... la tarde apuntaba mágica; y entonces ocurrió: el sol se fue deconstruyendo en aguas del Mediterráneo |
Me deleito en el hecho desacostumbrado de observar declinar el sol hacia la perfilada línea del horizonte, sentado en la parte de atrás del chiringuito --Boto´s-- donde no llegan los sucesos del paseo marítimo y sí los del mar y las atenciones de los que nos sirven --a mi mujer y a mí-- unos densos cafés en anchos vasos de cristal con mucho hielo, como primer rito de lo que deseo sea una larga, reflexiva y relajada sobremesa desde el último lugar que todavía queda de mi exilio exterior, para observar el único acontecimiento que aún me emociona de este sitio.
De todo aquello, envidiando tiempo atrás días de púrpura y zafiros, sólo queda ya un trozo de mar y un suelo arenoso en el que me hundo levemente con mis recuerdos y vivencias, y que me soporta, algo inestable, una vulgar silla de plástico, al lado de otras que se prodigan alrededor de las, también estandarizadas, mesas ocupadas por visitantes que, obviando los entoldados, exponen al sol sus cuerpos aliviados de ropa a pesar de haber traspasado ya el solsticio de invierno. Para su fortuna acaban de dar con los vestigios de lo que fue un paraíso, que espurios intereses han ido reduciendo hasta confinarlo en tres coordenadas, de entre las que ésta es el centro, y que, inmutables de momento, sigo identificando en un triángulo mágico; sitio al que intermitentemente vuelvo escapando de la gran ciudad, y de donde siempre me resisto a partir.
Por entre las volutas de humo de un generoso puro habano se entrelazan frases inusuales, palabras de júbilo, de gozo de sitio, prolongando la delectación en los sorbos del café y los licores mientras me es inevitable conjeturar sobre el otro lado de la levemente curvada línea de fondo donde se conjura aire y agua, justo en la raya en que el mar desaparece de golpe, insinuando, a la concepción de mi mundo bidimensional, derramarse en caída libre hacia un abismo invisible detrás. Misteriosa encrucijada que ilumina, en lo alto suspenso en el aire, un sol algo brillante como fuego atenuado que se ha conjurado también con una calidez y resplandor inusual en este tiempo estacional que ha hecho que me desprenda del jerséis verde esperanza quedándome en mangas de camisa, al igual que Teresa.
En las pausas de la conversación contemplo el mundo enfrente arrebolado de encantamientos que la variación de la luz va provocando en mi ánimo; el que se refleja con brillo de cristal en los ventanales, con el sol casi de frente al que ofrendo mi cara protegidos los ojos con gafas oscuras; casi un desafío para no perder ni un solo segundo de aquel rito sublime que no por repetido deja de ser extraordinario. De fondo impresiona el silencio en un lugar habitualmente ruidoso por la saturación de bañistas; ahora casi vacío; lo que coadyuva a que se hagan presentes los sonidos atávicos del lugar: el del reflujo del agua que se mezcla con el garlido de las gaviotas posadas en formación donde las olas baten la arena de la orilla, y que hacen muy apacibles aquellos momentos.
En su acusada oblicuidad el sol ronda el horizonte en una trayectoria ligeramente curvada, casi horizontal, como si se estuviera poniendo con la misma inclinación de la que surgió, apremiándome a vivir con complacencia aquellas cortas horas de luz con mitigada intensidad, que sin embargo es suficiente para que sienta el pálpito de su fuerza generadora de vida, como deidad de luz que ahora se refleja en el agua, descomponiéndose en infinitos puntos brillantes durante su fluir hacia las últimas horas de la tarde, conforme esta transcurre... plácida... ; quizás invitándome a ir hacia ella. Pero no he sido yo.
