lunes, 1 de diciembre de 2014

LA BELLEZA DE LO IMPERFECTO



















El niño "Kruchev", en la escalinata del pabellón de mayores del orfanato, sentado en el extremo derecho de la segunda fila --visualizando de abajo arriba--


Dice la Wikipedia, refiriéndose a Nikita Grushchov --también conocido por Nikita Kruschev--, sucesor de Stalin como dirigente de la Unión Soviética entre los años mil novecientos cincuenta y tres a mil novecientos sesenta y cuatro:"... cuando Jrushchov tomó el control, el resto del mundo todavía sabía muy poco de él e inicialmente no quedaron impresionados por él. Era bajo, corpulento y vestía trajes desajustados, "irradiaba energía pero no intelecto" y fue desestimado por muchos, calificándolo como "bufón que no duraría mucho tiempo". El Secretario de Relaciones Exteriores británico Harold Macmillan se preguntó: "¿Cómo puede este hombre gordo, vulgar con sus ojos de cerdo y un flujo incesante al hablar ser el líder y aspirante a zar para todos esos millones de personas?
El biógrafo de Jrushchov, Tompson describió al voluble líder: "Él podría haber sido encantador o vulgar, exuberante u hosco, le dieron muestras públicas de rabia (a menudo artificiosas) y crecientes hipérboles en su retórica. Pero fuera lo que fuera, con lo que se hubiese encontrado, él era más humano que su predecesor e incluso que la mayoría de sus homólogos extranjeros, y para gran parte del mundo él fue suficiente para hacer que la URSS pareciera menos misteriosa o amenazante..."

Para entonces ya estigmatizado en su "ateísmo bolchevique" por el nacional-catolicismo que regía en aquel orfanato: Nikita Kruschev era en el inconsciente de las monjas la representación viva del demonio... de su fealdad... Y no tardaron mucho los niños internos en reconocerla en uno de ellos; en conocer a su propio "Kruchev"








Kruchev perdió su nombre de pila desde el mismo instante en el que ingresó en el orfanato de Armilla, ciudad próxima a Granada: Ha venido un niño nuevo, ¡es muy feo!... : A lo mejor es Kruchev... : ¡¡Sí, es Kruchev!!, ¡¡el nuevo es Kruchev!!, ¡¡el nuevo es Kruchev!!...:¡Eh, tú!...¡¡Kruchev!!..., y así aquel niño de aspecto rudo quedó bautizado otra vez y con otra agua: la turbia de la "canallería juvenil" de los otros niños que se regodeaban en la burla de la mella física de su fealdad y que le infligían sobre todo aquel primer día la mayoría de los que tenían mote consolidado: Bicho, Enterao..., motes a los que en su día se acostumbraron pronto --qué remedio--, y de los que sólo se desprendían unos instantes: los segundos de tiempo en los que, con dilatada periodicidad, se reconocían --¡presente!-- en los nombres y apellidos que la monja coreaba a viva voz desde la puerta del comedor, leyendo --mientras atentos permanecían todos de pie-- los datos escritos en aquellas cédulas de identificación: pequeños papeles que les ligaban a su reciente existencia, gracias a los cuales Kruchev, como el resto de internos, arraigaban por momentos en sus verdaderos nombres; en el tiempo de su nacimiento; y en el suelo que le dio soporte: el de él, la tierra de Lanjarón.

