domingo, 15 de febrero de 2015

LO IMPERFECTO DE LA BELLEZA











Transcribo el correo electrónico de 16.05.2011/ 13:12 h: "Aquí os mando para que tengáis un gran recuerdo de sor Gloria Aguirre Andaluces --en realidad Landaluce--, la gran Maestra, recordémosle siempre. Como siempre vuestro amigo José Antonio".
Gracias José Antonio por la foto, aunque la reseña es como poco, por lo vivido, de dudoso título. Junto a una pléyade de buenos maestros que he conocido, fue la primera de la otra serie: la de los malos maestros: Nunca, nunca, nunca... las crueles afrentas abrieron, ni abrirán, el camino del conocimiento; al contrario...











Ha si-do so-lo u-na mi-ji-ca..., balbuceaba el "Mijicas" --mirando temeroso a sor Gloria--- más con el parpadeo de los ojos que con la boca; guiños que en sus intermitencias imploraban algo de compasión a la monja que muy de mañana, con sonoras palmadas, había despertado a los internos del orfanato en la salutación de siempre: ¡Arriba el Niño Jesús!...: ¡Y por siempre en nuestros corazones!; la que de urgencia, como si en ello le fuera la vida, se había acercado a su cama --al igual que lo haría con las otras de los "meones"-- apartando con enojo las ropas que la cubrían, al tiempo que éste le seguía suplicando con gemidor balbuceo: Ha si-do so-lo u-na mi-ji-ca..., rehuyendo a sor Gloria en la progresiva irritación de su agraciada cara: Además de mojar la cama, ¡eres un mentiroso!...¡una mijica, una mijica!..., ¡recoge las sábanas manchadas y a la ducha de agua fría...; ¡vosotros también!

El Mijicas coleccionaba adscripciones a grupos siempre denostados, desde que nació; si acaso alguna vez lo hizo porque no había indicios, datos, ni documentos de que aquello hubiera sucedido en algún lugar; tampoco se conocía el momento exacto, tan sólo que brotó de manera espontánea una mañana muy temprano envuelto entre trapos que sólo liberaban su cabecita, abandonado en las tapias junto a la portería del orfanato, sitio del que fue rescatado por el portero --Pepe el Bolas-- que le oyó gemir cuando hacía la primera ronda mañanera. De sus padres ni rastro. El Mijicas pasó, desde aquel instante, a ser niño expósito, y, para más señas, también niño cunero. Desde entonces aquella mijica de carne comenzó una ardua lucha contra el infortunio. Su poco peso y sus escasas defensas eran una rémora que negaban la viabilidad de aquel conato de existencia que había surgido milagrosamente junto a las tapias. Desde el primer momento su cuna fue sitiada por un ejército cruel: el de las enfermedades infantiles, activándose en el niño cunero un eficaz sistema inmunitario contra el implacable asedio, del que pudo zafarse a duras penas. Pasó de la Cuna al Destete y después, con cuatro años, al pabellón donde estaba sor Gloria.

Sor Gloria era en su beldad el contraste de facciones perfectas y armoniosas con respecto de las caras de las otras monjas: un rostro de fino cutis blanco que acentuaba un lunar negro en la mejilla, y que se prolongaba terso en el mismo color del gorro de la toca --aquella de largas alas- y en el que destacaba luminoso el intenso azul de sus ojos, abriéndolos mucho con la mirada fija en cualquier niño cuando le recriminaba por algún hecho a su opinión reprobable, desafiándole con aquellos ojos dilatados, quietos, intensamente abiertos... hasta que el niño aturdido, los rehuía y bajaba la cabeza; después volvía a su estado natural en el tiempo que dictaba el castigo. Aún así con su dureza de intención, era como si su belleza le redimiera a la vista de los infantiles ojos: tenía la hermosura femenina tan deseable para una madre... y ahora se suponía que ella lo era para el Mijicas y los demás niños. De la persistencia de la lozanía de su cara se contaban muchas cosas entre los internos, las que con el tiempo habían adquirido carácter de leyendas: Qué si se daba pomada en la cara...: Qué si se pellizcaba suavemente los carrillos para tenerlos sonrosados...: Qué si se ponía colorete en las mejillas... Cara angelical que por las mañanas no le pareciera tanto a Mijicas.

