2009.
En
uno de los últimos viajes a Granada, visité en las Gabias, a mi
sobrina Yolanda, para felicitarle por su reciente maternidad. Al
intentar salir de aquella maraña de carreteras y calles
desconocidas en la que, para mí, se han convertido las localidades
de Armilla y las de su entorno, fui a dar con el coche --claramente
desorientado— hasta una escombrera que se alineaba a lo largo de:
¡Jóder!, esta tapia me recuerda?...; ¡¡¡es la parte de
atrás!!!...; quedé estupefacto, quieto; de tal punto anonadado que
no acertaba a creerme lo que estaba viendo; impensable que se hubiera
cumplido aquel anhelo de niño aunque fuera casual; como cuando
descubres por vez primera, aunque ya muy tarde, algo que habías
deseado siempre experimentar: ver el mundo de atrás, escuchar sus
latidos, palpar su libertad con la que soñara cuando estaba
encerrado irremisiblemente, entre cuatro paredes, al otro flanco del
muro; el lado del que me había ido hacía ya la friolera de casi
cuarenta años. Ahora devenía no tanto en un anhelo que se había
diluido con el tiempo, sino más en cuanto inesperada y turbadora
sorpresa.
Toda
una vida imaginando que había detrás de aquel patio donde domaron
nuestras naturales ansias de libertad, y ahora casualmente había
llegado allí: ¡Dios
mío!, ¿donde están los árboles frutales y la casa de campo?…
¿qué queda del paisaje de campiña que se insinuaba desde las
ventanas del piso de los dormitorios del
orfanato?…: ¡Ah!, sí, ahí está la caseta de ladrillo del
transformador eléctrico...; es lo único que queda de entonces...;
¡qué desilusión!
Me
acerqué a tocar la tapia, y me pareció más baja, vulnerable…;
después me alejé un poco para captar la sinuosa línea de muro
--que
se perdía a la vista en ambos fondos--
de color indefinido: pardo, sucio, con algunas pintadas de pésimo
gusto, escondiendo su abandono entre los coches que, a su amparo,
estaban aparcados a lo largo del camino de grava que lo acompañaba,
enmascarando los
desperfectos en la semisombra que proyectaban los rayos de un sol que
a aquellas horas de la tarde ya caía al oeste.
Enfrente,
cerca de la escombrera y algo alejado de la alargada tapia,
visualizaba las siluetas de varias naves industriales que entorpecían
la vista libre en la continuidad de la panorámica de la campiña; si
no negando el horizonte, si dificultando la perspectiva de lo que
había sido entonces un campo abierto al desconocido mundo de las
cosas y de la gente, con la ciudad de fondo eclosionando en la
colina: se pasaba bruscamente de una rutina de construcciones
normalizadas, sin apenas sensibilidad en el paisaje, a lo sublime de
la montaña –aquella cuyas cumbres se travestían de un continuo
manto blanco en invierno--, sobresaliendo por encima de los tejados
metálicos, en la lejanía.
Estos
campos, a la vista de lo observado, se habían convertido ahora en
espacios urbanos residuales, nada atractivos, indefinidos: como parte
de territorio que se niega, que se ignora, al que se le da la
espalda, y que se usa, lejos de la ciudad, como vertedero de los
desechos que va produciendo la actividad humana, modificando el
paisaje sin más alternativa que la de ir acumulando escombros sobre
escombros, ajenas al valor del trabajo de generaciones que se habían
sucedido en el cultivo de aquellos terrenos agrícolas para la
producción de alimentos en unos tiempos –final de posguerra-- de
supervivencia, de carestía de los sustentos más básico para la
vida.
Un
paraje degradado y, a aquellas horas, muy solitario. Ni un alma, a
pesar del establecimiento en su entorno de edificios industriales.
Estábamos solos Teresa –mi mujer-- y yo... bueno algo más nos
hacía compañía: se había colado de rondón un pasado recurrente
que durante largos lapsos de tiempo había quedado velado en mi
memoria, aunque nunca olvidado. Un pasado lejano que revivía ahora
en mi mente. La que posiblemente, y debido al tiempo transcurrido,
estuviera ya mezclando recuerdos reales con otros que no lo eran
tanto, como si hubieran sido. Todo formando parte ahora de lo vivido.