En Lanjarón, localidad balnearia, aposentada en el inicio de subida de la ruta de las Alpujjaras Bajas granadinas, a la que se llagaba por la vieja y estrecha carretera de la costa; una mujer sóla, pobre, avejentada, marcando curva ya al inicio de la espalda por la continua doblez hacia el suelo de las fincas que cuidaba, se conformaba en aras al bien de su hijo a su obligada renuncia, sin apenas muestra de resignación; al contrario: agradecida, dándole gracias al cielo de que le hiciera caridad por ayudarle en el ingreso de su hijo en el orfanato, donde le darían lo que ella no podía: casa, instrucción y un oficio con el que conseguir un trabajo que le haría ser un hombre de provecho el día de mañana... lo que no conseguiría de quedarse allí con ella, ayudándole en las tareas agrícolas, sin escolarizar... pero a ratos cuando en la soledad del cuartucho donde vivía se acordaba del día que lo dejó allí en aquel edificio grande --pabellón de muros de ladrillo-- a donde le acompañaron para entregarlo a las monjas, e inmediatamente después, sin tiempo casi a despedirse, separarse indefinidamente de él, no podía evitar que enrojecieran sus ojos y que de aquel brillo de fuego brotaran límpidas lágrimas silenciosas; esas que por invisibles no importan a nadie; las que sólo sirven para desahogarlas en suspiros, para acallar la amargura de la separación de parte de uno. Aquella prematura doblez ya se marcaba en las rigurosas ropas negras --como el carbón-- que vestía, en respuesta al duelo de su viudez que se prolongaría durante toda su vida. De aquella guisa: saya, vestido de falda y delantal hasta los pies y calcetines de algodón embutidos en unos viejos zapatos de hombre se presentaba cada noviembre en el pabellón de menores, arrastrando un enorme saco lleno de castañas que mostraba un volumen mayor que su cuerpo y al que sobrepasaba cuando, vertical, lo apoyaba en la pared del comedor.

¡Qué gran generosidad en la pobreza!: ¿Cómo aguantaba desde tan lejos arrastrando aquel enorme peso?... para al final, poder ofrecer a cada niño un puñado de castañas. ¡Cuánto agradecimiento a todos y a todo!... dando las gracias porque aquel ímprobo esfuerzo tuviera la reconpensa de poder ver y estar con su hijo aunque fuera unos minuitos. Su expresón de felicidad en el encuentro, clamaba en su rostro que el esfuerzo hasta el agotamiento había valido la pena en su inmensa alegría del reparto de las castañas y, sobre todo, de besar a su hijo.

Madre e hijo juntaron sus caras, que eran la misma, idéntica rareza de gestos en una única prolongación con la misma expresión: la extraña mirada de la madre, como de persona bizca por la casi cerrazón de uno de los ojos, era la propia del hijo, lo que les imprimía un duro entrecejo que agrandaba la frente, agudizada en el caso del niño por las tempranas entradas sin pelo que descubría el rapado cabello. Los dientes eran igual de desproporcionados y del mismo color --sucios--; los que siempre mostraban al mantener constantemente ambos una mueca de boca abierta. Aquel gesto --dándole a la expresión cierto grado de idiocia-- se agravaba en el caso de Kruchev pues el gesto de la boca abierta se escoraba lateralmente, y muy pronunciado hacia el ojo semicerrado, en otro más extraño aún, cuando basculando la cadera y elevando el pie derecho de su recio cuerpo, y sin pruritos, se rascaba gozosamente y de forma prolongada el culo; acción vulgar a la que seguía una escandalosa sonrisa de dientes sucios cuando cualquier compañero le reconvenía asestándole una sonora colleja en el cogote. Nunca se molestaba en el desprecio y el agravio; siempre sonreía, incluso cuando le degradaron al poco tiempo de su ingreso con aquella "broma", que era más una vejacción.

No era al primero que se la hacían: ¡Vamos a hacerle el agareo a Kruchev!... : Eso ¡el agareo!, ¡el agareo a Kruchev!... Lo cogieron entre varios tumbándolo en volandas mientras otros le bajaban los pantalones --lo que no fue muy complicado habida cuenta que siempre los llevaba medío caídos-- para después hacer lo mismo con los enormes calzones blancos que quedaron en las rodillas junto al pantalón cuando ya mostraba a la vista de todos su sexo preadolescente, al que inmediatamente, y de manera compulsiva, empezaron a escupir unos y a embadurnarlo de barro otros, en un espectáculo humillante de risas y vituperios, y al que no se resistía Kruchev --acción en su caso de inútil esfuerzo, al estar sujeto por manos y pies en aquella inconveniente postura de levitación--; al contrario, se reía también con ese registro hosco de rural cuasi básico, incluso cuando iba corriendo de extraña guisa --con los pantalones y calzoncillos al final de las piernas-- hasta el pequeño pilar adosado a las letrinas del patio, a limpiarse. Mostraba un sorprendente aguante a la humillación. Nunca se encolerizaba, todo lo contrario: siempre sonreía; y lo que era del todo sorprendente era que nadie lo había visto nunca llorar.

