miércoles, 15 de octubre de 2014

CINCUENTENARIO DE CARTÓN-PIEDRA











Ahora, más de veinte años después, sumidos en una profunda crisis de valores éticos --donde unos pocos con su codicia han empobrecido a muchos-- y estéticos --donde se aplaude a rabiar la zafiedad del mediocre y el necio buenismo de los estúpidos contemporáneos--, con la capacidad de análisis que da distanciarse de los acontecimientos y de las perversas ideologías excluyentes, compruebo con estupor que lo peor que padecemos ahora en este país --profunda y prolongada crisis económica-- tuvo su paradigma contrario en una fabulosa fiesta para la que no reparamos en gastos, aunque para sufragarla tuviéramos que inventar una nueva moneda --el vellón-- y estar muchos años después pagando aquellos dispendios, sin apercibirnos entonces --o sin querer apercibirnos-- que el delirio del pobre sale muy caro.
Fiesta a la que estábamos todos invitados; eso sí, siempre que estuviéramos dispuestos a dejarnos en la ciudad bética --Sevilla-- y en su recinto sagrado por aquellos días --Isla de la Cartuja-- el jornal de un mes y parte del siguiente; pagando doblemente la fiesta.
Sumergidos en aquella histeria colectiva de nuevos ricos, no queriendo dejar pasar la oportunidad histórica de asistir a evento tan importante: Exposición Universal en el año del Cincuentenario del Descubrimiento de América --¡casi ná! nos dispusimos Teresa y yo a viajar aquel octubre de mil novecientos noventa y dos hacia la región del sur, que ya era virreinato del "clan de los sevillanos" --o "clan de la tortilla"-- en un novedoso tren de alta velocidad --AVE-- cuya primera línea: Madrid-Sevilla se había inaugurado para el gran acontecimiento.











El colectivo de viajeros excursionistas del Ministerio éramos fácilmente reconocibles en cuánto nos concentramos en la puerta de embarque del tren de alta velocidad en la estación de Atocha de Madrid, y que aquella tarde nos llevaría hasta Sevilla. Y no es que nos hubieran marcado con una cruz; es que dicha señal la llevan invisiblemente grabada en la frente algunos empleados de lo público, hablando a voz en grito de que están en tal Área del Ministerio, en el que ejercen la jefatura de cual Sección, para que la gente lo escuche alto, para que se enteren que es un privilegiado trabajador fijo --eficiente, por supuesto--; ocupación profesional a la que ahora daba una "merecida" pausa --el descanso del guerrero-- aquél espécimen de funcionario-excursionista, ya en la cincuentena, de mediana estatura y complexión fuerte, mostrándose nervioso sin dejar de resoplar en la fila de espera del embarque al tren, con ese bufido de los cabestros antes del salir a la plaza. Actitud que mantuvo durante el viaje --rá-ca, rá-ca, rá-ca-- muy cerca de los asientos que ocupábamos mi mujer Teresa y yo.



En su verborrea contó a todos los que ocupábamos el coche --su garganta-altavoz no daba otra opción--, y con todo lujo de detalle, la singularidad del futuro alojamiento durante unos días de aquel colectivo de agraciados: unos pequeños bungalows de madera que el Ministerio había construído temporalmente cerca del Guadalquivir y que alguien del Negociado de su Sección ya le había relatado de un anterior viaje-excursión a la Expo: ¡Jájájá!... nos vamos al campamento, como en la mili... ¡¡Tararí!!, ¡quinto levanta tira de la manta que viene el capitán con un peazo pan!... cuando yo hice la mili...blá, blá, blá... Demasiado tarde, eran los últimos días de la Exposición y no íbamos a renunciar a ella con tan asequible alojamiento por no aguantar las desabridas gracietas, los desafinados canturreos y las insufribles experiencias vitales de aquel "cabestro" con el que de forma intermitente nos íbamos a cruzar aquellos días.

La extraña visión, ya de noche cuando llegamos al lugar, de un montón de cajas de madera numeradas --unas contiguas a otras, formando calles-- flotando en un mar de grava blanca, nos produjo cierta hilaridad a Teresa y a mí: ¡Dios santo!, ¡qué es esto!... ¡Jájájá! Dejamos el equipaje en el bungalow asignado, nos aseamos y salimos escopeteados hacia lo que ya suponíamos sería una ciudad mágica; y en verdad no nos defraudó: ¡Jóder!, esto es otro mundo, ¡es un sueño!... ¡qué pasada!; todos los calificativos que proferíamos se quedaban cortos ante la visión de lo que se nos mostraba: un espectáculo de otra galaxia, plagado de extraños edificios tecnológicos de tensados cables y arriesgadas estructuras desafiando las leyes del equilibrio por entre los que se prodigaban todo tipo de artefactos de la historia de los viajes de la era moderna y contemporánea, y que resaltaban fantasmales a la luz de los potentes focos sobre el negro puro de la noche sevillana; negrura de fondo a la que ponía calor, como en un país de ilusión, las luces de todos los colores imaginables que refulgían desde los edificios, desde las amplias avenidas donde, aún de noche, los árboles lucían verdes... fantasías que se reflejaban en las alegres y felices caras de los visitantes... muchas gentes... gentes de todos los sitios del mundo.



