domingo, 15 de marzo de 2015
¡MUDO!...¡¡MUDOO!!...¡¡¡MUDOOO!!!
Aquel caluroso día de julio de mil novecientos sesenta y siete una ola de tantas otras infinitas, salpicó de espuma salada el medio cuerpo estirado de Miguel "el mudo" --izquierda de la foto-- sin ni siquiera inmutarse; después el fotógrafo aprovechó el instante del repliegue del agua para inmortalizarme junto a él, clavando las manos en la arena seca, deseando arraigar en aquel lugar. De fondo los niños, el chambao, las barcas, las primeras casas en el monte... el mundo.
¡Eh!, ¡mudo!...¡¡mudoo!!...¡¡¡mudooo!!!..., le gritamos llamándolo como si nos pudiera oír; él absorto, de pie, mirando con cierta lascivia --que traslucía su concupiscente mirada en el agrado de la esbozada sonrisa-- hacia el vértice inferior de los triángulos de tela --bikinis-- que lucían minimalistas en los esplendorosos cuerpos rubios de las extranjeras, paseando su apetito de sol por la playa muy cerca de donde estábamos; sin quitar ni un segundo la vista de la exigua ropa que tapaba, por muy poco, su natural deseo que ahora le rondaba por la mente desbordando sus instintos más primarios que ya empezaban a mostrarse abajo, dentro del bañador...; premuras que le abortamos bruscamente, sin avisar, porque no había sonido previo que avisara al mudo Miguel --que también era sordo-- la inminencia de los acontecimientos; cuando notando el dolor en el golpe seco de la piedrecita detrás de la oreja se olvidó bruscamente del ensueño y encorajinado, con los ojos abiertos como platos, profiriendo sus característicos e ininteligibles gruñidos, buscaba entre aquella multitud de cuerpos jóvenes echados o sentados en la arena de la playa al experto tirador.
Todos nos hicimos los suecos. Nadie se reía. El estado de ofuscación agrandaba su mole humana, agigantándola, mientras bramaba por entre los nimios vacíos que nos separaban, casi pisándonos con aquellos pies de elefante. Entonces era mejor no interferirse en su camino; ni mirarle siquiera, no fuese que se mosqueara. Al final al no conseguir su propósito en la indiferencia de todos, se revolvió como toro bravo entre las tablas rugiendo de forma grave las amenazas de "corte de cuello" --lenguaje manual que se le entendió a la perfección-- a todo el colectivo de chicos. Después ya apaciguado me buscó para preguntarme en su lenguaje si yo sabía... tocándose con aspavientos la oreja... encogiéndome de hombros y negando con la cabeza..., para a renglón seguido y acordándose de la feliz fantasía de la que repentinamente le habíamos bajado, recuperar el apetito de la carne --que dirían las monjas-- en los gestos que me dirigía: mordiéndose el labio inferior con los ojos en blanco, mientras movía repetidamente en vaivén ambas brazos a la altura del ombligo.
Le entendí perfectamente no sólo los gestos sino, también, aquella avidez " de mujer"; las que sin dudarlo estarían dispuestas a pasar con él una divertida velada --en su papel de bufón imitando histriónicos personajes-- pero no una noche íntima. Miguel el mudo vivía atrapado entre dos silencios: el de su mudez-sordera y el de su propia soledad afectiva. Sobre todo esta última se le notaba sobremanera en la mirada, en ocasiones. Yo diferenciaba entre las más profundas afectivas y las más lujuriosas urgentes, como la que seguía luciendo en el rostro ese mismo día a la subida desde la playa a la colonia marítima para el almuerzo. Le acompañé hasta el cuarto que ocupaba en el descanso del primer patio, despidiéndome rápidamente en su apremio al desahogo manual del obsesivo deseo carnal.
Miguel el mudo, niño de la casa --expósito por más señas--, en plena madurez seguía vinculado de alguna forma aún al orfanato. La misma institución que lo tuteló --la Diputación de Granada-- le había dado un empleo de mozo para carga, descarga y reparto de mercancías que transportaba la furgoneta para los distintos establecimientos de beneficencia que regía la institución en toda la provincia. Era el perfecto acompañante para Eustaquio --el conductor--: discreto en su silencio interior, sólo centrado en el trabajo, fuerte y musculoso; cumplía a la perfección con sus cometidos. Había convenido con el conductor un corto pero eficaz lenguaje gestual a cualquier orden que éste le insinuara. Aún a pesar de su discapacidad sensorial mostraba mucha inteligencia: era como si leyera en la mente del otro su intención... no sé...; aparte era muy divertido: haciéndonos reír con sus monsergas y mimos cuando los estudiantes --chicas y chicos-- nos encontrábamos con él en la furgoneta, la que nos llevaba todas las mañanas, a unos a la escuela de Hostelería de Armilla, y a otros a las academias e institutos de bachiller de Granada.
