lunes, 11 de mayo de 2020

DE LA SOLEDAD EN EL TIEMPO DEL CORONAVIRUS










y se apagó la luz, y ya no hubo nombres, ni fechas, ni corazones grabados en el bosque de los invisibles...




Se mueren. Se está muriendo la generación heroica, la de la concordia, la de aquí no sobra nadie, la de aquí cabemos todos, la que con pocos estudios educó a sus hijos, la que con los recursos justos les ayudó en las crisis. Se están muriendo los que más sufrieron, los que trabajaron como bestias, los que han cotizado más que nadie. Se mueren los que pasaron tanta necesidad, los que levantaron el país, los que ahora tan sólo deseaban disfrutar su vejez. Se están muriendo solos y asustados, apurando el último aliento sin la ayuda de un mísero respirador. Se van sin molestar los que menos molestaban, sin aspavientos y sin “postureo en la nube”. Se están yendo sin ruido, por la puerta de atrás, sin que este país les haya reconocido la gran deuda que había contraído con ellos. Se van desorientados, sin tiempo a entender ¿porqué?, mientras sus ataúdes anónimos se apilan en morgues de hielo sin banderas, ni medallas; sin homenajes, ni duelo. Se van en soledad, sin un adiós, los que menos merecen irse.
Marzo 2020







Era como la imagen revivida de alguna de esas películas almibaradas de sobremesa de domingo: familia de clase media alta, ella ama de casa con asistenta y renta personal patrimonial, él empresario con varios negocios en la capital e inversiones en bolsa, y dos hijos adolescentes, casa unifamiliar adosada en una urbanización residencial de un lugar privilegiado de la ciudad, la del final de la hilera que liberaba mucho más jardín que las otras, setos recién recortados, plantas de un verde lustroso sin hojas secas, parterres y grandes macetones con flores, y un rincón sobre el césped que aún olía a siega donde lucía con brillo tenue de sol de final de primavera la vajilla de copas de cristal que esperaban puestas ya con bastante antelación a unos invitados especiales, aunque nunca nos habíamos visto. Una cita de futuros consuegros. Cuando la conocí me llamó la atención su porte y elegancia, como si ambos fueran innatos o se hubiese educado en ellos mucho tiempo atrás en la niñez, los que fijaba mi curiosidad durante el recorrido desde la casa hasta la mesita de jardín portando una bandeja de porcelana con el primer agasajo sólido del convite: sus famosas croquetas caseras. Se sentó en la silla enfrentada a la mía con la misma distinción con la que la vi acercarse,y a renglón seguido desplegó sus dotes innatas o aprendidas de una buena anfitriona, esparciendo cortesía y afabilidad en las salutaciones de bienvenida, acentuando los gestos de agrado y simpatía no exentos de cierta exageración en sus ademanes: esa gentileza impostada que por precaución siempre mostramos los humanos al principio de nuestras relaciones cuando nos presentan a alguien, o eso pensé yo, aunque por poco tiempo cuando los percibí sinceros al final de las primeras conversaciones, instándonos ya sin demora entonces a que probáramos su especialidad culinaria. En pocos segundos le glosaba la excelencia de la crujiente textura y el intenso sabor de la tierna masa de las croquetas, agradeciéndole el detalle de acogida, y se alegró por ser la primera vez en su vida –sentenció ante mi sorpresa-- que alguien le felicitaba por aquella delicatessen que le había ocupado toda la mañana, empleando en la comparación cierta ironía que no me pasó desapercibida iba dirigida como dardo hiriente a su familia, en especial a su marido, el exitoso empresario.

