domingo, 15 de marzo de 2015
¡MUDO!...¡¡MUDOO!!...¡¡¡MUDOOO!!!
Aquel caluroso día de julio de mil novecientos sesenta y siete una ola de tantas otras infinitas, salpicó de espuma salada el medio cuerpo estirado de Miguel "el mudo" --izquierda de la foto-- sin ni siquiera inmutarse; después el fotógrafo aprovechó el instante del repliegue del agua para inmortalizarme junto a él, clavando las manos en la arena seca, deseando arraigar en aquel lugar. De fondo los niños, el chambao, las barcas, las primeras casas en el monte... el mundo.
¡Eh!, ¡mudo!...¡¡mudoo!!...¡¡¡mudooo!!!..., le gritamos llamándolo como si nos pudiera oír; él absorto, de pie, mirando con cierta lascivia --que traslucía su concupiscente mirada en el agrado de la esbozada sonrisa-- hacia el vértice inferior de los triángulos de tela --bikinis-- que lucían minimalistas en los esplendorosos cuerpos rubios de las extranjeras, paseando su apetito de sol por la playa muy cerca de donde estábamos; sin quitar ni un segundo la vista de la exigua ropa que tapaba, por muy poco, su natural deseo que ahora le rondaba por la mente desbordando sus instintos más primarios que ya empezaban a mostrarse abajo, dentro del bañador...; premuras que le abortamos bruscamente, sin avisar, porque no había sonido previo que avisara al mudo Miguel --que también era sordo-- la inminencia de los acontecimientos; cuando notando el dolor en el golpe seco de la piedrecita detrás de la oreja se olvidó bruscamente del ensueño y encorajinado, con los ojos abiertos como platos, profiriendo sus característicos e ininteligibles gruñidos, buscaba entre aquella multitud de cuerpos jóvenes echados o sentados en la arena de la playa al experto tirador.
Todos nos hicimos los suecos. Nadie se reía. El estado de ofuscación agrandaba su mole humana, agigantándola, mientras bramaba por entre los nimios vacíos que nos separaban, casi pisándonos con aquellos pies de elefante. Entonces era mejor no interferirse en su camino; ni mirarle siquiera, no fuese que se mosqueara. Al final al no conseguir su propósito en la indiferencia de todos, se revolvió como toro bravo entre las tablas rugiendo de forma grave las amenazas de "corte de cuello" --lenguaje manual que se le entendió a la perfección-- a todo el colectivo de chicos. Después ya apaciguado me buscó para preguntarme en su lenguaje si yo sabía... tocándose con aspavientos la oreja... encogiéndome de hombros y negando con la cabeza..., para a renglón seguido y acordándose de la feliz fantasía de la que repentinamente le habíamos bajado, recuperar el apetito de la carne --que dirían las monjas-- en los gestos que me dirigía: mordiéndose el labio inferior con los ojos en blanco, mientras movía repetidamente en vaivén ambas brazos a la altura del ombligo.
Le entendí perfectamente no sólo los gestos sino, también, aquella avidez " de mujer"; las que sin dudarlo estarían dispuestas a pasar con él una divertida velada --en su papel de bufón imitando histriónicos personajes-- pero no una noche íntima. Miguel el mudo vivía atrapado entre dos silencios: el de su mudez-sordera y el de su propia soledad afectiva. Sobre todo esta última se le notaba sobremanera en la mirada, en ocasiones. Yo diferenciaba entre las más profundas afectivas y las más lujuriosas urgentes, como la que seguía luciendo en el rostro ese mismo día a la subida desde la playa a la colonia marítima para el almuerzo. Le acompañé hasta el cuarto que ocupaba en el descanso del primer patio, despidiéndome rápidamente en su apremio al desahogo manual del obsesivo deseo carnal.
Miguel el mudo, niño de la casa --expósito por más señas--, en plena madurez seguía vinculado de alguna forma aún al orfanato. La misma institución que lo tuteló --la Diputación de Granada-- le había dado un empleo de mozo para carga, descarga y reparto de mercancías que transportaba la furgoneta para los distintos establecimientos de beneficencia que regía la institución en toda la provincia. Era el perfecto acompañante para Eustaquio --el conductor--: discreto en su silencio interior, sólo centrado en el trabajo, fuerte y musculoso; cumplía a la perfección con sus cometidos. Había convenido con el conductor un corto pero eficaz lenguaje gestual a cualquier orden que éste le insinuara. Aún a pesar de su discapacidad sensorial mostraba mucha inteligencia: era como si leyera en la mente del otro su intención... no sé...; aparte era muy divertido: haciéndonos reír con sus monsergas y mimos cuando los estudiantes --chicas y chicos-- nos encontrábamos con él en la furgoneta, la que nos llevaba todas las mañanas, a unos a la escuela de Hostelería de Armilla, y a otros a las academias e institutos de bachiller de Granada.
