atrevidas, entre las que destacaban los "impúdicos" bañadores de ellos y los no menos "deshonestos" bikinis de ellas... eran como clones de aquellos otros de Port Lligart, en el mismo mar y en la misma España que intentaba salir de la miseria...; y cuando estaba en estos recuerdos, la buena noticia: ¡Hay un hueco para todo el grupo, dentro de diez minutos! Todavía a punto de entrar surgió otro contratiempo, nos habían dado pases de entrada para cuatro y éramos cinco; error que rápidamente solucionó en taquilla Salva, y ya por fin, junto con tres visitantes más, íbamos a cumplir el deseo guardado durante algún tiempo. Era emocionante estar a un paso de dejar volar la imaginación.
"... algunos escalones bordeados de laureles rosas llevaban hasta la puerta de Dalí, donde llamamos... la habitación, de reducido tamaño, que servía de entrada, estaba pintada de blanco... A la izquierda de la entrada se veía una hilera de habitaciones de forma irregular unidas entre sí por algunos escalones y frente a nosotros se encontraba una escalera recubierta de cuerda trenzada... Dalí nos esperaba en el patio..."
Ya enfrente de la puerta de la vivienda, a la que se accedía subiendo por unos escalones de pizarra de color oscuro adosados al lado lateral de la casa que daba a la bahía, y mientras abrían la puerta me regocijé contemplando la lámina de agua inmóvil en la que flotaban, estáticas, algunas barcas sobre la mar serena, agradeciendo la suave sombra de unas adelfas de flores rosas que hacían de filtro solar; posiblemente los "laureles rosas" de los que hablaba la autora del libro, confundiendo peligrosamente ambas plantas... Entramos y: ¡Qué crueldad! profirió Sergí --vegano y defensor de los animales-- al observar el gran oso disecado, cubierto de collares y otros abalorios --con el mismo detalle, que se menciona en el libro, de servir de lámpara aguantada en una de sus patas levantadas--. Junto al animal disecado y de manera menos impactante nos daba la bienvenida un curioso sofá en forma de labios de mujer, un armario antiguo que cubría su parte superior de un espeso ramillete de flores secas amarillas --que recogía y secaba la propia Gala-- y un paragüero repleto de los más curiosos bastones de todo tipo de materiales; inseparables de Dalí.
"... y llegamos al patio. Las paredes blanquedas con cal estaban bordeadas con algunos arbustos que crecían sobre un suelo enlosado con pizarra gris. Un banco de piedra también recubierto de pizarra serpenteaba a lo largo de la pared. Dalí estaba sentado en un sillón de madera rústica, con Gala a su lado, en un sillón idéntico... en la casa reinaba una atmósfera deliciosa. El crepúsculo que se aproximaba daba una agradable sensación de frescor a aquel patio totalmente blanco; el aire no agitaba en absoluto las ramas. Una golondrina pasó por encima de nuestras cabezas..."
En el patio de la casa de Port Lligart |
El patio que brillaba hasta cegar los ojos --con ese efecto perturbador que se padece al salir bruscamente de la penumbra de una habitación a un exterior muy soleado--, deslumbrados por el resplandor luminoso de la luz solar del mediodía mediterráneo reflejándose en las superficies encaladas de las paredes, me recordaba, junto con los detalles de los suelos y bancos rústicos de piedra, y la flora autóctona del lugar repartida por el suelo --olivos, cipreses, plantas aromáticas...-- a algunos patios de las casas del sur; por un momento me acercaba a la hospitalidad que rezuman estos ambientes, y pude imaginar el gesto de bienvenida con el que un Dalí, muy moreno, relajado y con una flor de jazmín en la oreja, se dirigió a Amanda y al grupo que le acompañaba. Ésta se fijó en su camisa tejana azul cielo, manchada de pintura al igual que su pantalón de lona, y que en los pies calzaba unas alpargatas. A Amanda le besó en la frente y a sus acompañantes les saludó con un ligero apretón de manos, al tiempo que decía: ¿Conocen ustedes a Gala? Fue aquel el primer día de una extraña e intermitente relación entre la autora del libro y la idolatrada Gala. Imagino el frescor del patio en aquellas horas anteriores al crepúsculo, bañado por la brisa que ascendiera de la bahía y que, seguramente, contribuiría a hacer más apacible la conversación con aquellos dos seres excepcionales... agradecía que lo limitado del aforo me permitiera la menor perturbación y la tranquilidad suficiente --aunque los guías apremiaran algo el tiempo de visita-- para escudriñar los detalles de los muros de lajas de pizarra totalmente encalados: las hierbas aromáticas que crecían entre jardineras blancas y orsas de barro; la sugestiva visión desde abajo del huevo gigante coronando el muro, o mi decidida intención de comprobar si de aquel huevo resguardado en una hornacina de la misma piedra del muro podría producirse in situ el "Nacimiento del hombre nuevo"... para empaparme de todo aquel universo de fantasía y, a la vez, de una practicidad envidiable: ¡Quién no ha soñado con un patio así o con una terraza con vistas al mar?... no entiendo que la gente sólo se limite a mirar y echar fotografías compulsivamente... aquello no se creó para ser visitado por turistas... sino para ser vivido... y en todo caso para volver la mirada atrás y soñar que uno pudo estar ahí.