Desde aquel momento, mientras se nos ofrecían las bebidas en especial cerveza muy fría y el resto de aperitivos, gestos de aceptación mutuos hicieron que intimáramos rápido, monopolizando ella desde ese instante mi exclusiva atención a su verborrea, no dando tregua a que la distrajera en cualquier otro asunto que no fuera el derivado del libreto memorizado de sus inagotables historias que brotaban de su boca, con frases remarcando las palabras como lo hiciera un orador en un ejercicio de convicción, vocalizando con una buena dicción excepto cuando pronunciaba la erre fuerte, disonancia en el sonido de la letra que lo acentuaba cuando de forma intermitente mencionaba su país de origen: Puegto Gico, y aunque matizaba a renglón seguido que sus ancestros fueron españoles, llevaba con más orgullo su descendencia: lo de ser, además de española, norteamericana con pasaporte, que su ascendencia. Entendí entonces toda la parafernalia del encuentro: mezcla de herencia de costumbres barrocas de hidalga burguesía criolla del caribe –los Quintero de toda la vida, enfatizaba en tono rimbombante-- y ese otro aire extrovertido y abierto que mostraba un halo de mujer independiente, muy a la americana, para quién la velada del aperitivo y posterior comida era una gran oportunidad de abrirse a gentes nuevas; de regurgitar los guiones, argumentos, nudos y desenlaces de los avatares de su vida a los que ya nadie, de su entorno más cercano –me dio la impresión-- prestaba atención, quizás por repetitivos o por otras razones que tenían que ver más con ese deterioro en las relaciones cuando hace mella el tedio y el cansancio en el tiempo de la convivencia afectiva, mientras consumía botellines de cerveza compulsivamente, casi a la par que volatizaba cantidad de cigarrillos, los que fumaba con cierta clase. Casi no probaba alimento sólido, para, posiblemente, no perder el hilo de su monólogo o por cualquier otra razón que desconocía.

La imposibilidad de distracción me llevó involuntariamente a escudriñar su cara de rasgos duros a simple vista, con cierta desproporción de sus facciones: nariz prominente y frente estrecha y pequeña donde el nacimiento de un cabello abundante y recio estaba muy próximo a la línea de los ojos achinados, pero toda ella era armónica precisamente en eso: en la singularidad de la desproporción de las medidas. Para cuando terminé el retrato mental ella aún persistía en los recuerdos confundidos con remembranzas actuales: que si los huracanes cuando vivía en Puegto Gico, que si tenía familia en Miami, que tenía un grupo de amigas de su edad con las que se reunía no recuerdo que día de la semana a jugar al bridge, que si conocía a un hermano del alcalde, que si esto, que si lo otro, sin dejar opción a que por lo menos le contestara para su conocimiento que yo no jugaba al bridge, como mucho al juego de la oca, y que tampoco conocía a ningún familiar del regidor del ayuntamiento, pero que poniendo empeño podía lograrlo, pero no hubo forma, ella se hacía las preguntas y se las contestaba a la vez, de tal suerte que llegada a esta situación mis sentidos me pedían internamente y con desesperación la declaración de una especie de tregua o una bandera blanca de rendición. No hizo falta sacar la enseña blanca pues en ese preciso momento de saturación de mi mente ante la avalancha de vivencias ajenas, desde la casa se nos invitaba a entrar en ella para degustar los placeres de la mesa en un almuerzo de bienvenida y confraternización de unión de familias. Cuando se giró ya de pie delante de mí le visualicé en la espalda una acusada protuberancia que le obligaba a caminar con leve inclinación de la cabeza y que minimizaba, en parte, una amplia camisa de lino pulcramente blanca, que lucía con elegancia al igual que los pantalones largos de paño en oro viejo con pinzas en la cintura que alargaba su delgada figura, ya de por sí alta para su generación. Aquel descubrimiento no era impedimento para que aligerando el paso hacia la casa, le observara un andar erguido sin afectación locomotora. El cuerpo aunque resentido aún le era benevolente en los inicios de nuestra relación.

En un lado del salón una amplia mesa de diseño actual servía de soporte a todo un mundo de refinamiento: mantel y servilletas bordados a mano, vajilla de porcelana antigua, cubiertos de alpaca, cristalería fina..., una composición a la manera de ella y que obedecía a un rito instruido para las ocasiones especiales y aquella era una de ellas. Tenía la puesta de mesa un aire vintage, que repetía lo que era toda la decoración interior que conjugaba muebles modernos con auténticas antigüedades: piezas de decoración artesanas que se expandían en todo el salón con tallas en madera noble, esculturas en bronce y cuadros al óleo originales; elementos decorativos que denostaba cierto buen gusto. Comedida en el yantar, de hecho siempre decía que había que dejar algo en el plato como señal de buena educación, era todo lo contrario cuando en las pausas de los bocados se empeñaba en proseguir explayándose con sus relatos, ahora acompañados de lenguaje gestual, palabras que sonaban a la par que tintineaban en los movimientos de las manos las pulseras de oro que lucía, y que hacían complemento de los demás abalorios: anillos y pendientes también de oro con que se adornaba. Las más sorprendentes anécdotas, las más increíbles historias y las más extrañas ficciones fueron febrilmente desempolvadas entre plato y plato, de tal suerte que a los postres Meli Quintero estaba repitiendo las mismas cosas, narrando otra vez los mismos momentos, ahora adornado con algún detalle súbitamente recordado; proceso al que había llegado, seguramente, por los efectos de la rotundez alcohólica del sinfín de botellines de cerveza consumidos o por el agotamiento del filón de las vivencias recordadas. Creo que por ambos, o quizás por otros motivos que solo podía intuir entonces. Posiblemente aquellas repeticiones, tachadas de batallitas e historietas durante el transcurso de la velada por la gente que le rodeaba a diario, su familia, no eran sino señales, avisos de socorro: de estoy aquí, de nadie me oye..., que desesperadamente lanzaba a quien quisiera escucharle en especial a los suyos para los que, seguramente venía siendo invisible desde mucho tiempo atrás. Ahora era ella la que les descubría a ellos, auténticos invisibles, escrutando desde su posición contraria sus reprimidas emociones, signos que pasaban inadvertidos a tenor de los prolongados silencios de sus gentes. Estaba claro que su invisibilidad denotaba la primera de su colección de recientes soledades.