De los viajes anteriores a aquella época, cuando mi hermano Antonio iba en la furgoneta hasta el Virgen de las Nieves --instituto de formación profesional en Granada-- habían entablado entre ambos cierta relación que siguió hasta que mi hermano emigró a Barcelona. Ahora cuando nos encontrábamos en el orfanato, o en cuanto pasaba por su lado en la furgoneta me preguntaba por mi hermano Antonio con su particular lenguaje de raras interjecciones --¡pah!, ¡pah!, ¡pah!...-- y mímicas: un leve encogimiento de hombros señalando con el brazo allá lejos --Barcelona--, seguido del gesto de mostrar unidos los dedos índices de sus manos --hermano--, con final en la imitación de estar aserrando: como si todo el brazo derecho , con la mano extendida, fuese una sierra --trabajo--...; ¡qué gratificante poder comunicarme con él! Yo le asentía que estaba bien: con un gesto de cabeza afirmativo, y que trabajaba mucho: haciendo muy rápido y repetidamente el movimiento de vaivén de mi mano derecha convertida en oportuna sierra, y que ganaba mucho dinero: en la seña de deslizar el dedo pulgar sobre el índice repetidamente...; después se reía escandalosamente. Creo que necesitaba comunicarse, en este caso ahora conmigo el hermano pequeño.
Cuando llegaba la temporada de verano, Miguel el mudo se incorporaba a la colonia veraniega como chico para todo: lo mismo cortaba leña para la cocina haciendo casi astillas los duros troncos de olivo, apilados en la leñera, con aquella poderosa fuerza que le imprimía al hacha al tiempo que la descargaba en repetitivo bufido al liberar la tensión muscular; que blanqueaba de cal todas las paredes al inicio de la temporada, previo a su ocupación. Si bien el cometido principal, el que justificaba la razón de su presencia allí era el de ser nuestro particular ángel de la guarda durante el baño en el mar: el que vigilaba nuestro natural atrevimiento de escapar mar adentro, que pudiera ponernos en alguna arriesgada situación de ahogamiento, aunque en la orilla, en su afán de juego y de gastarnos bromas, fuera él mismo el que se prodigaba en hacernos ahogadillas de las que nos sacaba con todas sus fuerzas in extremis, casi sin respiración, mientras se reía en su jerga. Así la continuada presencia durante los veranos fue providencial en cierta ocasión.
No recuerdo bien el año. Sí me viene a la memoria que la mañana había amanecido con el mar un poco encrespado, no lo suficiente para que las monjas nos prohibieran el baño, autorizándolo aunque nos pedían especial prevención, por supuesto sin alejarnos de la orilla. Y en esas estábamos jugando con las olas, encaramándonos en su cresta y luego dejándonos arrastrar por ellas cuando con gran ruido se precipitaban sobre la arena, lanzándonos algunos metros más allá de la orilla, al tiempo que nos partíamos de risa aunque hubiéramos tragado una generosa ración de agua salada. Pero mientras nosotros nos divertíamos, él no bajaba la guardia: aquellos días eran muy bien conocidos por Miguel el mudo; en cualquier momento aquellas olas medianas podían mutar a otras más grandes y embravecidas; por ello vigilaba con especial atención, intentando abarcar con la vista a todo el colectivo de bañistas: que no se le escapara ningún movimiento extraño. De repente empezó a correr en el agua que le cubría hasta las rodillas profiriendo extraños y muy ruidosos alaridos hacia un extremo del grupo de muchachos --haciendo aspavientos con las manos alertando a todos, monjas incluidas-- en donde se había apercibido que uno de nosotros, de improviso, en vez de ser expulsado por la ola a la arena, era absorbido hacia dentro del mar en el reflujo del agua, en donde aparecía y desaparecía la cabeza del chico, al que identificamos su aterrorizada cara: ¡Es el Fideo!, ¡es el Fideo!..., chico extremadamente delgado, que movía desesperadamente los brazos intentando mantenerse a flote y no hundirse en la vorágine de esa gran ola que durante toda aquella mañana había presentido el mudo Miguel, y que lo zarandeaba por su escaso peso en su peor presagio: el de empujarle al fondo con su fuerza desatada.