"... me explicó a que debían todas las escaleras que había en la casa:
- Cuando llegué aquí con Gala, por vez primera, no teníamos ningún duro. Le compramos su barraca a una notable mujer que se llamaba Lidia "La ben plantada", o sea: la de hermosa planta. Vivíamos en esas dos pequeñas habitaciones --y me señaló el vestíbulo con el oso disecado y el comedor adyacente-- Dormíamos aquí y lo encontrábamos todo maravilloso. En cuanto tuvimos un poco de dinero Gala le compró la barraca vecina a un pescador, y más tarde otra, y de este modo eso se convirtió, poco a poco, en toda esta serie de habitaciones..."
La casa era un prodigio de sorpresas, ni proyectada apropósito hubiese resultado tan espectacular: Gala y Dalí / Dalí y Gala jugando al gato y al ratón, cada uno habitando sus reinos particulares y convergiendo en el tiempo en las zonas vivideras comunes: el patio, la terraza, el comedor de invierno, el de verano... Aquel sugestivo embrollo de espacios no era producto de la mente de ningún arquitecto, sino de la decidida intención de ambos de apostar por lo preexistente, por la huella que durante años ya estaba impresa en aquellas rocas y así, al ir comprando barraca tras barraca que se ubicaban contiguas pero a distintos niveles del terreno, el azar creó aquel encantador laberinto de escaleras --arriba y abajo--- y pasillos por los que transitábamos ahora, sin saber cual sería la siguiente sorpresa... qué misterios escondería la siguiente habitación.
"... el descubrimiento del taller de Dalí fue una revelación. Estaba protegido por una hermosa y antigua puerta española y era preciso bajar unos escalones antes de llegar a aquel estudio abarrotado, lugar mágico en el que Dalí me recibió en ropa de trabajo, gafas y con una paleta en la mano... El taller en sí estaba muy bien iluminado por unas cristaleras situadas a lo largo de las dos paredes que daban a la bahía de Port Lligart..."
Estaba en el centro de gravedad de la casa y del universo daliniano observando los objetos y útiles de dibujo y pintura de su morador que ya, por entonces, había alcanzado el Olimpo de los dioses: el divino Dalí --como el mismo de intitulaba--; y aquel lugar donde creaba sus obras se convirtió por unos segundos en el objetivo de mi atención y el culpable de una íntima emoción que se manifestaba con un escalofrío que me recorriera por el cuerpo al estar contemplando los últimos cuadros --en esbozo-- que pintara en la casa; los que la tristeza hizo que dejara sin acabar al recluirse en el castillo de Púbol a la muerte de Gala. Diría que en aquel espacio se presentía a Dalí sentado ante el cuadro queriendo ahora acabarlo y como testigos mudos --o no-- toda aquella parafernalia de objetos que le acompañaran en su hacer creativo: la copia en yeso de "Hermes" de Praxíteles --escultor de la Grecia clásica que veneraba-- al que la máscara de esgrima en la cara, el gorro a lo David Crocket encima de la cabeza y una corta capa cayéndole desde el hombro derecho no desdibujaba la conocida "curva praxiteliana" de la figura; aquella en la que con una ligera flexión de la pierna izquierda y delicada torsión de las caderas, Praxíteles le diera vida y movimiento, aparte de a Hermes, al propio mármol... la maqueta de una molécula gigante que, desafiando el equilibrio por lo exiguo del poste de madera que la sustentaba, dominaba un rincón de una parte elevada a la izquierda del taller; curioso objeto que aludía a la física nuclear por la que tanto se interesó Dalí, propugnándose un nuevo místico capaz de combinar las experiencias del arte moderno con los últimos descubrimientos de la física y con la gran tradición clásico-religiosa... y muchos otros objetos como el sillón forrado de tela blanca donde también pude presentir a Gala leyéndole a Dalí mientras pintaba; se lo pedía continuamente.
