viernes, 9 de marzo de 2018

AL OTRO LADO DE LA TAPIA












2009.
En uno de los últimos viajes a Granada, visité en las Gabias, a mi sobrina Yolanda, para felicitarle por su reciente maternidad. Al intentar salir de aquella maraña de carreteras y calles desconocidas en la que, para mí, se han convertido las localidades de Armilla y las de su entorno, fui a dar con el coche --claramente desorientado— hasta una escombrera que se alineaba a lo largo de: ¡Jóder!, esta tapia me recuerda?...; ¡¡¡es la parte de atrás!!!...; quedé estupefacto, quieto; de tal punto anonadado que no acertaba a creerme lo que estaba viendo; impensable que se hubiera cumplido aquel anhelo de niño aunque fuera casual; como cuando descubres por vez primera, aunque ya muy tarde, algo que habías deseado siempre experimentar: ver el mundo de atrás, escuchar sus latidos, palpar su libertad con la que soñara cuando estaba encerrado irremisiblemente, entre cuatro paredes, al otro flanco del muro; el lado del que me había ido hacía ya la friolera de casi cuarenta años. Ahora devenía no tanto en un anhelo que se había diluido con el tiempo, sino más en cuanto inesperada y turbadora sorpresa.











Toda una vida imaginando que había detrás de aquel patio donde domaron nuestras naturales ansias de libertad, y ahora casualmente había llegado allí: ¡Dios mío!, ¿donde están los árboles frutales y la casa de campo?… ¿qué queda del paisaje de campiña que se insinuaba desde las ventanas del piso de los dormitorios del orfanato?…: ¡Ah!, sí, ahí está la caseta de ladrillo del transformador eléctrico...; es lo único que queda de entonces...; ¡qué desilusión!

Me acerqué a tocar la tapia, y me pareció más baja, vulnerable…; después me alejé un poco para captar la sinuosa línea de muro --que se perdía a la vista en ambos fondos-- de color indefinido: pardo, sucio, con algunas pintadas de pésimo gusto, escondiendo su abandono entre los coches que, a su amparo, estaban aparcados a lo largo del camino de grava que lo acompañaba, enmascarando los desperfectos en la semisombra que proyectaban los rayos de un sol que a aquellas horas de la tarde ya caía al oeste.

Enfrente, cerca de la escombrera y algo alejado de la alargada tapia, visualizaba las siluetas de varias naves industriales que entorpecían la vista libre en la continuidad de la panorámica de la campiña; si no negando el horizonte, si dificultando la perspectiva de lo que había sido entonces un campo abierto al desconocido mundo de las cosas y de la gente, con la ciudad de fondo eclosionando en la colina: se pasaba bruscamente de una rutina de construcciones normalizadas, sin apenas sensibilidad en el paisaje, a lo sublime de la montaña –aquella cuyas cumbres se travestían de un continuo manto blanco en invierno--, sobresaliendo por encima de los tejados metálicos, en la lejanía.

Estos campos, a la vista de lo observado, se habían convertido ahora en espacios urbanos residuales, nada atractivos, indefinidos: como parte de territorio que se niega, que se ignora, al que se le da la espalda, y que se usa, lejos de la ciudad, como vertedero de los desechos que va produciendo la actividad humana, modificando el paisaje sin más alternativa que la de ir acumulando escombros sobre escombros, ajenas al valor del trabajo de generaciones que se habían sucedido en el cultivo de aquellos terrenos agrícolas para la producción de alimentos en unos tiempos –final de posguerra-- de supervivencia, de carestía de los sustentos más básico para la vida.

Un paraje degradado y, a aquellas horas, muy solitario. Ni un alma, a pesar del establecimiento en su entorno de edificios industriales. Estábamos solos Teresa –mi mujer-- y yo... bueno algo más nos hacía compañía: se había colado de rondón un pasado recurrente que durante largos lapsos de tiempo había quedado velado en mi memoria, aunque nunca olvidado. Un pasado lejano que revivía ahora en mi mente. La que posiblemente, y debido al tiempo transcurrido, estuviera ya mezclando recuerdos reales con otros que no lo eran tanto, como si hubieran sido. Todo formando parte ahora de lo vivido.