Pero no todo era escarnio. Con el paso del tiempo en obligada convivencia con los demás niños fue mostrando sus habilidades agrícolas. Cuando ingresó Kruchev en el pabellón de menores ya existían los huertos: pequeñas parcelitas adosadas a las tapias del patio en donde los internos intentaban aprender, por su cuenta y riesgo, el arte del cultivo. Gracias a la dedicación a ellos aprendieron más de botánica que lo que estudiaban en la enciclopedia Álvarez. La plena satisfacción de relación que no encontraba con sus compañeros, la proyectaba Kruchev, primero en los empeños de preparar la tierra: los cabellones de tierra en sinuoso camino de vaivén para el riego o las ingeniosas disposiciones de la caña donde despues se enroscaban las tomateras y legumbres..., y después en la siembra de las semillas: pimiento, tomate... guisantes..., y de la fruta: melones y sandías que guardaba de los postres que le daban, después de dejarlas secar. Había que regarlas mucho por el calor, y Kruchev hacía interminables viajes de ida al grifo de la pila del agua adosado a las letrinas y vuelta para escanciar el agua en el terreno, y que vertía de aquel extraño contenedor parecido a un sombrero chino: remate metálico de chimenea que nadie sabía cómo había llegado hasta allí; tampoco importaba: simplemente le dieron uso, y en su utilidad por todos, persistió en el tiempo. Delicados cuidados que las plantas devolvían en profusos brillantes colores: verdes, rojos, amarillos... más lustrosas sus plantas que las de sus compañeros; las que en ocasiones eran pasto de los gorriones y otras aves que se prodigaban en el patio en primavera y verano, o de la voracidad de los propios internos que, a veces, no esperaban ni a que maduraran...; no importaba: el estaba contento con aquella obsesiva dedicación al cultivo del huerto, visitándolas siempre a primera hora de la mañana regocijándose en su crecimiento...,sintiendo recibir de aquellas plantas el afecto que le negaban sus compañeros..., dedicándoles, por ello, todo el tiempo del mundo, incluso a pique de sufrir alguna insolación, como aquella tarde de verano que, a pleno sol, limpiaba las matas de broza y malas hierbas que depositaba en una esportilla de goma; otro de los pocos objetos extraños supervivientes y que aquel día le salvó de una --o varias-- segura pedrada.

Fulgencio, el guardián hospiciano que auxiliaba a las monjas en las tareas de vigilancia, desde la sombra que sobre el suelo del patio proyectaba el pabellón, donde se guarecían del implacable sol los internos que custodiaba, tensó hasta el máximo las gomas de entre la horquilla de palo de rama de morera y disparó la piedra hacia la figura solitaria que se movía enfrente, en la insolación de las tapias, probando su nuevo recio gomero que un secuaz le había elaborado expresamente para él: un peligroso capricho. La piedra fue a rebotar con fuerza cerca del cuerpo de Kruchev y golpear contra la tapia, advirtiéndole del peligro del que se puso a cubierto: parapetado en la recia goma de la esportilla, en la que golpeaban con fuerza, sonando en golpes secos, las piedras que, disparadas por Fulgencio, rebotaban en el improvisado parapeto, oyendo intermitentes sus amenazantes impactos que hacían vibrar toda la esportilla, ahondando la goma en el punto de contacto con la piedra... y así durante un buen rato hasta que decidió ponerse a salvo... sonando más fuerte las pedradas conforme corría, sin soltar el capacho, hasta donde estaban los demás internos y el propio Fulgencio, el que consciente de la ineficacia del gomero en la distancia corta, le dio con él en la cabeza --cuando lo tuvo al lado-- por haberle fastidiado el ensayo de la novedosa arma; mientras Kruchev se reía escandalosamente por su puesta a salvo. En la siguiente encerrona no tuvo tanta suerte.

