Apretó la goma que enmarcaba el cristal de las gafas de bucear sobre su cara, la que casi cubría; y se fue arrastrando hasta la orilla, avanzando cada centímetro en el esfuerzo de sus poderosos brazos que, clavadas sus manos en la arena, tiraban con fuerza de todo su cuerpo extendido en la misma --como pez varado en la playa-- buscando el mar. Y cuando alcanzó el agua que empezó a cubrirle sintió, una vez más de tantas otras, la ansiada sensación de poder moverse libremente; que sus extremidades inferiores se liberaban de su inútil flacidez, y eran, ahora, ágiles aletas. Y se fue alejando en la continua visión de las profundidades marinas bajo una estela que dejaba en la superficie del agua el tubo de plástico que ajustado a su boca sobresalía de ésta. Y se retiraba más... y más... y ya casi no se le veía, cuando definitivamente desapareció toda señal que advirtiera su presencia en el mar. Desde lejos entendimos que se había sumergido. No era de extrañar que tardara en emerger más de lo normal que cualquier mortal; en él no era preocupante: tenía una enorme capacidad pulmonar. Aún así, quedamos aliviados cuando en la lejanía le vimos emerger con la pieza de la pesca ensartada en lo alto del pincho de acero con el que se había zambullido en el agua salada: un pulpo mediano.
Instantes después alguien dejó constancia de aquella captura en una foto: Rafael, a la izquierda apoyado en la barca y yo sentado a su lado, escoltamos al pulpo capturado con el pincho clavado en la arena.
Rafael de las Muletas, apodado el Chango por mi hermano --maldita la gracia-- por su parecido de cara, sobre todo su oscuro agitanado color, con el verdadero Chango, un personaje minusválido de Armilla --pueblo de Granada que acogía el orfanato donde le conocí-- exhibía un torso con grandes pectorales que se prolongaban en poderosos bíceps de sus brazos; fortaleza que habían adquirido en su afán de servir de eficaz palanca para "caminar" aunque tuvieran que auxiliarse de aquellos dos remos de madera --muletas-- que ya se habían pegado a su cuerpo, formando parte del propio brazo --apéndice del mismo--, como de su nombre.
No podía ser más desventurado: a su condición de niño de nadie --no había conocido otro hogar que el orfanato-- añadía las secuelas que en su cuerpo había dejado una cruel enfermedad infantil que durante un tiempo cercó su cuna y que por poco le cuesta la existencia, dejándole imposibilitado de las extremidades inferiores. Yo lo había conocido ya con las muletas, así que para mí éstas eran inseparables de la imagen que desde pequeñito --cuando aún no entendía porqué aquél chico mayor llevaba piernas de palo-- tenía de él; así como --ya algo más crecido-- de su eterno afán de imitador de cantante de rancheras mejicanas a las que se arrancaba no sin acompañarlas con ciertos "gallitos" que soltaba en exceso, de los que no sabíamos si eran disonancias en su imposibilidad de llegar a las notas agudas, o impostados grititos, como falsetes, propios de estos corridos, los que a ratos acompañaba con la música de una armónica con los agujeros muy desgastados, la que aprendió a tocar, mucho tiempo atrás, para ocupar el tiempo y así combatir el tedio de largas convalecencias de hospital, de las que mostraba sus huellas en unas largas cicatrices en ambas piernas.
Conocí una de aquellas desangeladas salas del hospital de san Juan de Dios, establecimiento sanitario de beneficencia, dependiente de la Diputación de Granada; la misma institución oficial que nos tutelaba a los niños del orfanato. Se ubicaba muy cerca de la academia donde algunos internos estudiábamos el bachillerato. Era un antiguo edificio histórico, de proporcionadas trazas en torno a dos espléndidos patios con artísticas fuentes en el centro, y cuyas enormes cocinas apaciguaron diariamente, durante los cursos del bachiller, el desmesurado apetito juvenil que se nos parasitaba en el estómago, y que seguía a las clases de la mañana. Algunas tardes al salir de clase y en el largo tiempo de espera hasta que en su puerta nos viniera a recoger la furgoneta para nuestro traslado hasta el orfanato, en compañía de otros tres compañeros más, subía las ampulosas escaleras de piedra hasta una enorme sala de enfermos en la planta primera, a ayudar en sus tareas diarias a sor Encarnación, la que nos recibía con efusividad y agradecimiento.