"... al salir del taller se pasaba por un saloncito cuyo ventanal enmarcaba el mar como si fuera un cuadro y desde allí a un estrecho pasillo que conducía al otro lado del patio...
Aquel lado era una terraza-mirador a la que se salía acompañando un lienzo ciego de muro blanco, que le resguardaba en parte, en el que una pequeña abertura alargada y acristalada abriéndose al paisaje de la bahía, figuraba como pintura de una marina. Los huecos --tanto de habitaciones, como aquel del muro que daban al mar-- enmarcando escenas marineras de Port Lligart me recordaban la génesis de la casa racionalista de Curzio Malaparte construida en uno de los más bellos parajes del mundo: en un costado sobre un acantilado del Mediterráneo, al este de la isla de Capri, en Italia. Rodeada del mar por todas partes, el mismo escritor la concibió con espesos muros en los que al interior unas estratégicas aberturas --ventanas-- componían una sucesión de vistas distintas del paisaje marítimo que en su variedad provocaban, diariamente, la curiosidad visual de su morador, sin ese hartazgo del que dominando òpticamente aquella inmensidad de agua, al final, se muestra insensible a apreciar las infinitas variaciones del inabarcable horizonte curvo, aunque sin renunciar al lugar ya que cuando sentía necesidad de impregnarse de la infinitud del mar subía por la monumental escalera exterior --como pirámide invertida--, en el lateral de uno de los lados menores de la casa, que le avocaba directamente a la terraza que era toda un mirador desde el que dominaba el acantilado, casi abarcándolo con los brazos... algo parecido, aunque a menor escala, sucedía aquí.
"... estaba exultante: Gala había llamado desde Barcelona para decirle que le amaba más que nunca y también se había enterado por ésta que Reynold Morse, que ya tenía una fabulosa colección de cuadros suyos, quería comprar "El torero alucinógeno"... aquella tarde Dalí me hizo entrar en la habitación redonda de Gala... Estaba pintada de color claro y era como una especie de cúpula pues la paredes se unían al techo formando una esfera continua..."
Si el centro de gravedad de la vivienda residía en el taller de dalí, el corazón de la misma era esta sala esférica y rotunda, donde en el eco de nuestras voces que reververaban en la bóveda al hablar se percibía el latido de todos los que la habitaron... quizás esas resonancias no eran nuestras sino todavía las de los antiguos moradores, posiblemente las de Gala y sus amigos y amantes... e imaginé la conversación de Dalí en aquella sala oval, siendo testigo Amanda --en ausencia de Gala en Barcelona-- con Guillaume Hanoteau; la dificultad de éste al tener que entrevistar para el "París Match", su periódico, a un personaje tan singular e imprevisible como Dalí... sentados en el asiento continuo --pegado a la pared-- tapizado en color amarillo oro y en el que destacaban, en profusión, cojines de todos los dibujos y colores... imaginaba las miradas de reojo del reportero --en las pautas de las estrambóticas respuestas-- a la singular chimenea que interrumpía simetrícamente el asiento corrido, y a aquel batiburrillo de objetos de Gala --ese singular espacio era su castillo, antes de ocupar el de Púbol-- colocados en las repisas de los huecos practicados en sus gruesos muros, como hornacinas... y al igual que entonces separando a ambos contertulios, daba el tono cálido al suelo de barro: una hermosa alfombra que ahora yo pisaba.
"... mientras él hacía la siesta me instalé en la biblioteca. Las cortinas blancas, los muebles oscuros comprados en Olot por Gala, las flores amarillas secas en lo alto de un armario, todo ello convertía la habitación en un lugar propicio para la meditación. Busqué entre las hileras de libros muy bien forrados... seguía lloviendo... a través de la ventana veía las barcas moverse al antojo de las olas. La bahía de Port Lligart estaba gris y las pizarras brillaban con todo su esplendor... después de la siesta Dalí se reunió conmigo en la biblioteca..."
De no ser por la perturbadora presencia --sentimiento más acusado en Sergi-- de los gansos disecados sobre la estantería de libros, aquel espacio en torno a la chimenea invitaban al recogimiento y a la paz interior, estados de ánimo que buscaría el genio en las pausas de su frenética actividad de pintor --con la delirante vida social que llevaba, viajando y residiendo por temporadas en París y Nueva York, me pregunto como pudo hacer tan dilatada producción artística--, ansiando esos ratos de soledad buscada frente al libro y en compañía de Gala, de cuya mano en la decoración del intimista espacio daban fe los detalles de los muebles antiguos y el de las flores secas amarillas --sus predilectas: la siempreviva, flores que aún cortadas nunca se marchitan-- encima del armario de madera laboriosamente trabajado... lo único lamentable eran aquellos falsos libros que sustituían a los originales.
