Análisis de Formas II
Había pasado un año y ahora no sentía aquella inicial prevención del curso anterior. No era nuevo en la escuela y eso me daba cierta seguridad, a la vez que una familiaridad con aquella casa, la que empezaba a considerar como algo a lo que deseara estar vinculado el tiempo necesario para congraciarme de una vez por todas conmigo; mientras iba descendiendo nervioso --al incorporarme con las clases ya comenzadas--, otra vez, hacia las entrañas del edificio buscando mi aula de Análisis de Formas --las de segundo curso--. Conocía el edificio nuevo, los pabellones del viejo, sus recovecos, sus patios... pero ¿el aula-museo en el sótano?... ¿no será la del curso pasado? No, no era allí; bajé un nivel más que desconocía existiera, luego unos escalones que daban casi directamente a una puerta; la abrí y entonces creí descubrir no un aula de dibujo, sino, probablemente, el lugar secreto de la escuela donde los que regían el centro habían escondido --guarida sin luz natural--, a aquellos alumnos que ya muy temprano habían adquirido variados grados de esquizofrenias: era como la sala de estar de un manicomio en el que cada loco --o grupo de locos-- iba a su tema: se acercaban a las láminas de colores sobre caballetes con extraños movimientos: de cuello, de brazos, de caderas, hasta de piernas; saltaban, giraban, se agachaban hasta casi el suelo; se retrepaban hasta retar el equilibrio hacia atrás; rezongaban... todos los gestos inimaginables, para a continuación, con un solo golpe de muñeca, dejar un simple e ininteligible rastro de pintura del que quedaban embobados al alejarse para visionarlo en la pequeña distancia. Todo muy raro... mientras el que parecía el profeta de todo aquello --alto, delgado, con barba canosa y abstraída mirada de cristo del Greco--, en el centro de la amplísima sala, pronunciaba en alto leyendas de curiosas citas, que parecían reflexiones filosóficas arengando al espíritu creativo, en una particular visión de la realidad de las cosas, a toda aquella patulea de abducidos, los que de manera intermitente, para no interrumpirle en sus largas peroratas, acercándose al gran maestro le mostraban las enormes láminas pintadas de una indescifrable amalgama de manchas abstractas en líneas y masas de colores: ¿Qué le parece señor Seguí?, le preguntaba uno que llevaba varios minutos revoloteando a su alrededor, esperando su oportunidad: ¡No!, ¡no!, ¡no!... , tienes que penetrar en él..., tienes que captar su espíritu..., vuelve a intentarlo, le contestaba. Ni puñetera idea de lo que hablaban, y lo peor era que aquel que suponía iba a ser mi profesor era el que más dudas me suscitaba.
Asustado por creer que había dado con uno de aquellos lugares raros de los que con cierto recelo contaban de la escuela, y preocupado por encontrar un rastro de normalidad que pudiera apaciguar mi creciente preocupación de que el "sueño" quedara atrapado en aquella notoria sinrazón, busqué con la mirada otros sitios, y me dirigí hacia un rincón donde un hombre de mediana estatura y poblada barba, del que por la edad que mostraba presumí era otro profesor, congregaba con su verborrea a un grupo de jóvenes alumnos: Si sabéis mirar..., si sabéis llegar hasta el fondo..., lograréis captar su impronta; ¡horror!, hablaba parecido al otro y además me resultó familiar: era calcado a uno de los conocidos gemelos que siempre acompañaban con sus guitarras a la cantante María Dolores Pradera en las actuaciones televisivas: ¡Dios mío, el gemelo de la Pradera!..., ¿qué carajo hace aquí?..., y además de profe. Creí que había entrado en una alucinación, quizás producto de algún brebaje que me hubieran puesto en el café que momentos antes había tomado en el bar de la escuela, y acongojado abandoné el lugar, corriendo escaleras arriba tan rápido como pude: No puede ser que esto sea real, que esa sea mi aula de dibujo de este año; la mente --pensé-- me está jugando una mala pasada; tengo que relajarme y reflexionar.