Hacia la playa se descuelgan cuatro cuerpos jóvenes, desprendiéndose de parte de las ropas en su descenso hasta la orilla donde se sientan haciendo un corro. Son dos chicos y dos chicas. Gesticulan con las manos al hablar, y aunque no se les oye se adivina en la distancia la complicidad de conversaciones seguramente intimistas; se ríen, bromean entre ellos...; es palpable que se divierten, muy próximos, con los torsos desnudos sin que muestren signos de destemplanza pues a pesar de ser invierno no hace frío, el ambiente es templado escorándose levemente a cálido. Sobre sus cabezas luce salivilla de oro con las que el sol les corona. Bastaría sólo aquella escena para alcanzar la poética de aquel instante, de aquel momento en que sus perfiladas siluetas de cuerpos muy jóvenes destacan oscuras, a contraluz casi sin detalle, en el intenso brillo sobre el agua elevándolas a la categoría de seres mágicos, irreales.
Pero quieren más, necesitan probarse, ir más allá, transgredir su marca... es la constante de lo joven, y desprendiéndose del resto de la vestimenta, hasta quedarse en ropa interior, retan la destemplanza fría del agua que el sol no puede atemperar --demasiada masa frente a sol tan declinado-- para ir en su busca, tocarlo... sumergirse en él. En esta hora de ensueño, de sortilegio, cuatro jóvenes se bañan, cual efebos y ninfas, en un mar de polvo de estrella, divirtiéndose inmersos en la fantasía que el astro recrea en el agua, jugando con ella, retándole a crear, en su eterno movimiento, infinitas composiciones brillantes. Esas variaciones del agua, al subir y bajar, se asemejan a las caras faceteadas de un cristal tallado en el que incide poderosamente la luz, y de las que ahora irradia, tintineando en la tarde que se acaba, caleidoscopio de diminutas estrellas.
Salen de la orilla y entran en el mar repetidamente; a veces se sumergen en él; pero el agua ahora no es solo agua, que es nigromancia, es ensalmo... es sobre todo alquimia. El agua bañada en oro es para el recreo de los dioses, y aquellos cuatro chicos lo son ahora. O al menos eso creen. Cuando eres joven te sientes dios, con su misma capacidad de crear, de perdurar en el tiempo, de ordenar el mundo... de poder beberlo a sorbos sin atragantarte. En los recesos del baño, sentados de nuevo en la arena, los cuatro quieren abarcar el mundo que les parece un pañuelo; a su edad ya les apremia el impulso de viajar rápido, más allá de la curvada línea de fondo, antes de que queden atrapados, como lo quedaron sus padres, en las responsabilidades de un proyecto de vida en pareja, de unos hijos, de un trabajo que les encadenará, durante bastante tiempo, al banco, como remero en galeras... queda mucho tiempo por delante... queda todo el tiempo del mundo. Hablan de lo que quieren en el futuro, sin que sepan encajar exactamente ese tiempo existencial. No de lo que el futuro les depare pues creen manejar los hilos de los acontecimientos que están por venir... profesan poseer la energía necesaria para ello, la que creen ilimitada, incluso para retarse en cruzar el mar a nado hasta alcanzar la orilla, enfrente, de otro continente.
Uno de los jóvenes, un chico, que se ha sumergido hace un rato en el mar, sale a la orilla hacia el grupo, con las manos en cuenco lleno de agua, y quizás algún resto de polvo de estrella, que rocía con complacencia sobre la cabeza de una de las chicas que permanece sentada. No me extraña que aquel gesto fuera un rito de iniciación, de invitación a la fiesta de la inmersión, pues ambos se sumergen seguidamente en el mar. Les siguen los demás. Dentro del liquido elemento se sienten ingrávidos en la levedad de sus cuerpos que se deslizan entrelazados en el agua que no es sólo agua, es un medio vital que a fuerza de envolverse en él encuentran primigenio, cálido, y que invita al juego, a la fantasía, a la imaginación, a la seducción, a la figuración, a la plástica de anhelados cuerpos esplendorosos, sensuales... deslizándose por entre las doradas y suaves olas, disfrutando de la proximidad y del roce.
