lunes, 30 de diciembre de 2019

DE LA MILI (VI): PRÓXIMO DESTINO, CEUTA










Cuatro granadinos, ya soldados: De izquierda a derecha: el autor del blog, el Lóa, un veterano a punto de licenciarse y el T´ópolla, relajados, a la espera de la asignación de nuevos destinos. El mío Ceuta, en tierras africanas.




Cuando una semana después, miembros reconocidos ya de la familia militar, todos los integrantes de la compañía nos volvimos a encontrar en el centro de instrucción, después de las cortas y merecidas vacaciones, a la espera de que nos asignaran destino como soldados, exhibíamos la seguridad que nos daba la incipiente veteranía --los novatos, los nuevos bichos, estaban a punto de llegar--; patrimonio hasta entonces de los soldados destinados en el campamento, los que ya no nos increpaban con aquel epíteto animal, ahora nos restregaban por las narices las hojas del calendario con los días cumplidos de mili marcados con una cruz, ya borrados de su existencia: su tiempo de reclusión tenía pronta fecha de caducidad y, en el caso de algunos de ellos, los días sin marca se podían contar con los dedos de una mano.

En breve iban a licenciarse, ¡qué suerte!; un espejismo para nosotros que aún teníamos que recorrer un largo y penoso trecho, ya en el cuartel asignado, de nuevas y diarias sesiones de instrucción, infinidad de servicios de armas, bastantes marchas nocturnas, incluso algunas maniobras de guerrillas con fuego real; acontecimientos que presentíamos cercanos pero que en aquellos precisos instantes no nos perturbaban --intentando aprovechar al máximo aquellos días rebajados de instrucción y de servicio---, al contrario, en nuestro ánimo, exteriorizábamos la confianza que de un lugar ya conocido se tiene, y la gratificante relación con los nuevos compañeros y amigos; a ratos conversando relajados en las camaretas de la compañía, apurando unos quintos de cerveza en la ruidosa cantina o intercambiando confidencias reposando bajo la sombra de los eucaliptos; como aquella tarde del inicio hacía ya tres meses.
La misma tarde que observé cómo --inquiriendo en la proximidad de los gestos a las reacciones del relato de las experiencias vividas en la trepidante semana de permiso militar lejos de aquel lugar--, el T´ópolla había perdido ese desvalimiento del principio en favor de cierta seguridad en complicidad con la felicidad que mostraba ahora en el semblante, producto del apoteósico y desenfrenado --me confió en secreto-- recibimiento de su novia en Barcelona para la que los originales polvos por correspondencia --al primero le siguieron otros-- le había disparado la libido en un desordenado apetito sexual --acrecentado por el morbo de la distancia--, sólo apaciguado en el febril desahogo de los intensivos siete días; recluidos, demorando segundo a segundo la partida de aquel espécimen de macho alfa en extinción; al que correspondí en la revelación a sensu contrario con la misma sinceridad – confidencia por confidencia-- del eficiente trabajo que en el cuerpo de Amelia --en el que la estrechez mental era aún peor que la estrechez virginal--, habían hecho las hijas de la caridad del orfanato, después completado por la opresiva moral, todavía, en las costumbres de los pueblos; una pena.

La desilusión ya había hecho acto de presencia en mi ánimo; al principio, con sus exiguas cartas recibidas con mensajes fríos en formato de telegrama; después, con su ausencia en la jura de bandera y que no me supo explicar; y al final, con la represión interior de la emotividad, y casi de la conversación cuando estuvimos juntos. Ni que decir de los abrazos y de los besos, anulados en la casa por el qué dirá de su abuela con la que vivía, y en la calle por evitar las habladurías de la beatería pueblerina que siempre vigilaba tras los postigos --a medio cerrar-- de las ventanas. El tiempo transcurrió en prolongados silencios y las muestras de afecto estuvieron restringidas a cogernos de la mano camino del castillo, que se erigía del color de la tierra en la cima del pueblo levitando sobre las abigarradas y encaladas casitas, subiendo por empinadas calles empedradas, escoltados por la carabina: su hermano.

Ahora, frente al T´ópolla, el que mostraba desvalimiento era yo. Aquella relación aquejada de los mismos, o parecidos, males que la anterior con Loli, y que era la consecuencia de haber tropezado por segunda vez en la misma piedra, no duró más de tres meses desde aquel encuentro.

Algunos días después: el adiós. Me despedí de los compañeros soldados con los que había convivido más cercanamente: el “T´ópolla”, el “L´óa”…, compartiendo en la despedida la misma impresión de futuro en la certidumbre de que no nos volveríamos a ver, como así ha sucedido.

Era la primera vez que viajaba en barco. No era el navío estupendo de los folletos en colores ofertando viajes de crucero por el mar Mediterráneo, ni yo era, en ese momento, un relajado pasajero turista disfrutando de un cóctel refrescante tendido en la tumbona de cubierta, más bien todo lo contrario: aquel bote con motor era un anticuado barco-ferry que hacía la ruta Algeciras-Ceuta, moviéndose como una lata a merced de las olas de la corriente del estrecho de Gibraltar; y el grueso del pasaje, en continuo y mareante vaivén, era la remesa de soldados --entre los que me hallaba--, agrupados todos en el centro de la cubierta configurando una mancha de un verde ocre --el color de los uniformes y petates--, que habíamos sido destinados a varios acuartelamientos de Ceuta.

Comandados por un oficial del campamento, auxiliado por la policía militar, habíamos embarcado en el puerto de Algeciras en Cádiz, cumpliendo todos los protocolos para este tipo de traslados: el continuo dictado de los listados de los nombres en férrea formación, con el preceptivo ¡presente! de cada uno sonando por encima del ruido de la maquinaria portuaria y el impertinente: ”Contestad más fuerte ¡coño!”…; la interminable espera en la explanada de un dique del puerto expuestos a la inclemente solana, aguantando impasibles, enfundados en la ardiente coraza en la que se había convertido el uniforme, a que llegara el ferry; el extremado orden --petate al hombro--, subiendo la pasarela del barco con el paso adecuado para no atropellar el de delante ni ser arremetido por el de detrás; la revista de la tropa en formación en el centro del barco ante las curiosas miradas del resto de los pasajeros; el desagrado del oficial cuando cualquiera de nosotros mostraba signos de mareo, expuestos de pie a las redundantes sacudidas del oleaje sin poder asirnos a ningún elemento fijo; la retahíla de insultos a los que, no aguantando la urgencia del vómito, soltaban la pota por la barandilla de cubierta. Un viaje infernal que terminó cuando atracamos en el pequeño puerto de Ceuta. Ya en tierra nos fueron separando según cada destino. Me integré en mi formación: Grupo de Regulares de Infantería: Tetuán número Uno.

Conforme ascendía desde la bocana del puerto hasta el cuartel sin perder la alineación, iba rememorando la misma experiencia de hacía tres meses: esa extraña desubicación en un tiempo que no controlaba, obligado a hacer solo y exclusivamente lo que me ordenaban; y la de un nuevo lugar --ahora en otro continente-- del que carecía de referentes; ni siquiera la imagen de alguna postal; la misma ansiedad frente a lo desconocido, al nuevo cuartel, a los nuevos mandos…; sólo había cambiado --después de las vivencias del campamento--, la firme intención de mantener alta la estima frente a los ataques de los que, ya, nos estaban esperando en el cuartel para increparnos con el nuevo epíteto: “¡¡Chinches!! Ahora habíamos pasado del genérico al particular. Un gran paso: el primer escalón hacia la libertad.

El resto es otra historia: mi encuentro con mi compañero Agustín en aquel acuartelamiento militar de Ceuta, en tierras africanas, donde también había sido destinado en su día, y cuyo relato es también ya negro sobre blanco en las cuartillas de otro relato.