No tardé mucho en alegrarme al quedar enterado que por error me había colado en el aula del grupo de Análisis de Formas que no me correspondía: ¡¡Uuuufff, menos mal!!; suspiros que estaban más justificados cuando, inquiriendo ahora por curiosidad en la personalidad del tal Javier Seguí, me enteré de una leyenda que era ya un hito en la escuela: un día liberó de sus jaulas a unas cuántas gallinas que había hecho llevar hasta el aula; éstas se desperdigaron por el suelo, posándose en lo alto de los caballetes o en las cabezas y brazos de las estatuas de yeso que se prodigaban en la sala, al tiempo que Seguí apremiaba a dibujarlas: No dibujéis su forma exterior..., ¡id más allá!..., ¡captar su espíritu!...; ¡¡¡Acojonante!!!: ¿dibujar el alma de una gallina?; no daba crédito a aquello que me estaban contando y agradecí enormemente que mi encuentro con aquél raro espécimen de profesor fuera sólo casual; pero no sería la única vez aquel curso. Ahora entendía aquel guirigay, aunque no explicara lo del hermano gemelo, asunto que de momento dejé aparcado. Luego vine en conocimiento de que efectivamente era la persona que yo creía; el que además de arquitecto y profesor, era músico.
En los días sucesivos agradecí muchas cosas: que estuviera en el grupo de Helena Iglesias --con una visión diametralmente opuesta a la de la otra cátedra de entender el estudio del análisis de las formas; sin aquellas derivas mentales, éste se adaptaba mejor al preciosismo en el dibujo que yo ya poseía--; que mi profesor --Roberto Osuna-- además de joven no revelara en sus gestos actitudes mesiánicas, sino alguien cercano que me daba cierta tranquilidad; que las clases se dieran en un aula con amplias mesas de dibujo y mucha luz natural; que además los no muy numerosos compañeros de clase pareciesen normales, y que ya con el primer tema diéramos, ¡por fin!, el anhelado gran salto del barroco a la modernidad: Con la documentación proporcionada de la casa Wolf de Mies Van der Rohe, en la actualidad demolida, deberán reconstruirla mediante un dibujo de perspectiva. Bueno, aquello parecía otra cosa; pero cuando me puse manos al dibujo no parecía tan simple: siendo su fachada de ladrillo había que dibujar todos ellos, o adoptar algún procedimiento que diera esa sensación; y no sólo eso: también las barandillas, los marcos de las ventanas, los vidrios...; ¡¡¡estábamos con Helena Iglesias!!!
Estudié concienzudamente aquella casa, y otras de Mies que encontré en la bibliografía recomendada por el profesor, e hice con técnica seca de lápiz de color, para aquel primer ejercicio, una vista axonométrica desde el acceso de la parcela a través de unas prolongadas escaleras --el terreno era escarpado-- hasta la puerta de entrada de la vivienda; la que mostraba toda la volumetría primitiva de la casa. ¡Ah!, qué cómo resolví lo de los ladrillos de las fachadas: ¡fácil!, presionando con un buril afilado quedaban rehundidas en la cartulina las líneas de llagas del aparejo del ladrillo, por lo que al pasar el color no quedaban afectadas por este, con un resultado bastante aceptable con el real. Pero lo importante, al margen del dibujo y de los trucos que nos íbamos transmitiendo entre nosotros, era que había algo en aquella obra que empezó ya a transmitirme emociones desconocidas; algo que sin saber exactamente que era, me indicaba que transitaba la senda correcta; algo que ya intuía descubriría más adelante cuando empezara a controlar la materia de la que surgen las cosas, como el pegote de barro de mi infancia, sin que escurriera por mis manos ni mi cuerpo.