Detrás del interminable lienzo pardo y sucio, unos viejos pabellones, que apenas alzaban vuelo por encima de él, me parecieron más prisioneros que nunca. Ni un resquicio a la libertad pues habían instalado en el remate del muro una alambrada metálica. Rebobiné los acontecimientos del otro lado que no veía… intentando localizar en el muro inacabable a cuya visión contribuía --a la mitad del mismo, donde me hallaba-- la extraña curvatura convexa que hacía invisibles los finales de ambos extremos, el punto donde se perpetró la fuga más masiva de la que tuvimos conocimiento en la historia del centro: Fue por aquí..., si fue aquí, donde se juntan las dos tapias –me decía en voz baja--, ésta y la que limitaba el patio de menores, al sur.

No fue difícil dar con el lugar exacto, pues, ahora, en esa parte de la tapia se iniciaba una alambrada oxidada que recorría toda ella en la zona que fue el patio que yo conocí: ¿Entonces, los que vinieron después...?; desconozco la historia…; yo me había ido muy lejos de allí hacía ya mucho tiempo y ahora, sin proponerlo, ni pretenderlo había tropezado con el reverso del lugar de mi infancia y preadolescencia, el que inmediatamente comenzó a perturbarme el ánimo, y que lo hizo desde el mismo instante que siguió al casual descubrimiento, sin poderlo evitar, acelerando un proceso de difícil y complicado ejercicio mental de trasposición de emociones en el tiempo; de imaginar sentimientos que pudieron ser desoladores a una tierna edad en la que te sientes atrapado... en la que te duele que te hayan escondido el horizonte; que te hayan aprisionado la esperanza.

La esperanza es lo último que se pierde, debieron pensar de forma inconsciente los catorce chicos...; o no...; posiblemente primara más, en la emoción de aquellos días preparatorios, la aventura y el gozo de poder alcanzar un sueño: el sentirse libres aunque fuera por una vez y por sólo algunos momentos --quizás días--, que el miedo al futuro: sus actos anteriores y posteriores a la fuga nunca denotaron, en ninguno de ellos, cualquier indicio de pérdida de la esperanza. Era un lujo que no se podían –no nos podíamos-- permitir en contexto tan adverso. Se trataba sólo, seguramente, de dejar volar ésta, ¿a ver qué pasaba?

Lo raro es que los planes –que se dilataban algo en el tiempo-- de la escapada, y que conocíamos, si no todos, casi todos los internos del pabellón de menores, no hubieran llegado ya al oído de las monjas, pues éstas no daban señales de alarma. En un colectivo numeroso –cerca de doscientos niños-- y tan dispar con edades entre cuatro y trece años, era casi un milagro que alguien no hubiera delatado ya el intento de fuga masiva. Esto último --que se difundiera entre mucha gente con el consiguiente peligro de trascender más allá de los internos-- extrañaba aún más la falta de noticias en su contra. Sorprendía sobremanera la ignorancia de los preparativos en monjas y empleadas.

Era curioso que durante los muchos días de planificación de la huida, ninguna de las empleadas, encargadas de la limpieza de todo el pabellón, hubiera dado con el escondrijo, dentro del recinto, donde aquellos catorce chicos escondían una maleta de madera. Aquella no era una maleta cualquiera donde alguno de nosotros hubiera guardado sus escasos efectos personales, era el sancta sanctorum donde se atesoraba todo lo relativo a aquella planificada correría. Era la prueba material de que iba en serio, de que había una clara intención por parte de los confabulados de llegar hasta el final. Algo que les convencía de que estaban perfectamente organizados --lo que les daba tranquilidad--, y que todo iba a resultar tal cual lo habían planeado, percibiendo en el ánimo de algunos de ellos –los encargados del abastecimiento-- cierta actitud de envalentonamiento que intentaban transmitirnos al resto, o por lo menos eso me pareció a mí cuando, en unión de otros compañeros, nos abrieron la maleta para que depositáramos en ella el puñado de castañas que nos habíamos reservado de la ración que nos correspondiere en el postre de la comida.

En el mes de noviembre aquel alimento era muy recurrente en esa época del otoño. Puñados a puñados, de tantos otros chicos, el tosco contenedor de tablas pintado de negro se había ido llenando de las socorridas castañas; ahora éstas colmataban casi el contenedor. Tenían ya suficientes para abastecerse los primeros momentos de la huida. No nos importó desprendernos de alimento tan codiciado que solíamos asar en el patio, extrayéndole a aquel fruto su mejor sabor, sino al contrario muy contentos de poder ayudar. Estábamos con ellos, aunque aliviados de que fueran otros los protagonistas y no nosotros, expectantes en la temeridad pero a salvo, como el que observa el toro en el ruedo protegido detrás de la barrera.