Detrás
del interminable lienzo pardo y sucio, unos viejos pabellones, que
apenas alzaban vuelo por encima de él, me parecieron más
prisioneros que nunca. Ni un resquicio a la libertad pues habían
instalado en el remate del muro una alambrada metálica. Rebobiné
los acontecimientos del otro
lado que no veía…
intentando localizar en el muro inacabable a cuya visión contribuía
--a la mitad del mismo, donde me hallaba-- la extraña curvatura
convexa que hacía invisibles los finales de ambos extremos, el punto
donde se perpetró la fuga más masiva de la que tuvimos conocimiento
en la historia del centro: Fue por aquí..., si fue aquí, donde se
juntan las dos tapias –me decía en voz baja--, ésta y la que
limitaba el patio de menores, al sur.
No
fue difícil dar con el lugar exacto, pues, ahora, en esa parte de la
tapia se iniciaba una alambrada oxidada que recorría toda ella en la
zona que fue el patio que yo conocí: ¿Entonces,
los que vinieron después...?;
desconozco la historia…; yo me había ido muy lejos de allí hacía
ya mucho tiempo y ahora, sin proponerlo, ni pretenderlo había
tropezado con el reverso del lugar de mi infancia y preadolescencia,
el que inmediatamente comenzó a perturbarme el ánimo, y que lo hizo
desde el mismo instante que siguió al casual descubrimiento, sin
poderlo evitar, acelerando un proceso de difícil y complicado
ejercicio mental de trasposición de emociones en el tiempo; de
imaginar sentimientos que pudieron ser desoladores a una tierna edad
en la que te sientes atrapado... en la que te duele que te hayan
escondido el horizonte; que te hayan aprisionado la esperanza.
La
esperanza es lo último que se pierde, debieron pensar de forma
inconsciente los catorce chicos...; o no...; posiblemente primara
más, en la emoción de aquellos días preparatorios, la aventura y
el gozo de poder alcanzar un sueño: el sentirse libres aunque fuera
por una vez y por sólo algunos momentos --quizás días--, que el
miedo al futuro: sus actos anteriores y posteriores a la fuga nunca
denotaron, en ninguno de ellos, cualquier indicio de pérdida de la
esperanza. Era un lujo que no se podían –no nos podíamos--
permitir en contexto tan adverso. Se trataba sólo, seguramente, de
dejar volar ésta, ¿a ver qué pasaba?
Lo
raro es que los planes –que se dilataban algo en el tiempo-- de la
escapada, y que conocíamos, si no todos, casi todos los internos del
pabellón de menores, no hubieran llegado ya al oído de las monjas,
pues éstas no daban señales de alarma. En un colectivo numeroso
–cerca de doscientos niños-- y tan dispar con edades entre cuatro
y trece años, era casi un milagro que alguien no hubiera delatado
ya el intento de fuga masiva. Esto último --que se difundiera entre
mucha gente con el consiguiente peligro de trascender más allá de
los internos-- extrañaba aún más la falta de noticias en su
contra. Sorprendía sobremanera la ignorancia de los preparativos en
monjas y empleadas.
Era
curioso que durante los muchos días de planificación de la huida,
ninguna de las empleadas, encargadas de la limpieza de todo el
pabellón, hubiera dado con el escondrijo, dentro del recinto, donde
aquellos catorce chicos escondían una maleta de madera. Aquella no
era una maleta cualquiera donde alguno de nosotros hubiera guardado
sus escasos efectos personales, era el sancta sanctorum donde se
atesoraba todo lo relativo a aquella planificada correría. Era la
prueba material de que iba en serio, de que había una clara
intención por parte de los confabulados de llegar hasta el final.
Algo que les convencía de que estaban perfectamente organizados --lo
que les daba tranquilidad--, y que todo iba a resultar tal cual lo
habían planeado, percibiendo en el ánimo de algunos de ellos –los
encargados del abastecimiento-- cierta actitud de envalentonamiento
que intentaban transmitirnos al resto, o por lo menos eso me pareció
a mí cuando, en unión de otros compañeros, nos abrieron la maleta
para que depositáramos en ella el puñado de castañas que nos
habíamos reservado de la ración que nos correspondiere en el postre
de la comida.
En el mes de noviembre aquel alimento era muy recurrente en esa época
del otoño. Puñados a puñados, de tantos otros chicos, el tosco
contenedor de tablas pintado de negro se había ido llenando de las
socorridas castañas; ahora éstas colmataban casi el contenedor. Tenían ya suficientes para abastecerse los primeros momentos de la huida. No
nos importó desprendernos de alimento tan codiciado que solíamos
asar en el patio, extrayéndole a aquel fruto su mejor sabor, sino al
contrario muy contentos de poder ayudar. Estábamos con ellos, aunque
aliviados de que fueran otros los protagonistas y no nosotros,
expectantes en la temeridad pero a salvo, como el que observa el toro
en el ruedo protegido detrás de la barrera.