Qué bueno que siempre haya un tonto que nos divierta, que nos entretenga, debió pensar el tal Fulgencio ideando aquella maldad --su perversa y retorcida mente no tenía descanso--, valiéndose aquel mes de inicio del otoño de antiguas costumbres que aún les rebrotaban a los internos de vez en cuando: las batallas a pedradas; aquellas particulares guerras en las que las piedras se convertían en proyectiles. Un profundo silencio separaba a los dos bandos, que era roto por un estruendo de voces que, como trueno, rugían en el ambiente del patio, y al instante una plaga de piedra, acompañadas de gritos y mucha furía, caían a uno y otro lado, como ritual purificador, catarsis colectiva, vuelta al estado primigenio: a la ley del más fuerte. En ese trance de enfrentamiento abierto fue cuando Fulgencio empujó al centro de los contendientes a Kruchev en misión de paz, con un trotar raro --el que sólo le permitía a sus pies los pantalones medio caídos, y a medio sujetar por un cordel en la cintura-- portando un pañuelo blanco que enarbolaba en lo alto de un palo; y tanto se metió en la refriega; en la peor zona: en la del tiro cruzado, que una piedra le impactó en la cabeza y lo derribó al suelo; instante para dar por acabada la guerra y hacer balence final: ¡Qué aparatosa es la sangre en la cabeza herida de un tonto! Por supuesto a la monja de guardia le dijeron que se había caído al suelo, mientras lo evacuaban al botiquín a que don Eduardo --un practicante sanitario muy mayor y ya torpe, y del que nadie sabía porqué no lo jubilaban-- con la delicadeza que le caracterizaba --era muy buena gente-- le curara la herida; devolviéndolo después al pabellón donde Kruchev exhibía su herida de guerra en la auforia del héroe, casi con orgullo, riéndose...

Aquel mismo otoño los castañares de Lanjarón --especies arbóreas de gran porte y extensa copa que se prodigaban en abundacia por sus tierras-- dieron una gran cosecha de castañas, ante el alborozo de la madre de Kruchev que no daba abasto recogiendo tan abundante fruto. De seguir recogiendo de aquella manera, aquel noviembre llenaría el saco más grande y voluminoso --pensó la madre-- de los que había llevado al orfanato; y así lo deidió, iluminándosele la cara de alegría al pensar que repartiría más castañas entre los compañeros de su hijo, al que volvería besar; hacía bastante tiempo que no lo veía. Se regocijaba en el feliz encuentro por lo que no reconocía obstáculo alguno para transportarlo hasta el orfanato; ni siquiera la enorme distancia. Su esforzada partida hasta Dúrcal --localidad a unos quince kilómetros en descenso hacia Granada-- por la vieja carretera la dejó exhausta. En la capital del valle de Lecrín, la madre subió el pesado saco y se acomodó junto a él en el tranvía que le llevaría hasta la estación de Armilla. Mientras arrastraba a la espalda aquella carga por la carretera que unía la parada con el orfanato se daba ánimos en sus últimas fuerzas y en la proximidad del final del trayecto. A punto del desfallecimiento muscular logró la madre, al fin, apoyar el saco que le sacaba tres cabezas en altura vertical, sobre la pared del comedor ante el revuelo y regocijo de los internos, que comían en ese momento: ¡Bieeeeennn!... y ahora al juntar las caras ella se apercibió de la herida ya seca en la frente del hijo, y sacando un arrugado pañuelo de un bolsillo de la negra falda, mojándolo en su saliva, lo aplicó amorosamente sobre la huella de la reciente pedrada en la frente, en el agrado y complacencia del hijo: agradeciendo aquella muestra de amor... y aquel año hubo más castañas para sus desagradecidos compañeros que continuaron con sus indolencias hacia él.