Al borde del lago, donde nos sirvieron una deliciosa y muy cara cena, brindamos por aquella oportunidad tan extraordinaria; contemplando durante la extensa velada nocturna todo aquel novedoso firmamento de luces estáticas o las otras en movimiento dejando un reguero brillante: la del tren monorrail que levitaba sobre nuestras cabezas y las de la barcaza que surcaba el lago artificial a cuya rutilante cubierta viajaban también algunos visitantes; descubriendo, a ratos, las siluetas de los edificios que se reflejaban, con seductores brillos, en las aguas de la otra orilla, destacando muy brillante el Pabellón de España; y todo ello mientras degustábamos las ricas viandas que atentos camareros iban colocando en la mesa, a la que se asomaba, indiscreto desde su prolongada altura, uno de aquellos artefactos viajeros de la era electrónica: la impresionante maqueta a gran tamaño del cohete espacial Apolo XI... todo era irreal... todo era fiesta... todo era alegría..., pero aquel mundo ilusorio, como todo lo mundano, tenía hora de cierre: a las tres de la madrugada se fueron apagando los focos, la música fue callando y un telón oscuro se cernió sobre el recinto ferial; eran los últimos días de feria y la fiesta se tomaba una pausa más, la que aprovechamos nosotros para ir a descansar en nuestra reciente casita de madera.

Posando delante del Pabellón de España la misma noche de nuestra llegada

Coger un taxi con todos los visitantes saliendo a la vez constituyó una epopeya en forma de interminable cola de gente en la que esperamos más de una hora hasta que, por turno, agradecimos las chirigotas sevillanas que salían de la boca del conductor sin dejar de sonreír de oreja a oreja; amabilidad que más tarde entendimos llevaba el impuesto de la propina forzosa, al sorprendernos la actitud remolona del taxista a devolvernos el sobrante del pago de la carrera desde el recinto al poblado de bungalows --le habíamos entregado cinco mil pesetas--; el que seguía con las mismas chirigotas y la misma sonrisa sin soltar la guita: ¡Eh, jefe!, dénos la vuelta que tenemos mucho sueño...: ¡Ah, perdón!... Aquello nos previno de que al hilo de todo aquel montaje, se habían agregado toda una patulea de nativos que ofrecían servicios en busca de los pardillos visitantes: ¡Oye!, no te parece que el taxista ha tardado mucho en recorrer este distancia --le señalaba a Teresa en un mapa el recorrido marcado que era manifiestamente más corto que la distancia que habíamos recorrido con el taxi--: sin lugar a dudas habían dado el disparo de salida del "tocomocho" a los visitantes.

Por si esto no fue bastante mal rollo, al entrar en el bungalow de recepción a recoger nuestra llave no nos podíamos creer la escena: el "cabestro" cerca de las cinco de la mañana --aparentemente muy fresco, sin signos de cansancio ni de sueño-- le contaba una milongaza de no sé que historia al sufrido recepcionista de noche, agregándose a nuestra inquietud de prevención ante los nativos, cuando entre nosotros, mientras el conserje buscaba nuestra llave, hablábamos aún de la extraña actitud del taxista: Hay que tener mucho cuidado con toda esta gente; son todos iguales; a mi también me ha pasado esta noche cuando mi parienta se ha empeñado en que la llevara a la Expo, ya sabe usted como son las mujeres... blá, blá, blá..., y en su interminable cháchara nos escabullimos estratégicamente, dejando abandonado y a su suerte al recepcionista que sujetando la cabeza con ambas manos, apoyados los brazos en el mostrador y con cara de hastío, hacía esfuerzos inhumanos por permanecer despierto... blá, blá, blá...; hay trabajos temporales que no están lo suficientemente bien remunerados.