"... Gala había marchado a Grecia... y por tercer verano consecutivo me instalé en el hotel de Port Lligart, en la misma habitación. Pero Gala había dado órdenes y algunos días más tarde me hicieron instalar en su habitación, en la suya personal que ella llamaba "la barraca", gran estancia con dos habitaciones con chimenea y sala de baño de la planta baja de la casa. La entrada era independiente y daba al ciprés erigido dentro de la barca varada..."
Era como estar dentro de uno de los cuadros de dalí... conforme me aproximaba a aquellos dos elementos de la mitología daliniana, apreciaba en la inserción del ciprés en la barca la visión surrealista que ya tenía en mente... la misma visión de su cuadro "Presentimiento" en el que se le aparece su prima Carolineta junto al ciprés en la barca varada en la playa de Rosas. Ambos mitos que aparecen por separado infinidad de veces en las pinturas de todas sus épocas --siempre estuvieron en su subsconciente--, ahora íntimamente unidos --y aunque afuera del contexto espacial-fantasmal del paisaje daliniano--, me invitaban más que a pintarlo, a vivirlo... una experiencia inigualable.
"... fue durante ese invierno cuando a Dalí se le ocurrió lo de la piscina... sería de forma fálica: alargada con dos estanques redondos al final, los testículos..."
Casi una irreverencia: tomar esta fotografía de la piscina de día cuando, en realidad, se había concebido para fotografiarla de noche. Aunque con alguna dificultad de transposición del ambiente a la semioscuridad, por lo brillante del día, pude imaginar toda aquella tropa de personas y personajes, de los que no faltaba siempre un grupo de hippies --según cuenta Amanda--, a los que invitaba Dalí, parasitados en las noches de sus fiestas de verano, refrescándose en la zona alargada que insinuaba el pene con esa irrealidad que provocaría la luz de los focos subacuáticos iluminando sus cuerpos flotando en el líquido elemento, bajo los arcos de agua que a lo largo del vaso arrojaban, a ambos lados, una sucesión de surtidores con forma de cisne... una fantasía a la que sumaría el resultado espectral de la fuente luminosa, como transparente, de los leones --reproducción a pequeña escala de la existente en la Alhambra-- y que presidía un eje transversal por el que aquella vertía su agua a la zona alargada, cuyos extremos --que insinuaban la forma del glande y los testículos-- remataban con sendos templetes con figuración clásica como zonas de estancia y descanso desde donde se observaban a los bañistas; especie de chill-out con asientos y cojines orientales... efecto visual que daba al ambiente el aspecto de una noche de cuento oriental donde Dalí --epicentro del cosmos-- disfrutaba de sus amigos, de sus fiestas y de su particular universo pop, un sinfín de elementos kitsch: desde la mascota globosa de la marca de neumáticos "Michelín", pasando por los botellines-toreros de licor en miniatura, el sofá fucsia en forma de labios de mujer, los logotipos de la marca de neumáticos "Pirelli"..., hasta una cabina normalizada de teléfono de la época... todo el barroquismo de exposición y de exhibición en la fiesta, en especial los cuerpos casi desnudos dentro de la forma fálica enfatizaba la sensualidad de aquel espacio de estancia y recreo... no en vano el erotismo y el sexo, a veces incluso rayando en "lo bizarro", formaron parte muy importante de la vida y de la obra de Dalí.
"... aquel año iba Gala a viajar al sur de España... después de la comida nos fuimos con el viejo cadillac hacia La Bisbal. El pueblecito de Púbol era tan pequeño que resultaba muy difícil de localizar... el castillo que nos enseñaron era una gran mansión de piedras antiguas con un jardín abandonado. La entrada era hermosa, unos escalones conducían a una escalinata rematada con un relieve gótico y un escudo que representaba burdamente un pájaro. Toda una parte se había hundido, sólo quedaba una pared descalabrada a través de la cual se veían los restos de los suelos y las tapicerías:
- Me pregunto si esto le gustará a Gala. Se lo tendré que enseñar..."