Era un habitáculo muy alargado y de techos altos que iluminaba y ventilaba por ventanas que daban a un corredor --volcado alrededor del primer patio-- de arcos rebajados sobre columnas de piedra, y que era, al mismo tiempo, distribuidor y terraza solario para soleamiento de los enfermos, a fin de combatir la inmovilidad de la cama y el intenso frío que rezumaban las gruesas paredes de la sala. Aquel espacio estaba colmatado de camas, en las que cada enfermo había trazado, en líneas próximas imaginarias, su feudo particular --algunas convalecencias se prolongaban durante años-- en donde se desarrollaban sus acontecimientos diarios; los más íntimos, en los que apenas acontecía nada: alguna que otra visita, y sobre todo una eterna sucesión del tiempo de dolencia ---un día, y otro, y otro...-- en la esperanza sólo de vencer al fin a la enfermedad; esa que en los pobres se prolonga siempre más que en el resto de la gente, rodeados de los pocos objetos que formaban su reducido mundo, tan exiguo en algunos casos como el de una simple armónica para unos oyentes con grandes deseos de olvidar sus pesares --el olor del miedo a la enfermedad camuflado en el tufo del desinfectante y los medicamentos--, escuchando los sones de conocidas canciones que salían de aquel pequeño instrumento al deslizarlo por entre sus labios Rafael de las Muletas, cuando estuvo ingresado allí. Entonces era ya eterno perdedor, como los personajes de las rancheras y corridos mejicanos por los que se arrancaba después de la música: " De piedra ha de ser la cama / de piedra la cabecera / la mujer que a mí me quiera / me ha de querer de a de veras / ¡ay, ¡ay!, corazón porqué no amas... "; agradeciendo el improvisado aplauso al final.
Su adelantada madurez traslucía un semblante que había quedado anclado en el tiempo de la apostura del cine en blanco y negro: mirada profunda con insinuada sonrisa sólo de labios en un semblante intensamente moreno que remataba con generosa mata de pelo rizado que peinaba hacia atrás. Forastero en su propia piel de toro que no le reconocía como uno de los suyos, anduvo siempre cautivo entre muros --errante en la caridad de centros benéficos y hospitales-- sin embargo mostraba una alegría que contagiaba y una abnegación ejemplar. Sin beneficio --aunque de oficio zapatero--, sin propiedades, ni familia... sólo nos tenía a nosotros, los únicos que le escuchábamos en aquellos momentos de su complicada vida.
En su marcha del centro por mayoría de edad había recalado en la caridad de otro hospital --el de san Lázaro que tutelaba, asimismo, la diputación --el lugar donde en los años de miseria de posguerra trataban a los niños tiñosos--, aunque siempre que podía iba a visitarnos al orfanato, y sobre todo esperaba pacientemente durante todo el año el poder vernos en el verano en la colonia marítima de Almuñécar; única felicidad que aún le prodigaba la institución benéfica, aunque por edad ya no le correspondiera. Nosotros, los mayores ahora al final de la década de los sesenta, estábamos deseosos de verle para disfrutando de su compañía poder gastarle, hasta la saciedad, la misma broma en los días de disfrute de mar y playa, en donde después de las prolongadas inmersiones marinas Rafael se estiraba al sol adormilado con las muletas a los lados. Al poco tiempo ya no las tenía próximas; se las habíamos quitado y escondido: ¡Eh!, ¡dadme las muletas!... u os tiro esta piedra, amenazaba visiblemente enfadado: ¡Jajaja!... y mientras nos reíamos a pleno pulmón se arrastraba por la arena para cogernos por los pies y derribarnos --era rapidísimo reptando-- sin conseguir alcanzarnos; entonces nos arrojaba con toda su fuerza puñados de arena: ¡Eh Chango!, a que no me pillas, ¡jajaja!; se cabreaba mucho con el apodo. Por las tardes, después de la apacible siesta, cuando el sol empezaba a declinar se embadurnaba de desodorante las axilas a fin de liberar del indeseado sudor al almohadillado de las muletas, las que colocaba bien ajustadas a los lados, y ya estaba listo para cualquier aventura: lo mismo subía por el monte de detrás de la colonia hasta la cabaña en lo alto, desde donde se visionaba toda la edificación del paseo marítimo y el horizonte del mar sobrepasada la punta de la Mona, que parecía más cercana; como llegar hasta una cruz en la cumbre del peñón del Santo, al final del paseo san Cristóbal, con no menos privilegiado paisaje: un ensueño.