Después fuimos coincidiendo en esporádicas ocasiones, sin que fraguara una relación más estrecha entre ambas familias, aún cuando no hubiera en principio algún motivo que lo impidiera, ni siquiera el exceso de locuacidad de ella, la que quedaba difuminada en sus constantes gestos de amabilidad y cortesía: a aquellas primeras croquetas le sucedieron otras en exclusivo agradecimiento, para satisfacción de mi persona y enfado de los suyos. No era el escaso acercamiento razón debida a la actitud de ella, pues de entre todos los miembros de su familia era la que transmitía más empatía con los demás, sino más bien de él, el exitoso empresario, que carecía sobradamente de dicha empatía a la vez que de simpatía, manteniendo siempre las distancias y no propiciando nunca una verdadera comunicación, la que sí avivó Meli Quintero –de los Quintero de toda la vida de la isla-- buscando siempre en nuestros encuentros una cierta complicidad aparentando normalidad en el discurrir de los acontecimientos que en un futuro no muy lejano unirían a ambas familias, aunque fuera a costa de revivir en aquellos primeros días ritos y costumbres en desuso con reminiscencias de su juventud en su lejano Puegto Gico, cuando propuso una fiesta que seguramente allí aún se celebraba: la de pedida de mano, ¿una fiesta de qué?, una fiesta de pedida de mano: No sabes la joya que se lleva tu hija con mi hijo, al que le tengo reservado una gran sorpresa para su futuro que beneficiará a ambos y entonces se explayó en contar que poseía un tesoro heredado en su día, transmitido de generaciones, el que tenía escondido como oro en paño y de cuyo paradero sólo conocía ella, haciéndome pensar en alguna riqueza de tipo oro o plata guardados en arcón oculto en alguna doble pared de la casa o enterrado en un hoyo del jardín, y del que, dejándonos sin habla por lo insólito de la revelación, nos confió el escondite: su memoria, resultaba que la herencia era de tipo intelectual: las recetas de unas salsas picantes que harían de su hijo un gran chef, de fama y dinero y que se las transmitiría sólo a él cuando se casaran.

Estaba ilusionada con los novios y los acontecimientos que se avecinaban. Tiempos nuevos. Como si aquella oportuna encrucijada de ambas familias le estuviera dando ocasión de retomar un camino distinto al que cotidianamente transitaba en una asfixiante monotonía. La razón de darles una nueva oportunidad, tanto a su cuerpo que se mostraba algo más erguido que de costumbre, como a su ánimo que adquirió nuevo vigor que le hizo rejuvenecer en la querencia de la joven pareja. Tenía claro que se le estaba quedando corto el tiempo del libro de su vida, habiéndose apercibido ahora, aunque fuera tarde, que una vez que empiezan a correr las páginas sabemos que el último capítulo llegará y no nos deparará nada más cierto que un final y lo que hayamos querido hacer en medio. Decidió no perder más tiempo, y fue encadenando vacaciones los veranos siguientes con los prometidos y el resto de su familia en viajes siempre deseados y siempre postergados: de Florencia contaba maravillas de la cúpula de la catedral; de Venecia el elogio de palacios, canales y puentes iba más allá de su propia verborrea... hasta el último verano antes del enlace de los jóvenes cuando fue subyugada por los jameos del agua en Lanzarote.

