miércoles, 1 de abril de 2015

PERDONA A TU PUEBLO SEÑOR










1971. Armilla. Granada. Salón de actos del orfanato: Santa Cena. Escena estática sin diálogos; sólo comentarios en voz del narrador, de cuyo montaje y dirección se ocupó el propio Jesús --un rubio barbudo que apareció por el orfanato y que en la imagen hacía de Cristo--, al que miro extasiado junto a él, con las manos juntas, muy en situación de aquellos días, en una foto de plano corto en donde a mi lado identifico a Sabiote como otro apóstol. 

Llegaban de fuera, en grupos, en los días de marcas de ceniza en la frente, con sus sotanas ceñidas en apretada faja a la cintura, sus breviarios de ejercicios espirituales, sus aseados rostros parecidos, sus gestos imitados de las manos, sus mismas poses de predicadores de púlpito, acusándonos de la nueva infamia --la particular de cada uno de nosotros, aún niños, temerosos, apretujados hombro con hombro en los bancos de madera del salón del pabellón del orfanato--, de la culpa del sacrificio que en breve tiempo, al igual que todos los años por estas fechas, se iba a reeditar: nuestros pecados habían propiciado un nuevo martirio de la cruz...; después se marchaban dejando en nuestras conciencias sus miedos, sus dudas, sus culpas... y las cruentas imágenes de una muerte muy violenta. Al poco tiempo todo enmudecía: los juegos, las risas... hasta el propio silencio, sólo roto por los cánticos lastimeros --"Perdona a tu pueblo Señor..."-- que se alzaban suplicantes en el aire de los patios cuando en ordenada formación los transitábamos en el vía crucis viviente...; y el ambiente adquiría durante unos días un perenne color gris ceniza como el de las marcas de la frente...











Y cada año, durante bastante tiempo, vivíamos todos los internos del orfanato aquel primer recogimiento como antesala de una ciudad entera, después, en duelo oficial con manifestaciones religiosas por abigarradas calles de Granada de creyentes, viviendo con respeto el discurrir de los pasos procesionales levitando por encima de sus cabezas a ritmo de redobles de tambores; flanqueadas las figuras a los lados por toda una legión de acorazados romanos y de tétricos penitentes con sus caperuzas de rememorables reos inquisitoriales. Aunque éramos jóvenes, muy jóvenes, aquella repentina introversión por unos días a la pena, al dolor, a la angustia, al quebranto y a la muerte, que durante los primeros años nos produjera gran tribulación; después, sobrepasada con creces la línea de la adolescencia, las intensas y oficiales jornadas de pasión apenas causaban mella en nuestro ánimo (formaban ya parte del paisaje de nuestras vidas); al contrario aprovechábamos las mini vacaciones para sentir el lado más lúdico que sólo los del sur sabemos estrujar de tan santa semana, incluso en aquella época de obligado recogimiento religioso, algo más relajado con el inicio de la nueva década, cambiando las procesiones en favor del séptimo arte.

Aunque desterrada en parte la antigua censura que, durante años, había reprimido el ocio profano como salvaguarda de la espiritualidad de aquellos días, cuando las pantallas de los cines y de los televisores se prodigaban en imágenes religiosas, y las ondas hertzianas se trasvestían de la estridencia del pop a la armoniosa música clásica sacra, en exclusividad; presente aún la mano opresora, era inaudito que en plena semana santa, en mil novecientos sesenta y ocho, se programara película tan atrevida para la época: "Helga" --envuelta en un propagado rumor de morbo sexual--, aún cuando se proyectara en una sala selectiva de las llamadas de arte y ensayo. Algo se relajaba.

No sólo el lúdico; incluso su lado más hilarante, por supuesto sin intención irreverente, afloraba espontáneamente de aquellas manifestaciones populares de fervor religioso. Las procesiones de la imaginería con escenas de la pasión de Cristo que se prodigaban por doquier aquellos días --desde el domingo de Ramos al de Resurrección--, eran fuentes de situaciones rallando el esperpento.

Así, por las mismas fechas ya fuera del orfanato, cuatro años después, con veintiún años, y a fin de ingresar algunas pesetillas en mis depauperados bolsillos de opositor, en los que por falta de ingresos habían anidado las arañas (alguna de especie desconocida) cierta persona que por su "proximidad" familiar y a fin de salvaguardar su supuesta inteligencia del asombro del lector mencionar no quiero, me propuso un trabajillo para el lunes Santo: formar parte, con él, del grupo de porteadores de uno de los pasos que se exhibirían en procesión aquellos días: Tú no te preocupes de nada. Yo tengo mucha mano con los cofrades Mayores. Verás tú como conseguimos el mejor santo. ¡Déjalo de mi cuenta!, me dijo el familiar "próximo". Y yo confié.

Para tan señalado día, antesala de la pasión, me citó a media tarde en la puerta de la iglesia de santo Domingo, por el Realejo en Granada, a la que accedí subiendo la empinada calle de san Matías y pidiendo, a la vez, a todos los santos no tener que bajarla cargado con alguno de ellos. En la explanada a la que volcaba la iglesia su fachada principal de peraltado y estrecho atrio de tres arcos, junto a la estatua de fray Luis de Granada --como improvisado patio de cuartel-- formaba la heterogénea y escuálida tropa de futuros porteadores, algunos pidiendo a gritos un lavado nivel tres (intensivo), con secado y abrillantado incluido. Entramos en la iglesia y ¿al fondo?..., no me lo podía creer..., casi me da un pasmo al enseñarme el paso contratado.