El día siguiente fue el de máximo aforo de todos los días de la Expo y uno de los más calurosos. Ya por la mañana, atravesando a pie el puente nuevo --puente del Cristo de la Expiración-- que comunicaba el barrio de Triana con el recinto ferial, pudimos apreciar el intenso flujo de personas con el mismo destino, al que transitábamos protegiéndonos del sol bajo las lonas de las estructuras tesas que cubrían las zonas peatonales del mismo puente. Al entrar en la artificial ciudad, aquello era distinto: con la intensa luz del día el mundo ilusorio de la noche había perdido su magia, aunque habíamos ganado en perspectiva visual, comprobando la gran extensión de aquel parque temático en donde no sabíamos por donde empezar. Bueno, en principio por un buen desayuno en uno de los numerosos restaurantes que se prodigaban repartidos estratégicamente en improvisadas zonas de encuentro y descanso, y cuando estábamos a punto de acceder al bar un cierto revuelo de personas y coches oficiales cerca llamó nuestra atención: ¡Ánda!, no es aquella la reina Sofía... : ¡Pues sí!

Aquella suerte de que te abrieran preferentemente el paso en cualquier pabellón de los señalados como más interesantes, y que formaban frente en los paseos, avenidas y calles temporales, no era privilegio para el común de los mortales y por ende para nosotros. ¿Cómo evitar las interminables colas que ya, a primera hora de la mañana, perfilaban en largas hileras de personas las entradas a aquellos pabellones que mejor representaban el espíritu de los grandes viajes --Pabellón de la Navegación-- o esos otros que, aludiendo al futuro, presentaban los más recientes adelantos tecnológicos --el de Canadá que exhibía en su sala de proyecciones para quinientos espectadores el novedoso sistema de cina imax...y otros--, asistencias muy solicitadas que habían conformado, en los últimos días, dos tipos de visitantes que eran mayoría: los sufridos de a pie y los "enchufados" que entraban por la puerta de atrás, asistidos por sus padrinos con un puesto de dirección relevante dentro del pabellón, y un subtipo, menos numeroso pero muy efectivo, que tenía que ver con el sorprendente aumento en el alquiler de sillas de ruedas en Sevilla y alrededores --según decían--, y en la picaresca nacional: algunos visitantes haciéndose pasar por discapacitados con inmovilidad, tenían entrada preferente en cualquier pabellón; y ¡cómo no!, también el acompañante; sobre todo éste que entraba al vestíbulo atravesando la interminable fila y, mientras empujaba la silla, mirándote de soslayo con impostada sonrisa que insinuaba cierta guasa.

Ya no había tiempo: había que aguzar el ingenio para evitar perder las horas de aquel día detrás de las mismas personas, oyéndoles las mismas fútiles conversaciones, pendientes de que nadie se te colara: ¡¡¡Ehh, tú, a la cola!!!, un desastre para el principal día de fiesta programado durante algún tiempo. Después del desayuno y recordando a un conocido que era jefe de seguridad en el Pabellón de España contacté telefónicamente con él desde el mismo recinto: Tú ponte a la cola de las once y queda muy atento; te haré una señal cuando pase junto a tu lado... :Bueno, somos dos, mi mujer también... : ¡Vale! Cuando a la hora señalada nos incorporamos al final de la gente que ya esperaba, aquello no era una fila inteligible sino un barullo de personas, intentando todas colarse para ser los privilegiados seres en ocupar una de las butacas de la novedosa sala de cine que presentaba como exclusiva aquel pabellón.

Y no fue para menos ya que una vez colados por el conocido y después de muchos empujones y algunos suaves codazos conseguimos dos de aquellos asientos --extrañamente inclinados hacia la gran pantalla que cubría la superficie del espacio cupulado--, éstos, con el inicio de la proyección sobre la gran pantalla curva, empezaron a moverse --no sin cierto inicial repullo-- hacia un lado y su contrario, hacia adelante y hacia atrás..., como si la butaca intentara expulsarnos de su mullida piel, al mismo ritmo del trote de los animales que tiraban de una calesa andaluza en la que éramos paseantes protagonistas; invisibles en la enorme pantalla: sólo visualizábamos las cabezas de los caballos que tiraban de ella... ¡íbamos montados en una carroza virtual!... una experiencia única pero desequilibrante, a la que se añadieron otras en las que el desayuno intentaba salir del estómago al girar el asiento hasta ponernos boca arriba mirando al interior de la cúpula para apreciar el cosmos en el fascinante documental de un firmamento estrellado... y así hasta el final de tal suerte que cuando salimos de la sala percibimos cierta desorientación, posiblemente debida al mareo por la falta de costumbre de que te muevan todo el rato tu butaca en el cine; el mismo aturdimiento, creo, que padecían a la salida los demás espectadores; desconcierto que aprovechaban los vigilantes para empujarnos hacia la calle, sin posibilidad de ver los otros espacios del pabellón. En la puerta continuaban las mismas cruentas batallas por entrar.