Pronto llegaron las celebraciones familiares, advirtiendo ahora en ella, aparte de su locuacidad, un desmedido afán de protagonismo, casi la novia en la boda: que si había que ir haciendo ya las listas de invitados; que para dar empaque al acto podrían invitar a un familiar del marido, conocido presentador de televisión; que si había que ir reservando la cena de invitación de la boda en un conocido club exclusivo de cierta zona residencial; que si el menú debía ser el más exquisito de la carta; que si las flores para la decoración del local; que si el color de los manteles a juego con... cascada de precipitadas propuestas, ideas y demás sugerencias a las que puso final el exitoso empresario: Bueno todo esto lo pagaremos a medias, ¡cómo no! para eso vamos a ser consuegros. Agradeciéndole a renglón seguido me eximiera de pagarle la mitad de un jamón pata negra gran reserva que iba a llevar en persona para todos los invitados en el lunch previo a la cena, el que compraría a no sé quién proveedor de confianza que se los traía de no sé qué sitio que dio por supuesto que conocía. Después se fueron sucediendo encuentros aún más esporádicos en bautizos, cumpleaños... Para entonces volatilizada la euforia de un cambio en su vida, desandando el ilusionante camino retornó a la encrucijada previa a los viajes para escribir nuevos capítulos del libro de su vida que eran, desafortunadamente, una mala copia de los anteriores. Prisionera definitivamente de sus soledades y ahora de los dolores de espalda que empezaba a sufrir, de momento de forma intermitente, se apoyó para seguir caminando en un bastón extendiendo a tres sus extremidades inferiores a fin de poder moverse en la casa unifamiliar adosada con muchas escaleras, la que se había convertido en un laberinto de obstáculos para su existencia. Fue en ese tiempo en el que se mudó a vivir con su familia a un piso en una de las zonas de alto standing de la ciudad, un bajo sin escaleras y con un pequeño patio exterior donde aposentó las pocas plantas que se llevó. Se deshizo de más de la mitad del vestuario que había ido almacenando a lo largo del tiempo, incluso de las ropas más caras; redujo al mínimo su colección de zapatos algunos sin estrenar; regaló muebles, tallas, cuadros... con objeto de llevarse lo imprescindible a la nueva casa; y lo que era más sorprendente se deshizo de la mochila de recuerdos, anécdotas, e historias, a favor de su nueva realidad: su interés no iba más allá de los sucesos que le pudiera deparar el día siguiente.

En la nueva casa la visité en dos o tres ocasiones con la impresión de que vagaba por toda ella más que la habitaba. Para entonces ya no era la misma: cierta dejadez en su persona hacía impensable la Meli Quintero elegante y distinguida del principio, aunque si eran iguales las mismas mellas visibles iniciales en el desafecto de su familia: Cría hijos para esto, repetía como queja a lo único que intentaba agarrarse ahora, frente a la deriva de su relación de pareja: el tedio y el cansancio habían dado paso a la indiferencia y ésta a un sin fin de vacíos en las que los prolongados silencios de las ausencias eran tan insoportables, o más, que las continuas pullas en las pocas y esporádicas ocasiones de comunicación, con continuas discusiones en público de ambos en el límite del respeto. Todo aquello le sobrevenía cuando se le iba agudizando el ángulo de su condena, la que se agravó con dolores más agudos y más frecuentes que precisaron de continuos calmantes para su alivio. Ahora las conversaciones eran monotema: que si padezco de esto y de lo otro, ¡qué me vas a contar tú! de tal o cual dolor, que no tienes ni idea del cóctel de fármacos que tomo..., sin dejar opción a que los demás también padeciéramos de algo aunque fuera esporádicamente. Se le hacía ya complicado andar a pesar del bastón e intentó mecanizar sus itinerarios dentro de la casa. Silla de ruedas eléctrica que al final acabó varada en un rincón, siendo un cacharro más, ante la dificultad de paso por entre el mobiliario y la estrechez de las puertas. Ya no salía a la calle, recluyéndose muchas horas en su habitación rumiando, seguramente, el muestrario de vacíos que se le habían instalado en aquella tardía etapa de su vida, de los que le hería más el vacío interior, ese al que no te puedes asomar y que se puede prevenir en el vértigo del precipicio, sino el que se instala en las entrañas, que no lo puedes ver pero lo sientes, tiene peso, volumen; lo palpas en la tristeza infinita de la densidad de la nada. Una más de sus últimas soledades. De la casa sólo salía a urgencias del hospital cuando los dolores eran insoportables o cuando se ahogaba en la desesperación de los que se les niega el aire, volviendo a la casa con la bombona de oxígeno como remedio temporal a sus inflamados bronquios ya crónicamente congestionados, la que en los períodos de mejoría fue a hacerle compañía en el mismo rincón a la silla de ruedas. Así era Meli Quintero --de los Quintero de abolengo de la isla--, ella en estado puro, independiente, con sus pecados y sus virtudes, con sus fobias y sus miedos, sus prejuicios, su obstinación en que a pesar de sus empecinados actos incompatibles con la vida, sobreviviría.