De los viajes anteriores a aquella época, cuando mi hermano Antonio iba en la furgoneta hasta el Virgen de las Nieves --instituto de formación profesional en Granada-- habían entablado entre ambos cierta relación que siguió hasta que mi hermano emigró a Barcelona. Ahora cuando nos encontrábamos en el orfanato, o en cuanto pasaba por su lado en la furgoneta me preguntaba por mi hermano Antonio con su particular lenguaje de raras interjecciones --¡pah!, ¡pah!, ¡pah!...-- y mímicas: un leve encogimiento de hombros señalando con el brazo allá lejos --Barcelona--, seguido del gesto de mostrar unidos los dedos índices de sus manos --hermano--, con final en la imitación de estar aserrando: como si todo el brazo derecho , con la mano extendida, fuese una sierra --trabajo--...; ¡qué gratificante poder comunicarme con él! Yo le asentía que estaba bien: con un gesto de cabeza afirmativo, y que trabajaba mucho: haciendo muy rápido y repetidamente el movimiento de vaivén de mi mano derecha convertida en oportuna sierra, y que ganaba mucho dinero: en la seña de deslizar el dedo pulgar sobre el índice repetidamente...; después se reía escandalosamente. Creo que necesitaba comunicarse, en este caso ahora conmigo el hermano pequeño.
Cuando llegaba la temporada de verano, Miguel el mudo se incorporaba a la colonia veraniega como chico para todo: lo mismo cortaba leña para la cocina haciendo casi astillas los duros troncos de olivo, apilados en la leñera, con aquella poderosa fuerza que le imprimía al hacha al tiempo que la descargaba en repetitivo bufido al liberar la tensión muscular; que blanqueaba de cal todas las paredes al inicio de la temporada, previo a su ocupación. Si bien el cometido principal, el que justificaba la razón de su presencia allí era el de ser nuestro particular ángel de la guarda durante el baño en el mar: el que vigilaba nuestro natural atrevimiento de escapar mar adentro, que pudiera ponernos en alguna arriesgada situación de ahogamiento, aunque en la orilla, en su afán de juego y de gastarnos bromas, fuera él mismo el que se prodigaba en hacernos ahogadillas de las que nos sacaba con todas sus fuerzas in extremis, casi sin respiración, mientras se reía en su jerga. Así la continuada presencia durante los veranos fue providencial en cierta ocasión.
No recuerdo bien el año. Sí me viene a la memoria que la mañana había amanecido con el mar un poco encrespado, no lo suficiente para que las monjas nos prohibieran el baño, autorizándolo aunque nos pedían especial prevención, por supuesto sin alejarnos de la orilla. Y en esas estábamos jugando con las olas, encaramándonos en su cresta y luego dejándonos arrastrar por ellas cuando con gran ruido se precipitaban sobre la arena, lanzándonos algunos metros más allá de la orilla, al tiempo que nos partíamos de risa aunque hubiéramos tragado una generosa ración de agua salada. Pero mientras nosotros nos divertíamos, él no bajaba la guardia: aquellos días eran muy bien conocidos por Miguel el mudo; en cualquier momento aquellas olas medianas podían mutar a otras más grandes y embravecidas; por ello vigilaba con especial atención, intentando abarcar con la vista a todo el colectivo de bañistas: que no se le escapara ningún movimiento extraño. De repente empezó a correr en el agua que le cubría hasta las rodillas profiriendo extraños y muy ruidosos alaridos hacia un extremo del grupo de muchachos --haciendo aspavientos con las manos alertando a todos, monjas incluidas-- en donde se había apercibido que uno de nosotros, de improviso, en vez de ser expulsado por la ola a la arena, era absorbido hacia dentro del mar en el reflujo del agua, en donde aparecía y desaparecía la cabeza del chico, al que identificamos su aterrorizada cara: ¡Es el Fideo!, ¡es el Fideo!..., chico extremadamente delgado, que movía desesperadamente los brazos intentando mantenerse a flote y no hundirse en la vorágine de esa gran ola que durante toda aquella mañana había presentido el mudo Miguel, y que lo zarandeaba por su escaso peso en su peor presagio: el de empujarle al fondo con su fuerza desatada.
