Verano
de 1969:
Fue
aquél un verano expectante, lleno de acontecimientos. Vivía
complacido en el gozo de imborrables momentos de éxito por la
superación de los estudios de bachillerato que, pensaba, me iba a
cambiar favorablemente el futuro, cuando el mes de julio de
ese mismo verano fui unos más de los millones de telespectadores que
asistimos atónitos con las imágenes del final del viaje más
extraordinario que ser humano alguno hubiera hecho a lo largo de la
historia de la humanidad. Con su narración lenta retando con la
mirada y el gesto grave en una cara ligeramente girada a la cámara
que retransmite, el joven corresponsal de televisión española ha
ido desgranando día a día el discurrir de la epopeya que había
comenzado en Cabo Cañaveral, en los Estados Unidos, a las diez horas
y treinta y dos minutos del día dieciséis de julio, con el
lanzamiento de la nave espacial Apolo Once en dirección a la órbita
de nuestro satélite y con la misión de posar en su suelo el módulo
lunar Eagle con los astronautas norteamericanos Armstrong y Aldrin a
bordo, los que tras cinco días de vuelo y multitud de vicisitudes, a
las veinte horas y diecisiete minutos del día veinte de julio
mandan a la central de seguimiento un mensaje tranquilizador:
”Houston… aquí la base de la Tranquilidad, el Águila ha
alunizado”, mientras un tercer astronauta –Michael Collins--
orbita con el módulo de mando alrededor de la luna. Con la voz
impostada, podando el idioma, y la expresión pausada ralentizando el
relato, sin la grandilocuencia de otros locutores, el nuevo
corresponsal nos ha ido relatando con cada retransmisión y durante
estos días todos los detalles de la travesía, esos que por parecer
menores no dejan de ser importantes.
Ahora
enfrentaba el instante más emocionante esperado por millones de
telespectadores; su reto más importante como periodista: contar en
tiempo real al país aquel hito de la humanidad que iba a suceder en
breves momentos. ¿Quién hubiera imaginado que el chaval con boina y
gabardina que algunos años atrás había llegado a Madrid desde su
Huelva natal a buscarse la vida, estaría ahora, en el día decisivo,
con un micrófono en Houston, aventurándonos lo que podía sentir un
hombre al alunizar por primera vez?: ”Buenas... noches...
España... para... televisión... española... les habla.... Jesús
Hermida… Estamos... a... la espera… hoy... ya... veintiuno...
de... julio... de... mil ...novecientos.... sesenta... y nueve…”
Hablaba
cada palabra como forzando una conversación entrecortada por
intermitentes pautas, dando la impresión de que cada cosa que iba a
contar venía envuelta en misterio, dilatando las frases entre
silencios, cuando inesperadamente exclamó sin sobresaltarse: “Son...
las dos horas... y cincuenta... y seis minutos... y.... me...
comunican... que... ya... tenemos... señal”…, en el instante en
que en la pantalla del televisor; que regía en alto en el rincón
del salón del pabellón de mayores del orfanato y de la que
estábamos pendientes algunos pocos internos, dispensados de no estar
durmiendo a horas tan intempestivas, venciendo el sueño a una
plácida noche de verano; vimos aparecer una imagen rara y
desenfocada.
Era
una escena cabeza abajo, cegadora por el contraste; después señales
de reajustes y movimientos en la imagen; una enorme nube negra que
acabó concretándose en la forma de un ser extraño que descendía
por la escala de lo que parecía una máquina; confusión de objetos;
vaga e informe visión del ser extraño con una tremenda giba en la
espalda; oímos una difusa y entrecortada señal de comunicaciones
con conversaciones en inglés sobre un sonido de fondo ensordecedor,
y de repente otra vez el ser extraño ahora erguido sobre una
superficie brillante: “La emoción... que... se... ha... vivido...
en ...esta... sala... de seguimiento... ha sido... indescriptible…
todo... el auditorio... ha ...prorrumpido... en... aplausos...
cuando... Neil Armstrong... ha... puesto... su... pie izquierdo...
sobre... el polvo lunar... al tiempo... que... pronunciaba... para...
la historia: Este... es... un... pequeño... paso... para... un
hombre ..., pero... una... zancada gigantesca... para... la
humanidad”.