¿Y ahora qué?, ya no teníamos más conocidos que nos pudieran franquear de una manera rápida la entrada a algunos de los pabellones que ya habíamos señalado con una flecha en la guía que recogimos a la entrada del recinto, y a fin de que no nos sucediera lo mismo --lo de hacer cola me refiero-- a la hora de almozar en uno de aquellos restaurantes, decidimos temprano adelantarnos a toda la turba visitante. Vano deseo, las mesas que no constaban reservadas, ahora ocupadas, estaban apalabradas hasta bien entrada la tarde... un desatino que al empuje del apetito que, debido a toda aquella movida, se había instalado con vocación de permanecer en nuestros estómagos, intentamos solucionar de manera urgente acudiendo a algún coche-chiringuito de perritos calientes que abundaban... no hubo ninguno libre... en todos se arremolinaba la gente, desesperada por conseguir tan codiciado manjar; así que elegido uno hubo que hacer grandes esfuerzos de avance y derribo del más próximo hasta que cerca de una hora después, y algo deshidratados, poder llegar hasta el elevado mostrador donde comprobamos que aquella interminable fila de personas, con la cara pegada a la formica blanca del lateral del coche, querían lo mismo que nosotros, esgrimiendo todos el mismo gesto de súplica en la lástima que mostrábamos también nosotros en la anhelante petición.

- ¡Por favor!... ¡por favor!... ¡por favor!... ¡¡dos perritos calientes y dos botellines de agua!!; conmiseración de gestos que no apreciara el "loco del gorrito blanco" que nos dominaba en altura, el que al contrario con gran desprecio sólo daba voces: ¡No tengo agua ni refrescos, s´hánacabao!... ¿Kéchu o motasa?... : ¡Da lo mismo, lo que tengas!, le suplicamos apremiándole. Salimos como pudimos --protegiendo ambos, sendos tesoros-- dirigiéndonos a continuación a cualquiera de las máquinas expendedoras de bebidas que se prodigaban por el recinto: ¡Inaudito!, todas a las que acudimos desesperadamente sedientos habían agotado las bebidas. Tuvimos que ir marcando en el plano, conforme las íbamos localizando, las fuentes de agua potable que se repartían por el ferial a fin de saciar la sed el resto del día.

La tarde la dedicamos a visitar los pabellones a los que nadie acudía: estábamos casi sólos; un auténtico placer sino fuera por el irrelevante interés de los objetos que exponían, que nada tenían que ver con las grandes epopeyas viajeras de la humanidad; así que durante aquellas horas nos dedicamos a visualizar las cosas más raras que se nos ofrecían a la vista: una extraña escultura erótica de madera en el Pabellón de Jordania --creo--, la maqueta completa de la Meca en el de Arabia Saudí... la estatua de no sé qué dios en el de Singapur... unos extraños capiteles en el de Malasia... una jaima de Emiratos Árabes...; cualquier habitáculo con poca gente servía, incluso el de cervezas "Heineken"... todo muy cuestionable para lo que consideraba gran acontecimiento que justificaba aquella fiesta y el esfuerzo personal y económico de la visita.



Llegada la noche, reventados de tanto andar de un sitio para otro, con los pies descalzos y a remojo para aliviarlos en uno de los estanques que recogía el agua de una de las numerosas fuentes --íbamos de fuente en fuente para intentar calmar aquel insufrible calor--; ésta ya no nos pareció tan mégica por lo que nos fuimos pronto a ver si nos daban de cenar en algún sitio y después recogernos a tiempo para descansar de la intensa y ajetreada jornada. Bueno no todo fueron contratiempos: al recogernos más temprano que el día anterior evitamos encontrarnos con el "cabestro" al ir a recoger la llave del bungalow; la que nos dió un conserje aparentemente cansado, y el que cruzó los dedos cuando le mencionamos la ausencia del que ya temía más que a una vara verde: ¿Hóóómbre?, no está aquí el jefe del Ministerio... : ¡Ánde, calle, calle!, que me va a volver loco... no sé si es humano: nunca duerme, nunca se cansa...¡nunca calla!