Sin dudarlo Miguel el mudo se zambulló en el vórtice de la peligrosa ola sin perder de vista al Fideo, y sorteando la primera embestida ambos desaparecieron en el agua de la vista de todos. Instantes después la misma ola que en segundos había adquirido una magnitud desmesurada --hasta entonces la más alta que habíamos conocido--, y bramando como el rugido de un gigante los expulsó a los dos a la playa, a la que despavoridos habíamos huido todos, y en donde durante unos segundos aún permaneció Miguel el mudo abrazando fuertemente al Fideo sin soltarle. Después una vez de pie y aupándole de atrás del bañador, dejándolo colgado en el aire como un animalillo indefenso, lo arrojó con enojo a la arena --tosiendo éste compulsivamente, soltando el agua que había tragado-- al tiempo que muy enfadado le profirió una monumental bronca en todo tipo de roncos sonidos inimaginables, mientras todos observábamos la escena. Reprimenda que no inmutó el semblante de el Fideo, el que seguía en estado de shock cuando se lo llevaron las monjas... y a renglón seguido se suspendió el baño aquella mañana. Con el paso del tiempo aquel episodio que pudo acabar en tragedia era ya un clásico en el repertorio de Miguel el mudo que siempre lo contaba a su manera, señalándole al interlocutor, de entre los niños, al Fideo, el que aquel día volvió a nacer
Miguel el mudo era un espíritu libre. Aunque incurso en el colectivo de niños de la casa: Jesús Péh-Péh, Manolico el baboso... y otros, ahora ya adultos, a los que unía alguna discapacidad física o mental no quería acabar como éstos, finalmente recluidos ante el desamparo en los hospitales de San Lázaro o el de la Virgen --éste último al que en Granada llamaban la casa de los locos--, y en su cara siempre mostraba el pánico al ingreso sobre todo en este lugar, cuando a su manera lo contaba. Habíamos oído hablar de este sitio, el que reconocíamos identificándolo desde la furgoneta camino a la academia en innumerables ocasiones: ¡Mirar!, la casa de los locos: el hospital de la Virgen, en el número catorce, atrincherado detrás de altas tapias de ladrillo, obedecía a la tipología de establecimientos públicos benéficos de principios del siglo pasado, con claro parecido al orfanato aunque los pabellones estaban unidos a la edificación central, en parcela más reducida, sin la dispersión de aquél. Una navidad, la de mil novecientos sesenta y nueve, y disfrazado de paje de rey mago --los reyes magos eran tres diputados provinciales-- me adentré sin haberlo pedido ni deseado en aquellos espacios; una experiencia impactante, de la que escribí después:
Recorrimos en comitiva regia el largo corredor donde, ahora, las ricas, vistosas y rígidas ropas reales de los tres diputados cortaban el aire desangelado, en una escena extrañamente festiva, que no distrajo la atención --pese a la ruidosa fanfarria de la entrada-- de los internos de la sala de hombres: dispersos, absorbidos cada uno en sus insondables universos interiores, sin entender aquella fiesta, ni los regalos que intentábamos entregarles. La escena era desoladora: aquellos humanos nos mostraban con una crudeza que espantaba su deriva mental... sus extraños gestos... unos inmovilizados como queriendo taladrarnos con su fija mirada... otros dando vueltas continuamente en los rincones de la amplia sala; estancia que olía a deposición y orines... uno más cercano gritando violentamente...". No me extraña que Miguel el mudo no quisiera estar dentro de las tapias de aquel tenebroso lugar. Su vitalidad y alegría desbordada era todo lo contrario a las actitudes maníacas de aquellos internos; aunque él tenía también sus propios tics: los de imitar continuamente, con cierto giro de caricatura, todo tipo de personajes; algunos de gestos extremadamente caballerosos con las mujeres, los que repetía todos los días en la furgoneta con las chicas estudiantes del orfanato, cuando las recibía y al despedirse de ellas. La mañana de aquel día, repitió las de despedida como siempre... y luego ¿desapareció?
Como los demás días Miguel el mudo nos saludó efusivamente con sus extrañas y ruidosas interjecciones --las que profería para llamar la atención abriendo extensiblemente la boca en su particular lenguaje acompañando de gestos con las manos-- en cuanto nos divisó. Mostraba la misma alegría de siempre al vernos llegar a la furgoneta, donde como cualquier otra mañana esperaba nuestra llegada y la de las chicas. Regocijo que durante el viaje transformaba en continuas bufonadas, intentando arrancarnos nuestras más aparatosas risas --chicos-- y otras más comedidas sonrisas del personal femenino, al que trataba con ademanes del más educado caballero, improvisando personajes in mente. Ademanes caballerescos --aquellas eran sus damas-- que llegaban al virtuosismo cuando apostado afuera del vehículo, después de aperturar su pesada puerta metálica, les saludaba de aquella exagerada guisa, despidiéndolas y deseándolas un buen día. Las primeras que agredecían tan especial tratamiento eran las chicas que se bajaban en la escuela de Hostelería, cuya entrada se alineaba con la carretera de Armilla.
