lunes, 2 de diciembre de 2013

LA SALIDA EQUIVOCADA











Salió al andén y no lo reconoció... habían desaparecido las vías de hierro y ya no habría más trenes... se lo habían advertido hasta la saciedad... después la esperó sentado en el banco de aquella estación abandonada durante varios días... inútil esfuerzo: había tomado la salida equivocada


Un tercio de nuestra vida es una sucesión de sueños en donde se mezclan, se amalgaman y se funden las personas, los objetos y las situaciones vividas...; un tercio de nuestra vida la pasamos, engañados por el subconsciente indicándonos las salidas equivocadas que nos abocan a extraños mundos...; o quizás las tomamos conscientemente escudándonos en los sueños y engañándonos a nosotros mismos.
Dos tercios de nuestra vida los pasamos justificando en los actos de los demás nuestras equivocaciones, los engaños, las mentiras...; ¿condición humana?... de cualquier forma es parte de la existencia.













Pedro conducía el auto resguardado en la penumbra de los altos ejemplares de plátanos que orillaban la avenida principal. Al detenerse en el semáforo se sorprendió al observar a la gente que esperaba el autobús, creyendo reconocer a Marta en una de las jóvenes que parecía no quitarle ojo durante unos segundos, para luego desaparecer en el interior del alargado vehículo. Conducía de nuevo hacia el centro a través del verde bulevar que lideraba la modernidad de su ciudad, una amable capital de provincias, intentando retener en su memoria aquella imagen, su inconfundible cara, su penetrante mirada; sí, era sin lugar a dudas Marta, la última chica que había conocido a la que esos días embelesaba en periodo de seducción pendiente de asalto a su cama, y en cuyo pensamiento ahora se regodeaba, para de repente rechazar tan placentera secuencia y recordar sólo a María, su novia, la que no había visto desde hacía dos años y casi tres meses, cuando ésta se ausentara a otro país y a cuyo reencuentro iba queriendo sorprenderla.

Ralentizó la marcha a que le obligaba las estrechas calles del casco urbano hasta confluir por una de ellas a la estación del tren, cuya vieja fachada presidía una recóndita plaza configurando un atractivo lugar de descanso y ocio de sus conciudadanos que, en aquel momento del día, abarrotaban las mesas de las terrazas, brillando metálicas, salpicadas entre el verde esplendor de las acacias, bajo una de cuyas sombras aparcó el automóvil. Se bajó del coche y se fijó, una vez más de tantas, en el antiguo y descolorido cartel que anunciaba el edificio. Su alargada y blanca portada, con la luz del sol mostrando la imperfección de sus revocos, le condujo al interior de la estación, en semipenumbra, enmarcando a contraluz unos grandes y luminosos ventanales, desde donde pudo observar cómo, en ese preciso instante y lentamente, hacía su entrada un tren hasta detenerse con un fuerte chirriar de ruedas metálicas. Su reloj de agujas doradas marcaban las doce horas y diez minutos y salió al andén en busca de María sin que ésta diera señales de vida entre los pasajeros que, minutos después y entre efusivos saludos, bajaban de los vagones y se amontaban frente a las salidas, por donde desaparecían más tarde.

La hora de espera, sentado en el banco de madera que amueblaba en solitario el exterior resguardado por la marquesina, le pareció una eternidad hasta vislumbrar como otro tren se aproximaba a los lejos. El corazón le dio un vuelco y como un resorte Pedro se dirigió al jefe de estación y le preguntó en que andén se iba a detener, señalando hacia la locomotora que se acercaba con agudo silbido advirtiendo su entrada. Pedro tomó la salida equivocada, que sin embargo le indicara el hombre con uniforme oscuro y gorra de color rojo, y abocó a un lugar extraño en el que no veía edificio alguno, ni avenida principal, ni arcén central, ni a Marta, ni a Paula, ni a Yolanda, ni a Regina, ni a María... sólo oscuridad de un interminable túnel donde circulaban velozmente y sin detenerse otros trenes como saetas cortando aquel aire enrarecido; caminando angustiado hacia el lejano foco de luz que vislumbraba al final del agujero negro, que era la salida del suburbano, y en Pedro anidó la congoja de no haber encontrado el tren que le traía a María.