Continuaba
relatando el comunicador español, con la misma expresión de
sucesivas pausas en repetitivos silencios entre palabras y frases el
instante vivido, el del primer paso de un hombre en la luna, que,
ciertamente nunca vimos, pues las imágenes seguían siendo
maravillosamente abstractas, como las de esas ecografías en las que
hay que ir adivinando las formas, y que desciframos en la pantalla
del televisor como las de una futurista estructura con largas patas
metálicas que destacaban sobre un fondo gris algo brillante, un
paisaje desértico conformado con lo que parecían ser dunas de
arenas y el que identificamos como la superficie de la luna. Al poco
rato eran dos los seres extraños, enfundados en trajes hinchables
que remataban con aparatoso casco y que se movían a saltos, como
jugando, cerca del artefacto en unas imágenes aún muy borrosas:
¡Jóder!, eran ellos: ¡los astronautas!... ¿entonces?... ¡¡¡era
verdad que habíamos llegado a la luna!!!
Ahora
cada noche mirábamos al astro esperando algo extraordinario, tal vez
algún cambio en nuestras vidas, no sé; lo cierto era que una semana
después del alunizaje --sábado-- la vida proseguía igual en el
orfanato, y, como no, en la rutina de los ensayos del grupo de
cantores del coro. Bueno no del todo igual. La noche apacible y
quieta tenía un brillo de luna como nunca lo habíamos percibido,
una luminosidad explosiva que diluía cualquier atisbo de sombra
--sentimiento de saturación de luz explicado, quizás, por la
insistencia en observar ahora el disco brillante con más interés--,
cuando para ir al ensayo abandonamos el pabellón de mayores en
dirección a la iglesia.
Al
llegar a la escalinata de piedra de acceso al templo por la puerta de
la comunidad de monjas, la intensa luz pintaba de un blanco pulido
las dos caras que nos recibían en lo alto de la gradería: sor
Josefa la Chica, encargada del coro, nos esperaba en el descanso de
la pronunciada escalera, mirando con descaro al satélite
aprovechando la altura de aquella atalaya; maravillada, proclamando
ininterrumpidas alabanzas hacia el creador de aquel fenómeno que nos
iluminaba como si fuera de día: Pues grande sólo es Dios; y al que
ahora, habían llegado los hombres, a los que refería, quizás, en
la letra de la canción de misa que canturreaba.
Dándonos el tono cogimos los primeros compases, sin música, sentados en los escalones: Cuando contemplo el cielo / obra de tus dedos / la luna y las estrellas que has creado / ¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él? / el ser humano, para darle poder..., y a cuyos sones no dejaba de reír aquella otra cara de cera, plagada de surcos --como ríos de luna-- de la abuela Rafaela que sentaba su vejez de muchos años como madre de crianza de niños cuneros, ajena a tan importante acontecimiento, a la vera de la misma puerta en una silla baja de anea, disfrutando oír cantar a sus niños.
Dándonos el tono cogimos los primeros compases, sin música, sentados en los escalones: Cuando contemplo el cielo / obra de tus dedos / la luna y las estrellas que has creado / ¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él? / el ser humano, para darle poder..., y a cuyos sones no dejaba de reír aquella otra cara de cera, plagada de surcos --como ríos de luna-- de la abuela Rafaela que sentaba su vejez de muchos años como madre de crianza de niños cuneros, ajena a tan importante acontecimiento, a la vera de la misma puerta en una silla baja de anea, disfrutando oír cantar a sus niños.