FranciscoMolinaGómez
(El destino va tejiendo vínculos que después desbarata para volver a tejer otros nuevos también con final cierto en la despedida, en una laboriosa y continuada actividad sin dar tiempo a que se consolide una verdadera amistad. Yo desahuciado de amigos íntimos, conservo sólo los vínculos, ahora ya eternos, que evoco en estas páginas. ¡¡Hasta siempre compañeros soldados!!)












sábado, 30 de noviembre de 2019

LA SOMBRA OBLICUA












Junto a las altas verjas de hierro de la portería los familiares congregados en numerosos grupos soportaban estoicamente la implacable solana que caía plana sobre la desprotegida explanada que daba acceso al orfanato como final del polvoriento camino desde la parada del tranvía, adonde iban llegando éstos acalorados, sudorosos pero contentos, ansiosos por dar los primeros besos y abrazos a sus niños, después de un tiempo que se les hacía eterno, como eterna era su pobreza. Ni una leve protesta por el recibimiento a campo abierto, sin sombra donde protegerse. Ni una queja, por aquello del castigo, si el portero Pepe el Bolas les registraba –por orden del administrador-- los bolsos y en ocasiones algunas partes sospechosamente abultadas de sus cuerpos en donde éste suponía escondían alimentos incompatibles en su conservación con aquellas altas temperaturas. Todo se soportaba. Eran pueblo llano: la resignación personificada como algo natural en sus vidas. No tenían más opción que aquella impasibilidad para poder seguir avanzando siempre con la esperanza de que todo mejoraría, si no para ellos al menos para sus niños añorados con obsesión al no tenerlos a su lado. Gentes corrientes que habían hecho de la resignación la clave de su supervivencia: resignación cristina para aceptar todo lo que la vida –especialmente sus contrariedades: sinsabores, sufrimientos, congojas, penas, angustias, abatimientos, tribulaciones o cualquier otro contratiempo-- les había deparado, decían los curas y las monjas que así educaban –porque tenían poder para ello-- cuerpo y espíritu; resignación en la férrea disciplina decían los militares que controlaban cualquier incidencia de sus existencias en cofre cerrado con dos vueltas de llave; resignación “por cojones” decían los jerarcas del Régimen y sus secuaces que gobernaban, como el abyecto administrador del orfanato que había reducido las cuatro visitas de familiares al mes de antaño por una sola: el primer domingo de mes. Lo que fue una medida provisional como castigo a una leve intoxicación por alimento en mal estado introducido por un familiar, se convirtió en dolorosa y duradera norma con el apercibimiento de que en caso de reincidencia se suprimiría durante meses la única visita. Con aquella medida se impedía la comunicación periódica de los internos con el exterior, quedando éstos en la mayoría de las ocasiones al albur de su suerte. Incomunicación que completaba la construcción tiempo atrás de altas tapias alrededor de todo el centro benéfico, y de las que formaban parte las recias verjas de hierro que en aquellos momentos impedían con su cierre el paso de los familiares al interior del recinto. Treinta grados de ángulo de sombra, treinta y ocho de temperatura a la sombra, al toque de campana se abrieron las verjas y los familiares corrieron en tropel.









La sombra que proyectaba su cuerpo sobre el suelo era desproporcionadamente corta reflejando de manera grotesca su brava figura que a su par avanzaba como los tranvías balanceándose sobre las ruedas metálicas, ella sobre dos altos tacones de punta fina, sonando ambos sobre el enlosado como repetitivo martillete en yunque. No quería demorarse en la cita por lo que aceleró la marcha con pasos más cortos que aumentaron el continuo martilleo. Iba maldiciendo su inoportunidad, la de aquella intempestiva hora de la tarde, aunque el motivo: ver a su hijo al menos una vez al mes le regocijaba; y recordándole atravesaba con impaciencia las mismas calles de siempre, casi desiertas ahora en la placidez del final de la siesta resguardada tras persianas al interior de las viviendas. En el silencio por la forzosa huida de la insolación se agudizaba el sonido del repiqueteo del metal sobre las baldosas de cemento. Caminaba segura de sí misma, siendo ella en estado puro: la Conchi, como se le conocía en el ambiente de sus compañeras de oficio de la calle Darro y su abundante clientela masculina, desafiando con su postura erguida y su ruidoso taconeo a las inclemencias del tiempo, a las gentes de aquel orden impuesto, al mundo nacional-católico de beatos y meapilas que la juzgaba tan injustamente, marcando territorio con el contorneo de caderas y el gesto sensual de unos pechos generosos todavía turgentes proyectados hacia afuera como obuses donde amortiguaba los continuos golpes de abanico intentando refrescar su cara, un semblante avejentado para su edad, escondiendo tras el excesivo maquillaje su progresivo deterioro, el de unos hermosos ojos que fueron jóvenes y que ahora lucían patéticos enmarcados en dos gruesas líneas negras que coronaban ambas pestañas postizas tan desproporcionadas que le hacían de parasol para la vista aquella tarde, temiendo que el sudor destintara la reconstrucción de la cara en donde destacaba sobremanera unos carnosos labios de rojo carmín; composición que le había llevado muchos minutos ante el espejo. La mano libre asía fuertemente las asas del abultado bolso de charol que movía al compás de los pasos esparciendo durante el recorrido destellos de ópalo brillante que la ubicaba continuamente. Excesiva luz –como excesiva era ella--, casi cegadora, radiación ardiente de agosto que confería a las fachadas de los edificios una intensa luminosidad, por la que se hacían perfectamente visibles los matices de texturas y colores en los detalles de su ornamento --incluso las imperfecciones de sus revocos, pensaba: Esa está peor que yo, necesita un arreglo--, y, por el contrario, negaba sus volumetrías en la ausencia perceptiva de planos de sombras; las que sólo proyectaban voladizos y toldos extendidos en comercios cerrados y bares abiertos, oscureciendo cristaleras e interiores. Intermitencias de penumbras de un negro muy oscuro por contraste con la luz, y que buscaba con avidez protegiéndose en ellas a fin de aliviar la radiación solar directa y así quitarle algunas décimas de grado al mercurio; calmando de forma intermitente el calor de la caminata para tomar el tranvía que le llevaría hasta el orfanato de Armilla donde hacía algunos años, sola, pobre y analfabeta, sin más porvenir que la escasa economía que le proporcionaba el antiquísimo menester de prostituta, había ingresado a su hijo Juan –el Lechuga para sus compañeros--, percibiendo todavía después de todo ese tiempo, el intenso dolor del principio, el mismo dolor de madre que se vio en le imperiosa necesidad de desprenderse de parte de sí. En su afán por llegar a tiempo, acelerando el paso todo lo que podía, sentía correr por su cuello el sudor que desprendía su largo cabello destintando de negro tizón hacia la espalda, lo que alivió desabrochándose el ya escaso escote de un colorido vestido de estampado tigresa: corto en su falda y pegado literalmente a sus exuberantes carnes curvas, dejando a la vista de los menos pudorosos dos puntos de morbosa atención y excitación: sus contorneadas piernas y un profundo y venoso canal en el pecho entre los senos: ¡Jesús!, qué calor...