Buscando el aire fresco subió hasta la calle dejándose arrastrar por la tracción mecánica de la escalera eléctrica que le expulsó, casi violentamente, a la negrura del exterior --del mismo color oscuro como pintan las noches muy cerradas--, mientras se preguntaba porqué el hombre de uniforme le había mentido, o es que tal vez él no entendió la correcta indicación del experto en salidas. A Pedro le asaltó inmediatamente la culpa de la deslealtad y pensó que , actuando preso de un profundo estado de ansiedad, se había precipitado hacia la salida que no era, y ahora, como castigo, habitaría de por vida aquel lugar oscuro por el que transitaba a tientas sin reconocer el sitio, con los edificios recortados en el tibio y macilento alumbrado urbano como masas grises alineando la semioscuridad de las calles sin nombres, sin números, sin árboles...; sin gentes, sin Paula, sin Yolanda, sin Regina, sin Marta, sin María.

Marchaba con gran desasosiego rozando las texturas de los edificios hasta dar con la puerta abierta de uno de ellos. Entonces suspiró aliviado pues necesitaba acogerse en algún sitio para descansar. Subió a tientas guiándose por el pasamanos de la barandilla anclada a unos desgastados escalones de madera hasta la luz que salía de una de las viviendas: una luz intensa, cegadora que incitaba a penetrar en ella. La recorrió hasta descubrir un escritorio antiguo de maderas nobles en donde en el tablero levemente inclinado había dispuesto papel y tinta. Se sentó frente a él y en un impulso automático, necesitando dar testimonio del otro lado de la salida equivocada, escribió sobre ese mundo ahora perdido; un mundo todavía recordado con muchos momentos de éxtasis retozando en los lechos de sus amantes Paula, Yolanda y Regina, en ausencia de María; con la última conquista femenina --en fase de abordaje a su tálamo-- esperando el autobús en la parada del arcén central; con antiguas estaciones de fachadas soleadas a mediodía; con otras estaciones que lo parecen pero no lo son; con gente dispersa en terrazas que relucen metálicas al sol; con trenes que se observan a lo lejos pero que nunca arriban a la estación; con trenes que no van a ninguna parte; con jefes de estación que mienten señalando salidas equivocadas... obviándose a él mismo, a las personas que justifican sus propias mentiras, sus infidelidades. Escribió obsesivamente intentando encajar todos los elementos de aquel universo para entenderlo, pero fue inútil; no halló ninguna relación.

Avanzada la noche, ya cansado, ordenó y guardó en el cajón del escritorio las hojas escritas, quizás como arrepentimiento para contarle todo a María o simplemente como argumento para autoconvencerse que los sucesos de aquella jornada no habían sido un sueño, que no estaba levitando fuera de la realidad percibiendo un mundo virtual de sombras, y se quedó profundamente dormido agrupando brazos y cabeza encima del escritorio, cuando... súbitamente despertó sudoroso y angustiado,reconociendo aliviado las paredes de su propio dormitorio, y recordando ahora ya calmado que su novia María, a la que no veía desde hacía dos años y tres meses, tiempo que la había estado negando, llegaba al día siguiente en vuelo regular desde Brasil.

Se asomó al balcón de su casa que flotaba sobre una extensa alfombra de hojas verdes, las que brillaban con los primeros rayos de sol de la mañana. Extendió la mano hacia la luz percibiendo el calor de la vida. Se alegró por él más que por María.



¿Qué vía tomar en las encrucijadas de la vida?... es decisión de cada uno

FranciscoMolinaGómez

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