Para
la abuela Rafaela las noches de verano era su momento de conexión
con el mundo exterior. Su único mundo conocido. Toda una vida entre
las cuatro paredes del pabellón de la Casa Cuna donde se criaban los
bebés y niños pequeñitos del orfanato. A ellos se dedicó en
cuerpo y alma desde sus inicios, muy joven, como ama de cría; sin
dar tregua al cansancio, al sueño, al agotamiento de noches en vela
en lucha contra la enfermedad, la fiebre, el malestar infantil...,
aliviando, en lo posible, con su cariño y delicado trato -- A la
nanita nana / nanita ¡ea! / mi niño tiene sueño / bendito
sea...--, las terribles consecuencias de las virulentas infecciones
víricas de fácil contagio en colectivo tan frágil y desprotegido,
expuestos continuamente a los estragos de enfermedades como la
poliomielitis, viruela, tuberculosis..., en una época con un índice
notable de mortalidad infantil que se prolongó hasta los últimos
años de posguerra, donde ya se dispuso de los socorridos
antibióticos y de las benditas vacunas.
Aquellos, a los que había velado sus sueños sin cansarse; a los que en la desazón de sus sollozos había apretado contra su cuerpo para darles tranquilidad y seguridad; a los que en infinidad de ocasiones había calmado sus llantos arrancándoles una sonrisa; a esos otros a los que a su pesar no logró borrar su tristeza, o a los que no consiguió que con su compañía se sintieran menos solos..., y que tan injustamente se fueron para siempre o sufrieron graves secuelas como las de no poder caminar de por vida, apenaron para siempre el corazón de la abuela Rafaela.
Aquellos, a los que había velado sus sueños sin cansarse; a los que en la desazón de sus sollozos había apretado contra su cuerpo para darles tranquilidad y seguridad; a los que en infinidad de ocasiones había calmado sus llantos arrancándoles una sonrisa; a esos otros a los que a su pesar no logró borrar su tristeza, o a los que no consiguió que con su compañía se sintieran menos solos..., y que tan injustamente se fueron para siempre o sufrieron graves secuelas como las de no poder caminar de por vida, apenaron para siempre el corazón de la abuela Rafaela.
Pero
siempre se sobrepuso. Había tanta necesidad de afecto en materia tan
delicada que esta grave carencia no le daba ocasión a que en su
corazón anidara la pena; sino, al contrario, aflorara la esperanza
de sacar adelante la crianza de sus niños, aunque siempre al final
de la crianza otra vez el desgarro cuando sus tesoros pasaban de la
Casa Cuna al pabellón del Destete, sin que tampoco se diera
oportunidad a la tristeza pues otros bracitos le esperaban reclamando
su atención. Todos eran sus hijos, queriendo abrazarlos a la vez,
sufriendo por no poder atenderlos en la inmediatez de sus reclamos.
Eran tantos. Los reconocía en sus gimoteos, en sus gemidos, en sus
lloriqueos... y como no en sus risas.
No había renunciado a tener hijos, sino al contrario quiso tener más que nadie, por hornadas, sin dar ocasión al desaliento, contribuyendo a proyectos de vida conformando materia tan delicada: la humana. No extrañó los suyos propios pues nos consideró siempre como si en realidad hubiéramos salido de sus entrañas. Era tanto su cariño que, al parecer, había dado sus apellidos a varios bebes sin padres reconocidos. Su calidad humana hizo que los regidores del centro, comprobada la importancia de su labor en la mejora de la salud afectiva de los chiquillos, la hicieran empleada fija de la Casa Cuna, y referente del trato amable y paciente para las otras amas de cría, cuidando del orden entre ellas. Nunca se marchó. Muchos años de dura pero congratulante siembra que había dado su cosecha: el cariño y reconocimiento de sus niños cuando se hacían algo más mayores.
No había renunciado a tener hijos, sino al contrario quiso tener más que nadie, por hornadas, sin dar ocasión al desaliento, contribuyendo a proyectos de vida conformando materia tan delicada: la humana. No extrañó los suyos propios pues nos consideró siempre como si en realidad hubiéramos salido de sus entrañas. Era tanto su cariño que, al parecer, había dado sus apellidos a varios bebes sin padres reconocidos. Su calidad humana hizo que los regidores del centro, comprobada la importancia de su labor en la mejora de la salud afectiva de los chiquillos, la hicieran empleada fija de la Casa Cuna, y referente del trato amable y paciente para las otras amas de cría, cuidando del orden entre ellas. Nunca se marchó. Muchos años de dura pero congratulante siembra que había dado su cosecha: el cariño y reconocimiento de sus niños cuando se hacían algo más mayores.