La misma radiación solar que hacía que a esas horas de la tarde el alargado muro de ladrillo del pabellón del orfanato comenzara a proyectar en el rincón de la terraza y sobre la pared de la torre una sombra oblicua que bien conocían los internos, la que iría avanzando conforme transcurriría ésta hasta adquirir ese preciso ángulo de señal inequívoca de alegría contenida, de ilusión ansiada durante treinta largos días, de gozo para bastantes niños al poder reencontrarse en breve con madres, padres, abuelos, hermanos, tíos, primos... y otros familiares; pero no para todos: para un pequeño grupo de internos, huérfanos de ambos padres, niños abandonados desde su nacimiento, cuneros... aquella señal del inicio de las visitas --que en su momento confirmarían unos toques de campana-- en las tardes de los primeros domingos de mes era el principio de una tortura, lo sabía muy bien el abandonado Manrrubia, alias Garbancito que unas horas antes y consciente de la indiferencia manifiesta en la patente y desbordada alegría de los compañeros más afortunados, ignorado por estos se había escondido en lugar solitario donde rumiar sus cuitas de desamor: ese desamor que hizo casi imperceptible el latido en su estreno a la vida; el que después alimentaron pechos ajenos que de ninguna manera apaciguaron ni sus miedos ni sus lloros; desamor que hizo eterno su invierno; el mismo que le llevó al hospicio y que le hizo un ser solitario; el que sin remedio le fue creciendo con demasiados días inventando la vida, y demasiadas noches imaginando los cuentos; ese que se preguntaba continuamente: ¿porqué no tengo madre?, ¿porqué no tengo besos los domingos primeros?; aquel que ahora le embargaba la sombra y le detenía el tiempo. Sentado en la acera del jardín trasero del pabellón donde se había refugiado, con las piernas recogidas entre los brazos y la cabeza reclinada en ellos balanceaba repetidamente todo su cuerpo... hacia delante, hacia atrás..., y cada balanceo era un bálsamo que aliviaba en algo: su abandono que ya era crónico y que le hizo de por vida tímido e introvertido...hacia delante, hacia atrás... su decepción de hijo por haber nacido sin madre y que le llevó al desencanto y a la desilusión... hacia delante, hacia atrás... su frustración por no saber quién era y que prodigó la burla de los otros hijos de hielo: ¡de entre todos el más cunero!,... hacia delante, hacia atrás... su enfado de la vida... hacia delante, hacia atrás... su disgusto del mundo... hacia delante, hacia atrás... su enojo hacia los elegidos en el premio sin saber porqué... hacia delante, hacia atrás... sus sofocos los que hacían que despertara a medianoche incorporándose en la cama sin aire... hacia delante, hacia atrás... su amargura por ser niño sin besos que le llevó a una permanente agonía y a un continuo pesar... hacia delante, hacia atrás... su penalidad por ser niño de nadie.

¡Lechuga, tu madre!, se oyó decir en el pabellón donde estaba guarecido, al igual que sus compañeros, del crudo sol sureño que a esa hora no dejaba resquicio de sombra en el patio delantero. Tenía de la madre sus ojos y los mismos carnosos labios hacia afuera, de ahí su apodo. De su padre no sabía nada. Corrió como rayo hacia el cuadrante de acacias enanas, a un lado del pabellón, que era un hervidero de vida, de alegría; rumor alto de voces que ascendían hasta la torre donde ahora se había parapetado a escuchar y observar –sin ser visto-- el Manrrubia, pasado su ataque de ansiedad; bullicio de gente de todas edades que despistó al principio al Lechuga a pesar de los aspavientos con la mano, de su madre: ¡Aquí, aquí! Juanito..., al lucir todos parecidas vestimentas de domingo, limpias y “decorosas”; bueno a excepción de su madre algo distintas, dijéramos llamativas, por lo que no tardó en localizarla ni en sentir la asfixia del abrazo con la cara aplastada contra sus pechos percibiendo de inmediato un olor ya familiar en la piel húmeda, mezcla de cuajo, sudor y perfume barato que siempre aspiraba profundamente pues le tranquilizaba dándole calidez y seguridad. Le llenó de besos la cara haciéndole mil carantoñas mientras éste sólo tenía ojos para el bolso negro de charol donde presumía estaban sus golosinas. ¡Nicasio, tu padre!, sin que éste reaccionara de inmediato a la voz del que le daba la noticia que la tuvo que repetir: ¡Nicasio, tu padre!,y a la que contestó sólo con unos leves golpes de tos. De carácter apocado, todo él era un calco de su padre: alto para su edad y excesivamente delgado, casi esquelético, con la tez mortecina como si hubiera heredado las secuelas de la tuberculosis que había curado mal su padre y que a éste se le había hecho crónica con continuas recaídas, es lo que comprobaba la Conchi sentada con su hijo junto a ambos en uno de los bancos de madera dispuestos entre las pequeñas acacias al alivio de su exigua sombra. Había intimado con él en la reunión de la portería justo después de que el portero revestido de toda su autoridad luciendo el uniforme oficial de verano, además de apercibirle de castigo, le hubiese incautado una bandejita de pasteles ante la pasividad de los congregados –que cada palo aguante su vela, pensaban-- a excepción de ella. Debajo de la coraza de mujer racial que protestó en voz alta por aquel atropello, había una mujer sentimental, emotiva, sensible y compasiva; había una madre que se ponía en la piel de aquel padre: Era lo único que le llevaba a mi hijo Nicasio, sólo me queda para el tranvía de vuelta, le decía el padre en voz baja, triste y desanimado, aguantando la embestida de los sentimientos que se le agolpaban en los ojos acuosos a punto de estallar. Ahora el Lechuga compartía a regañadientes las golosinas con el Nicasio, a requerimiento de la madre: Hay que ser generosos y compartir los dulces con tus amiguitos: ¡Hummmm!, si este no es mi amigo: Pues desde hoy vais a serlo. El padre sin palabras agradecía con la expresión amable de unos ojos abiertos y brillantes los gestos de generosidad hacia su hijo por parte de aquella mujer que acababa de conocer. A ratos éste dejaba la mirada perdida y la Conchi adivinaba lo que pensaba porque eran, seguramente, sus mismos miedos, y que al fin le confesó después de expeler una tos bronca e intermitente por efecto del humo del cigarrillo que compulsivamente fumaba: El día que falte, que no tardará mucho, esta criatura se quedará sola sin madre y sin padre, ¡qué pena!… :Anda, no piense eso, le animaba la madre, mientras fijaba su atención en dos seres iguales: apagados, acomplejados, retraídos, inseguros, encogidos, mustios y tristes: tan parecidos que cuando tosía el padre, a continuación lo hacía el hijo. En el interior del pabellón se seguían sucediendo las llamadas, ahora más intermitentes: ¡Alicortao, tú madre!;... ¡ Pupas, tus abuelos!...: ¡ Joseico, tu tía!...: ¡Hermanos Osorio, han venido a veros; así hasta más de un centenar de niños. Otros sabían de antemano que nunca estarían invitados a aquella fiesta: se estrechaba el cerco para los desheredados.