En el pabellón de menores, las desdichas del Mijicas comenzaban muy de mañana, cuando despertaba con la misma sensación mojada de siempre, con los calzoncillos, la camiseta y las sábanas empapadas en orines, y aunque minimizara el hecho --Ha sido una mijica, repetía siempre--, la verdad es que no era una mijica, era una formidable meada que discurría en el sueño, caliente y apacible entre sus piernas recogidas contra su cuerpo en actitud fetal, plegadas hasta confundirse con su pecho; amparándose en la elasticidad de sus carnes, hecho un ovillo --en ese otro rincón de su existencia--, para sentir más dulcemente en su piel el calor de la micción nocturna, y de la que le despertaba sobresaltado, poco después, el frío de los orines; la humedad fría de las sábanas que percibía gélidas por efecto del hule que cubría su colchón. Y no era el único: varios chicos amanecían empapados en orines hasta el cuello.

Se culpaban de aquella denostada condición sin preguntarse siquiera las razones. No eran conscientes de sus carencias --siempre las mismas-- que en sus subsconcientes admitían y justificaban, quizás, en el pánico a despertar a media noche para no sentir miedo a las extrañas y alargadas sombras proyectadas en la pared, y que se movían a la par que el parpadeo de la llama de la lamparita de aceite, acechada por la oscuridad, y que en alto dominaba el alargado dormitorio; tal vez en la dificultad de avanzar un solo paso en el implacable asedio con el que aquel insufrible frío cercaba las camas, impidiéndoles llegar hasta los aseos; o, porqué no, en la existencia de alguna patología orgánica que les relajara sus esfínteres durante el sueño, en la necesidad de evacuar la tóxica orina. Pudiendo ser cualquiera de ellas las razones, ¿dónde quedaban las otras?, las relacionadas con el mundo de los afectos, con las ausencias de estos.

El Mijicas no percibía de una forma cierta las carencias afectivas. Estas actuaban de manera inconsciente, y cada noche al acostarse repetía los mismos gestos, los mismos ritos, las mismas posturas; las que su ser evocaba de otros tiempos, cuando aún no había nacido; en los que sentía, al amparo de aquel refugio primigenio --el seno materno-- un inmenso sosiego, una extraordinaria paz; sentimientos de agrado que percibía cuando escondido entre las ropas de la cama, su cuerpo se enroscaba hasta hacerse esférico, rotundo, globular --y así exponer la menor superficie de éste al frío hule--, sintiendo el pálpito de su corazón en todas sus carnes y cómo la sangre caliente iba templando su ánimo, olvidándose de sus desdichas hasta quedar profundamente dormido..., creyendo flotar en el líquido intrauterino, extasiándose en su calor --unos segundos de intensa felicidad-- cuando involuntariamente evacuaba los orines. Y así todas las noches, durante mucho tiempo, con el aliento cortado cuando despertaba.

¡Venga rápido, todos a la ducha!..., les increpaba sor Gloria. No había piedad para los meones, y desfilaban con las banderolas mojadas de color orín, como blasón de vergüenza, asidas en las manos entre los demás chicos --que le señalaban-- hacia las duchas de agua fría, muy fría, muy de mañana, muy temprano, tan temprano que aún la temperatura de sus cuerpos no había alcanzado la de sus existencias, y bajo el gélido chorro de agua, el Mijicas desnudo, destemplado, miraba al resto de chicos que se lavaban al tiempo que éstos le contemplaban; suplicando conmiseración, con el pelo mojado y el agua escurriendo por la suave y tersa piel ante la atenta mirada de sor Gloria:¡No salgáis aún todavía!, ¡debajo de la ducha hasta que os lo diga!, ¡a ver si el agua fría os quita esa fea costumbre!... sintiendo en la clavazón punzante del frío limpiar su yerro; buscando entre las miradas escrutadoras y acusadoras un gesto de perdón: ¡Venga!, salir ya fuera, el que se orine mañana doble sesión de ducha fría..., hasta encontrar las manos que le ofrecían una toalla seca en donde envolvía la tiritera y el insistente castañetear de dientes que persistía hasta que la temperatura de su cuerpo alcanzaba la de su ser, el que mantenía en vilo con el exiguo tazón de leche con miga de pan del desayuno, después de la obligada misa y antes de las clases.