Había
tanto entusiasmo que anulaba la certeza en el raciocinio de los
catorce de que aquello acabaría muy mal. Por ello; por la valentía
que mostraban obviando las funestas consecuencias que se derivaría
de falta tan grave; por lo que suponía de peligrosa la transgresión
de esa odiosa marca que nos mantenía a raya, y contra la que
nos dábamos de bruces cada vez que pretendimos saber que había tras
sus ciegos encalados...; por todo ello y por muchas cosas más,
tenían todo nuestro respeto y admiración, y, tal vez, también,
aunque no lo mostráramos, nuestra disimulada compasión por que el
final, más que incierto, sería aciago con penosos correctivos.
En
el momento en el que entregábamos nuestras castañas, uno de
aquellos responsable de la intendencia mostró ese envalentonamiento
que hasta el momento de la entrega sólo lo había dejado intuir, y
que yo percibía en sus gestos de héroe o tal vez bandido, no sé
–recordando aquello ahora, no podría afirmar a cual de ellos
pudieran referir--, esgrimiendo un revólver de juguete que extrajo
de encima de las castañas, con el que simulaba apuntar contra todos
aquellos que quisieran impedir la escapada: Esto es por si nos sale
alguien al paso allí fuera, para asustarle, nos dijo colocándose un
pañuelo negro anudado al cuello que le tapaba la boca. Sobresaliendo
de las castañas, semiescondidos entre el alimento, había algunos
objetos: papeles con algo escrito, cuerdas, linternas, un par de
pasamontañas y algunos pañuelos más del mismo color del que tenía
puesto, hasta un tarro de betún negro, creo recordar, con el que,
presumí, hubieran pintado la carcasa de las linternas y el revólver
de pega, a la vista de lo mostrado. Posiblemente también para
embadurnarse sus caras el día decisivo. Todo debía de ser oscuro
para confundirse con las sombras de la noche. Ellos también.
Sabíamos de aquella intención por boca de sus protagonistas.
A estas alturas de tentativa de escapada habrían pactado ya las
horas más idóneas para la fuga, aprovechando, quizás, la ausencia
de luz a la caída de la tarde, cuando la noche empezara a hacer su
aparición. Tal vez aquella tuviera ya sus días contados. ¿Sería
inminente? Cómo íbamos a saberlo si hacía tiempo que los no
ungidos en la aventura habíamos pasado a ser meros mortales
espectadores. Ellos estaban ya en el olimpo de los valerosos, aunque
en realidad puedo imaginar ahora que aquel exceso de agallas
ocultaba, como un escudo, todo lo contrario: dudas, vacilaciones,
temores, desasosiegos, miedos... ; pero habían llegado demasiado
lejos; ya no había vuelta atrás; así lo entendieron todos, pues
sabían que cualquier debilidad de alguno de ellos podría arrastrar
al resto y dar al traste con la heroicidad máxima que se pudiera dar
en aquel lugar, y, por consiguiente, con el posterior reconocimiento
de su coraje por parte de todos los demás chicos.
Como
he podido comprobar después: la hazaña trascendió a sus
protagonistas. Es normal que le épica del acontecimiento se
instalara en el tiempo como un hito importante en la vida de los internos y, más tarde, en la historia del centro como leyenda
que contar a los que vinieron después, en detrimento de los actores.
Que nos acordemos más de algunos detalles que de sus caras y nombres
o apodos era cuestión de tiempo. No me cabe la menor duda de que los
confabulados fueron niños mayores del pabellón --chicos entre doce
y trece años-- y que de entre sus cabecillas, posiblemente,
destacara un mayor de los considerados rebelde y conflictivo por
monjas y celadores: quizás un tal Pitracos. Sinceramente no lo
recuerdo. Lo que sí recuerdo es que ni yo, ni ninguno de los de mi
generación --–por entonces el grupo de medianos, niños de entre
siete y ocho años-- estuvimos metidos en el ajo. Con aquella
edad no se nos hubiera pasado por la cabeza tamaño atrevimiento. Es
más, el único de nosotros –los medianos-- que tiempo antes de la
huida masiva había saltado la tapia, no lo fue con intención de
fugarse.