A aquellas horas de la tarde, pasado el ecuador de la visita, la sombra iba adquiriendo cierta tendencia hacia el ángulo obtuso, como obtusa era la existencia del Manrrubia, amparada ahora por las recias paredes de la torre, asomado de puntillas por su corta estatura –su retraso fisiológico era parejo al afectivo: una constante en todos los niños de nadie-- al alféizar de ladrillo de unas de las aberturas en arco, y en atalaya tan privilegiada contemplaba enfrente con envidia la suerte de su amigo Nicasio con el que coleccionaba desdichas, sin entender que hacía al lado del Lechuga, además compartiendo caramelos, a lo mejor él se pudiera agregar, si acaso bajara...; tampoco entendía porqué estaba también el Alicortao ese otro amigo que siempre se le quedaba mirando fijamente con cara de pasmado, con los ojos muy abiertos como candelas, sin pestañear, con una sonrisa bobalicona que dejaba ver unos dientes llenos de babas a punto de desbordarse por la boca –la gente se une en las desgracias, sin más-- mostrando toda su cara cierta expresión de idiocia, la que si estaba diagnosticada en la madre, o al menos lo era para los responsables sanitarios del Régimen: A lo largo de muchos años la locura, la idiocia, el alcoholismo o simplemente la extravagancia, justificaron el internamiento de multitud de personas en el psiquiátrico de la ciudad, al que llamaban hospital de la Virgen. Allí permanecía encerrada la madre de Jesús el Loquillo y la del Alicortao; futuro destino también, si Dios no lo remediaba, de sus hijos. Encierro que a la segunda no le había hecho mella en la mente a la hora de reconocer a su hijo, lo que facilitaba su permiso, en compañía de otras internas, para visitarlo. Estaba allí, delante de la Conchi, de pie –se negaba a sentarse-- simplemente contemplando a su hijo, como adorándolo, con la misma expresión en la cara que la de él, dos imágenes superpuestas en un mismo espejo, y así pasaba las horas de la visita: Pero no le ha traído caramelos, se están comiendo los del Lechuga, pensaba el Manrrubia, cuando oyó pasos en la escalera de subida a la torre; era otro del grupo de los marginados: Jesús el Loquillo o el Miracielos por su extraña postura que adquiría a veces --cuando le hablaba-- de mirar hacia el cielo sonriendo, como cachorrillo pidiendo una caricia. Observaban con curiosidad la festiva novedad, el quebrantamiento de su cotidianidad más gris, que en algo les alegraba aquellos sus eternos pesares cuando de repente empezaron a oír gritos que ascendían con claridad hacia donde estaban ellos: ¡¡Desgraciado!!, ¡¡chulo de mierda!!, ¡¡hijo de la gran puta!!, ¡¡ven aquí cobarde que sólo te atreves a pegar a los más pequeños!!...; el Manrrubia le señalaba al Miracielos hacia donde la madre del Lechuga perseguía a la carrera y zapatos en mano al Vílchez por el patio delantero, a pleno sol, fuera del cobijo de las acacias; se reían con ganas señalando ahora ambos con las manos ridiculizando la cobarde huida del Vílchez --no en vano aquel niño mayor era el terror de los pequeños, siempre les estaba pegando---; y en la irregular persecución pues la estrecha falda le frenaba la carrera, le lanzó un primer zapato y a continuación el segundo, esquivando el abusón ambos, los que en su lanzamiento y ya en el aire refulgieron también de ópalo brillante en la ardiente tarde, en un par de flashes de vistos y no vistos, desapareciendo despavorido el Vilchez a pasos agigantados hasta guarecerse dentro del pabellón y escapar así de la ira de la madre del Lechuga –más tarde ya ajustaría cuentas con el hijo--, mientras la Conchi desesperada le advertía en amenaza gritando hacia el edificio, como posesa: ¡¡Como vuelvas a pegarle a mi hijo te capo, te juro como me llamo María de la Purísima Concepción, que te capo; palabra de la Conchi!! Menuda era la Conchi: una tigresa en celo en defensa de sus crías. Ya se cuidó el Vílchez de no dejarle nunca más marca alguna en la piel al Lechuga los primeros domingos de mes.

Abajo, a ras del suelo, sobre la tierra caliente la Conchi había escandalizado al beaterio, dejado atónitos a buena parte de los familiares congregados y hecho reír a gusto a los niños: Que mal ejemplo para tu hijo, le recriminó sor Isaura, paradigma del Régimen: cruz y espada, mitad monja, mitad soldado, ordenándole abandonara inmediatamente el recinto, negándose aquella, entablándose a continuación una fuerte discusión entre la prostituta y la monja, en una insólita escena que era todo un despropósito: a la imponente figura voluptuosa de la Conchi, alta aún descalza, mostrando descaradamente a la religiosa todos los atributos de seducción de mujer de mundo: larga melena negra suelta; ojos grandes almendrados muy visibles al reclamo del continuo parpadeo de unas enormes pestañas, como faros en neblina; labios carnosos, sensuales; pechos generosos donde convergía la lascivia reprimida de las mal disimuladas impúdicas miradas de alrededor, se contraponía la de la monja, pequeña, de rostro impersonal del color de la cera, enmarcado en un desbordado tocado que liberaba dos extrañas alas blancas como remate de un envarado hábito, aséptico, que le llegaba hasta los pies, cubriendo todo su cuerpo como expresión de virtuosidad frente a las tentaciones de la carne y el demonio que ahora se le manifestaba en forma de lujuria, pecado capital retando su autoridad moral negándose la Conchi a dejar a su hijo; las dos desafiándose con la mirada al final en un ambiente tenso, sin palabras sólo gestos, con las caras próximas, olfateándose ambas el olor con el que cada una marcaba su territorio: intenso perfume Myrurgia que anulaba a un desleído jabón neutro Lagarto. Ante el cariz bochornoso, cara a familiares y niños, que estaba tomando la discusión tuvo que mediar sor Josefa, monja mayor, y veterana en estas lides: Déjelo hermana, yo me ocupo, y llevándose aparte a la Conchi que ya había recompuesto la figura, erguida de nuevo sobre los finos estiletes, estirado hacia las rodillas los exiguos límites de la falda, y ajustados los senos a las costuras del escote, los que traslucían una respiración ahora más tranquila y pausada, aunque ella se mostrara todavía algo enfadada: Madre, no ha visto el moratón que tiene mi Juanito en la espalda que le ha hecho el malage ese...: Sí, pero eso nos lo tienes que decir a nosotras, prolongándose una conversación en la que la afabilidad de la monja, su cordialidad y su comprensión, no en vano pensaba que Jesús también perdonó a María Magdalena, consiguió llevar a sus terrenos a la Conchi, y aprovechando aquella circunstancia favorable hacer algo de apostolado: Ay que bien para ti y tu hijo si dejaras ese oficio tan feo... : Necesidad, madre, necesidad...: Además puedes coger cualquier enfermedad que os perjudique a los dos...: ¿Hay peor enfermedad que esta interminable pobreza por la que tengo que renunciar a mi Juanito?, le juro, madre, que como me llamo María de la Purísima Concepción en cuanto ahorre lo suficiente para llevarme a mi hijo conmigo, lo dejo. Aquella forzada promesa en el tiempo satisfizo de momento el afán evangelizante de la religiosa, zanjando el incidente a favor de su permanencia con su hijo hasta el final de la visita, la que ahora padecía con temor el Lechuga, deseando que ésta se prolongara indefinidamente ante el pavor a las represalias del Vílchez que no tardaron en llegar. Al fondo entre los bancos la Conchi visualizaba a sor Isaura departiendo con algunos familiares que desde sus posiciones la desafiaban abiertamente con miradas de reproche.