Había tanto entusiasmo que anulaba la certeza en el raciocinio de los catorce de que aquello acabaría muy mal. Por ello; por la valentía que mostraban obviando las funestas consecuencias que se derivaría de falta tan grave; por lo que suponía de peligrosa la transgresión de esa odiosa marca que nos mantenía a raya, y contra la que nos dábamos de bruces cada vez que pretendimos saber que había tras sus ciegos encalados...; por todo ello y por muchas cosas más, tenían todo nuestro respeto y admiración, y, tal vez, también, aunque no lo mostráramos, nuestra disimulada compasión por que el final, más que incierto, sería aciago con penosos correctivos.

En el momento en el que entregábamos nuestras castañas, uno de aquellos responsable de la intendencia mostró ese envalentonamiento que hasta el momento de la entrega sólo lo había dejado intuir, y que yo percibía en sus gestos de héroe o tal vez bandido, no sé –recordando aquello ahora, no podría afirmar a cual de ellos pudieran referir--, esgrimiendo un revólver de juguete que extrajo de encima de las castañas, con el que simulaba apuntar contra todos aquellos que quisieran impedir la escapada: Esto es por si nos sale alguien al paso allí fuera, para asustarle, nos dijo colocándose un pañuelo negro anudado al cuello que le tapaba la boca. Sobresaliendo de las castañas, semiescondidos entre el alimento, había algunos objetos: papeles con algo escrito, cuerdas, linternas, un par de pasamontañas y algunos pañuelos más del mismo color del que tenía puesto, hasta un tarro de betún negro, creo recordar, con el que, presumí, hubieran pintado la carcasa de las linternas y el revólver de pega, a la vista de lo mostrado. Posiblemente también para embadurnarse sus caras el día decisivo. Todo debía de ser oscuro para confundirse con las sombras de la noche. Ellos también. Sabíamos de aquella intención por boca de sus protagonistas.

A estas alturas de tentativa de escapada habrían pactado ya las horas más idóneas para la fuga, aprovechando, quizás, la ausencia de luz a la caída de la tarde, cuando la noche empezara a hacer su aparición. Tal vez aquella tuviera ya sus días contados. ¿Sería inminente? Cómo íbamos a saberlo si hacía tiempo que los no ungidos en la aventura habíamos pasado a ser meros mortales espectadores. Ellos estaban ya en el olimpo de los valerosos, aunque en realidad puedo imaginar ahora que aquel exceso de agallas ocultaba, como un escudo, todo lo contrario: dudas, vacilaciones, temores, desasosiegos, miedos... ; pero habían llegado demasiado lejos; ya no había vuelta atrás; así lo entendieron todos, pues sabían que cualquier debilidad de alguno de ellos podría arrastrar al resto y dar al traste con la heroicidad máxima que se pudiera dar en aquel lugar, y, por consiguiente, con el posterior reconocimiento de su coraje por parte de todos los demás chicos.

Como he podido comprobar después: la hazaña trascendió a sus protagonistas. Es normal que le épica del acontecimiento se instalara en el tiempo como un hito importante en la vida de los internos y, más tarde, en la historia del centro como leyenda que contar a los que vinieron después, en detrimento de los actores. Que nos acordemos más de algunos detalles que de sus caras y nombres o apodos era cuestión de tiempo. No me cabe la menor duda de que los confabulados fueron niños mayores del pabellón --chicos entre doce y trece años-- y que de entre sus cabecillas, posiblemente, destacara un mayor de los considerados rebelde y conflictivo por monjas y celadores: quizás un tal Pitracos. Sinceramente no lo recuerdo. Lo que sí recuerdo es que ni yo, ni ninguno de los de mi generación --–por entonces el grupo de medianos, niños de entre siete y ocho años-- estuvimos metidos en el ajo. Con aquella edad no se nos hubiera pasado por la cabeza tamaño atrevimiento. Es más, el único de nosotros –los medianos-- que tiempo antes de la huida masiva había saltado la tapia, no lo fue con intención de fugarse.