Seguía
perturbado por el casual descubrimiento de la parte de atrás,
intentando averiguar el sitio exacto de los acontecimientos que
rondaban por mi mente: el lugar por donde el compañero de mi edad
saltó: Seguro que fue por aquí, seguía hablando en voz baja. La
zona del salto la localicé donde, ahora, alguien había blanqueado
parte de la tapia para hacer las pintadas, pues coincidía en la
mitad del recorrido de la tapia por el recinto del patio, sitio por
donde salió el balón. Cuando animamos a José Olmos, alias
Colillas, a que saltara la tapia en busca del balón –un bien muy
preciado y escaso en nuestros juegos de patio ¡como para perderlo!--
que habíamos volteado por encima del muro, no se lo pensó mucho.
Era de entre los chicos de mi edad el más atrevido y temerario, no
en vano –según nos relataba él a menudo-- antes de su ingreso en
el orfanato había sido un chico de la calle, con ciertas hechuras de
pillo de las que se vanigloriaba, dedicado a vagabundear, y a recoger
por el enlosado de la ciudad las colillas que arrojaban al suelo los
fumadores, y con cuya venta de la picadura, una vez desleída en
cualquier envoltorio, obtenía pequeñas ganancias; incluso algunas
pesetas. De ahí su mote.
El
júbilo se dibujaba en su rostro de pícaro cuando lo aupamos a los
hombros de uno de los mayores, encaramándose, seguidamente, como
felino hasta el remate que ensanchaba el final de la tapia, acabado
en suave curva. Al principio mostró cierta prevención, agachado, en
cuclillas intentando asentar los pies en el remate en busca de
equilibrio. A renglón seguido se alzó, abrió los brazos como si
quisiera abarcar con el gesto todo lo que estaba viendo, o, quizás,
intentando volar imaginándose cualquier ave; giró la cabeza hacia
nosotros con una aparatosa sonrisa, y dio un brinco que sumó a su
peso más altura, aumentando la aceleración de la gravedad en la
inercia de su caída. Después el ruido de un fuerte porrazo y un
alarido de dolor. Su ausencia nos dejó expectantes –más que
preocupados-- durante bastantes horas. Al final de la tarde lo
reintegraron al pabellón con la pierna derecha escayolada y la misma
sonrisa que nos había regalado en la altura.
Acabada
la tarde de aquel día de final de noviembre, terminadas las clases,
las monjas, como era habitual, se retiraron hacia sus territorios de
la comunidad para sus rezos y descanso hasta el día siguiente,
quedando en el pabellón sólo la monja de guardia. A los chicos nos
recluyeron, como siempre, en una amplia sala de estudio, sobrealzada
del terreno por encima de un cuerpo de sótano, y con cinco grandes
ventanales, por los que se visualizaba privilegiadamente toda la
parte del patio que daba al sur, especialmente el rincón donde se
juntaban dos tapias, sitio singular de su establecimiento por lo que
suponía de cierto resguardo en ámbito exterior tan impersonal.
Llevábamos
poco tiempo intentando congraciarnos con el estudio cuando de
improviso alguien que estaba asomado comenzó a gritar nervioso:
¡Eh!..., ¡¡ya se van!!..., ¡¡¡se van a escapar!!!..., ¡¡¡se
van a escapar!!!..., observando como un numeroso grupo de niños,
saliendo por la puerta del sótano, se dirigían al encuentro de la
unión de las dos tapias e inmediatamente –olvidándonos de las
lecciones-- los cristales de los ventanales quedaron impresos con las
asombradas caras de todos nosotros, entre los que se suscitó todo
tipo de comentarios, algunos muy pesimistas: Estos se la van a cargar
cuando los cojan.
Desde
las ventanas les vimos correr en bandada, hablando entre ellos
dándose prisa dirigiéndose al rincón del patio, agrupados como una
mancha negra desplazándose en diagonal. Vestían cazadora de paño
negra –la misma que los demás internos usábamos como única
prenda de abrigo cuando salíamos del pabellón-- pues el tiempo
cursaba muy destemplado como correspondía a aquella estación del
año, con cierto frío, aunque para ventaja de ellos no llovía. Una
de los chicos portaba la conocida maleta. Como todos los días la
monja de guardia se demoraba un tiempo en su habitación del
pabellón, cambiándose del hábito normal al de faena para servir la
cena, mientras nosotros, suponía, nos aplicábamos en la
enciclopedia Álvarez. Circunstancia ésta de la demora, quizás, con
la que habían contado los que ahora, arremolinados en el encuentro
de las tapias, comenzaban la fuga.