Aquel verano, el de la larga inmersión para capturar el pulpo, fue el último que le dejaron venir con nosotros, cuando dos taimados personajes rectores del orfanato : el director-administrador, don José capilla, y la reverenda madre superiora, sor Fernanda Guerra, a partir de entonces le declararon persona non grata; de peligrosa influencia en nuestro desarrollo adolescente --perversiones fabuladas en mentes retorcidas-- por su diferencia de edad, al ser mayor que nosotros. ¿Qué creían que nos contabas, o nos enseñabas? Convendrás conmigo, amigo Rafael, que ellos si que eran peligrosos para nuestro equilibrio físico y metal. Los mismos que, recuerdas, se quisieron erigir en protagonistas en aquella última jornada lúdica en la colonia ese mismo año en que nos visitó el propio presidente de la diputación. Jornada festiva que recogió la final de la competición entre equipos del orfanato, en una imitación del entonces popular concurso --Cesta y Puntos-- de conocimientos promovido por televisión española entre colegios de toda España, celebrada ante el propio presidente de la institución que nos tutelaba; que la presidió. Como recordarás al final la victoria fue nuestra: del equipo que capitaneaba, y tuya, que nos animabas constantemente cara al triunfo; en definitiva un premio de todos los niños frente a los taimados personajes.
Tras las felicitaciones de rigor entre los componentes de ambos equipos finalistas, me cupo el honor de vivir, como capitán de la tercera Escuadra, el instante de gloria más deseado para un interno durante aquellos años, cuando de la mano del presidente de la Diputación de Granada recogí el ansiado galardón como recompensa a un reñido campeonato que se había iniciado entre numerosos equipos en los primeros días de la colonia. No lo podía creer; al tiempo que el presidente, como protocolo previo a la entrega del trofeo, me felicitaba efusivamente, con un sincero apretón de manos; me aplaudían, posiblemente de forma obligada, los rectores del orfanato, pese a que mi persona --nunca supe porqué-- no era del agrado de ambos.
Aquello me satisfizo enormemente por lo que suponía, aquel forzado gesto, de cambio de actor principal en un acto de reconocimiento oficial, que tanto prodigaron en el salón de actos del orfanato, y en los que éstos siempre se erigían como protagonistas. Mi consciente no podía negar que estaba ante uno de esos instantes en los que la inexorabilidad del transcurso del tiempo nos coloca a todos en nuestro sitio. Uno de esos acontecimientos importantes en la vida.
A lo largo de nuestra existencia hay momentos que uno agradece inmensamente por lo que supone de reconfortante el reconocimiento del esfuerzo personal. Detrás de aquel modesto premio (una vasija de cerámica popular de la zona), se escondían muchas historias de superación --la suya, la mía, y la de centenares de internos-- con una misma voluntad: la de sobrevivir diariamente pese a las adversidades, la de superarnos constantemente levantándonos cuantas veces fuera necesario cada vez que caíamos a tierra en aquella carrera de obstáculos que era nuestra existencia y en cuya desafortunada salida nos había colocado el ¿destino? Desde aquel día los internos del orfanato fuimos mejor valorados en el arcaico concepto que de nosotros tenían aquellos diputados provinciales, como reconoció en su discurso --alabando nuestro elevado nivel cultural-- su presidente. Definitivamente fue aquel un punto de inflexión: poco después se incorporaron a los estudios de bachiller varios grupos de chicos y chicas internos, los más numerosos hasta aquel momento.