Decaía la tarde hacia el final de la visita, y al tiempo que la sombra sobre el muro de la torre iba perdiendo nitidez también se iba desdibujando la fiesta. En lo alto cuatro esquinas remontando al espacio,  más arriba donde una niñez cautiva escapaba con los pájaros, y se reconocía en aquel cuento con final feliz: tenía madre, tenía besos, ¡qué maravilla!, ¡qué alegría!, ¡me voy de aquí!, ¡adiós!, y voló, y quiso remontar más alto, pasar por encima de toda aquella gente, desandar lo andado hasta la entraña caliente y nacer, naciendo de nuevo antes de que la fiesta se apagara del todo; ilusión que no alzaba vuelo solo perdía altura y para cuando aterrizó del sueño el Manrrubia se vio otra vez en el suelo de la torre, solo, sin nadie, abandonado comprobando como Jesús Miracielos estaba con la madre del Lechuga. En el alargado cuadrante de las pequeñas acacias el grupo de los desheredados quedó marginado del resto. El vacío en derredor a la Conchi hacía evidente el sentir colectivo de familiares de que se podía ser pobre pero honrada limpiando escaleras, sin embargo no se podía ser pobre y puta, aquel no era un trabajo, ni era honrado, al contrario era vicio, fango, suciedad, impureza; gesto general de superioridad de su mismo paisanaje, que había pasado de la resignación del infortunio a la indignación moral como último recurso para dotar de dignidad su pobreza, y ahora éstos repetían los mismos viles esquemas de los que les reprimían erigiéndose en censores de conductas humanas; ellos que eran al igual que la Conchi supervivientes con todos sus frentes abiertos, ni siquiera eran capaces de apreciar la valentía en favor de los chicos protestando de los atropellos y persiguiendo a los déspotas, y la humanidad de aquella mujer, a cuyo derredor iban concurriendo más miradas tristes de otros desahuciados que se le iban acercando implorando algo de caridad, el último un tal Calelillo; y se agotaron las golosinas con el continuo cabreo del Lechuga, y cuando más pesar sentía por no poder apaciguar del todo aquel desconsuelo dibujado en los infantiles rostros descubrió no lejos de donde se hallaba un hombre con un carrito de helados: Venid niños, venid todos., y auxiliada por el padre del Nicasio en formar una fila, les invitó a tan dulce y refrescante manjar; fila de niños que sorprendentemente fue aumentando al reclamo de un equívoco: uno de ellos creyó, no se sabe porqué, que el hombre que organizaba la fila, el padre del Nicasio, era un conocido torero que los niños no habían visto nunca pero de cuya generosidad habían oído hablar: Ha venido El Cordobés y me ha comprado un helado, lo que corrió como reguero de pólvora: ¡Ha venido El Cordobés!, ¡ha venido El Cordobés!, ¡¡y está regalando helados!!; generosidad supuesta del famoso torero que duró hasta que la Conchi consumió el dinero extra que llevaba; valía la pena aquel dispendio ante el disfrute por las caras de felicidad de los chaveas lamiendo con fruición la bola de helado que sobresalía del cucurucho; felicidad que no le había tocado en el reparto al Manrrubia pues una mezcla de eterna timidez y de extraño orgullo de no implorar nunca nada le había impedido bajar de la torre desde donde había visionado sin perder detalle el festejo alrededor del carrito de helados, con cierto resentimiento hacia sus compañeros e incluso hacia él mismo. Aguantaría allí hasta mucho después del toque de campana.

La campana sonó cuando el sol aflojaba su poderoso envite y la sombra se diluía en el final de la tarde. Era un toque rápido, bronco, casi disonante para los familiares: notas de bronce sonando a aguafiestas, a esto se ha acabado ya, márchense, no permanezcan ni un minuto más, abandonen el recinto sin más dilación; maldito sonido temido por todos que anunciaba el desgarramiento una vez más, y que ahora les sobrevenía de sopetón cuando apenas habían empezado a reconocerse en el cuerpo a cuerpo; la vuelta a la dolorosa separación tantas veces repetida y no por ello acostumbrada, al contrario alimentada con más fuerza del deseo de la siguiente visita. Las monjas apremiaban a los familiares remolones, fundidos en prolongados abrazos con sus retoños sin querer separarse de ellos, como la Conchi para la que aquél último abrazo sonaba a amargo final de fiesta con fuegos artificiales estallándole en sus entrañas: ¡Vamos!, la visita se ha terminado, ¡venga!, ir acabando. Por la verja estrecha de la portería y hacia la salida fue desfilando la tropa de resignados a cuestas con su dolor doliente de treinta días de vísperas por delante, toda una vida de espera, mientras intentarán sobrevivir cada uno como pueda, aunque alguno ya no aguante ni su propio cuerpo, yendo a tumbos por la vida del hospital a la misera calle donde sólo un cigarrillo y un par de vasos de vino peleón aliviará sus penas; otra esperará en la estrecha calle el abordaje de cualquier desconocido que la violentará doblemente: su libertad y su cuerpo por un precio, con plus de vejación y posible contagio venéreo; esa otra que volverá a la “normalidad” del pabellón de mujeres del psiquiátrico donde se mezclará con enfermas mentales de extraños gestos, unas inmovilizadas como queriendo taladrarle con su paranoica y fija mirada –que ella inconscientemente imitaba-- mientras otras darán continuamente vueltas entre los rincones de la amplia estancia que olerá como siempre a deposición y orines; algunas, madres solteras, se afanarán en dejar como patenas las casas ajenas doblando el espinazo fregando suelos para un menguado jornal que apenas les dará para alquilar una reducida vivienda, húmeda y con poca luz; los del medio rural con trabajos temporales en la labranza de los campos, siega de cereales y recogida de frutas; y los de ciudad con los trabajos manuales más penosos en obras y fábricas; ellas en general dedicadas a tareas domésticas, sumisas, dóciles, sin posibilidad de liberación; pero todos con una obsesión en mente: no faltar a la próxima cita con sus seres queridos, aunque para el padre del Nicasio ya fuera demasiado tarde.

La sala de recreo del pabellón era ahora como un mercadillo después de feria donde los afortunados mercadeaban con los restos de la fiesta: se intercambiaban caramelos, frutos secos, peladillas; se alquilaban para su lectura por módico precio los últimos ejemplares de tebeos y cómics llevados por los familiares; se invitaba a los más próximos a disfrutar del juego de los regalos recibidos, a los que se autoinvitaban los chicos mayores abusando de su fuerza, la que no tardó en descargar el Vílchez contra el Lechuga dándole un guantazo y derribándole: La próxima vez que te chives a tu madre, te parto la cara, quitándole ya en el suelo los caramelos que guardaba en su bolsillo ante la pasividad de los demás; bienvenidos de nuevo a la cotidianidad de sus vidas, la ley del más fuerte, era contraproducente rebelarse, sólo observar y en la medida de lo posible huir de las comprometidas situaciones, saber sobrevivir en aquella selva. Por entre los grupos merodeaban también los marginados implorando de sus compañeros las migajas del festín, pues se sabían doblemente castigados: a la sinrazón natural de su abandono se les unía la artificial del ruin administrador de suspender esos días la cena: para evitar empachos, decía; añorando éstos los tiempos en los que por lo menos les daban un huevo cocido antes de irse a dormir. El Manrrubia bajó de la torre a acostarse cuando ya se habían apagado las luces y de la fiesta solo quedaba el resuello de las respiraciones de sus compañeros que cansados por el intenso ajetreo de la tarde habían caído rendidos en las camas del alargado dormitorio; y se sintió a gusto al amparo de las sombras de la noche, protegido de miradas indiscretas su dolor: un prellanto que humedecía pupilas y emborronaba sueños, y ya no pudo volar, ni escapar porque se sabía sólo, abatido como pájaro con las alas rotas atrapado entre barrotes, de esos que encierran infancias como la suya para la que nunca habría primeros domingos de mes, y amparado en las sábanas con las que se cubrió entero explotó en el llanto. Cuando al fin se calmó, sólo quedó la esperanza.



FranciscoMolinaGómez
(Fui un Manrrubia más, salvando las distancias pues aunque huérfano de ambos padres tenía algunos familiares fuera para los que, seguramente, fui invisible o simplemente no existía. Durante ese tiempo me hicieron sentir vergüenza por no tener a nadie que me echara de menos afuera. ¡Qué vileza! Desde los cinco a los veinte que dejé el orfanato: quince años de absoluto abandono que me marcaron de por vida; heridas entonces, cicatrices ahora, de las que siempre he hecho un alegato a la esperanza. Para todos los olvidados de aquel lugar, los más parias entre los parias, mi recuerdo especial en el relato que nos sobrevino sin haberlo pedido ni deseado)











viernes, 11 de octubre de 2019

FORMA Y FUNCIÓN (A PROPÓSITO DE ARQUITECTURA. VI)












En ocasiones los artistas gráficos se devanan los sesos intentando conseguir la forma ideal de algo que se proponen diseñar para una utilidad concreta, un reto a su capacidad creativa que difícilmente logran, cuando el asunto es más fácil pues los modelos de los que aprender los tenemos ante nuestros ojos: basta observar con paciencia y con todos los sentidos lo que de forma pródiga nos oferta la naturaleza: un nido sin ir más lejos.




