Punto D: un punto de encuentro. En cierta ocasión, siendo estudiante de arquitectura, me examinaron con un extraño ejercicio: representar un punto de encuentro. Solicité datos concretos del lugar. Me dijeron que no eran necesarios. Alivié mi perplejidad en la inmediata constatación de que había equivocado el día de convocatoria de examen y la unidad docente. Ahí quedó el asunto hasta hace muy poco tiempo cuando he entendido que lo que me pedían no era un lugar concreto, sino una emoción, un querer llegar cuanto antes, un abrazo, un apretón de manos, un estamos de nuevo juntos...; pero ¿cómo se dibuja eso? Insólito ejercicio de abstracción el pretender representar en el papel sentimientos.
Hace unos meses murió un amigo. No tengo ninguna fotografía con la que ilustrar nuestra relación que no sea el punto físico donde quedábamos: el punto D. Es curioso que después de casi tres décadas de amistad no necesitáramos hacernos ninguna foto juntos. El último día que nos vimos, tras una ausencia más dilatada de lo normal, convenientemente acicalado y arreglado como siempre había lucido --espécimen de gentleman en la versión de gentilhombre por donaire y amable trato-- esgrimía en su generosidad hacia mí, y en la corta distancia de la amistad, su mejor sonrisa a fin de despistarme de su mal que ya le carcomía por dentro; el culpable de que el impecable traje le bailara, ahora, en el cuerpo que había empezado a encoger y a mostrar en su cara una sospechosa palidez. Unos días antes de su huida hacia no sé dónde, volviendo en tren de una de mis visitas de obra en el sur del país, le noté cierta euforia en su llamada, emplazándome en vernos en breve. Después de aquella llamada ya no hubo otras. Ni más conversaciones. Ni puntos de encuentro.
De vuelta de tan luctuoso acontecimiento, y de otros próximos de intenso calado en los últimos meses, y en la reflexión de que los seres queridos, y en este caso los buenos amigos, no nos abandonan del todo, he llegado al convencimiento de que la mayoría de las veces no se necesita un punto físico para encontrarse o reencontrarse. Ni siquiera hubiera sido necesario constatar donde se ubicaba aquel sitio. No es importante. Pudo haber sido cualquier otro. Qué más da ahora, a no ser el de avivar ese sentimiento de añoranza en las ganas de vernos, de darnos un abrazo, un buen apretón de manos; sonrientes --él mostrando su dentadura de dientes grandes-- cada vez que lo transito. Todavía lo sigo sintiendo acompañarme en mi solitario paseo ahora, bajo la copa de las viejas acacias; compartiendo en el recuerdo, al igual que entonces, distendida conversación ante una taza de buen café, o una fría cerveza, o un vino de crianza en alguna de las terrazas que se prodigan en el paseo del punto D; la que aprovechaba para darle salida a su adictiva necesidad de mezclar palabras de todos los colores con el torrefacto sólo oscuro, o la rubia espumosa, o el rojo brillante del rioja; y el siempre evanescente y grisáceo humo del cigarrillo, al que recurría en su adición a la nicotina al poco de apagar el anterior.
Digo que de vuelta de tan luctuoso acontecimiento he trasladado el punto de encuentro definitivamente a un lugar importante en la memoria. Un sitio seguramente donde aliviar la extrañeza insalvable de quién se ha dado de baja forzosamente en la amistad. Le han obligado a marchar sin su consentimiento; digo más: en contra de sus deseos de seguir viviendo; de saludar cada día el amanecer, entendiendo tal acontecimiento como una nueva oportunidad de prolongarse en los demás. Era su mejor patrimonio: ser importante para los otros. Lo hacía tan fácil que no podía evitar que le envidiara por ello; mi asignatura pendiente: después de tantos años vividos, de tantas situaciones sobrellevadas, de tanta gente conocida mi destino ha ido tejiendo vínculos que tan pronto ha desbaratado para volver a tejer otros nuevos, también con final cierto en la despedida; en una laboriosa y continuada actividad sin dar tiempo a que, en la mayoría de las veces, se haya consolidado una verdadera amistad; aunque a veces el nudo es tan potente que no se puede deshacer y entonces ocurre el milagro: un extraño que has conocido en un lugar remoto al que has llegado como otra escala más de tu ruta existencial se convierte en parte de ti mismo. Eran tiempos difíciles para la verdadera amistad: la no interesada.
Al final solo pervive lo auténtico: la honradez con uno mismo y con los demás próximos, la bonhomía que es atributo singular, la simetría buscada de querer y sentirte querido... y en ambos se daba; pero antes hubo que pasar las pruebas de los que buscaban la amistad amañada y esquivar las trampas de los especuladores, los aduladores, los felones, los serviles, los charlatanes, los encantadores de serpientes, los vendedores de humo..., los tontos contemporáneos; infinidad de canalla a la que supimos combatir, y de la que hacíamos la más exquisita sátira en nuestras dilatadas conversaciones que tuvieron su inicio, creo recordar, en una agradable comida en las Cuevas del Conde Duque, un antiguo restaurante muy cerca del palacio del mismo nombre en Madrid, hace ya la friolera de treinta años.