No, no hay fotos del evento, a pesar de posar todo el equipo con el trofeo, durante varios minutos, ya que al propietario de la cámara fotográfica, al ínclito Rafael de las Muletas, se le había olvidado ponerle el necesario carrete con la película para la impresión de las fotografías. O al menos, eso es lo que nos dijiste, amigo Rafael; posiblemente para excusar la ineficacia de aquella pieza de museo. El artilugio era reconocible como tal por el desgastado fuelle de piel que desplegaba hacia delante. Su antigüedad: desconocida. De cualquier forma, y a falta de documento grafico, mi mente recupera aquellos momentos de euforia y desbordada alegría del equipo ganador en la puerta del comedor, en el primer patio de la colonia: unos agachados y otros de pie; todos con nuestras mejores ropas de salir de verano, sobre fondo de arbustos de almeces y palmeras del pequeño jardín, mostrando la vasija cerámica como un tesoro y mirando con nuestra mejor sonrisa al objetivo de tu cámara fotográfica --o lo que fuera--: ¡Atentos todos!, nos advertiste... --¡¡click--...: ¡Ya está! Pues no, no estaba. La que liaste con el dichoso carrete fotográfico que nunca apareció.
Después ya no te vi hasta tres años más tarde --mil novecientos setenta y uno-- cuando entraste por la esquina abierta del pabellón de mayores que nos acogía ahora, triunfalmente motorizado, montando tu Vespa de tres ruedas adaptada a tu minusvalía; revelando en la felicidad de tu cara cierta épica de una nueva vida en la emancipación por fin de la benéfica institución. Todo un progreso que había que mostrarlo, y ¿dónde mejor? Era curiosa aquella necesidad --más que costumbre-- de todos de retornar al mismo sitio donde habíamos sido infelices... intentando demostrar ¿el qué?; cuestión muy recurrente en muchos de mis sueños; pendiente, seguramente, de psicoanálisis. Aquellas fotos con el artefacto de tres ruedas que nos hicimos son los últimos momentos juntos. ¿Dónde estás ahora?
¡Dónde están también ahora?... ¿dónde han quedado tus cantos más dolientes?: " Voy a contarles un corrido muy mentado / lo que ha pasado allá en la hacienda de la flor / la triste historia de un ranchero enamorado / que fue borracho, parrandero y jugador...", en los que en cada guiño de la letra se escapaban entre tus dientes los suspiros de tu anodina historia que hubiera querido parecerse a la del protagonista del corrido... " Juan lo llamaban y lo apodaban charrasqueado / era valiente y arriesgado en el amor / a las mujeres más bonitas se llevaba / de aquellos campos no quedaba ni una flor / Un día domingo que se andaba emborrachando / a la cantina le corrieron a avisar: / Cuídate Juan que ya por ahí te andan buscando / son muchos hombres, no te vayan a matar...", y en cada requiebro de la música un lamento de desarraigo de tu propia vida... " No tuvo tiempo de montar en su caballo / pistola en mano se le echaron a montón: / Estoy borracho les gritaba y soy buen gallo / cuando una bala atravesó su corazón...", y en cada quejido de tu desafinada voz un gemido de dolor... " Ya las campanas del santuario están doblando / todos los fieles se dirigen a rezar / y por el cerro los rancheros van bajando / a un hombre muerto que lo llevan a enterrar..." ¿Adónde habrán ido?... ecos de un tiempo que habiendo trascendido los muros de tus encierros hoy vagan expandiéndose sin final por los espacios siderales por donde viaja eternamente también el pasado.
Sólo te sentías libre cantando aquellas canciones --copla, rancheras...-- que nosotros percibíamos solamente como trasfondo de nuestra cercana infancia y cuyos sonidos asociados a la escasez afectiva y a las carencias materiales intentamos con la adolescencia disipar en la vorágine de la música pop --The Beatles--; la de nuestro tiempo. Habíamos cambiado los registros musicales pero el fondo era el mismo; y tú lo sabías bien.
Rafael, espero que continúes "cantando bonito"; yo lo sigo haciendo.
FranciscoMolinaGómez
(... después leí en algún sitio que te dedicaste a buscar a tu madre y algo encontraste, y que tu espíritu de superación hizo que abandonaras el proteccionismo: andando los años te emancipaste y te casaste...; y aquella reseña escrita termina diciendo: "Hoy es el día que nada sabemos de él, ni por donde caminará su cuerpo, o si le hará sombra". En cualquier lugar donde estés: Gracias por los momentos compartidos. En cambio a los taimados personajes ¿quién los recuerda ahora?)
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