Seguía perturbado por el casual descubrimiento de la parte de atrás, intentando averiguar el sitio exacto de los acontecimientos que rondaban por mi mente: el lugar por donde el compañero de mi edad saltó: Seguro que fue por aquí, seguía hablando en voz baja. La zona del salto la localicé donde, ahora, alguien había blanqueado parte de la tapia para hacer las pintadas, pues coincidía en la mitad del recorrido de la tapia por el recinto del patio, sitio por donde salió el balón. Cuando animamos a José Olmos, alias Colillas, a que saltara la tapia en busca del balón –un bien muy preciado y escaso en nuestros juegos de patio ¡como para perderlo!-- que habíamos volteado por encima del muro, no se lo pensó mucho. Era de entre los chicos de mi edad el más atrevido y temerario, no en vano –según nos relataba él a menudo-- antes de su ingreso en el orfanato había sido un chico de la calle, con ciertas hechuras de pillo de las que se vanigloriaba, dedicado a vagabundear, y a recoger por el enlosado de la ciudad las colillas que arrojaban al suelo los fumadores, y con cuya venta de la picadura, una vez desleída en cualquier envoltorio, obtenía pequeñas ganancias; incluso algunas pesetas. De ahí su mote.

El júbilo se dibujaba en su rostro de pícaro cuando lo aupamos a los hombros de uno de los mayores, encaramándose, seguidamente, como felino hasta el remate que ensanchaba el final de la tapia, acabado en suave curva. Al principio mostró cierta prevención, agachado, en cuclillas intentando asentar los pies en el remate en busca de equilibrio. A renglón seguido se alzó, abrió los brazos como si quisiera abarcar con el gesto todo lo que estaba viendo, o, quizás, intentando volar imaginándose cualquier ave; giró la cabeza hacia nosotros con una aparatosa sonrisa, y dio un brinco que sumó a su peso más altura, aumentando la aceleración de la gravedad en la inercia de su caída. Después el ruido de un fuerte porrazo y un alarido de dolor. Su ausencia nos dejó expectantes –más que preocupados-- durante bastantes horas. Al final de la tarde lo reintegraron al pabellón con la pierna derecha escayolada y la misma sonrisa que nos había regalado en la altura.

Acabada la tarde de aquel día de final de noviembre, terminadas las clases, las monjas, como era habitual, se retiraron hacia sus territorios de la comunidad para sus rezos y descanso hasta el día siguiente, quedando en el pabellón sólo la monja de guardia. A los chicos nos recluyeron, como siempre, en una amplia sala de estudio, sobrealzada del terreno por encima de un cuerpo de sótano, y con cinco grandes ventanales, por los que se visualizaba privilegiadamente toda la parte del patio que daba al sur, especialmente el rincón donde se juntaban dos tapias, sitio singular de su establecimiento por lo que suponía de cierto resguardo en ámbito exterior tan impersonal.

Llevábamos poco tiempo intentando congraciarnos con el estudio cuando de improviso alguien que estaba asomado comenzó a gritar nervioso: ¡Eh!..., ¡¡ya se van!!..., ¡¡¡se van a escapar!!!..., ¡¡¡se van a escapar!!!..., observando como un numeroso grupo de niños, saliendo por la puerta del sótano, se dirigían al encuentro de la unión de las dos tapias e inmediatamente –olvidándonos de las lecciones-- los cristales de los ventanales quedaron impresos con las asombradas caras de todos nosotros, entre los que se suscitó todo tipo de comentarios, algunos muy pesimistas: Estos se la van a cargar cuando los cojan.

Desde las ventanas les vimos correr en bandada, hablando entre ellos dándose prisa dirigiéndose al rincón del patio, agrupados como una mancha negra desplazándose en diagonal. Vestían cazadora de paño negra –la misma que los demás internos usábamos como única prenda de abrigo cuando salíamos del pabellón-- pues el tiempo cursaba muy destemplado como correspondía a aquella estación del año, con cierto frío, aunque para ventaja de ellos no llovía. Una de los chicos portaba la conocida maleta. Como todos los días la monja de guardia se demoraba un tiempo en su habitación del pabellón, cambiándose del hábito normal al de faena para servir la cena, mientras nosotros, suponía, nos aplicábamos en la enciclopedia Álvarez. Circunstancia ésta de la demora, quizás, con la que habían contado los que ahora, arremolinados en el encuentro de las tapias, comenzaban la fuga.