Quería seguir existiendo aún cuando ya le pesaba la vida en una espalda que se iba doblando cada vez más hacia la paralela del suelo y ya no soportaba ni el peso de su propio cuerpo, e hizo nido: ubicó para siempre sus largos días de soledad en su habitación de la casa donde se recluyó, como eremita, con sus preciados tesoros, los únicos calmantes que le apaciguaban el dolor físico de unas vértebras que se iban curvando sin piedad; los únicos alivios que le anestesiaban el otro dolor: el del alma; los que adormecía en el placer del amargor del alcohol de la cerveza y la embriagadora sensación de plenitud de la nicotina. Solitaria habitación desde la que en aquella última etapa veía, sin vivir, pasar los hechos ahora ya intrascendentes de su vida, demorando los sorbos del tiempo, como demoraba los tragos del líquido ámbar, y las caladas de los cigarrillos que al final se consumían sin solución de continuidad olvidados en el cenicero; eran su medida del tiempo, de un tiempo del que ya no esperaba nada para ella misma, simplemente poder reconocerse en su condición humana, poder regocijarse con sus congéneres, y con suerte poder hablar con alguno de ellos; infructuosa intención porque su vida era ya como el cigarro consumiéndose en su boca con las pavesas desprendidas horadando en agujeros la sempiterna bata llena de lamparones; enseña de su abandono, sabiendo que de aquella última de sus recientes soledades no iba a sobrevivir, porque una vez que todos te abandonan te duele la vida. Aquel perceptible desaliño apuntado, se hizo más patente en las dos últimas citas familiares –bautizo y primera comunión-- a donde acudió tarde y con aspecto como de andar por casa, sin apenas arreglarse, al igual que el exitoso empresario, lo que me dio pie a pensar que el descuido mutuo había hecho mella en la pareja, de cada uno con el otro, de tal manera que en la última urgencia a la que acudió desde su casa, y ante el estado desidioso que presentaba Meli Quintero con deficiencias fisiológicas palpables el médico aconsejó, ante la imposibilidad de poder ser atendida en su casa, la de internarla en una residencia de ancianos, a donde se la llevaron desde el hospital.

Meli Quintero tuvo la mala fortuna de estar en el lugar equivocado –residencia de ancianos-- en el tiempo equivocado –el del coronavirus-. De la residencia al hospital y del hospital a la residencia era su cotidianidad en los últimos días hasta el agravamiento de su asfixia que la llevó por última vez al hospital. En los días del caos sanitario, con las urgencias colapsadas, las visitas restringidas, tuvo sólo el bálsamo de una cara, una voz, y una mirada conocida de un alma caritativa --con la que tuvo la última conversación como una premonición-- mientras se iba apagando lentamente, agonizando, el mismo día que la bestia microscópica disfrutaba de un aquelarre sin freno, de una orgía sin control pasando el virus de boca a boca entre gritos, arengas, eslóganes, soflamas y  mensajes; de mano a mano en carteles, panfletos y pancartas de enconos y revoluciones; de beso a beso en un baile de macabra alegría, con las gentes hombro con hombro en las calles, en las plazas, en las terrazas, en los jardines…, jaleando “a no sé qué lucha”, mientras ella luchaba desesperadamente por un poco de aire que ya sus pulmones agotados no podían bombear. A la mañana siguiente la soledad de la noche dio paso a la noche más larga en soledad a la que ya nunca le sucedería el día, y su muerte pasó desapercibida, sin cara, sin voz, sin luto, sin ser siquiera un número en la estadística; era, siendo ser, nadie ni nada. Después un oscuro y tupido velo sospechoso de complicidad de intereses espurios la confinó en una cámara frigorífica sin velatorio ni despedida de sus deudos, antes de su urgente cremación.



FranciscoMolinaGómez
(In Memóriam de Meli Quintero y todos aquellos que la siguieron en aluvión los días siguientes, a los que sin ser ya nadie ni nada, o tal vez por eso, les negaron incluso la luz del final del túnel. La ausencia del último adiós quedará impresa de por vida en algunas ¿conciencias? )