Después del feliz encuentro y ya sentado Kruchev en el banco de su mesa del comedor, su cara en la que persistía la misma fealdad de siempre era, sin embargo, un poema de felicidad, hasta que alguien pasando junto a él y dándole una colleja en el cogote le increpó con burla: ¡¡¡Tu madre es más fea que tú!!!..., ¡¡¡tu madre es más fea que tú!!!...; congelando de golpe la sonrisa de dientes sucios de su cara... la que se fue apagando, lenta e inexorablemente, conforme viajaba en el torbellino del agujero negro de una inmensa pena interior que reflejaba, al exterior, una bloqueada expresión de desorientación y desconsuelo, con la mirada triste, pidiendo auxilio como naúfrago en borrascosa tormenta... y en el acto una contenida lágrima se abrió camino en aquel ojo semicerrado, y en el misterio del fluir cristalino del sentimiento humano más antiguo que se manifestara ahora en aquel ojo seco del que nadie vio alguna vez brotara lloro..., mientras las lágrimas brillantes recorrían silenciosas las mejillas..., afloró en aquel rostro "imperfecto" su escondida belleza.



FranciscoMolinaGómez
(... después de algún tiempo juntos en el pabellón de menores te pasaron al otro pabellón, al de mayores, y te perdí la pista --como la de tantos otros--, y en mi afán por recuperar "nuestra" memoria he hallado una fotografía donde estás y he reflexionado sobre aquella "canallería juvenil" de la que no teníamos toda la culpa: éramos, al igual que tú, víctimas en sufrirla también, y hoy no me duelen prendas haber escrito esta justa historia con detalles fabulados, en la que hay muy poco de ficción y mucho de verdad... y en ella me he redimido... ¡hasta siempre Juan!)


















2 comentarios:

  1. ¡Qué grande eres Paco! A esta historia tan triste y cruel has sabido darle ese toque de empatía y humanidad que te caracteriza. Al leer las primeras líneas, me he precipitado otra vez sobre la foto con mucho interés. Quería reconocer a Kruchev. Lo he reconocido, como a dos o tres más de la foto, cuyo nombre no recuerdo. Cuando lo pienso, es terrible que en la educación nos hicieran cómplices y participes de tal desprecio. Gracias por contar con tanto sentimiento esa realidad que fue la nuestra, y la de otros compañeros. La belleza en la fealdad, es fuerza en la debilidad, es belleza interior, es belleza exterior. Ánimo Paco, sigue ofreciéndonos tus maravillosas entradas. Un fuerte abrazo.
    Quiqui

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    1. ¡Hola Quiqui! Todos los que seguís emocionándoos con estas historias humanas sois iguales de importantes para el relato que el que lo escribe. Cuando además el que se conmueve es alguien que lo ha vivido contigo, la emoción es mayor. Entre todos contribuiremos a montar este rompecabezas en el que las piezas sólo encajarán si son verdaderas: ni intentar imitaciones u otras.
      Hay muchos niños de nuestro tiempo por decirte algunos: Churriana; Manolito "de las muletas"; Milindres; Felipe; Guarda, Joseíco...
      Si en la foto hay alguna imperfección que desdijera la condición de "humano", de "persona" no está en ninguno de los chicos, sino más arriba, en los empleados, en dos "individuos de orden", los de gafas: el del bigote: Antonio Carmona un abyecto y totalitario celador y el calvo: Manzano "El Rana" un auténtico sátrapa con el que mantuve una particular guerra... seguro tendrá, por méritos propios, su entrada en el blog.
      Cuando ahora he evocado la dureza de aquel chico en la burla y el infortunio y, a su vez, la fragilidad en la impotencia porque le respetaran el sentimiento de ligazón humano más básico, hasta provocarle el llanto... de aquel recuerdo que almacenaba, se me pone el vello de punta.
      También es bello contar la realidad de lo que aconteció, y en esa verdad redimirse.
      He escrito también la entrada inversa:LO IMPERFECTO DE LA BELLEZA, creo puede ser algo impactante para el recuerdo pero necesario para alcanzar el sosiego del pasado; no sé cuando lo publicaré.
      Con vuestros ánimos --familia y amigos-- os aseguro que seguiré en el empeño. Qué misterio éste del lenguaje: cómo unas palabras detrás de otras formando frases escritas desde el sentimiento provoca revivir la realidad de hechos pasados, logrando que al final nos emocionemos.
      Gracias de nuevo por tu ánimo.
      Un abrazo muy, muy fuerte.

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