Entre todos alzaron al primero, el que se encaramó en el remate sin ponerse de pie, girándose, dejándose descolgar hacia el otro lado –de algo había servido la experiencia de el Colillas--: ¡¡Uno!!, gritamos todos al unísono; después: ¡¡dos!!..., ¡¡tres!!..., ¡¡cuatro!!... así hasta: ¡¡siete!! (momentos antes el que estaba encaramado en lo alto asió la maleta con una cuerda y la descolgó suavemente hacia sus compañeros al lado contrario); más tarde: ¡¡ocho!!..., ¡¡nueve!!..., hasta ¡¡trece!!; el catorce, como último, trepó por los agujeros que había abiertos, como improvisados escalones verticales, a ambos lados del encuentro de ambas tapias, auxiliado en su ascensión por la tensada cuerda que se había anudado a la cintura y de la que tiraban desde el otro lado, hasta que le vimos desaparecer. Contamos ¡¡catorce!!.

Catorce almas habían volado a la incierta aventura en un mundo del que desconocían casi todo pero por el que ahora podían marchar libremente, o eso, al menos, creían ellos. Oímos pasos en el pasillo que fácilmente identificamos como el de la monja e inmediatamente todos volvimos a nuestros sitios y a nuestros libros en la sala de estudio: ¿Qué es tanto cuchicheo?, preguntó la monja un tanto mosqueada ante el nerviosismo que percibía a aquella hora de estudio, en la que se suponía debía reinar el silencio. Nadie contestó, ni siquiera alzamos los ojos de la página abierta de la enciclopedia. Sobre todo no queríamos delatarnos con cualquier gesto improcedente.

No fue hasta la hora de la cena que no se advirtió de la ausencia de los fugados. En principio nadie había visto nada. Después casi todos lo habían visto: además de que ya no tenía sentido seguir negando la evidencia, la monja de guardia fue muy persuasiva en su amenaza de castigarnos a todos. En el recuento no sólo anotó el número total de escapados –¡¡¡nada menos que catorce!!!--, sino, también nombres y apellidos, edades, vestimentas, objetos que portaban, intenciones, posibles lugares a donde pensaban ir... inquiriendo información de unos y otros niños. Hubo mucho revuelo, comunicándose inmediatamente la fuga masiva al director-administrador: don José Capilla, el que envió al portero a que recogiera toda aquella información.

Para darse más empaque, seriedad, y oficialidad al acto, Pepe el Bolas se presentó con su traje de gala, incluida gorra de plato --de azul marino oscuro con entorchados y botones dorados en las mangas-- que le bailaba en cuerpo bajo y muy delgado. ¡Cómo disfrutaba!, aunque con el disfraz pareciera más un comediante que un comisionado del administrador en asunto tan importante. Le gustaba, sobremanera, todas aquellas movidas; creyéndose pieza decisiva, como responsable de la portería, en la restitución de la normalidad a la transgresión de los límites del complejo que habían sido quebrantados por unos chicos amotinados, a los que habría que localizar y después castigar severamente.

Para eso él estaba allí hablando con la monja. Pero todo era pose, sabía muy bien que él no sería ni juez, ni verdugo. De espíritu dicharachero y bromista, escorado a la jarana, ejercía más de bufón que de guardián. De ahí que nunca le tomáramos en serio. De quién más debían de preocuparse los fugados era de don José Capilla, artífice y promotor de que el orfanato pareciera más una penitenciaría que un centro de beneficencia para niños huérfanos, blindando en altura, al ordenar en su día la construcción de todas aquellas altas tapias, no sólo al exterior sino los propios pabellones entre ellos. Aquello supuso para su reputación un grave revés, por lo que presumimos que las penas serían severas. Con todos los datos cotejados con las cédulas de identificación que existían en el centro, el propio administrador dio aviso a la Guardia Civil.

Y ahora yo intentaba recomponer aquel preciso instante; probando ponerme en la piel de los fugados, en sus mentes, en lo que pudieron percibir sus sentidos cuando se vieron libres al otro lado en el que yo casualmente me hallaba... pero nada era igual ahora... todo aquello había cambiado: la ausencia de los árboles y cultivos, la presencia de las escombreras y las naves industriales, y todos aquellos coches allí aparcados... No sé. Sin duda lo primero que percibieron con todo su ser en alerta, es que de repente se les había ensanchado el horizonte, aunque su grandeza apareciera algo mermada, velada: con la luz natural apagándose en la visión de un paisaje rural, que se expandía indefinidamente, perdiéndose a lo lejos en la bruma borrosa de las últimas horas de una tarde de otoño, a mucha distancia, donde de improviso emergía, imponente, la sierra: muy alta, libre, con sus picos señalando un cielo que ya comenzaba a oscurecer.