¿Pero que era aquello que buscaba?, y ¿cuándo se me revelaría?... poco sabía ciertamente... tiempo al tiempo. Había que seguir estudiando minuciosamente aquella casa y las otras del autor, las que empezaban a mostrarme ya en su concepción la grandeza de la arquitectura, en este caso a través del pensamiento creativo de Mies van der Rohe: "Menos es más"; axioma sagrado que todos respetaban y veneraban, hasta que en una conferencia en el salón de actos de la escuela, Fernando Higueras --el niño terrible de los arquitectos modernos españoles-- lo tiró por los suelos: Lo de Mies Van der Rohe es una chorrada, dijo y a continuación espetó: Menos es menos y más es más; dejándonos desorientados, desprotegidos, huérfanos... mirando hacia los profesores presentes en la sala en busca de amparo: No le deis importancia, es una excentricidad más de un arquitecto polémico. Sí, pero porqué decía aquello. A lo mejor era el único que, ante tanta reverencia, se atrevía a decir que el rey "estaba desnudo". Aquella provocación llevaba un mensaje que sólo sabía el propio Higueras: quizás liberarse de una puñetera vez del mito, desmitificándole..., posiblemente lo que nos anunciaba era la necesidad inevitable de la caída de los dioses para que pudieran surgir nuevos discursos... No sé ciertamente pero con el paso del tiempo he podido atar cabos.
Ejercicio de dibujo del autor del blog: reconstrucción de la casa Wolf de Mies Van der Rohe con técnica libre: líneas del dibujo con lápiz fino de grafito y lápices de colores --noviembre 1986-- |
Después de montar el artefacto lo explosionamos en el siguiente ejercicio, quedando a la vista la génesis de su proyectación: las operaciones de adición, sustracción y maclado de volúmenes y las otras generadas a partir de los elementos bidimensionales --planos--: suelo, techo, y entre ellos el aire, como matrices del universo miesiano: esencia última de la materia generadora de las formas, y del que nos hablarían largo y tendido en los siguientes años. Luego nos dedicamos a manipular todos aquellos conceptos, haciendo infinitas transformaciones formales de la casa: estirando, comprimiendo, agregando..., moldeando la masa como si fuera plastilina; o trasmutando los materiales originales por otros, dando lugar a visiones distintas; ejercicios que duraron hasta la mitad del segundo trimestre. Para el resto de las clases lectivas del curso y coincidiendo con el final del invierno, era costumbre en la cátedra de Helena Iglesias trabajar in situ sobre algún monumento histórico de Madrid. El resultado eran láminas realistas, espectaculares, pintadas en distintas técnicas de color, de las que algunas se publicaban después en un libro --"Dibujando Madrid"-- para satisfacción de sus autores; libro que se iba actualizando cada curso con los nuevos dibujos y que se vendían en librerías. Aún poseo un ejemplar.
Aquella baza propagandística era una de las armas que en la soterrada guerra entre ambas cátedras le daba ventaja a Iglesias sobre Seguí. Las batallas trascendían las juntas de escuela, las de cátedras, las de los despachos hasta llegar como un rum rum a las aulas. Oíamos hablar pero no nos enterábamos de casi nada; por lo menos yo --iba a lo mío-- pues ya tenía bastante con poder sobrevivir en aquella vorágine, intentando congraciar mi vida familiar y laboral con los trabajos de la escuela. Así que obviando los ruidos de fondo, concentrado en superar la asignatura, el día señalado para el comienzo de los últimos ejercicios me dirigí al lugar de la cita en el que había quedado con los demás compañeros y el profesor del grupo: el edificio del Ayuntamiento en la plaza de la Villa. Un empleado que ya estaba sobreaviso nos franqueó la entrada, y subimos hasta el patio de Cristales: un amplio salón --antiguo patio-- cubierto con una esplendorosa cristalera-lucernario con vidrios de dibujos que proyectaban luces de colores al centro de la estancia donde regía una gran mesa y en donde Roberto pidió que nos agrupáramos: Hay que estudiar una sección longitudinal por el centro del patio. Después se dibujarán todos los elementos arquitectónicos y decorativos que queden en la visual. Técnica libre.