Pero aquel día al poco rato de bajarse en la entrada a la escuela de Hostelería con la furgoneta aparcada en el arcén de la carretera ya no se le oía... ni se le veía...; desapareció misteriosamente: ¿Dónde está el mudo?...: ¡No puede ser! Repasemos los momentos anteriores a la abducción --dijimos-- visionados a través de las ventanillas: como todos los días abrió la pesada puerta metálica corredera del vehículo y se situó en la parte de afuera para dar paso a las chicas que se bajaban allí. Hizo una aparatosa reverencia, como si las que se fueran a bajar fuesen reinas: inclinó el cuerpo saludando, mientras agachaba la cabeza con un aparatoso gesto de quitarse un solemne sombrero. Dió algunos pasos reverentes hacia atrás... y desapareció súbitamente. Las chicas que esperaban verle apostado al exterior de la puerta, al no descubrirle se quedaron atónitas, intentando buscarlo alrededor del vehículo, y más tarde mirando a lo lejos por entre los trigales de los huertos...; era extraño no divisarlo en su recio aspecto...; entonces, ¿dónde está el mudo?...:¡Ah!, ¡qué jodido!, nos estará gastando alguna broma...: Se habrá escondido el muy ladino...:¿Pero dónde?
Los minutos pasaban y Miguel el mudo seguía sin dar señales de vida: A ver si aparece, no teníamos toda la mañana para jugar al escondite; además Eustaquio se estaba mosqueando: ¡Dónde cojones se habrá metido éste?, exclamaba impaciente: No sabemos; pero si hace un segundo estaba ahí mismo, al lado de la acequia...: ¿La acequia?...¡¡toma ya!!, seguro que al dar los pasos atrás se ha caído dentro. Ya antes de llegar hasta ella oímos un prolongado aullido lastimero, aunque muy débil que provenía del interior de la profunda zanja de riego, en el tramo encauzado de recia fábrica en donde había quedado encajado, después de golpearse contra el duro fondo, su corpulento cuerpo, el que a duras penas sacamos de allí; y aunque el golpe tuvo que ser muy fuerte, apenas se quejaba, esbozando una leve sonrisa desdibujada de dolor cuando le mirábamos, sentado en el asiento de la furgoneta, rumbo a Granada a que le reconocieran en el hospital de san Juan de Dios, cerca de la academia donde estudiábamos los chicos. ¡Ay, Miguel!, nos desjastes preocupados todo el día. Al final algunas magulladuras y poco más; tenías la fortaleza de un toro. !Qué susto nos distes!, creíamos que te habíamos perdido...; te necesitábamos.
Pasado el tiempo caíste en otra zanja más oscura y profunda... pero ya no estábamos.
FranciscoMolinaGómez
(... después cuándo muy joven me echaron de allí, yo creí que se me había complicado sobremanera la vida, sin saber nada de la tuya... me quejaba de su dureza, sin pensar siquiera en tí... sin tener noticias tuyas durante mucho tiempo... hasta que en algún papel leí que nos habías dejado para siempre... que aquel grueso fardo que portabas a la espalda era demasiado pesado para proseguir: entre tus "dos silencios", y para olvidarlos, se había colado de rondón el "alcohol" y ya no pudiste superar aquella complicada encrucijada sin perder la libertad, y esta finalmente se cobró su servidumbre... lo tuyo sí fue complicación...¡hasta siempre Miguel!; gracias por todo...: ¡Ah!, mi hermano sigue muy bien, ahora ya está jubilado)
lunes, 2 de marzo de 2015
EN LOS TIEMPOS (II) DEL FINAL DEL ÁGORA: FORMAS II
Análisis de Formas II
Había pasado un año y ahora no sentía aquella inicial prevención del curso anterior. No era nuevo en la escuela y eso me daba cierta seguridad, a la vez que una familiaridad con aquella casa, la que empezaba a considerar como algo a lo que deseara estar vinculado el tiempo necesario para congraciarme de una vez por todas conmigo; mientras iba descendiendo nervioso --al incorporarme con las clases ya comenzadas--, otra vez, hacia las entrañas del edificio buscando mi aula de Análisis de Formas --las de segundo curso--. Conocía el edificio nuevo, los pabellones del viejo, sus recovecos, sus patios... pero ¿el aula-museo en el sótano?... ¿no será la del curso pasado? No, no era allí; bajé un nivel más que desconocía existiera, luego unos escalones que daban casi directamente a una puerta; la abrí y entonces creí descubrir no un aula de dibujo, sino, probablemente, el lugar secreto de la escuela donde los que regían el centro habían escondido --guarida sin luz natural--, a aquellos alumnos que ya muy temprano habían adquirido variados grados de esquizofrenias: era como la sala de estar de un manicomio en el que cada loco --o grupo de locos-- iba a su tema: se acercaban a las láminas de colores sobre caballetes con extraños movimientos: de cuello, de brazos, de caderas, hasta de piernas; saltaban, giraban, se agachaban hasta casi el suelo; se retrepaban hasta retar el equilibrio hacia atrás; rezongaban... todos los gestos inimaginables, para a continuación, con un solo golpe de muñeca, dejar un simple e ininteligible rastro de pintura del que quedaban embobados al alejarse para visionarlo en la pequeña distancia. Todo muy raro... mientras el que parecía el profeta de todo aquello --alto, delgado, con barba canosa y abstraída mirada de cristo del Greco--, en el centro de la amplísima sala, pronunciaba en alto leyendas de curiosas citas, que parecían reflexiones filosóficas arengando al espíritu creativo, en una particular visión de la realidad de las cosas, a toda aquella patulea de abducidos, los que de manera intermitente, para no interrumpirle en sus largas peroratas, acercándose al gran maestro le mostraban las enormes láminas pintadas de una indescifrable amalgama de manchas abstractas en líneas y masas de colores: ¿Qué le parece señor Seguí?, le preguntaba uno que llevaba varios minutos revoloteando a su alrededor, esperando su oportunidad: ¡No!, ¡no!, ¡no!... , tienes que penetrar en él..., tienes que captar su espíritu..., vuelve a intentarlo, le contestaba. Ni puñetera idea de lo que hablaban, y lo peor era que aquel que suponía iba a ser mi profesor era el que más dudas me suscitaba.