De adolescente, entre los dieciséis y diecisiete años de edad un joven y erudito profesor de filosofía, sin dar tiempo apenas a presentarse y a que le hiciera una radiografía sobre su persona, me sumergió ya desde muy temprano en el discernimiento metafísico de las “cosas y sus causas” –en particular las causas primeras--, como el “saber” que constituía fundamentalmente el conocimiento filosófico.
Después pasé períodos de mi vida dilucidando la razón primaria --el embrión-- de conceptos que difícilmente se darían sin la concurrencia de otros, sin que sepamos bien quién es el complementario de quién, cual se erige en inicial y ordena su suplemento, pues el primero no se podría explicar racionalmente sin el concurso con el segundo, o con un tercero, o un cuarto... sin excluirse entre ellos.
Más tarde, durante un largo tiempo de una etapa de mi vida, la de interminables sesiones de tablero de dibujo robándole horas al día, al ocio, y al sueño me obsesionó una de esas cuestiones que oportunamente se me ofertó a la reflexión como axioma para resolver los problemas prácticos que como obstáculos se interponían en mi camino cuando trataba de aprender a amasar el barro, a configurar la materia, a definir la volumetría y la forma cada vez que me enfrentaba al novedoso y complicado, para mí entonces, estudio de la proyectación arquitectónica, por lo que implicaba de incertidumbre aquella disyuntiva que ya a principio del siglo veinte polemizaran los llamados funcionalistas frente a los otros denominados formalistas y que permaneció vigente durante buena parte del mismo, el tiempo de mi formación como arquitecto: ¿Es la forma la que sigue a la función, o es la función la que sigue a la forma?, ya que --pensaba-- tal vez en realidad no exista claramente una jerarquía de dependencia de rango pues ambas podían ser cuestiones iniciales y complementarias indistintamente, adaptando en mi caso la preferencia de una sobre la otra según la conveniencia del discurso en cada uno de mis ejercicios de proyecto de diseño. Aquello nunca me quedó claro, quedando guardado en la carpeta de dudas que mi cerebro archivó celosamente, dispuesto a abrirla en cualquier momento. Siempre hay una ocasión cuando te empeñas en ser un empedernido observador de lo que te rodea.





La forma sigue a la función, ¿o es al contrario?



Aquel invierno particularmente lluvioso iba perdiendo fuerza en la medida en que los días comenzaban tímidamente a alargarse y la luz de la mañana le iba restando, poco a poco, protagonismo a la bruma gris y húmeda con la que había despertado durante muchos días de los meses anteriores, los que permanecí parapetado entre las confortables paredes de mi casa, a la que habían puesto cerco con inclemencia y ánimo de asalto; tanto lluvia como viento, e incluso nieve, pero sobre todo un hiriente frío que amenazaba suspenso en la húmeda y espesa neblina que dejaba gravitando en el ambiente, ocupando todo el espacio exterior, las intermitentes treguas que la lluvia daba después de cada chaparrón; intentando penetrar en la vivienda, colarse por entre las rendijas de los grandes ventanales, obligándome a permanecer encerrado al calor de la calefacción –soy muy friolero y suelo destemplarme fácilmente-- a resguardo del gélido aliento exterior, con su veladura persistiendo parasitada en los cristales del salón por su orientación norte que da al jardín; predio al que mis sentidos habían abandonado ya a finales de otoño, cuando éste empezaba a adquirir una visión decadente y deformada de la exuberante imagen con la que se mostrara en los tiempos de las estaciones verdes, especialmente bien entrada la primavera. En aquellas adversas circunstancias no me interesaba lo que ocurría más allá de los vidrios empañados.

Y la borrosa bruma se fue retirando, cada día más desdibujada, empujada por una poderosa luz que comenzó a perfilar de nuevo las siluetas de las cosas: la protección de ladrillo visto de la terraza; la bignonia con las nuevas hojas sobresaliendo por encima de la pérgola de madera; los sauces llorones al fondo con sus primeras lagrimillas de amarillo verdoso colgando, apuntando sus lloros al césped que lucía un aterciopelado verde rutilante... una explosión de vida que me impulsó a aperturar casi inconscientemente la puerta de la terraza que da al jardín poniendo felizmente fin a mi enclaustramiento de tantos meses; y de golpe los sentidos se me avivaron, rememorando sensaciones ya conocidas pero ahora más intensas: el olor fresco, dulce y suave de la fértil tierra aún húmeda de la que brotaban los renovados árboles como caleidoscopio de verdes con matices en todas sus gamas: desde el verde limón de los sauces al verde esmeralda de los chopos, hasta el más oscuro casi azulado de la arizónica, y a los que sobrevolaban las primeras bandadas de pájaros en particular de uno de plumaje negro carbón y pico de un vivo color amarillo naranja –el mirlo común, creo-- que ha colonizado toda mi urbanización y la de los alrededores, pues ha estableciendo su hábitat, al parecer, en toda la zona noroeste de Madrid, anunciando su renovada presencia –si acaso alguna vez se hubiera ido-- con un singular sonido aflautado, melodioso y grave que cambia, en algunos momentos, a una cadencia rítmica inconfundible a mis oídos por disonante: sriiiiii, pouk-pouk-pouk, sriiiii...

Una nueva etapa. El renacimiento de la naturaleza: la primavera. Todo comenzaba a mi alrededor otra vez después de que plantas e instalaciones del jardín hubieran sobrevivido a los elementos naturales, resistiendo sus agresivos efectos: el arriate de adelfas mostraba ufano, de nuevo, su porte erecto de gran arbusto, uniendo en sus extremos la pérgola de madera con la zona de representación estatuaria donde luce blanca caliza una Venus de Milo, reproducción doméstica de la encontrada en la isla egea de Melos, enterrada, mutilada de brazos... a cuya extraña visión me he acostumbrado, no así un familiar próximo cuando la vio por primera vez en la visita al jardín, dirigiéndose a mi mujer: Oye Niña, acaso es que había mucha diferencia de precio con otra igual, pero con brazos... sin comentarios. La diosa del amor y la belleza mira eterna, impasible sin inmutarse la fuente que rige poderosa en el centro del jardín, y que es estanque, pilar y surtidor, a la vez, en los juegos simultáneos de agua. Todo familiar, todo reconocible, salvo: ¡Eh!, esto que es... parece un... sí es, no hay duda... qué perfección...

Apoyado sobre uno de los soportes de la pérgola, arrimado al sardinel de ladrillo visto de protección de la terraza y al amparo del follaje de la bignonia había descubierto con sorpresa por lo accesible a la vista un nido de pájaros vacío recién construido. Círculo perfecto, como si se hubiese trazado con una plantilla, para un habitáculo de paredes y suelo de pajitas entrelazadas y rigidizadas con barro, formando una concavidad ideal para la futura nidada. Pero donde estaba la pareja de eficientes constructores. Quizás habían abandonado el nido cuando se apercibieron de mi presencia, y ya advertidos pensé que no volverían por aquellos lares. Estuve tentado de trasladarlo a otro sitio del jardín de más privacidad a resguardo de miradas directas que pudieran entorpecer el milagro de la vida. Pero quién era yo para cambiar el devenir de los acontecimientos que otros seres habían decidido: eligiendo aquel lugar habían conseguido que su futuro cubil se asentara sobre base firme y segura, además de obtener fácilmente del jardín todos los materiales que necesitaban.