En el jardín alto del castillo de Púbol |
No podíamos perder la oportunidad de conocer el castillo donde Dalí se recluyó a la muerte de Gala, con su amada embalsamada y exhumada --con sus animales-- en los sótanos para no separarse ni un momento de ella, cuando ya el genio mostraba signos visibles de decadencia física y psíquica; así que después de una alegre y relajada comida en la apacible terraza de un restaurante de Cadaqués, los cinco superando de nuevo, de vuelta, las mismas mareantes curvas de la ida, ahora en dirección ascendente, pusimos rumbo a Púbol... pero al igual que relatara Amanda en su dificultad de localizar esta pequeña localidad nosotros no lo tuvimos mejor ya que:¡Horror!, Sergi se había dormido en una profunda siesta y con él su GPS: ¡Qué no cunda el pánico!, rápidamente desde los asientos de atrás del vehículo, Rosi y yo nos constituimos, desplegando en nuestro regazo un plano de carreteras de la zona, en segundo "gabinete de crisis"... del que sólo hubo que disculpar un error: visitamos sin tenerlo programado unas caballerizas de un pueblo cercano... al fin Púbol: un pequeño pueblo que parecía desierto y que nos mostró rápidamente sus antiquísimas piedras en un apretado núcleo antiguo de viviendas que remataban en lo más alto de la calle con la iglesia a la que se adosaba un viejo castillo que Dalí había regalado a Gala, al que, según cuenta Amanda en su libro, aquél sólo arribaba cuando era invitada por ésta, previa misiva de petición del pintor, en unos encuentros con todo el protocolo de los antiguos señores de estas tierras... espacios que rehabilitaron con gran parafernalia regia, y que supuso el "reino" particular de Gala en donde se encerraba por temporadas largas con sus amigos y amantes; espacios que fueron testigos de sus últimos años... hubo un momento y una especial testigo de esos años:
"...algunos días más tarde me dieron la noticia de la muerte de Gala. Había fallecido en Port Lligart y la habían trasladado a Púbol donde había sido embalsamada en un ataúd de cristal. Dalí no quería enterrarla... se hizo la vista gorda... un año después de la muerte de Gala, Dalí seguía encerrado en el castillo de Púbol sin querer recibir visitas... después de que le dieran mi recado Dalí quería recibirme un minuto, pero en total oscuridad. No debía verle, ni hablar de ello en los periódicos... Hubo un largo silencio antes de que yo dijera, esforzándome en hablar suavemente para no asustarle:
- Hola pequeño Dalí. He venido desde Barcelona sólo un minuto para saludarle para que vea que no me olvido de usted... -su voz ronca debilitada me sorprendió:
- El cabello, se ha cortado usted otra vez el cabello.
...
- Dalí le he querido tanto, tanto si usted supiera --el me respondió con un murmullo:
- Yo también.
Cogió mi mano y la apretó tan fuerte que casi me hizo daño. Y noté que había algo en su mano que intentaba deslizar en la mía. Apreté los dedos sobre aquel objeto y él me dijo:
- Ahora váyase... ¡adiós!... ¡qué Dios la guarde!..."
Amanda Lear había inaugurado su primera exposición de pintura y era ya una popular cantante "sound" de éxito internacional. Se había trasladado a Púbol desde Barcelona, adonde había viajado aprovechando una actuación para televisión española en Madrid, a fin de mostrar a su amigo su sincera lealtad. Ya no volvió a verle más. Algo más de un año después de esta visita de Amanda, el pintor provocó un incendio ¿accidental? con graves secuelas para su persona; lo que determinó una mudanza a la torre Galatea del teatro-museo de Figueres en Girona donde se recluyó hasta su muerte en mil novecientos ochenta y nueve.
A los veinticinco años de la muerte de Dalí nosotros tampoco quisimos olvidarnos del genio; el que ya había alcanzado la inmortalidad por la que tanto suspirara... presintiendo aquel día su presencia por todas partes... yo diría, incluso, que jugando con nosotros... no sé si fue real o producto de mi imaginación pero a la salida del castillo pude ver a Dalí que nos observaba a través de los cristales de una ventana, enfrente, de un piso superior que daba al patio de entrada... y cuando salimos al jardín sentí su insistente mirada sobre nuestros cogotes... pero no sólo yo, pues mientras caminábamos hacia el portón de salida, otro de nosotros dijo haberle visto de pie detrás de la misma ventana...?
Teresa, Salvador y Sergi atentos a la cámara, mientras Rosi ajena a las poses fotográficas se afana en intentar descubrir los secretos del patio |
FranciscoMolinaGómez
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