Asustado por creer que había dado con uno de aquellos lugares raros de los que con cierto recelo contaban de la escuela, y preocupado por encontrar un rastro de normalidad que pudiera apaciguar mi creciente preocupación de que el "sueño" quedara atrapado en aquella notoria sinrazón, busqué con la mirada otros sitios, y me dirigí hacia un rincón donde un hombre de mediana estatura y poblada barba, del que por la edad que mostraba presumí era otro profesor, congregaba con su verborrea a un grupo de jóvenes alumnos: Si sabéis mirar..., si sabéis llegar hasta el fondo..., lograréis captar su impronta; ¡horror!, hablaba parecido al otro y además me resultó familiar: era calcado a uno de los conocidos gemelos que siempre acompañaban con sus guitarras a la cantante María Dolores Pradera en las actuaciones televisivas: ¡Dios mío, el gemelo de la Pradera!..., ¿qué carajo hace aquí?..., y además de profe. Creí que había entrado en una alucinación, quizás producto de algún brebaje que me hubieran puesto en el café que momentos antes había tomado en el bar de la escuela, y acongojado abandoné el lugar, corriendo escaleras arriba tan rápido como pude: No puede ser que esto sea real, que esa sea mi aula de dibujo de este año; la mente --pensé-- me está jugando una mala pasada; tengo que relajarme y reflexionar.
No tardé mucho en alegrarme al quedar enterado que por error me había colado en el aula del grupo de Análisis de Formas que no me correspondía: ¡¡Uuuufff, menos mal!!; suspiros que estaban más justificados cuando, inquiriendo ahora por curiosidad en la personalidad del tal Javier Seguí, me enteré de una leyenda que era ya un hito en la escuela: un día liberó de sus jaulas a unas cuántas gallinas que había hecho llevar hasta el aula; éstas se desperdigaron por el suelo, posándose en lo alto de los caballetes o en las cabezas y brazos de las estatuas de yeso que se prodigaban en la sala, al tiempo que Seguí apremiaba a dibujarlas: No dibujéis su forma exterior..., ¡id más allá!..., ¡captar su espíritu!...; ¡¡¡Acojonante!!!: ¿dibujar el alma de una gallina?; no daba crédito a aquello que me estaban contando y agradecí enormemente que mi encuentro con aquél raro espécimen de profesor fuera sólo casual; pero no sería la única vez aquel curso. Ahora entendía aquel guirigay, aunque no explicara lo del hermano gemelo, asunto que de momento dejé aparcado. Luego vine en conocimiento de que efectivamente era la persona que yo creía; el que además de arquitecto y profesor, era músico.
En los días sucesivos agradecí muchas cosas: que estuviera en el grupo de Helena Iglesias --con una visión diametralmente opuesta a la de la otra cátedra de entender el estudio del análisis de las formas; sin aquellas derivas mentales, éste se adaptaba mejor al preciosismo en el dibujo que yo ya poseía--; que mi profesor --Roberto Osuna-- además de joven no revelara en sus gestos actitudes mesiánicas, sino alguien cercano que me daba cierta tranquilidad; que las clases se dieran en un aula con amplias mesas de dibujo y mucha luz natural; que además los no muy numerosos compañeros de clase pareciesen normales, y que ya con el primer tema diéramos, ¡por fin!, el anhelado gran salto del barroco a la modernidad: Con la documentación proporcionada de la casa Wolf de Mies Van der Rohe, en la actualidad demolida, deberán reconstruirla mediante un dibujo de perspectiva. Bueno, aquello parecía otra cosa; pero cuando me puse manos al dibujo no parecía tan simple: siendo su fachada de ladrillo había que dibujar todos ellos, o adoptar algún procedimiento que diera esa sensación; y no sólo eso: también las barandillas, los marcos de las ventanas, los vidrios...; ¡¡¡estábamos con Helena Iglesias!!!