Ni siquiera me atreví a levantarlo, acaso solo tocarlo para apreciar su perfección de trazado y su curiosa textura. Viendo aquella forma eficiente --redonda para conseguir el máximo de hábitat para los futuros polluelos con el mínimo de materiales, sin rincones donde pudiera quedar marginada cualquiera de las crías, aprovechando la rigidez del círculo para las paredes que crecían al exterior en espesura de paja, palitos y broza, aglutinados por el barro, haciendo un contenedor indeformable y compacto-- rememoré el discurso que mi mente había archivado en su día y que mi memoria traía a colación ahora: ¡Ay carajo! pues va a ser que lo primero es indefectiblemente la forma, dándole inicialmente la razón a los formalistas: concebir primero el ingenio para la función deseada; en el símil sería como el guante que espera su mano antes de que esta aparezca; ¿pero la mano se adaptaría a la perfección al guante?; sería suficiente la dimensión para el número de crías, se encontrarían seguras, recogidas y protegidas en aquel reducido espacio desde su nacimiento hasta su madurez cuando ya pudieran volar y valerse por ellas mismas... No quise engañarme con aquellas primeras apreciaciones y seguí esperando acontecimientos con impaciencia. Lo dejé allí, en el mismo lugar, expectante, por lo que decidí interferir lo menos posible en el desarrollo de la futura anidada, si es que esta se llegaba a producir. Al principio cumplí con aquella intención, pero más tarde mi curiosidad... era imposible no estar todos los días pendiente de novedades. Y vaya que las hubo y no una:cuatro.

 
No sé que era más fuerte si mi sorpresa de aquella mañana cuando irreprimiblemente me asomé al nido o la emoción de privilegiado espectador. Tan cerca que los podía tocar. Qué maravilla. Allí estaban, agrupados en el fondo del nido: cuatro huevos de color verdoso azulado con moteados en ocre habían aparecido de la nada como por arte de magia de un día para otro. Embriones de vida en potencia, envasados en duras cáscaras ovoides que les protegían del exterior, acoplándose al fondo semiesférico del suelo del nido para un mejor reparto del calor en la incubación. Perfección de forma. No tardé en comprobar su lisura pasándole suavemente la yema de los dedos por uno de ellos; extrañándome aquel absoluto abandono, aquella desasistencia de alguno de los progenitores en la tarea del empollamiento. Quizás éstos se habían apartado del nido percatados de mi salida a la terraza y seguramente me estuvieran observado a corta distancia parapetados en la maleza del jardín. Posiblemente lo habían hecho ya la vez que descubrí el nido. Ahora sabían que no les haría el menor daño. Creo que desde entonces se estableció entre la pareja y yo una relación de forzosa convivencia, aunque no de confianza pues siempre me negaron su presencia.

No tenía ni idea de cual sería el tiempo necesario de incubación para que las crías eclosionaran de su cascarón por lo que le impuse a mi curiosidad un tiempo prudencial de tregua a fin de que la experiencia de la vida llegara a buen puerto. Me abstuve de salir a la terraza durante ese tiempo, aunque vigilaba escondido en el salón tras los estores de las ventanas, momentos en los que observaba ansioso el proceso de incubación, con un progenitor encima de los huevos con medio cuerpo ocupando todo el nido, sin inmutarse, quieto como extasiado sin apenas moverse para cambiar de postura. De cuando en cuando se acercaba la pareja de un negro tizón con una lombriz o insecto en su pico naranja: No hay duda se trata de una anidada de mirlo común, los que después excretarán irrespetuosamente en cualquier sitio del jardín: cerca, muretes, terraza, mobiliario, plantas... con esas enormes cagadas que no hay manera de limpiarlas... y si no al tiempo; espetaba por lo bajo mientras observaba. Escatológico futuro asunto que quedó olvidado ante la tierna visión de lo que contemplaba bastantes días después. Quién no se enternece ante la pollada recién nacida: tan pequeños, tan desvalidos, tan desnudos con apenas restos de fino plumón, acurrucados unos contra otros dándose calor, ocupando ya seguramente su sitio que empezarían a defender con sus garras y picos, aún muy tiernos, de los empellones de sus hermanos durante su crianza, haciendo prevalecer su presencia frente a los otros en las reclamaciones de la comida, en la atención de los padres, en la colonización de su espacio... en la supervivencia en fin para no ser el más indefenso en la nueva experiencia que acababan de estrenar. La competencia comenzó desde el primer día: uno de ellos estaba literalmente enterrado en los cuerpos calientes y desnudos de los demás, mientras otro aparecía expuesto en toda su vulnerabilidad al ambiente...



Al arrullo de la fina broza, adormilados como los bebés recién nacidos, con los enormes ojos cerrados a cal y canto, sin visión, en un sopor de sueño en el que sólo la agitada respiración mostraba indicios de que estaban vivos, estrenaban hermanados los primeros días de su existencia. Viéndolos así de tranquilos y confiados reposando en la cama de paja parecía que la esperada mano se había introducido con satisfacción en el guante. El celebrado contenedor cumplía a la perfección su función, ¿pero sería así siempre? pues aquí al contrario que en el símil la pollada iría creciendo mientras el nido se mantendría invariable. Habría alguna relación de forma instintiva entre el número de crías –cuatro-- con la capacidad del nido, al igual que en el guante la dimensión de cada dedo –todos distintos-- con su envolvente. Si fuera así, si el ave concibió la forma en virtud de códigos ya inscritos en su instinto animal según la pollada a criar –cavilaba--, aquella primera premisa de la forma como causa primera de la función que apreciara al principio se invertiría, pues el guante se había confeccionado teniendo en cuenta el tamaño de la mano, y entonces tendría que darle la razón a los funcionalistas. Qué lío: Estoy más confuso que tiempos atrás. Tendré que seguir observando la evolución de esta fascinante aventura de la vida en la que he puesto todas las expectativas de biólogo aficionado y de paso dar alguna luz a la disyuntiva que me interesó durante el tiempo de estudiante... bueno y ahora. Es fascinante.

¿Dónde está la clave de esta última reflexión?, me preguntaba: Quizás en algún dato que el devenir de los acontecimientos me mostrará seguramente. Seguí como al principio: expectante, observando día a día la evolución de la vida, cómo esta aprovechaba su oportunidad en cualquier resquicio que se le ofreciera; cada vez más sorprendido del instinto de supervivencia de los guacharros –así llamaba de pequeño a las crías de pájaro-- con los picos abiertos como enormes embudos naranjas, sin cansarse, sin cerrarlos, como reclamos, tanteando a ciegas en el aire el pico de sus progenitores con la ansiada carnaza de lombrices, gusanos e insectos; peleando por el alimento, compitiendo desaforadamente entre ellos, cada uno reclamando su atención con agudos sonidos guturales: Quién no llora no mama, dice el refrán popular… y era cierto pues había uno que siquiera protestaba, el que menos peleaba, al que alimentaban cuando ya se saciaban los demás. Se le notaba por días un visible déficit de crecimiento. Era ya, y sería para siempre, el más indefenso, hacia el que mostraba cierto sentimiento de lástima y ternura, y al que rescaté en cierta ocasión de la tierra del jardín adonde había caído desde el nido.