Nos han obligado a renunciar de la "más imprecisa de las verdades", como alguien ha definido la amistad. Aquella que sólo existe trabajándola día a día, pero que en nuestro caso no era necesario. Sabíamos ambos que aunque promediaran intermitentes silencios en la relación, siempre estábamos ahí; bastaba con pulsar la tecla de llamada en el teléfono: Oye José Luis, tengo un problema...: ¿Es que estás enfermo, o acaso alguien de tu familia?...No, no. Todos estamos bien...: Pues entonces tranquilo, no es nada importante. En su lapidaria aseveración obtuve la prueba más contundente de su verdadera amistad que anteponía su interés sincero por mi salud y la de los míos a cualquier otro contratiempo de la vida. Lo demás era secundario. ¿Cuánta razón! Ante tal contestación minimicé rápidamente el problema; ya no era tal. Aún así sólo lo pude resolver con su ayuda. Era un regalo sin contrapartida, como siempre había ocurrido entre nosotros cuando uno u otro lo hubo necesitado; aún así me empeñé en regalarle una pintura a la acuarela del Templo de Debod que se eleva en un promontorio ajardinado muy cerca del punto D; gesto de amistad que era más que el deleite de un paisaje, un perpetuo abrazo; un estar al lado sin necesidad de estar físicamente juntos.
En el amor a los tuyos y en la amistad uno cree sobre todo en las cosas que no ocurren; bueno en todo caso: que sólo les ocurre a los demás. Vamos transitando en la vida, quemando etapas, oyendo esas noticias que le suceden a los otros hasta que, incrédulos y sacudidos internamente, algún próximo rompe esa engañosa suerte de creernos algo inmortales... y entonces piensas en las cosas que quedaron por hacer, en las conversaciones que han quedado pendientes, en los elocuentes silencios que seguían a éstas... en la foto juntos pospuesta indefinidamente; pero inmediatamente, como un bálsamo ante el vacío que se instala dentro, la mente rebobina como una película todos los momentos compartidos que si lo fueron: una crónica fabulosa que aunque no se haya escrito todos los días, si se siente como tal... y entonces recuerdas... cuando con treinta años más joven tenía el mismo eterno porte de gentleman, perfectamente trajeado y encorbatado, siempre de colores discretos que no deslucían, al contrario avivaban, unos zapatos brillantes como si estrenara todos los días; estética que contrastaba con la más informal, escorada a la bohemia artística, de la mía. Un buen contraste que proseguía en el trato cuando simulando seriedad me congratulaba en su desatada risa a mis bromas e ironías sobre cualquier tema de actualidad y de interés para ambos... luego, sin poder aguantar más le acompañaba en la aparatosa risa...; y que perduró en el tiempo cuando, ante mis resquemores por abandonar sin conocimiento de mi jefe el trabajo, me convencía, algunas veces, para escaparnos por la ciudad, haciendo de taxista con su coche: a desayunar, tomar el aperitivo, almorzar... cada vez en un sitio distinto con empeño en descubrirme todos esos rincones encantadores de la ciudad, que él bien conocía... y era: la sorpresa, el reírnos a carcajada suelta, el conversar un rato... la justificación de aquellas huidas juntos. Creo recordar que una vez estuvimos a punto de montarnos una mañana en el teleférico con estación de salida en el propio paseo del punto D y destino en la Casa Campo --extenso pulmón verde de Madrid-- para desayunar y conversar a casi tres kilómetros de mi lugar de trabajo. Y es que aquél era el tiempo que teníamos para nosotros; el fin de semana era de la familia; así lo entendimos siempre. Era curioso como desde un primer momento delimitamos ambos territorios, aunque no nos hubiera importado mezclarlos, pero al igual que la foto juntos siempre lo aplazamos.
Amigo José Luis después de haberte dado involuntariamente de baja de aquellas escapadas, no he vuelto a hablar con los conocidos a los que frecuentábamos. Te acuerdas de María... sí, la del Subterráneo... ha cerrado el bar y ahora publicita el traspaso del local. Es como si todo empezara a venirse abajo, como si los acontecimientos se empeñaran en constatar el final de una época. Otros siguen abiertos: Cuenllas, Entrevinos... La Montaña con sus eternos regidores: Valentín, Lorenzo... les veo tras el cristal atareados cuando paso al lado; como cada día, como si no hubiera sucedido nada --bastante tiene cada cual con sus problemas--, como si el mundo funcionara al margen de los sucesos trágicos de los otros, con la inercia de la continuidad de las cosas. Indolencia del todo sigue y nada se para en la necesidad de la supervivencia, de la conservación de la especie, coadyuvando a superar condiciones adversas. Indiferencia injusta de lo que me rodea ante mi congoja que no me da ni un segundo de tregua, al contrario se hace presente y dolorosamente ruidosa... y al final en mi evocador paseo por los recuerdos diluyo mi agujero negro en el eco de los pasos sobre el enlosado, en las propias vibraciones del martillo compresor rompiendo la acera, en el intenso y agudo ulular de las sirenas de las ambulancias que pasan cerca... en el murmullo de fondo del ruido ronco del tráfico de coches; mientras camino apesadumbrado por el paseo del punto D.
Ahora, al transcurrir de los meses, sé que no tendré más remedio que gestionar un nuevo tiempo de amistad. Un tiempo del que al principio me costará habituarme, negando a mí mismo haber finalizado el anterior por aquello de que no quiero descontarme un amigo, mientras subsistiré perennemente en la incertidumbre de la pregunta: y ahora, ¿dónde quedamos?
FranciscoMolinaGómez
(Tiempo largo de amistad que hemos aprovechado, amigo José Luis. Pueda parecer que este tiempo haya transcurrido muy rápido percibiendo cierta insatisfacción de la vida; craso error de percepción: el tiempo transcurre siempre igual. Es nuestra torpeza la que lo pierde en asuntos fútiles en vez de amortizarlo en lo importante: Venturosa amistad para todos en el año nuevo: 2017... y en el siguiente... y en el otro...)
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