Estudié concienzudamente aquella casa, y otras de Mies que encontré en la bibliografía recomendada por el profesor, e hice con técnica seca de lápiz de color, para aquel primer ejercicio, una vista axonométrica desde el acceso de la parcela a través de unas prolongadas escaleras --el terreno era escarpado-- hasta la puerta de entrada de la vivienda; la que mostraba toda la volumetría primitiva de la casa. ¡Ah!, qué cómo resolví lo de los ladrillos de las fachadas: ¡fácil!, presionando con un buril afilado quedaban rehundidas en la cartulina las líneas de llagas del aparejo del ladrillo, por lo que al pasar el color no quedaban afectadas por este, con un resultado bastante aceptable con el real. Pero lo importante, al margen del dibujo y de los trucos que nos íbamos transmitiendo entre nosotros, era que había algo en aquella obra que empezó ya a transmitirme emociones desconocidas; algo que sin saber exactamente que era, me indicaba que transitaba la senda correcta; algo que ya intuía descubriría más adelante cuando empezara a controlar la materia de la que surgen las cosas, como el pegote de barro de mi infancia, sin que escurriera por mis manos ni mi cuerpo.
¿Pero que era aquello que buscaba?, y ¿cuándo se me revelaría?... poco sabía ciertamente... tiempo al tiempo. Había que seguir estudiando minuciosamente aquella casa y las otras del autor, las que empezaban a mostrarme ya en su concepción la grandeza de la arquitectura, en este caso a través del pensamiento creativo de Mies van der Rohe: "Menos es más"; axioma sagrado que todos respetaban y veneraban, hasta que en una conferencia en el salón de actos de la escuela, Fernando Higueras --el niño terrible de los arquitectos modernos españoles-- lo tiró por los suelos: Lo de Mies Van der Rohe es una chorrada, dijo y a continuación espetó: Menos es menos y más es más; dejándonos desorientados, desprotegidos, huérfanos... mirando hacia los profesores presentes en la sala en busca de amparo: No le deis importancia, es una excentricidad más de un arquitecto polémico. Sí, pero porqué decía aquello. A lo mejor era el único que, ante tanta reverencia, se atrevía a decir que el rey "estaba desnudo". Aquella provocación llevaba un mensaje que sólo sabía el propio Higueras: quizás liberarse de una puñetera vez del mito, desmitificándole..., posiblemente lo que nos anunciaba era la necesidad inevitable de la caída de los dioses para que pudieran surgir nuevos discursos... No sé ciertamente pero con el paso del tiempo he podido atar cabos.
Ejercicio de dibujo del autor del blog: reconstrucción de la casa Wolf de Mies Van der Rohe con técnica libre: líneas del dibujo con lápiz fino de grafito y lápices de colores --noviembre 1986-- |
Después de montar el artefacto lo explosionamos en el siguiente ejercicio, quedando a la vista la génesis de su proyectación: las operaciones de adición, sustracción y maclado de volúmenes y las otras generadas a partir de los elementos bidimensionales --planos--: suelo, techo, y entre ellos el aire, como matrices del universo miesiano: esencia última de la materia generadora de las formas, y del que nos hablarían largo y tendido en los siguientes años. Luego nos dedicamos a manipular todos aquellos conceptos, haciendo infinitas transformaciones formales de la casa: estirando, comprimiendo, agregando..., moldeando la masa como si fuera plastilina; o trasmutando los materiales originales por otros, dando lugar a visiones distintas; ejercicios que duraron hasta la mitad del segundo trimestre. Para el resto de las clases lectivas del curso y coincidiendo con el final del invierno, era costumbre en la cátedra de Helena Iglesias trabajar in situ sobre algún monumento histórico de Madrid. El resultado eran láminas realistas, espectaculares, pintadas en distintas técnicas de color, de las que algunas se publicaban después en un libro --"Dibujando Madrid"-- para satisfacción de sus autores; libro que se iba actualizando cada curso con los nuevos dibujos y que se vendían en librerías. Aún poseo un ejemplar.