Entre
todos alzaron al primero, el que se encaramó en el remate sin
ponerse de pie, girándose, dejándose descolgar hacia el otro lado
–de algo había servido la experiencia de el Colillas--: ¡¡Uno!!,
gritamos todos al unísono; después: ¡¡dos!!..., ¡¡tres!!...,
¡¡cuatro!!... así hasta: ¡¡siete!! (momentos antes el que estaba
encaramado en lo alto asió la maleta con una cuerda y la descolgó
suavemente hacia sus compañeros al lado contrario); más tarde:
¡¡ocho!!..., ¡¡nueve!!..., hasta ¡¡trece!!; el catorce, como
último, trepó por los agujeros que había abiertos, como
improvisados escalones verticales, a ambos lados del encuentro de
ambas tapias, auxiliado en su ascensión por la tensada cuerda que se
había anudado a la cintura y de la que tiraban desde el otro lado,
hasta que le vimos desaparecer. Contamos ¡¡catorce!!.
Catorce
almas habían volado a la incierta aventura en un mundo del que
desconocían casi todo pero por el que ahora podían marchar
libremente, o eso, al menos, creían ellos. Oímos pasos en el
pasillo que fácilmente identificamos como el de la monja e
inmediatamente todos volvimos a nuestros sitios y a nuestros libros
en la sala de estudio: ¿Qué es tanto cuchicheo?, preguntó la monja
un tanto mosqueada ante el nerviosismo que percibía a aquella hora
de estudio, en la que se suponía debía reinar el silencio. Nadie
contestó, ni siquiera alzamos los ojos de la página abierta de la
enciclopedia. Sobre todo no queríamos delatarnos con cualquier gesto
improcedente.
No
fue hasta la hora de la cena que no se advirtió de la ausencia de
los fugados. En principio nadie había visto nada. Después casi
todos lo habían visto: además de que ya no tenía sentido seguir
negando la evidencia, la monja de guardia fue muy persuasiva en su
amenaza de castigarnos a todos. En el recuento no sólo anotó el
número total de escapados –¡¡¡nada menos que catorce!!!--,
sino, también nombres y apellidos, edades, vestimentas, objetos que
portaban, intenciones, posibles lugares a donde pensaban ir...
inquiriendo información de unos y otros niños. Hubo mucho revuelo,
comunicándose inmediatamente la fuga masiva al
director-administrador: don José Capilla, el que envió al portero a
que recogiera toda aquella información.
Para
darse más empaque, seriedad, y oficialidad al acto, Pepe el Bolas se
presentó con su traje de gala, incluida gorra de plato --de azul
marino oscuro con entorchados y botones dorados en las mangas-- que
le bailaba en cuerpo bajo y muy delgado. ¡Cómo disfrutaba!, aunque
con el disfraz pareciera más un comediante que un comisionado
del administrador en asunto tan importante. Le gustaba, sobremanera,
todas aquellas movidas; creyéndose pieza decisiva, como responsable
de la portería, en la restitución de la normalidad a la
transgresión de los límites del complejo que habían sido
quebrantados por unos chicos amotinados, a los que habría que
localizar y después castigar severamente.
Para
eso él estaba allí hablando con la monja. Pero todo era pose, sabía
muy bien que él no sería ni juez, ni verdugo. De espíritu
dicharachero y bromista, escorado a la jarana, ejercía más de bufón
que de guardián. De ahí que nunca le tomáramos en serio. De quién
más debían de preocuparse los fugados era de don José Capilla,
artífice y promotor de que el orfanato pareciera más una
penitenciaría que un centro de beneficencia para niños huérfanos,
blindando en altura, al ordenar en su día la construcción de todas
aquellas altas tapias, no sólo al exterior sino los propios pabellones
entre ellos. Aquello supuso para su reputación un grave revés, por
lo que presumimos que las penas serían severas. Con todos los datos
cotejados con las cédulas de identificación que existían en el
centro, el propio administrador dio aviso a la Guardia Civil.
Y
ahora yo intentaba recomponer aquel preciso instante; probando
ponerme en la piel de los fugados, en sus mentes, en lo que pudieron
percibir sus sentidos cuando se vieron libres al otro lado en el que
yo casualmente me hallaba... pero nada era igual ahora... todo
aquello había cambiado: la ausencia de los árboles y cultivos, la
presencia de las escombreras y las naves industriales, y todos
aquellos coches allí aparcados... No sé. Sin duda lo primero que
percibieron con todo su ser en alerta, es que de repente se les había
ensanchado el horizonte, aunque su grandeza apareciera algo mermada,
velada: con la luz natural apagándose en la visión de un paisaje
rural, que se expandía indefinidamente, perdiéndose a lo lejos en
la bruma borrosa de las últimas horas de una tarde de otoño, a
mucha distancia, donde de improviso emergía, imponente, la sierra:
muy alta, libre, con sus picos señalando un cielo que ya comenzaba a
oscurecer.