Loquito lo tenía ya cuando muy temprano --nos habíamos levantado nada más clarear para aprovechar el día-- le contaba al paciente "Job" que habitaba detrás del mostrador sus andanzas del día anterior: Cuando llegamos la parienta y yo a la Expo ¡ahúúú que colas de gente en todos los sitios!... pues mi menda entró en todo lo que me dio la gana... ¡hómbre!, tengo muchos contactos por mi cargo de responsabilidad en el Ministerio... ¿con quién crees que estás hablando?... no tienes ni pajolera idea... vamos con decirte... blá, blá, blá..., al que interrumpimos con el beneplácito y agradecimiento del conserje al que hicimos una observación al tiempo que le entregábamos la llave: Al ir a ducharnos hemos comprobado que el grifo del agua caliente no funciona bien... :¡Ah, vale!, lo comunicaré... , no dió tiempo a decirnos a quién ya que inmediatamente le interrumpió el "cabestro": Bueno, los grifos de mi bungalow no funciona ninguno bien, ayer al ir... blá, blá, blá...; y con cierta piedad, aunque con la inevitabilidad de dejarle sólo ante el peligro nos despedimos del conserje, el que, en la explicación de la reparación de la grifería, se esforzaba en retenernos aunque fuera algún rato más.

A la vista de lo vivido el día anterior, aquel dia acordamos visitar Sevilla, ¡qué delicia!: mientras todos estaban en la Expo nosostros desayunamos relajados en el intimista y tranquilo ambiente de una recóndita placeta del popular barrio de Triana, entre naranjos; visitamos los alrededores de la Real Maestranza: los tipicos bares con la añeja decoración de azulejería artística, percibiendo el olor a bodega antigua, el de los finos, el de las tapas...; descansamos en la ribera del Guadalquivir saludando a su guardiana más antigua: la Torre del Oro que coqueta todavía a su edad se miraba insistentemente en el espejo de las aguas del caudaloso río, en el que al frescor de una de las orillas almorzamos sin mesas reservadas, sin empujones, sin atropellos, relajadamente felices... para dar paso al programa --ya bien saciado el apetito y descansados después de una apacible siesta-- del resto de la tarde: quemar los últimos cartuchos en la Expo, evitando de nuevo las colas de personas, obviando el interior de los edificios y disfrutando de los exteriores: las excursiones en el tren monorraíl o en la barcaza del lago; posando delante de la estatua o de la barca vikinga... y por la noche, sentados en la misma ribera del artificial lago, éramos uno más de los sorprendidos espectadores en el agrado y disfrute de la colorista proyección de imágenes sobre el invisible chorro de agua descompuesto en infinitas y finísimas gotas que brotaban de la lámina de agua, con el extraordinario efecto visual --al compás sonoro de la música-- de surgir del vacío de la noche, festivamente animado y en grande, el logotipo de la Expo --aquel pájaro raro: Curro-- y todo tipo de sugerentes imágenes en proyecciones de películas ligadas al acontecimiento; y como colofón a la fiesta: la renovada fascinación de siempre, vibrando con la emoción de la pólvora de los fuegos artificiales que explosionaban en lo alto de la oscuridad en cascada de brillantes fuegos rojos, verdes, blancos... y la traca final: todo el arco iris iluminando de fiesta el cielo de la noche sevillana. Una excelente despedida.






A la mañana del día siguiente, mientras esperábamos con los equipajes a punto el autobús que nos trasladaría hasta la estación de Santa Justa, en el centro de la capital sevillana, no nos sorprendió el jaleo de las voces del "cabestro": ¡¡Tararí, tararí!!... ¡se nos acabó el campamento!... ¡nos licencian!... ¡nos vamos para casa!... ¡¡¡¡tararí, nos vamos para Madrid!!!, y que profería en medio de la expedición, despidiéndose a voz en grito con la mirada dirigida hacia el campamento de bungalows de madera, que ahora esperaban a la última remesa de funcionarios. Del viaje de vuelta, muy cerca de él en el tren AVE, mejor no hablar; la misma garganta-altavoz de siempre sobrepasada de decibelios y de estupideces, hiriéndonos los oídos: ¡A ver todo el trabajo que me voy a encontrar ahora en el Ministerio!... cuando llegue seguro que me encuentro todo mangas por hombro... es que estos subordinados son unos mantas... en cuanto falto, la lían... rá-ca, rá-ca, rá-ca...

Pocos días después: el final de la Fiesta. Cuando se retiraron los fastos y se acabaron los fuegos artificiales que durante muchos días habían dibujado de colores la noche, y la luz del día mostró la cruda realidad de país, afloró en el lugar, sustituyendo a aquel mundo ilusorio, toda una ciudad de cartón-piedra.





FranciscoMolinaGómez
(De todo aquello hubo ratos muy buenos, pero lo mejor sucedió después: no hemos vuelto a cruzarnos con el "cabestro")

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