De aquellos días midiendo y fotografiando con detalle todo lo que quedaba a la vista en el corte --datos que luego reflejamos en los croquis preliminares al dibujo-- son las únicas fotos que poseo con compañeros de carrera. Aún quedaban muy lejos los días de los teléfonos móviles con dispositivos de cámara fotográfica con los que hoy se fotografía compulsivamente --para luego publicitarlos en las redes sociales-- cada segundo de existencia; sus momentos vitales: "A punto de comer mi mejor paella"...: "Después de soltar mi descomunal cagada"...???; es la fuerza de la imagen instantánea que se consume en el momento mismo de publicarla, sin prestarle casi atención, esperando ya la siguiente. Estas que ahora vuelvo a ver, por únicas, poseen ya la pátina del poso de la melancolía, y rememoro aquellos días, con la posibilidad de fabularlos, sin más imágenes que las impresas en mi memoria: Sería principios de primavera a juzgar por nuestras ropas, y allí estábamos en la mesa del salón-patio el grupo de cuatro que habíamos trabajado juntos compartiendo croquis y fotos el último día de toma de datos. Al que más recuerdo es al del jerséis rojo porque me lo fui encontrando intermitentemente durante aquellos años. ¡Anda!, el del saco blanco es el rubio de Valladolid que se empeñaba en dibujar con el aerógrafo, aunque con dudosos resultados. ¿Y éste del jerséis gris?, ¡ah!, sí, lo recuerdo siempre agobiado por el resultado de sus láminas: parecían infantiles; agobio al que le dio término cuando abandonó aquellos estudios.
Pero aquel abandono estaba todavía por llegar cuando con los dibujos de croquis y las fotos en poder de cada uno nos despedíamos: Ahora a dibujar todo el día...: Bueno algunos --dije-- más allá del día. En el silencio de la noche la voz rota de Sabina sonaba en la radio aún más ronca en la disección de su propio desamor. "Extraño como un pato en el Manzanares/ torpe como un suicida sin vocación/.../ oscuro como un túnel sin tren expreso/.../ febril como la carta de amor de un preso/ Así estoy yo sin ti..."; mientras yo, ensimismado en el papel, hacía mi propia disección de la pared --análisis parietal le llamaban-- intentando descubrir en la masa esculpida de órdenes clásicos del muro, los distintos planos, las sucesivas capas de materia que se superponían unas con otras, como entretelones de un escenario, cada una con sus propias leyes de formación, pero contribuyendo en su conjunto a la espléndida escenografía final: la parte igual al todo: base, cuerpo y remate... ¡¡¡diantre!!!, ¡vaya hallazgo!; ahora entendía mejor la sensación de movimiento de la fachada de Borromini --la de la fotocopia del curso anterior-- en aquella sucesión armónica de llenos y vacíos que también estaban allí... ¡jóder!, ¡claro!, esto era... sonreí... y me vi más cerca de entender todo aquello que buscaba.
Pero el camino del entendimiento estaba lleno de obstáculos. Por diferencias entre Helena Iglesias y representantes del Ayuntamiento ya no nos dejaban trabajar en el interior del edificio, pero lo peor era que la señora Iglesias, para afrentar la conducta de falta de colaboración de la institución municipal, se negó a que la imagen del Ayuntamiento figurara en el libro: ¡Adiós láminas publicadas! Ahora sólo nos permitían trabajar en el exterior, en su fachada. Quiero recordar el poyete de una especie de armatoste de piedra, como fuente... o algo así... que había en el centro de la plaza, que utilizábamos tanto de soporte para dibujar como de improvisado asiento... pero no estoy muy seguro. Estábamos a mediados de primavera y ya quedaba poco tiempo para acabar el curso... y otra vez aquella férrea voluntad venciendo la pesadez del sueño, midiendo mentalmente el tiempo de la noche que eterno al principio, luego se embalaba hacia el día a partir de determinada hora... la misma en la que en la emisora musical Sabina seguía arrastrando sus desdichas amorosas: "Perdido como un quinto en día de permiso/ como un santo sin paraíso/ como el ojo del maniquí.../ Así estoy yo, así estoy yo sin ti..." y en la que yo, al igual que el cantautor, tampoco encontraba solución a mis desvelos: aunque logré captar a lápiz la complejidad de la fachada, su doble cuerpo abalconado, las torres con sus remates de chapiteles, las cubiertas de pizarra abuahardilladas, y la exuberante decoración de sus portadas... no pude darle color. Nunca había sentido tanta impotencia pues aunque había cogido vacaciones en mi trabajo, y dibujaba día y noche, no llegué a tiempo de entregar completa aquella última lámina. Me convocaron para examen final. Miré en el tablón la hoja de la convocatoria y anoté fecha, hora y aula de examen.