Sin dudarlo Miguel el mudo se zambulló en el vórtice de la peligrosa ola sin perder de vista al Fideo, y sorteando la primera embestida ambos desaparecieron en el agua de la vista de todos. Instantes después la misma ola que en segundos había adquirido una magnitud desmesurada --hasta entonces la más alta que habíamos conocido--, y bramando como el rugido de un gigante los expulsó a los dos a la playa, a la que despavoridos habíamos huido todos, y en donde durante unos segundos aún permaneció Miguel el mudo abrazando fuertemente al Fideo sin soltarle. Después una vez de pie y aupándole de atrás del bañador, dejándolo colgado en el aire como un animalillo indefenso, lo arrojó con enojo a la arena --tosiendo éste compulsivamente, soltando el agua que había tragado-- al tiempo que muy enfadado le profirió una monumental bronca en todo tipo de roncos sonidos inimaginables, mientras todos observábamos la escena. Reprimenda que no inmutó el semblante de el Fideo, el que seguía en estado de shock cuando se lo llevaron las monjas... y a renglón seguido se suspendió el baño aquella mañana. Con el paso del tiempo aquel episodio que pudo acabar en tragedia era ya un clásico en el repertorio de Miguel el mudo que siempre lo contaba a su manera, señalándole al interlocutor, de entre los niños, al Fideo, el que aquel día volvió a nacer
Miguel el mudo era un espíritu libre. Aunque incurso en el colectivo de niños de la casa: Jesús Péh-Péh, Manolico el baboso... y otros, ahora ya adultos, a los que unía alguna discapacidad física o mental no quería acabar como éstos, finalmente recluidos ante el desamparo en los hospitales de San Lázaro o el de la Virgen --éste último al que en Granada llamaban la casa de los locos--, y en su cara siempre mostraba el pánico al ingreso sobre todo en este lugar, cuando a su manera lo contaba. Habíamos oído hablar de este sitio, el que reconocíamos identificándolo desde la furgoneta camino a la academia en innumerables ocasiones: ¡Mirar!, la casa de los locos: el hospital de la Virgen, en el número catorce, atrincherado detrás de altas tapias de ladrillo, obedecía a la tipología de establecimientos públicos benéficos de principios del siglo pasado, con claro parecido al orfanato aunque los pabellones estaban unidos a la edificación central, en parcela más reducida, sin la dispersión de aquél. Una navidad, la de mil novecientos sesenta y nueve, y disfrazado de paje de rey mago --los reyes magos eran tres diputados provinciales-- me adentré sin haberlo pedido ni deseado en aquellos espacios; una experiencia impactante, de la que escribí después:
Recorrimos en comitiva regia el largo corredor donde, ahora, las ricas, vistosas y rígidas ropas reales de los tres diputados cortaban el aire desangelado, en una escena extrañamente festiva, que no distrajo la atención --pese a la ruidosa fanfarria de la entrada-- de los internos de la sala de hombres: dispersos, absorbidos cada uno en sus insondables universos interiores, sin entender aquella fiesta, ni los regalos que intentábamos entregarles. La escena era desoladora: aquellos humanos nos mostraban con una crudeza que espantaba su deriva mental... sus extraños gestos... unos inmovilizados como queriendo taladrarnos con su fija mirada... otros dando vueltas continuamente en los rincones de la amplia sala; estancia que olía a deposición y orines... uno más cercano gritando violentamente...". No me extraña que Miguel el mudo no quisiera estar dentro de las tapias de aquel tenebroso lugar. Su vitalidad y alegría desbordada era todo lo contrario a las actitudes maníacas de aquellos internos; aunque él tenía también sus propios tics: los de imitar continuamente, con cierto giro de caricatura, todo tipo de personajes; algunos de gestos extremadamente caballerosos con las mujeres, los que repetía todos los días en la furgoneta con las chicas estudiantes del orfanato, cuando las recibía y al despedirse de ellas. La mañana de aquel día, repitió las de despedida como siempre... y luego ¿desapareció?