Sucedió pasadas un par de semanas, cuando el cuerpo de las crías empezaba a aparecer cubierto de un plumón negro y el tiempo del jardín había hecho brotar en profusión flores blancas en las adelfas y anaranjadas en la bignonia, éstas ya tan abiertas en sus pétalos acampanados ofertando ser polinizadas como las bocas de las aves reclamando su ración de sustento; a juego ambas en el color como si cuatro de aquellas flores hubiesen caído casualmente al nido. Transcurría el tiempo que seguía marcando una ya desaforada curiosidad. Una mañana de tantas: ¡Anda!, falta uno... y eso... dónde está... es imposible... si todavía no pueden volar, e inmediatamente tuve una corazonada. Bajé al jardín y me apresuré hacia la zona de debajo de la pérgola. Lo identifiqué enseguida. Su cuerpo encogido, su retraso en el crecimiento de las alas, su resignada postura sin protestar... era él, el más vulnerable, el paria del nido. Ni siquiera en el suelo desposeído de su zona de confort profería ningún sonido que denotara petición de socorro o auxilio. Cuando lo ahuequé en la palma de la mano noté en mi piel una sensación extraña de suavidad y calor a la vez. Le pasé la otra mano acariciándole el dorso comprobando el plumaje de las incipientes alas que le crecía más recio que el resto del cuerpo, a cuyas muestras de afectividad no reaccionó. No se inmutó lo más mínimo, permaneciendo callado y sumiso: Quizás se haya caído accidentalmente del nido o expulsado de éste por sus compañeros más fuertes ante una situación de overbooking en el confortable hogar. Si así fuera, si al final se demostrara que la concepción de la forma del nido no era suficiente para satisfacer las necesidades de las crías en su evolución hacia su estado adulto, mi desconcierto sería mayúsculo pues aquello me indicaría que la mano no entraría en la forma del guante al estrecharse éste en el acoplamiento de los dedos impidiendo su correcto funcionamiento, haciendo inviable el planteamiento de la disyuntiva que tiempo atrás me ocupara, iba cavilando mientras subía de nuevo a la terraza. No fue así pues cuando lo reintegré del nuevo al nido había espacio suficiente para todos. Lo coloqué en el sitio al contrario del que ocupaba el que parecía el más grande, el más adelantado, quizás el más astuto y tramposo, o tal vez el mejor superviviente, que mostraba un lustroso aspecto casi de adulto, sin que ninguna de las otras crías se asustaran de mi presencia, ni les intimidara el roce de mi mano sobre sus cuerpos. Estaba claro que, al contrario de sus progenitores, habían aceptado mi presencia; o es lo que creí en aquel momento cuando aún no tenían desarrollado el sentido de la vista apreciando sólo sombras y manchas... después descubrí que siempre había sido un intruso.

El dato que ansiaba conocer para resolver de una vez la disyuntiva llegó desgraciadamente envuelto en un caos, en un dislate, en una disparatada confusión tanto para la familia de pájaros que entraron en estado de pánico y estrés con trágicas consecuencias, como, especialmente, para mí que lo había provocado sin intención, sobrepasándome los acontecimientos de lo que supuso el final brusco de aquella experiencia natural: una espantada al grito de ¡sálvese el que pueda!, incluso para mí. Habría pasado ya casi un mes desde que nacieran las crías cuando en una de aquellas rondas en el nido, que mi curiosidad le seguía imponiendo a mi voluntad, me apercibí de que una de ellas, la más fornida, ejemplar casi adulto luciendo ya un desarrollado plumaje, estaba fuera del nido y posada tranquilamente debajo de éste en uno de los travesaños de madera de la pérgola. Situación que mi mente procesó rápidamente como anómala, y creyéndome otra vez en el salvador providencial de aquella prole que para ello --pensaba-- me habían aceptado, ni corto ni perezoso, no pensándomelo dos veces, la cogí confiado de su docilidad para depositarlo a continuación en el nido abarcándole por detrás con la mano todo el cuerpo del ave, la que ante mi sorpresa empezó inmediatamente, como un resorte, a agitarse entre mis dedos, percibiendo con estupefación a través de la mano la angustia del animal al sentirse atrapado así como su continuo forcejeo en los intentos desesperados de zafarse de la “zarpa” que le oprimía, emitiendo agudos chirridos que alborotaron al resto de sus hermanos organizándose un guirigay, una baraúnda de gorjeos como gritos; un ruidoso jaleo con aspavientos de los componentes del nido como si les atacara un depredador que puso en alerta a los progenitores que, saliendo rápidamente de alguna parte del jardín, donde estaban parapetados vigilantes, agravaron aquel inicial desorden con una serie de chillidos precipitados, ruidosos y amenazantes, aleteando sin parar delante de mi cara, desafiantes en defensa de sus crías, produciéndome tal estupor que lo solté antes de que me diera tiempo a reintegrarlo en el nido, saliendo disparado en el aire como si de repente frente al peligro se le hubiera activado su instinto de volar. Momento culmen de la espantada abandonando todos precipitadamente el nido, cada uno como pudo, en una huida a medio andar y medio volar torpe por el jardín siguiendo a los adultos hacia la amplia zona ajardinada comunitaria parapetados en la escapada entre la maleza de las adelfas y la arizónica del vecino, con gran alboroto y ruido de aleteos, desvaneciéndose todo aquel alboroto por encima de la cabeza de la Venus de Milo como efímero sueño de diosa. Después siguió un extraño silencio. Parecía que el mundo se hubiera detenido; el tiempo de unos segundos que me parecieron eternos. Miré el nido vacío y aún no entendía lo que había sucedido, ni el porqué.

Bajé al jardín intentando reconstruir el camino de la huida por si hubiese quedado atrapado alguno entre el follaje y entonces hice el penoso descubrimiento: en el estanque de la fuente, cabeza abajo y con las alas abiertas a ambos lado yacía ahogada la cría que tiempo atrás rescatara del suelo; una vez más la supervivencia se rompía por el eslabón más débil; el pánico aumentado por su desvalimiento le había impedido entender la ruta de salvación que los padres habían marcado para todos ellos, tomando el itinerario equivocado. Impresionado y algo trastornado, sintiéndome culpable del trágico final la rescaté del agua y la deposité bien escondida entre la espesura de una planta tapizante de flores aromáticas que regía en el centro del jardín comunitario como última morada, en desagravio a mi torpeza. Me sentí afectado un par de días, momentos de reflexión sobre todo lo que había sucedido: sobre los precipitados finales de recorrido cuando siquiera acabas de comenzar a caminar; sobre la vida y las actitudes en la supervivencia muchas veces condicionadas ya al enfrentarnos a ella: ¿porqué sucede a menudo que si eres discreto, si no haces ruido, ni no armas jaleo, si no montas pelea... desgraciadamente no prosperas?; sobre el miedo a quedar atrapado en las garras que aprietan voluntades y que te impiden ser libre, volar; sobre las encrucijadas con itinerarios equivocados; sobre mi profesor de filosofía cuando era adolescente; sobre las innumerables dudas que me dejó; sobre la metafísica; sobre las causas de las cosas; sobre la causa formal: Forma est quo ens est id quod est, vel tale quale est (Forma es aquello por lo que una cosa es lo que es o tal como es); sobre los errores que cometemos sin quererlo en el transcurso de nuestra existencia, como el haber interferido todos aquellos días en los designios de la naturaleza creyéndome ingenuamente capacitado para intervenir, modificar, desviar... el curso de los acontecimientos naturales, de sus sabias leyes. Qué legitimidad me asistía en el hecho de haber impedido bruscamente el discurrir natural y propio en la evolución de la crianza del polluelo ya casi adulto que habiendo abandonado voluntariamente el nido, estaba preparado, seguramente, para iniciarse de manera progresiva y durante algunos días en la extraordinaria experiencia del vuelo que le llevaría a su plenitud como adulto y al que le seguirían los demás conforme iba quedando menos espacio en el nido --sabia decisión formal de la naturaleza--, emancipándose de sus progenitores, los mismos que ya les habían transmitido en sus genes cómo deberían construir su futuro nido en razón de la prole a criar confluyendo forma y función al mismo tiempo: forma primaria, círculo, integración, totalidad, incubación, percepción, calor, confort, compañía, infinito, comodidad, desarrollo, vida, símbolo cósmico, libertad, volar... en definitiva una forma ideal para un complejo programa de vida... lo que hubiera sucedido de no haber concurrido allí una variable no esperada: mi obstinada presencia. 




FranciscoMolinaGómez
(Mi único consuelo a aquel dislate fue el de rescatar de la carpeta de dudas de mi cerebro la tan traída disyuntiva, bueno más bien darla de baja pues de aquella experiencia llegué a la conclusión de que las dos causas formales –mano y guante-- cohabitaban en el mismo acto y al mismo tiempo, sin la prevalencia de una sobre la otra. Debate arquitectónico en claro retroceso en los últimos tiempos, donde han aparecido contenedores universales polivalentes que acogen cualquier programa de edificación, y a la inversa. Nada nuevo en el cambio de pensamiento propio de los ciclos históricos)