Aquella baza propagandística era una de las armas que en la soterrada guerra entre ambas cátedras le daba ventaja a Iglesias sobre Seguí. Las batallas trascendían las juntas de escuela, las de cátedras, las de los despachos hasta llegar como un rum rum a las aulas. Oíamos hablar pero no nos enterábamos de casi nada; por lo menos yo --iba a lo mío-- pues ya tenía bastante con poder sobrevivir en aquella vorágine, intentando congraciar mi vida familiar y laboral con los trabajos de la escuela. Así que obviando los ruidos de fondo, concentrado en superar la asignatura, el día señalado para el comienzo de los últimos ejercicios me dirigí al lugar de la cita en el que había quedado con los demás compañeros y el profesor del grupo: el edificio del Ayuntamiento en la plaza de la Villa. Un empleado que ya estaba sobreaviso nos franqueó la entrada, y subimos hasta el patio de Cristales: un amplio salón --antiguo patio-- cubierto con una esplendorosa cristalera-lucernario con vidrios de dibujos que proyectaban luces de colores al centro de la estancia donde regía una gran mesa y en donde Roberto pidió que nos agrupáramos: Hay que estudiar una sección longitudinal por el centro del patio. Después se dibujarán todos los elementos arquitectónicos y decorativos que queden en la visual. Técnica libre.
De aquellos días midiendo y fotografiando con detalle todo lo que quedaba a la vista en el corte --datos que luego reflejamos en los croquis preliminares al dibujo-- son las únicas fotos que poseo con compañeros de carrera. Aún quedaban muy lejos los días de los teléfonos móviles con dispositivos de cámara fotográfica con los que hoy se fotografía compulsivamente --para luego publicitarlos en las redes sociales-- cada segundo de existencia; sus momentos vitales: "A punto de comer mi mejor paella"...: "Después de soltar mi descomunal cagada"...???; es la fuerza de la imagen instantánea que se consume en el momento mismo de publicarla, sin prestarle casi atención, esperando ya la siguiente. Estas que ahora vuelvo a ver, por únicas, poseen ya la pátina del poso de la melancolía, y rememoro aquellos días, con la posibilidad de fabularlos, sin más imágenes que las impresas en mi memoria: Sería principios de primavera a juzgar por nuestras ropas, y allí estábamos en la mesa del salón-patio el grupo de cuatro que habíamos trabajado juntos compartiendo croquis y fotos el último día de toma de datos. Al que más recuerdo es al del jerséis rojo porque me lo fui encontrando intermitentemente durante aquellos años. ¡Anda!, el del saco blanco es el rubio de Valladolid que se empeñaba en dibujar con el aerógrafo, aunque con dudosos resultados. ¿Y éste del jerséis gris?, ¡ah!, sí, lo recuerdo siempre agobiado por el resultado de sus láminas: parecían infantiles; agobio al que le dio término cuando abandonó aquellos estudios.
Pero aquel abandono estaba todavía por llegar cuando con los dibujos de croquis y las fotos en poder de cada uno nos despedíamos: Ahora a dibujar todo el día...: Bueno algunos --dije-- más allá del día. En el silencio de la noche la voz rota de Sabina sonaba en la radio aún más ronca en la disección de su propio desamor. "Extraño como un pato en el Manzanares/ torpe como un suicida sin vocación/.../ oscuro como un túnel sin tren expreso/.../ febril como la carta de amor de un preso/ Así estoy yo sin ti..."; mientras yo, ensimismado en el papel, hacía mi propia disección de la pared --análisis parietal le llamaban-- intentando descubrir en la masa esculpida de órdenes clásicos del muro, los distintos planos, las sucesivas capas de materia que se superponían unas con otras, como entretelones de un escenario, cada una con sus propias leyes de formación, pero contribuyendo en su conjunto a la espléndida escenografía final: la parte igual al todo: base, cuerpo y remate... ¡¡¡diantre!!!, ¡vaya hallazgo!; ahora entendía mejor la sensación de movimiento de la fachada de Borromini --la de la fotocopia del curso anterior-- en aquella sucesión armónica de llenos y vacíos que también estaban allí... ¡jóder!, ¡claro!, esto era... sonreí... y me vi más cerca de entender todo aquello que buscaba.
Pero el camino del entendimiento estaba lleno de obstáculos. Por diferencias entre Helena Iglesias y representantes del Ayuntamiento ya no nos dejaban trabajar en el interior del edificio, pero lo peor era que la señora Iglesias, para afrentar la conducta de falta de colaboración de la institución municipal, se negó a que la imagen del Ayuntamiento figurara en el libro: ¡Adiós láminas publicadas! Ahora sólo nos permitían trabajar en el exterior, en su fachada. Quiero recordar el poyete de una especie de armatoste de piedra, como fuente... o algo así... que había en el centro de la plaza, que utilizábamos tanto de soporte para dibujar como de improvisado asiento... pero no estoy muy seguro. Estábamos a mediados de primavera y ya quedaba poco tiempo para acabar el curso... y otra vez aquella férrea voluntad venciendo la pesadez del sueño, midiendo mentalmente el tiempo de la noche que eterno al principio, luego se embalaba hacia el día a partir de determinada hora... la misma en la que en la emisora musical Sabina seguía arrastrando sus desdichas amorosas: "Perdido como un quinto en día de permiso/ como un santo sin paraíso/ como el ojo del maniquí.../ Así estoy yo, así estoy yo sin ti..." y en la que yo, al igual que el cantautor, tampoco encontraba solución a mis desvelos: aunque logré captar a lápiz la complejidad de la fachada, su doble cuerpo abalconado, las torres con sus remates de chapiteles, las cubiertas de pizarra abuahardilladas, y la exuberante decoración de sus portadas... no pude darle color. Nunca había sentido tanta impotencia pues aunque había cogido vacaciones en mi trabajo, y dibujaba día y noche, no llegué a tiempo de entregar completa aquella última lámina. Me convocaron para examen final. Miré en el tablón la hoja de la convocatoria y anoté fecha, hora y aula de examen.