Como los demás días Miguel el mudo nos saludó efusivamente con sus extrañas y ruidosas interjecciones --las que profería para llamar la atención abriendo extensiblemente la boca en su particular lenguaje acompañando de gestos con las manos-- en cuanto nos divisó. Mostraba la misma alegría de siempre al vernos llegar a la furgoneta, donde como cualquier otra mañana esperaba nuestra llegada y la de las chicas. Regocijo que durante el viaje transformaba en continuas bufonadas, intentando arrancarnos nuestras más aparatosas risas --chicos-- y otras más comedidas sonrisas del personal femenino, al que trataba con ademanes del más educado caballero, improvisando personajes in mente. Ademanes caballerescos --aquellas eran sus damas-- que llegaban al virtuosismo cuando apostado afuera del vehículo, después de aperturar su pesada puerta metálica, les saludaba de aquella exagerada guisa, despidiéndolas y deseándolas un buen día. Las primeras que agredecían tan especial tratamiento eran las chicas que se bajaban en la escuela de Hostelería, cuya entrada se alineaba con la carretera de Armilla.
Pero aquel día al poco rato de bajarse en la entrada a la escuela de Hostelería con la furgoneta aparcada en el arcén de la carretera ya no se le oía... ni se le veía...; desapareció misteriosamente: ¿Dónde está el mudo?...: ¡No puede ser! Repasemos los momentos anteriores a la abducción --dijimos-- visionados a través de las ventanillas: como todos los días abrió la pesada puerta metálica corredera del vehículo y se situó en la parte de afuera para dar paso a las chicas que se bajaban allí. Hizo una aparatosa reverencia, como si las que se fueran a bajar fuesen reinas: inclinó el cuerpo saludando, mientras agachaba la cabeza con un aparatoso gesto de quitarse un solemne sombrero. Dió algunos pasos reverentes hacia atrás... y desapareció súbitamente. Las chicas que esperaban verle apostado al exterior de la puerta, al no descubrirle se quedaron atónitas, intentando buscarlo alrededor del vehículo, y más tarde mirando a lo lejos por entre los trigales de los huertos...; era extraño no divisarlo en su recio aspecto...; entonces, ¿dónde está el mudo?...:¡Ah!, ¡qué jodido!, nos estará gastando alguna broma...: Se habrá escondido el muy ladino...:¿Pero dónde?
Los minutos pasaban y Miguel el mudo seguía sin dar señales de vida: A ver si aparece, no teníamos toda la mañana para jugar al escondite; además Eustaquio se estaba mosqueando: ¡Dónde cojones se habrá metido éste?, exclamaba impaciente: No sabemos; pero si hace un segundo estaba ahí mismo, al lado de la acequia...: ¿La acequia?...¡¡toma ya!!, seguro que al dar los pasos atrás se ha caído dentro. Ya antes de llegar hasta ella oímos un prolongado aullido lastimero, aunque muy débil que provenía del interior de la profunda zanja de riego, en el tramo encauzado de recia fábrica en donde había quedado encajado, después de golpearse contra el duro fondo, su corpulento cuerpo, el que a duras penas sacamos de allí; y aunque el golpe tuvo que ser muy fuerte, apenas se quejaba, esbozando una leve sonrisa desdibujada de dolor cuando le mirábamos, sentado en el asiento de la furgoneta, rumbo a Granada a que le reconocieran en el hospital de san Juan de Dios, cerca de la academia donde estudiábamos los chicos. ¡Ay, Miguel!, nos desjastes preocupados todo el día. Al final algunas magulladuras y poco más; tenías la fortaleza de un toro. !Qué susto nos distes!, creíamos que te habíamos perdido...; te necesitábamos.
Pasado el tiempo caíste en otra zanja más oscura y profunda... pero ya no estábamos.
FranciscoMolinaGómez
(... después cuándo muy joven me echaron de allí, yo creí que se me había complicado sobremanera la vida, sin saber nada de la tuya... me quejaba de su dureza, sin pensar siquiera en tí... sin tener noticias tuyas durante mucho tiempo... hasta que en algún papel leí que nos habías dejado para siempre... que aquel grueso fardo que portabas a la espalda era demasiado pesado para proseguir: entre tus "dos silencios", y para olvidarlos, se había colado de rondón el "alcohol" y ya no pudiste superar aquella complicada encrucijada sin perder la libertad, y esta finalmente se cobró su servidumbre... lo tuyo sí fue complicación...¡hasta siempre Miguel!; gracias por todo...: ¡Ah!, mi hermano sigue muy bien, ahora ya está jubilado)
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