Del grupo de los atrasados de la escuela del orfanato, el Mijicas ya arrastraba tan desafortunado título desde los tiempos en que sor Clara --la primera educadora con apenas cuatro años-- le ubicara definitivamente en uno de los rincones de la escuela, mirando a la pared, con unas prominentes orejas de burro en la frente y al que la burla constante le había invertebrado del resto de chicos que en la mofa le cantaban: Borriquito como tú / que no sabes ni la ú..., y en el progresivo aumento del tamaño de las orejas de burro, y de la repetición de la eterna letanía, perennemente aparcado en el rincón, Mijicas perdió la letra u y ya no la coreaba con los otros niños, y sor Clara le castigaba a la salida de las clases encerrado en el aula, repitiendo una y otra vez las vocales a las que falta siempre una: a, e, i, o..., a, e, i, o..., y empezó a hablar sin la u..., evitando aquellas palabras que la contuviera: muro, cuerpo, humedad, hule, ducha, burla, burro... hasta que la reencontró justo a tiempo de pasar a la otra clase, la de sor Gloría: Uuuuffff, menos mal!...: ¡Ave María Purísima!..., ¡Sin pecado concebida!

Había momentos que sor Gloria, desprendiéndose de su dureza en su mesiánica misión de salvaparias, mostraba su lado humanista: el de la creación artística. En esta afición o necesidad de mostrar sus habilidades artísticas se transformaba; era otra distinta: hablaba amigablemente con los niños mayores --los cuidadores--, mientras sus manos iban confeccionando artísticas flores de tela de colores: las rosas con sus pétalos abriéndose; los claveles rojos apretujados en el verde cáliz; y las amapolas con sus estambres negros...; flores que destinaba para adornar y embellecer la iglesia. También decoraba la clase con sus destrezas en el dibujo y la pintura: como las láminas de peces al pastel que Mijicas contemplaba clavado en la pared, al lado del mapa de España. Dibujaba en la pizarra grande --encerado-- primorosos dibujos, sombreados con tizas de colores, en donde escribía leyendas y rótulos de caligrafías muy elaboradas que después copiaban los niños en los cuadernos. Y es que parecía querer traslucir la belleza en aquellas actividades cotidianas. ¿Quería inculcarles el arte a los niños, o era simplemente un ejercicio de lucimiento personal?

En la escuela de sor Gloria cuando se acababa la lírica de la tabla de multiplicar, comenzaba el tiempo de la sinrazón de la letra con sangre entra, y tomaba protagonismo la flexible vara india. En el segundo grado de la enciclopedia Álvarez las lecciones eran incomprensibles y algunos niños mayores seguían sin saber que un triángulo equilátero era el que tenía todos sus lados y ángulos iguales; que el Mulhacén era el pico montañoso más alto de la cordillera Penibética; y que los Mandamientos eran diez y se resumían en dos: amarás a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo. Los mismos que en ese momento no eran prójimos de su maestra sor Gloria, que los iba apartando en un pelotón de torpes, a fin de recibir los correctivos varazos en las manos, y de los que siempre era carne de cañón un tal Pitraco. Cada golpe seco marcaba en la palma de la mano del Pitraco una lacerante marca, y en su gesto una mueca de intenso dolor contenido --le había tocado a él; a continuación podía tocar a cualquiera de los otros de la bancada--, sin obtener compasión del inalterable rostro de sor Gloria que sin vacilar descargaba con mucha furia la vara, dejando impresos amoratados cardenales en unas manos doloridas que, de vuelta al pupitre, mostraba a sus compañeros:

¡Toma!, ponte ajo en las manos; verás como te duele menos, le decía el Milindres a fin de aliviarle el escozor de los golpes, y a Pitracos en su dolor le brotaba hacia el compañero una esbozada sonrisa de complicidad y agradecimiento, que era muy seductora; la que le daba cierto brillo a su cara de niño malo, y que desmentía la leyenda de diablo con la que las monjas le habían rebautizado, pues le marcaba en el gesto una expresión angelical que no le favorecía en su adquirida notoriedad de duro, al hacerle vulnerable a perder su otra identidad, la del inconformismo que llevaba muy adentro y que afloraba en multitud de ocasiones, como la última en la que, para escapar del castigo, apretando con fuerza la vara india en el momento en que la descargaba en su mano sor Gloria se la arrebató escapando con ella hasta el patio; arrojándola lejos, detrás de la tapia. Vano remedio: otra vara, después, quedó marcada en rojo en sus jóvenes y blancas nalgas; donde más se hunde; donde más duele.

Los escolares mayores esperaban con ansiedad el receso del castigo en el cambio de tercio: al mediodía el toque de campana anunciando el Ángelus se expandía por todo el recinto, irradiando notas de bronce para la oración: El ángel del Señor anunció a la Virgen María...: Y concibió por obra y gracia del Espíritu Santo. Y el rezo les daba una tregua a los chicos mayores; pausa que el Pitracos aprovechó para soplarse las palmas de las manos a fin de calmar la intensa quemazón que no le aliviaba siquiera el ungüento de ajo, y los otros para desechar momentáneamente de sus mentes aquel temible silbido --que habían percibido con la desazón del inminente golpe, tantas veces-- que hacía la vara en el aire antes de dibujarse en la carne.

Silbido que, como un zumbido constante que atormentara los oídos, pendía todos los días como espada sobre el corro de niños --alrededor de sor Gloria-- que daban la lección del primer grado a la monja, la que ahora iba apartando a aquellos de los menores que no sabían que dioses había uno sólo y no tres; que España limitaba al norte con el mar Cantábrico y los montes Pirineos que la separaban de Francia; y que Viriato fue un pastor lusitano que luchó contra los malos tratos de los romanos...; los que también desconocían que un cuerpo era todo aquello que ocupaba un lugar en el espacio; aunque ahora ellos estuvieran ocupando el espacio del castigo infame; era igual estaban allí, a la vista de todos, expuestos a los demás niños para escarmiento más que para escarnio; para que sintieran el mismo miedo de los castigados; la penosa incertidumbre de que fueran ellos los que seguidamente ocuparan aquel lugar; nadie estaba a salvo cuando a los sonoros crujidos le sucedían apagados lamentos --dos solitarias y espesas lágrimas por más muestras de dolor--; suplicando con las miradas de niños indefensos algo de caridad al descargar la vara. No había compasión pues el golpe sonaba siempre igual: como chasquido en carne tierna; y el intenso dolor de las manos buscaba consuelo al apretarlas Mijicas contra su cuerpo, ya de vuelta al refugio del pupitre: Duele mucho..., cuando sea grande voy a venir aquí y le voy a dar en sus manos con la misma vara, para que sepa lo que duele, en donde rumiaba su desdicha, de la que era asombroso que cupiera más en su corta vida.

Aquel justo deseo se desvaneció tiempo después en la alegría de la marcha de sor Gloria del orfanato; a la que despidieron las otras hermanas a la puerta de la comunidad de monjas, en la misma explanada donde en sus jardines --los del estanque de la patera-- seguían creciendo las dos profusas matas de bambú, que le habían proporcionado, sin agotarse, aquella peligrosa arma; a las que los niños miraban con temor incluso cuando, proyectándose en el tiempo, sobrevivieron a su perverso uso...; y en la reflexión de aquella huida y del tiempo transcurrido: Qué alma, que no hubiere enfermado de insensibilidad, de ira o de soberbia, podía permanecer impasible ante la impactante imagen de la tristeza infinita en los ojos vidriosos de un niño, con la congoja desbordada en dos lagrimones que se van deslizando, lentamente callados, por las angulosas mejillas hasta la comisura de una boca cerrada, contenida de rabia, de impotencia, de resignación impresa en apretados labios por los que discurren las gotas ya saturadas, mezclándose con la saliva y probando su salado sabor; sorbiendo para adentro su dolor, el que se transformará otra vez en lágrima para aflorar silenciosa cualquier otro día... ¿qué pasaba entonces por la mente de un niño?... ¿qué pasaba en aquellos momentos por las mentes del Pitraco, Milindres, Mijicas...?...; y quién no era capaz entonces de conmoverse.