Ahora
con más de ochenta años se resguardaba durante el día dentro del
edificio, de la cegadora luz del sol sureño, protegiendo así sus
delicados ojos, rojos, muy irritados por tantas horas de vigilia
robadas al sueño; esperando que llegara la noche para, con su andar
lento y torpe al que le había sometido la mala circulación
sanguínea de las piernas, después de toda una vida sin tregua al
descanso; arrastrar una silla de anea tan pequeña como su encogido
cuerpo y salir a tientas, agradecida y sonriente, a la puerta del
pabellón a disfrutar de una refrescante y apacible noche en el
ecuador del verano. Allí se quedaba quieta, expectante, como una
mancha negra sobre el fondo ocre de ladrillo de la fachada, con sus lentes
oscuras para que ningún atisbo de luz le hiriera los delicados y
velados ojos, agudizando los únicos sentidos que habían resistido
algo las enfermedades y el paso del tiempo.
Le
gustaba arraigarse en el sitio, marcar mentalmente los límites de lo
que siempre había sido su hogar, y para ello se servía de los
reconocibles sonidos de esas noches de estío: de fondo el
impresionante y profundo silencio que gravitaba en el ambiente
envolviéndola, desde el que podía oír nitidamente el chirriar de
los grillos entre los matojos, y a lo lejos en las albercas el croar
de las ranas; también, y más cerca, el susurro que la brisa
nocturna producía, conforme avanzaba la noche, al agitar suavemente
las hojas de las moreras esparcidas por todo el recinto, llevándole
a su ánimo paz y tranquilidad; también sosiego al mezclarse el
susurro del aire con el continuo murmullo del fluir del agua de los
surtidores del estanque que presidía los jardines de la entrada,
enfrente; de vez en cuando el silencio era inoportunamente roto por
un ruido de afuera de su mundo: el del motor de una moto, amortiguado
su repiqueteo mecánico por la lejanía de la carretera en dirección
a la costa, y que se iba diluyendo en la medida en que se alejaba en
la distancia, imaginando, quizás, un fugitivo huyendo
apresuradamente de sus fantasmas, como ahora ella de los suyos... o
¿quién sabe? quizás todo lo contrario: atrayéndolos con sus
recuerdos.
Pero
el sonido que más le gustaba escuchar era el saludo de sus niños
cuando casualmente nos encontrábamos con ella; y en esta oportunidad
los cantores del coro teníamos más probabilidad de hacerlo que los
demás niños cuando, renunciando a regañadientes del recreo de la
noche, los sábados nos requerían para los ensayos de la misa del
domingo. Aprovechando los minutos previos al ensayo nos
arremolinábamos sentados o agachados alrededor de ella: ¡Hola!
abuela Rafaela..., y enseguida nos echaba los brazos sin parar de
sonreír, regalándonos cariño a raudales, complaciéndonos en los
elogios que nadie nos decía. Quizás la necesitáramos nosotros más
a ella, que al contrario. Necesitábamos como el respirar sentirnos
queridos por alguien al que identificábamos como ese familiar
próximo al que se quiere. Todos la adoptamos como si realmente fuera
nuestra abuela, incluso los que --como fue mi caso-- no tuvimos que
pasar por el pabellón de la Casa Cuna. Era igual. Era nuestra
abuela.