No sabía que el día del examen aparecía ya reseñado en la ley de Murphy sobre la termodinámica: "Todo empeora a elevadas presiones", hasta que lo comparé con lo que estaba sucediendo: Me levanté con el tiempo justo para ir al examen; a mitad de camino, sin posibilidad de retorno, tuve que hacer un alto en una librería del centro a comprar los bártulos de dibujo que, por las prisas, me había olvidado en casa --ahora tenía doble escuadra, doble cartabón, doble compás...; doble de todo--; en mi aproximación a la ciudad universitaria comprobé atónito que los demás conductores se habían puesto de acuerdo para que yo no avanzara: tenía la impresión de que apenas movían el coche; cuando al final visualicé con esperanza el edificio de la escuela: mi gozo en un pozo, en cien metros a la redonda no encontré aparcamiento; y cuando sudando por haber bajado el récord de carrera de los cien metros no lisos me incorporé al aula anotada en mi libreta: ¡Horror!, el examen había comenzado y no me querían dejar entrar. Para no empeorar el panorama si le contaba con pelos y señales al profesor, que en la puerta se interponía entre mi persona y el aula, aquella increíble odisea, resumiéndola apelé a su compasión, el que no muy convencido me dejo pasar. Pero la cosa no había terminado ya que en cuanto visualicé la figura al fondo en la tarima: ¡Mi madre!, ¡si es el loco de la gallina! Alarmado me hice una rápida pregunta mental: ¿Qué más contratiempos le pueden pasar a una persona una mañana de examen?, la que a la vista de lo sucedido me constesté yo mismo: ¡¡Infinitos!! Creí que nos habían juntado a los dos grupos el mismo día de la prueba, de ahí que no me pareciera extraño estar viendo al célebre Seguí que, ante la pregunta de algunos alumnos, borraba la palabra "dibujad" en la leyenda escrita en la pizarra, y que ahora quedaba: Captar el "hálito" de un punto de encuentro.
Miré a mi alrededor y ni rastro de mi profesor ni de mis compañeros; tampoco hallé rastro de otros bártulos de dibujo parecidos a los míos que no fuera la cartulina, y empecé a sentir cierto indisimulado temor: Esto es muy raro..., aquellas sesudas reflexiones... aquellos gestos y movimientos del cuerpo me eran familiares, además nadie se quejaba de que no hubieran dado referentes físicos del posible punto de encuentro: Un punto de encuentro ¿pero dónde?, sólo le hice tímidamente esa observación cuando me acerqué a él pidiéndole árnica. De repente trasmutó su abstraída mirada de cristo de Greco hacia una infinita extrañeza de ojos muy abiertos clavándolos en los míos, como si estuviera viendo un alienígena: ¿Cooomooo?..., ¿acaso es usted de esta escuela?, me preguntó con acusados gestos de la cara que habían pasado de la extrañeza a la incredulidad; dándome cuenta entonces del error: Sí, y además afortunadamente de otro grupo. Recogí mis cosas y me marché lo más rápido que pude: ¡Adiós!, ¡hasta nunca!
Pocos días después, ¡qué alivio!: reconocía mi aula, mis compañeros, mi profesor: Con los datos de planta y alzados de una edificación agro-pecuaria del centro de Europa, reconstruirla con una vista cónica. Recuerdo que lo más complicado era conseguir la perspectiva de aquella maldita cubierta con muchos faldones de pendientes que se interseccionaban a distintos grados, y que por fin, al cabo de mucho rato, pude encajar; dejándome tiempo suficiente todavía para tratar en color una parte del ejercicio. No lo tengo tan claro que lo consiguiera el rubio de Valladolid, el que ubicado en la última banca, mantenía una pelea a muerte con el aerógrafo. Sudaba recortando las plantillas, dudaba a la hora de elegir los botes de pintura y hacía un ruido infernal, por el aire comprimido del aparato, con cada aplicación de ésta sobre la cartulina; un auténtico desespero. A la semana supe que había aprobado: Dos de dos. Entonces empecé a convencerme de que las asignaturas llamadas gráficas --las cruciales de la carrera-- las iría aprobando siempre por curso.
FranciscoMolinaGómez
(continuará)
No hay comentarios:
Publicar un comentario