No sabía que el día del examen aparecía ya reseñado en la ley de Murphy sobre la termodinámica: "Todo empeora a elevadas presiones", hasta que lo comparé con lo que estaba sucediendo: Me levanté con el tiempo justo para ir al examen; a mitad de camino, sin posibilidad de retorno, tuve que hacer un alto en una librería del centro a comprar los bártulos de dibujo que, por las prisas, me había olvidado en casa --ahora tenía doble escuadra, doble cartabón, doble compás...; doble de todo--; en mi aproximación a la ciudad universitaria comprobé atónito que los demás conductores se habían puesto de acuerdo para que yo no avanzara: tenía la impresión de que apenas movían el coche; cuando al final visualicé con esperanza el edificio de la escuela: mi gozo en un pozo, en cien metros a la redonda no encontré aparcamiento; y cuando sudando por haber bajado el récord de carrera de los cien metros no lisos me incorporé al aula anotada en mi libreta: ¡Horror!, el examen había comenzado y no me querían dejar entrar. Para no empeorar el panorama si le contaba con pelos y señales al profesor, que en la puerta se interponía entre mi persona y el aula, aquella increíble odisea, resumiéndola apelé a su compasión, el que no muy convencido me dejo pasar. Pero la cosa no había terminado ya que en cuanto visualicé la figura al fondo en la tarima: ¡Mi madre!, ¡si es el loco de la gallina! Alarmado me hice una rápida pregunta mental: ¿Qué más contratiempos le pueden pasar a una persona una mañana de examen?, la que a la vista de lo sucedido me constesté yo mismo: ¡¡Infinitos!! Creí que nos habían juntado a los dos grupos el mismo día de la prueba, de ahí que no me pareciera extraño estar viendo al célebre Seguí que, ante la pregunta de algunos alumnos, borraba la palabra "dibujad" en la leyenda escrita en la pizarra, y que ahora quedaba: Captar el "hálito" de un punto de encuentro.
Miré a mi alrededor y ni rastro de mi profesor ni de mis compañeros; tampoco hallé rastro de otros bártulos de dibujo parecidos a los míos que no fuera la cartulina, y empecé a sentir cierto indisimulado temor: Esto es muy raro..., aquellas sesudas reflexiones... aquellos gestos y movimientos del cuerpo me eran familiares, además nadie se quejaba de que no hubieran dado referentes físicos del posible punto de encuentro: Un punto de encuentro ¿pero dónde?, sólo le hice tímidamente esa observación cuando me acerqué a él pidiéndole árnica. De repente trasmutó su abstraída mirada de cristo de Greco hacia una infinita extrañeza de ojos muy abiertos clavándolos en los míos, como si estuviera viendo un alienígena: ¿Cooomooo?..., ¿acaso es usted de esta escuela?, me preguntó con acusados gestos de la cara que habían pasado de la extrañeza a la incredulidad; dándome cuenta entonces del error: Sí, y además afortunadamente de otro grupo. Recogí mis cosas y me marché lo más rápido que pude: ¡Adiós!, ¡hasta nunca!
Pocos días después, ¡qué alivio!: reconocía mi aula, mis compañeros, mi profesor: Con los datos de planta y alzados de una edificación agro-pecuaria del centro de Europa, reconstruirla con una vista cónica. Recuerdo que lo más complicado era conseguir la perspectiva de aquella maldita cubierta con muchos faldones de pendientes que se interseccionaban a distintos grados, y que por fin, al cabo de mucho rato, pude encajar; dejándome tiempo suficiente todavía para tratar en color una parte del ejercicio. No lo tengo tan claro que lo consiguiera el rubio de Valladolid, el que ubicado en la última banca, mantenía una pelea a muerte con el aerógrafo. Sudaba recortando las plantillas, dudaba a la hora de elegir los botes de pintura y hacía un ruido infernal, por el aire comprimido del aparato, con cada aplicación de ésta sobre la cartulina; un auténtico desespero. A la semana supe que había aprobado: Dos de dos. Entonces empecé a convencerme de que las asignaturas llamadas gráficas --las cruciales de la carrera-- las iría aprobando siempre por curso.
FranciscoMolinaGómez
(continuará)
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