Y
a la par para ella todos éramos sus hijos cuneros; los que aquella
noche en corro cercando la silla baja le hablábamos sin parar,
queriendo que nos oyera a todos a la vez; aunque ahora, con evidente
pérdida de audición en ambos oídos, le costaba escucharnos:
¡Abuela!, ¡¡¡hemos llegado a la luna!!!” , le dijo uno de
nosotros levantando la voz, a lo que respondió: ¡Ah, sí!, sí, a
ti te tuve en la cuna…, percibiéndonos como sombras en la poca
visión que ya poseía, tocándonos la cara para asegurarse de
nuestra presencia con esas manos agarrotadas por la artrosis, ya
torpes: Y a ti también te tuve…, y a ti…; las mismas que aún en
la enfermedad pretendía que todavía nos fueran útiles,
ofreciéndose en algunas labores menores en la cocina, como la de
pelar patatas. Bueno, más que pelar patatas, la abuela Rafaela hacía
dodecaedros --¡qué gracia!--, vamos que con la piel se quedaba la
mayor parte de la carne del tubérculo; ante la exasperación de sor
Dolores la Mayor, encargada de las comidas, que le amenazaba con
desterrarla definitivamente de los dominios de sus fogones, a lo que
ella respondía con una aparatosa risa de dentadura postiza: Mañana
será otro día.
Día
tras día, aquellos que duró el acontecimiento que cambiaría el
curso de los viajes espaciales, como si no hubiese otra noticia en el
orbe, se rigieron por las informaciones que nos llegaban del otro
lado del Atlántico, en los Estados Unidos de Norteamérica, desde
donde técnicos y científicos americanos, tras los primeros momentos
de euforia y celebración, seguían segundo a segundo la evolución
de los movimientos de los dos astronautas en sus misiones de
reconocimiento del territorio; con imágenes, a ratos, recorriendo la
superficie lunar; como, en otros instantes de la
retransmisión, recogiendo rocas y minerales que, después, al final
de la corta misión --apenas dos horas-- traerían consigo a la tierra. Desde allí se emitía a
todas las televisiones del mundo: Buenos... días... España...
desde... esta... Base... de... Seguimiento..., en... Houston...,
Texas... les habla... Jesús Hermida...
Ahora
las imágenes emitidas, que ilustraban la pantalla del televisor,
eran de mejor resolución que el primer día, pues se apreciaban
mejor los detalles del paisaje lunar en el entorno del módulo, y de
la vestimenta de sus exploradores que les había permitido salir sin
riesgo de él: los del instrumental de control en los aparatosos
trajes hinchables; los de la voluminosa mochila con los tubos para el
oxigeno; o los del casco cuyo cristal hacía de espejo de otras
imágenes que no se veían: las del compañero que le grababa junto
al módulo lunar y la bandera muy pequeñita, al fondo, quieta,
hincada sobre una superficie brillante en donde habían quedado
perfectamente impresas las huellas del calzado de los astronautas al
caminar a saltos, dificultados los pasos por la débil gravedad del
satélite.
Lo que más impresionaba es que el horizonte era una línea que parecía cercana, y detrás sorprendía un abismo de intensa negrura por el que, daba la impresión, podían precipitarse en cualquier momento; oscuridad que aún acentuaba más nuestro viejo aparato de televisión en blanco y negro: Siguiendo... el plan ...previsto... por... la NASA... el módulo... lunar... Eagle... ha... alunizado... al... sur... del... mar... de... la Tranquilidad... que... es... la zona... que... observan... en... las imágenes... de... sus... pantallas..., continuaba su crónica el corresponsal de televisión española con su peculiar y enigmática narración de los hechos de aquella gesta.
Lo que más impresionaba es que el horizonte era una línea que parecía cercana, y detrás sorprendía un abismo de intensa negrura por el que, daba la impresión, podían precipitarse en cualquier momento; oscuridad que aún acentuaba más nuestro viejo aparato de televisión en blanco y negro: Siguiendo... el plan ...previsto... por... la NASA... el módulo... lunar... Eagle... ha... alunizado... al... sur... del... mar... de... la Tranquilidad... que... es... la zona... que... observan... en... las imágenes... de... sus... pantallas..., continuaba su crónica el corresponsal de televisión española con su peculiar y enigmática narración de los hechos de aquella gesta.