Entonces recordé un verano en el mismo lugar y en la misma playa. Tendría diecisiete años. Tiempos convulsos para mí en los que el mar había perdido ese halo filosófico de referente de la eternidad que había sentido desde pequeñito. A esa edad el mar ya no era sino un fin en sí mismo; algo muy local, un medio donde zambullirme para conseguir la felicidad más inmediata, que no era otra que la de nadar entre los cuerpos de las jovencísimas extranjeras, flotando en el agua próximo a ellas, comprobando muy de cerca sus provocativas formas, la sensualidad de sus caderas y de sus piernas, deslizándose como sirenas por entre las olas... Ahora son ellos; ¡cómo les envido!; envidio sus quimeras, su idealismo, su imaginación, su fantasía, su ofuscación, su confusión, su seducción, su ceguedad...
La tarde va cerrándose con un sol atenuado, acentuando su luz sobre un fondo cada vez más gris que llega lo más oblicua hasta la misma orilla adonde han salido de nuevo los cuatro, quedando sentados en línea de formación mirando al mar como las gaviotas. Mientras el sol no se apague continuará el juego. Ahora retan las fuerzas de sus brazos lanzando piedras sobre la superficie del agua --impregnada desde el horizonte hasta la playa de una vasta lámina de oro en la que se han fusionado los infinitos puntos brillantes-- lo más lejos posible. Insisten en su esfuerzo muscular, jactándose cada vez que baten sus marcas. Y este juego remueve mis recuerdos de aquel sitio, en el que rememoro siendo apenas un niño hacer botar afinadamente, y hasta muy lejos, las piedras sobre la superficie del agua del mar, como si estas profirieran agigantados saltos, al principio más largos hasta ir decayendo, menos espaciados y más cortos, para al final hundirse, desprovistas de toda fuerza, en el mar. Los guijarros que recogíamos de la propia playa debían de ser muy planos, y lanzarse con mucha fuerza en una trayectoria lo más tangente posible a la superficie liquida, a poder ser con el mar casi en calma, como lo estaba ahora; así me habían enseñado mis amigos nativos del lugar, los que nos retaban. Y ahora aquellos jóvenes estaban allí, jugando a lo mismo: ese impulso inconsciente e irreprimible de lanzar piedras al mar... pero aquellas piedras ya no serán sólo piedras grises, mates, sin brillo... ahora cuando el mar las devuelva a la orilla tendrán un extraño brillo dorado inexplicable... ¡Ah!, aquellos juegos... Ahora hace años que apenas juego. A decir verdad hace mucho tiempo que no juego a nada... Si me atreviera a bajar les retaría en el lanzamiento.
Si me atreviera a bajar..., si pudiera atrasar el tiempo y fuera posible meterme en la piel del joven que fui olvidándome de lo vivido después... recuperaría la visión de la utopía; la ilusión de sueños por conquistar; el deslumbramiento por descubrir la simplicidad, dentro de la complejidad, del mundo que habito; la alucinación por poder inventar cualquier cosa; el delirio de estar inmerso en un fascinante viaje sin fin...; pero si pudiera recuperar la juventud y bajara a la playa, también sentiría de nuevo los escalofríos en el agua del principio, ahora que he conseguido que cuerpo y agua se equilibren; me impregnaría otra vez del ansia de querer llegar rápido a los sueños, ahora que después de mucho esfuerzo he comprobado las dificultades en su logro; calaría en mí el tedio de un tiempo que transcurriría muy lento y que me incitaría peligrosamente a vivir rápido, ahora que he hallado alguna tranquilidad de ánimo que me proporciona paz y sosiego; mostraría cierta jactancia del que cree saber todo, ahora que he conseguido la prudencia y discreción del que sigue formándose perennemente...; y sobre todo perdería la sabiduría acumulada en los aciertos y errores de los acontecimientos vividos durante bastantes años..., la perspectiva de los sucesos, cuando nos alejamos de ellos en el tiempo, que no me avisaría que lo que tenía ante mí, trampantojo prodigioso de luz, era simplemente la ilusión óptica de la reflexión de la luz sobre ingente masa de agua que no modifica sus propiedades naturales a otras mágicas... un espejismo... una trampa de baño de dioses que no lo son, ni de piedras filosofales devueltas a la orilla...; ¿Para qué bajar?...; no debiéramos ser niños eternos ni adolescentes tardíos... Dejar, soltar, desprenderse, despedirse..., son tiempos que se deben conjugar en presente y hacerse pasado en los recuerdos.