Nunca la "belleza" fue tan imperfecta.



FranciscoMolinaGómez --"Emilio"--
(Sufrí como todos con reprimida conmoción y mucho dolor la "gratuita" violencia... y hoy --ahora-- quiero creer que aquella agraciada mujer escarbando en lo más profundo de sus convicciones religiosas y en obligada reflexión desde su exilio forzoso que le llevó a la otra punta del país --el norte--; lograra por fin, en el tiempo de la confesión, conmoverse)














2 comentarios:

  1. ¿Qué decirte querido Paco? Esplendido como siempre!
    Hablar de este personaje mítico del orfanato, es revolverle las tripas a los que sufrimos en todas nuestras tiernas carnes sus vergonzosos comportamientos.
    Quien se puede imaginar, que la belleza y ternura expresada en la foto puede esconder tanto cinismo, que hasta para cumplir los castigos que nos infringía, protegía sus delicadas manos con la inseparable vara india.
    A veces he tratado de comprender (sin justificar), su comportamiento. La vocación de servir a Dios, como dicen, en su caso creo que era un refugio a la frustración de una vida atormentada. Estas personas, siempre tienen que encontrar un culpable – ellas mismas o en el mayor de los casos, los otros – mediante el desarrollo de una lógica en explicar racionalmente los hechos. A veces tratan de justificarse a sí mismos, a defenderse, a gritar a la injusticia. Otras veces se quedan bloqueadas en el abismo de sus pensamientos. En casos extremos, sus sufrimientos tocan el fondo del abismo, su imagen destruida la llevan a condiciones extremas, ya que siempre han asociado su vida real a su imagen. En francés se dice: Paraître, perpetuar la ignorancia de la realidad dentro de nuestro ser. No ser capaz de emocionarse a la grandeza de nuestro ser real. Creerse grande. O creerse pequeño. O de creerse.
    Recuerdo los constantes conflictos con mi tía Carmela cuando me visitaba. Siempre terminaba con la misma frase: Hermana…todo lo que tienes de guapa, lo tienes de mala leche!
    En arte se dice: Si la belleza es la singularidad de cada cosa, lo imperfecto es por lo tanto belleza. En este caso diría: Belleza feroz, su belleza le servía como velo para tapar su fealdad interior. Ahí tu acertado comentario al correo de José Antonio, el título a tu entrada y su contenido. Yo agregaría: Ni olvido, ni perdón!
    Aprovecho para pedirte (por mail) el contacto que comentamos y hacerme con los libros de Manuel Jiménez Estévez.
    Ánimo y sigue emocionándonos con tus relatos.
    Un fuerte abrazo amigo Paco.
    Quiqui

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    1. Amigo Quiqui:
      Entiendo tu indignación, que también es la mía, hacia el "personaje" ante su abuso de autoridad, su violenta prepotencia resguardada en los hábitos hacia unos indefensos desheredados, su...; si bien ya desde el inicio es intención del blog, desde la honestidad sin titubeos del relato, remover la fibra sensible para hacer aflorar la emoción y motivar la reflexión, dejando los juicios al sentimiento del lector.
      De ahí que el final de la entrada sea una apostilla junto a mi nombre. Quiero seguir creyendo que después hubo un tiempo de arrepentimiento: ¿Quién, que no sea un enfermo, puede vivir con aquellos cargos de conciencia? Creo que en el "pecado" llevó la penitencia.
      Un abrazo fuerte.

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