Imagino que pasados los primeros instantes de euforia; y con la noche amenazando con sus sombras, de inseguridad los ánimos y de frío punzante el cuerpo que ya empezaría a destemplarse; comenzó, seguramente, el tiempo de los miedos; esos miedos que habían estado ocultos hasta aquel momento crucial: el tiempo de las dudas con las que, inmediatamente, se dieron de bruces: ¿Y ahora qué? Una pregunta me rondó la cabeza, de espalda a la tapia, mirando el entorno... :¡Pero a quién diablos pudiera importar ahora todo aquello? Tal vez a alguien al que, aún después de mucho tiempo, un descubrimiento casual le hubiera perturbado, le hubiera hecho aflorar viejas cicatrices de heridas que todavía no habían cerrado; lo triste –pensé-- es que no se cerrarán nunca.

La realidad de lo que ocurrió inmediatamente después quedó en la nebulosa de mentes agotadas, violentadas en su fuero interno por los sentimientos de culpabilidad, de merecedores de la pena, martilleando sus cabezas constantemente todas las horas que siguieron a la fuga, en unos cuerpos que volvieron –o les obligaron a retornar-- muy cansados. Los siguientes días fue un goteo de expectación por saber a quién habían cogido y trasladado de nuevo al orfanato. Éstos, que les habían sorprendido deambulando por la ciudad sin rumbo ni intención fija, intentando sobrevivir, coincidían con los que no tenían familia conocida. Esa circunstancia adversa hizo que fueran readmitidos, si bien con continuados castigos y en permanente vigilancia por un guardián hospiciano.

Otros fueron presentados en el centro al día siguiente, y sucesivos, acompañados por familiares que los habían acogido en sus pobres casas, los que entre acallados lamentos, entrecortados y susurrantes: Mi chico no es tan malo... ¡por favor!, seguro que él no tenía intención... ¡por caridad!, habrá sido arrastrado por otros... ¡tenga piedad hermana! somos muy pobres y no podemos tenerlo con nosotros..., aguantaban con estoica resignación la bronca de la monja del pabellón que aparte de estigmatizar al niño en su propia cara: Es un chico muy rebelde, no puede estar aquí... que se lo hubiese pensado antes..., le atendía y entregaba los exiguos efectos personales. Habían sido expulsados, sin más contemplaciones.

Hubo un reducido grupo de niños que ni siquiera pasaron por el pabellón. Fueron inmediatamente conducidos a san Miguel el Alto, un reformatorio para niños malos que se ubicaba en la parte alta del Albaicín, donde pulieron sus ángulos más agudos y recortaron sus jóvenes alas, las que sólo estrenaron aquellos días. Alguno volvió mucho tiempo después, más delgado, más dócil, más manso, con la mirada perdida y los sentimientos y los recuerdos confusos, cabalgando entre el vértigo de la cordura y el delirio febril de la locura; negando, como terapia de choque, la penosidad más reciente: su propia salvación pasaba por que creyéramos sus relatos: contó fabulosas historias, en aquellos días, de lucha contra guardianes, carceleros... y otros personajes siniestros del fabulario infantil que habitaban otros muros y otros patios, allende la tapia; un reino de alucinaciones al que le había llevado la crudeza de los castigos disciplinarios; doblada la cerviz, pero, aún así, de todo punto irreductible en su fe de esperanza en el futuro; … si bien esta es otra historia.

Llegado el último momento aún persistía en hablar en voz baja: No deseo estar más tiempo aquí... Entonces afloró de golpe todo el sentimiento en la despedida: la última mirada al reverso de la tapia antes de subirme al coche para marcharme definitivamente de allí, devino en quietud rara, inexplicable: como si el silencio de aquel solitario y marginal descampado; la luz ya débil de un sol buscando su total declinación tras las torres y tejados; y el espacio que se abría entre el ahora y el niño que fui --como vacío interpuesto--; se tensaran a la vez en contenida emoción.


FranciscoMolinaGómez










































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