Imagino
que pasados los primeros instantes de euforia; y con la noche
amenazando con sus sombras, de inseguridad los ánimos y de frío
punzante el cuerpo que ya empezaría a destemplarse; comenzó,
seguramente, el tiempo de los miedos; esos miedos que habían estado
ocultos hasta aquel momento crucial: el tiempo de las dudas con las
que, inmediatamente, se dieron de bruces: ¿Y ahora qué? Una
pregunta me rondó la cabeza, de espalda a la tapia, mirando el
entorno... :¡Pero a quién diablos pudiera importar ahora todo
aquello? Tal vez a alguien al que, aún después de mucho tiempo, un
descubrimiento casual le hubiera perturbado, le hubiera hecho aflorar
viejas cicatrices de heridas que todavía no habían cerrado; lo
triste –pensé-- es que no se cerrarán nunca.
La
realidad de lo que ocurrió inmediatamente después quedó en la
nebulosa de mentes agotadas, violentadas en su fuero interno por los
sentimientos de culpabilidad, de merecedores de la pena, martilleando
sus cabezas constantemente todas las horas que siguieron a la fuga,
en unos cuerpos que volvieron –o les obligaron a retornar-- muy
cansados. Los siguientes días fue un goteo de expectación por saber
a quién habían cogido y trasladado de nuevo al orfanato. Éstos,
que les habían sorprendido deambulando por la ciudad sin rumbo ni
intención fija, intentando sobrevivir, coincidían con los que no
tenían familia conocida. Esa circunstancia adversa hizo que fueran
readmitidos, si bien con continuados castigos y en permanente
vigilancia por un guardián hospiciano.
Otros
fueron presentados en el centro al día siguiente, y sucesivos,
acompañados por familiares que los habían acogido en sus pobres
casas, los que entre acallados lamentos, entrecortados y susurrantes: Mi chico no es
tan malo... ¡por favor!, seguro que él no tenía intención...
¡por caridad!, habrá sido arrastrado por otros... ¡tenga piedad hermana! somos muy pobres y no podemos tenerlo con nosotros..., aguantaban con estoica resignación la bronca de la monja del pabellón que aparte de estigmatizar al niño en su propia cara: Es un chico muy rebelde, no puede estar aquí... que se lo hubiese pensado antes..., le atendía y
entregaba los exiguos efectos personales. Habían sido expulsados,
sin más contemplaciones.
Hubo
un reducido grupo de niños que ni siquiera pasaron por el pabellón.
Fueron inmediatamente conducidos a san Miguel el Alto, un
reformatorio para niños malos que se ubicaba en la parte alta
del Albaicín, donde pulieron sus ángulos más agudos y recortaron sus jóvenes alas, las que sólo estrenaron aquellos días.
Alguno volvió mucho tiempo después, más delgado, más dócil, más
manso, con la mirada perdida y los sentimientos y los recuerdos
confusos, cabalgando entre el vértigo de la cordura y el delirio febril de la locura; negando, como terapia de choque, la penosidad más reciente: su propia salvación pasaba por que creyéramos sus
relatos: contó fabulosas historias, en aquellos días, de lucha contra guardianes, carceleros... y otros personajes siniestros del
fabulario infantil que habitaban otros muros y otros patios, allende la tapia; un reino de alucinaciones al que le había llevado la crudeza de los castigos disciplinarios; doblada la cerviz, pero, aún así, de todo punto irreductible en su fe de esperanza en el futuro; … si bien esta es
otra historia.
Llegado
el último momento aún persistía en hablar en voz baja: No deseo estar más tiempo aquí... Entonces afloró de golpe todo el
sentimiento en la despedida: la última mirada al reverso de la
tapia antes de subirme al coche para marcharme definitivamente de
allí, devino en quietud rara, inexplicable: como si el silencio de
aquel solitario y marginal descampado; la luz ya débil de un sol
buscando su total declinación tras las torres y tejados; y el
espacio que se abría entre el ahora y el niño que fui --como
vacío interpuesto--; se tensaran a la vez en contenida
emoción.
FranciscoMolinaGómez
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