Recuerdos de mis veranos adolescentes en aquel sitio que ahora son paisajes emocionales en la mente; que rememoro... de cine de verano del que sólo han quedado los susurros de amor al oído en la apasionada noche mágica premonitoria de la tragedia de Verona y el dolor al despertar con el canto de la alondra; revividos en el recuerdo adolescente de besos furtivos de ligues de verano; escondidos, amparados entre la vegetación de buganvillas y galanes de noche que tapizaban el muro del cine; pared que, al discurrir del tiempo, ha crecido; y quizás ahora algunos de aquellos espectadores, tímidos emuladores de los amantes --Romeo y Julieta-- más universales, protagonistas ahora de su propia historia de amor pero con final feliz, seguramente la habiten, como pareja, en uno de esos pequeños apartamentos que se alzan en el solar del cine, donde al amanecer no les despertará la alondra, sino el agudo y ruidoso chirrido de las gaviotas...; y de hotel mítico evocado por ese brillo recurrente: la misma luz de luna que la noche de un verano de finales de los sesenta, iluminaba con guiños de polvo estelar el traje de lentejuelas ceñido al cuerpo de la huésped misteriosa de la que todos hablaban; actriz, americana, esplendorosa, esquiva, dejándose ver aquella noche en los fulgores de luna sobre el fondo oscuro de la acristalada galería abalconada a la que se asomaba, vigilada por unos ojos negros e indiscretos de alguien --según la leyenda local-- que desde el roquedal en el mar, enfrente, la observaba escondido con devota veneración joven y lascivo deseo de anónimo nativo que, desnudo, desahogó entre suspiros tendido en la roca bañada con luz de plata..., la misma luna que le ha contemplado pasear infinidad de veces cerca del roquedal, mirando al frente, imaginando verla de nuevo en la terraza circular que ya no existe; ahora un vulgar y anodino edificio de apartamentos ocupa el lugar donde, años atrás, enseñoreara su curvada silueta el mítico hotel...; y se borraron los nombres sugerentes: Bikini, Sexi..., y se volatizó el sueño..., y el sitio fue invadido por intereses espurios y la zafiedad...; un mundo que no me conmueve, del que ahora solo me complazco en el hecho desacostumbrado de observar declinar el sol hacia la perfilada línea del horizonte.
Los jóvenes suben de la orilla, algo destemplados, cuando se empieza a fundir todo aquel resto de polvo cósmico --aire, agua, tierra y fuego-- en la raya del fondo. Les veo subir frente a mi sitio desde donde ahora contemplo deslumbrado el final de tan celebrado espectáculo: el sol, como ardiente bola de fuego, explosiona en un último estertor, comenzando a ser engullido por el abismo invisible de detrás, a donde desciende apagándose suavemente, desapareciendo con agónicos resplandores en una prodigiosa recreación de su final: incendióse entonces el cielo sobre el precipicio con fulgores de fuegos violáceos y anaranjados, y el mundo se paró por momentos ante tal sublimación de estrella en su apoteosis última como si no hubiese un mañana, para luego difuminarse --corto hechizo de luces de colores-- en las postreras sombras de la tarde que se extinguía por instantes y que llevaban al ánimo la agonía de lo que expira..., y se apaga, transfiriendo éstas una vez más la incertidumbre ancestral de esa hora del crepúsculo que anuncia ya la oscuridad de la noche.
Última luz que aprovechamos mi mujer y yo para despedirle y marchar del lugar, a nuestro pesar.
FranciscoMolinaGómez
Emilio, hoy he descubierto tu blog y he leído la mayoría los textos.
ResponderEliminarImpresionante! Por el recuerdo y por esa narrativa viva y descriptiva.
Un abrazo de un jubilado reciente.
El séptimo gabardina.
¡Hola!, ¿quién eres? Presumo por lo de "gabardinas" que eres uno de esos estudiantes que nos sucedieron. Deseo y espero seguir emocionándote con las entradas al blog. Un abrazo
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