La
epopeya retransmitida absorbía nuestra atención en las horas de los
telediarios que nos dispensaba de la siesta y del principio del sueño
de la noche, desconectando mentalmente, por unas horas, de nuestra
normalizada cotidianidad. Ver la llegada del hombre a la luna que
estaba tan lejos era un prodigio inimaginable unos años atrás;
además el asombro de la cercanía en la visualización, como si
aquello estuviera sucediendo en el patio del orfanato, a un tiro de
piedra, nos hacia alucinar..., ¡no acabábamos de creerlo!
Casi podíamos tocar aquella resplandeciente superficie de la luna, que Jesús Hermida ahora nos ilustraba repetidamente con sus nombres científicos. Supimos entonces que había una cara oculta que era más montañosa y escarpada, motivo por el que los ingenieros directores del proyecto habían descartado para el alunizaje, en favor de la otra cara, la que siempre se observa del astro, por abundar en su superficie extensas zonas llanas, a las que dieron nombres de mares: el de la Serenidad, el de las Lluvias...; aunque a nosotros el que mas nos interesaba ahora era el de la Tranquilidad.
Con el cielo estrellado, mirando fijamente hacia el astro, seguíamos frustrados en la imposibilidad de localizarlo en la enorme distancia: Allí hay ahora mismo dos personas; qué fuerte. Por toda respuesta: un disco brillante salpicado de manchas que acababa de perder su virginidad: la aureola romántica que cantaran los poetas --"Por eso luna / ¡luna dormida! / vas protestando / seca de brisas..."--, o la otra mágica de las canciones infantiles –"Quisiera ser tan alto / como la luna / ¡ay!, ¡ay! / como la luna / como la lunaaaaaa..."--; en donde, aparentemente, nada se movía, y cuya luminosidad desaparecía al llegar el día: Mañana será otro día, le había dicho otra vez la abuela Rafaela a sor Dolores la mayor en cuanto percibió que ésta le torcía el gesto.
Casi podíamos tocar aquella resplandeciente superficie de la luna, que Jesús Hermida ahora nos ilustraba repetidamente con sus nombres científicos. Supimos entonces que había una cara oculta que era más montañosa y escarpada, motivo por el que los ingenieros directores del proyecto habían descartado para el alunizaje, en favor de la otra cara, la que siempre se observa del astro, por abundar en su superficie extensas zonas llanas, a las que dieron nombres de mares: el de la Serenidad, el de las Lluvias...; aunque a nosotros el que mas nos interesaba ahora era el de la Tranquilidad.
Con el cielo estrellado, mirando fijamente hacia el astro, seguíamos frustrados en la imposibilidad de localizarlo en la enorme distancia: Allí hay ahora mismo dos personas; qué fuerte. Por toda respuesta: un disco brillante salpicado de manchas que acababa de perder su virginidad: la aureola romántica que cantaran los poetas --"Por eso luna / ¡luna dormida! / vas protestando / seca de brisas..."--, o la otra mágica de las canciones infantiles –"Quisiera ser tan alto / como la luna / ¡ay!, ¡ay! / como la luna / como la lunaaaaaa..."--; en donde, aparentemente, nada se movía, y cuya luminosidad desaparecía al llegar el día: Mañana será otro día, le había dicho otra vez la abuela Rafaela a sor Dolores la mayor en cuanto percibió que ésta le torcía el gesto.
Y
al día le sucedía la noche. Una más como aquella en la que, ajena
por completo a proeza tan importante para la humanidad, había
salido a sentarse a la puerta, a tomar el fresco, serena, con su
cuidado moño plateado, su tez pálida, su figura pequeñita,
encorvada; con unos ojos rojizos muy abiertos, curiosamente sin sus
lentes oscuras como otras veces, buscándonos acertadamente con los
brazos, como si en el resplandor de la extraña luz, que no hubiera
conocido hasta entonces, pudiera captar nuestras siluetas. No era una
noche más. ¿Qué extraño placer no mundano, le invadía? Lo que
emanaba de su expresión de cara era puro misticismo pues ya en la
explanada nos miraba como sobrevolando por encima de todo su mundo
que le anclaba a la silla. A partir de entonces la buscaba y la
deseaba.
Aún
pervivía en la necesidad del trance que, desde aquella noche, le
seguía provocando un inmenso estado de bienestar, cuando al poco
tiempo ya se le hizo del todo imposible caminar; ni siquiera un andar
lento y torpe. Fue cuando la ingresaron en una residencia de ancianos
que se ubicaba muy cerca del orfanato; circunstancia de proximidad
que propició --para alegría de la abuela Rafaela-- que, aunque
fuera en ocasiones muy esporádicas, pudiéramos verla, cuando los
chicos componentes del coro íbamos a cantar los tiempos de la misa
en la festividad de la Milagrosa, patrona de la residencia de
ancianos: ¡Hola!, abuela..., y ella como tantas otras veces nos
echaba los brazos felicitándonos ahora por alegrarle con nuestras
canciones: Gracias, habéis cantado como los ángeles..., y su
rutinaria soledad de final de una vida, de la que acusaba ya el
cansancio, y que ahora transcurría postrada en una silla de ruedas.
Una grave gangrena –causa que motivó la amputación de ambas piernas-- remató tantas vigilias sin descanso y tantas noches en vela. Aún así su ánimo siguió alegre, agradecida a todos los que la cuidaban…, serena como si ya estuviera levitando hacia aquel halo de luz que le obsesionaba. No tardó mucho en ir definitivamente en busca de aquella luminosidad que le llamaba, quizás como fondo de túnel en el que al final reconociera las caras de los inocentes que se fueron; como angelitos.
Una grave gangrena –causa que motivó la amputación de ambas piernas-- remató tantas vigilias sin descanso y tantas noches en vela. Aún así su ánimo siguió alegre, agradecida a todos los que la cuidaban…, serena como si ya estuviera levitando hacia aquel halo de luz que le obsesionaba. No tardó mucho en ir definitivamente en busca de aquella luminosidad que le llamaba, quizás como fondo de túnel en el que al final reconociera las caras de los inocentes que se fueron; como angelitos.
Esa
misma luz que la noche del encuentro con sus niños --cuando ya el
módulo de mando Columbia con los tres astronautas a bordo había
amerizado en el océano Pacífico de vuelta a la Tierra-- se
reflejara refulgente en su cara, adquiriendo ésta una suave y
arrugada palidez, en actitud alegre, regalándonos cariño con
generosidad, profundamente feliz, infundiéndonos a todos los que la
rodeábamos, en momentos tan trascendentes para la historia de la
humanidad, más confianza que esos grandes exploradores del espacio
que tras algunos días de cuarentena serían ensalzados como héroes
en todo el mundo. Al contrario que ella: allí, sin fanfarria,
modesta, pidiendo perdón por tanta dicha; antihéroe por antonomasia
sin embargo había llegado más lejos: había viajado al fondo de
nuestros corazones, descubriendo lo hondo de la materia humana: su
fundamento. Los otros, viajeros de enormes distancias a velocidades
astronómicas --moradores ya del Olimpo Moderno-- sólo habían
llegado a la superficie de otra materia menos importante por inerte,
que no latía; ni un atisbo de vida: sólo una magnífica desolación.
FranciscoMolinaGómez
(La
abuela Rafaela pertenece ya a ese innumerable grupo de héroes
anónimos, cuyas hazañas no refieren los libros, ni son portada de
los periódicos, ni abren las informaciones de las televisiones del
mundo... ni siquiera una mera mención en la memoria colectiva –sirva
esta entrada en el blog para ello--; como si no existiesen o no
hubiesen existido. A ese batallón humano en las sombras, antihéroes por
naturaleza: Perdón por tanta desmemoria)
Hola
ResponderEliminarEstoy intentando contactar para una cuestión relativa a la Academia Isidorian de Granada pero no sé cómo.
ResponderEliminarMi email es ignacio.molina@uam.es
Hola
EliminarMi email es: pacomolina.arq@gmail.com
Saludos