- Tú eres tonto. ¿Pero esto que és? --le espeté con gran cabreo observando la enorme pieza religiosa, dudando que pudiera traspasar siquiera, por sus grandes dimensiones, la puerta principal de la iglesia.
- La Última Cena --me dijo a secas.
- La-Úl-ti-ma-Ce-na... la-Úl-ti-ma-Ce-na... --le repetía con gesto de burla-- ¿Tú no sabías que en la última cena eran un montón?... ¿pero tú nos has visto cuántos son? --le reconvenía alzando la voz acto seguido, y sin creerme todavía lo que estaba viendo.
- Sí ya sé..., son unos cuantos.
- ¿Unos cuantos?..., pero si están todos.
- Es que es la Última Cena completa.
- Y tan completa..., ¡si no falta ni Judas!... No sé como vamos a salir con vida de ésta.
- Para nosotros mejor. Me han dicho que pagan trescientas pesetas por imagen y como son muchos... pues más ganancia para el bolsillo --le miré de reojo para que no adivinara mi perverso pensamiento sobre su inteligencia... o lo más parecido que tuviera.

Desencajar el paso de las jambas de la puerta principal, donde en un primer intento de sacarlo a la calle había quedado empotrado, supuso una compleja maniobra desde dentro, desde nuestra acción de costaleros anónimos, requiriendo, asimismo una extraordinaria fuerza y una perfecta coordinación con las órdenes que, desde afuera, nos daba el cofrade Mayor. He mencionado la acción en condicional porque en realidad allí había más farsa que fuerza; muchas caras constreñidas, como de esfuerzo, pero sólo cuatro en realidad arrimábamos el hombro: Lado derecho subir un poco y lado izquierdo bajar lentamente...; apreciación nunca mejor referida que en el cumplimiento de las órdenes que nos dejaron con el costal clavado en el omóplato y en sufrida posición de semicuclillas unos y cuclillas otros: ¡¡Ahí!!, ¡¡bien!!, ¡¡mantenerlo!!...; así como en un mar de resoplidos: ¡¡¡Uuufffff!!, ¡¡¡uuufffff!!...; instante en el que percibimos todo el peso inclinado de jesús y los doce apóstoles cayendo a plomo sobre los hombros y espaldas de algunos: Ahora adelante... ¡¡¡todos a una!!!... ¡¡¡no me bajéis los del lado derecho, mantener la postura!!!; entonces se oyó un crujido al desencajarse la enorme pieza de la vieja madera de la puerta principal y todo el paso vibró, y también nuestros espinazos; bueno sólo algunos... entre otros el mío, no sé si también el del familiar "proximo".


Creía que había superado el gran escollo de lo que presentía una dura jornada cuando en la oscuridad de galeras, después de un corto recorrido, percibimos un cambio brusco de pendiente de la calle --sin posibilidad de vuelta atrás, embocábamos el descenso de la empinada calle de san Matías por la que había subido antes-- que nos empujaba irremediablemente hacia abajo, comprendiendo entonces que sólo un milagro nos salvaría del desastre de que todo aquel enorme peso nos arrastrara hasta el final de la calle, con imprevisible resultado. Pero no fue un milagro sino una flexible varilla repiqueteándonos los tobillos a la par del gesto nervioso de la mano en la firmeza de las órdenes imperativas --a voces-- del inflexible capataz --cofrade Mayor--, ordenándonos que aguantáramos el paso, vueltos en la posición original, intentando caminar hacia arriba en sentido contrario de la pendiente, lo que nos permitía descender de espaldas, muy lentamente, haciendo un ímprobo esfuerzo que nos dejó agostados. No a todos... sólo a algunos... los que menos nos quejábamos.

Mermadas fuerzas que estaban al límite cuando agradecimos la parada en la plaza del Carmen, enfrente del ayuntamiento: ¡Uuufff!, ¡por fín!..-, así como la tregua que nos anunciaba el jefe de galeras --cofrade Mayor-- avisándonos que teníamos diez minutos de descanso antes de reanudar la marcha. Me relajé complacido ahora en pisar terreno llano, creyendo que estaba a buen seguro al haber salvado dos difíciles pruebas de fuego... infeliz de mí... desconocía la naturaleza de la siguiente prueba y su peligrosidad: en la enrarecida atmósfera de aquel oscuro ámbito sin ventilar, a la luz de algunas velas y linternas se organizó un improvisado campamento con todos sus intendencias que esparció por el reducido espacio toda una amalgama de los más extraños y desagradables olores: el fuerte olor a sardinas y otras conservas enlatadas se mezcló con el agrio de los orines calientes y con algún otro sospechosamente escatológico --alguno disimuladamente defecó en el suelo--; a todo ello había que añadir el permanentemente invisible, pero constatable, rancio olor a humanidad: una auténtica bomba fétida, más letal que aquellas que de estudiantes lanzábamos en el interior del tranvía de Armilla, y que me obligó a sacar la cabeza del paso, ajeno al murmullo del gentío y al redoblar de tambores de la legión de falsos romanos que ya, pasado el tiempo de pausa, se aproximaban con la procesión, a la que nos incorporamos a la voz del cofrade Mayor: ¡Vamos!...¡¡arriba!!... ¡¡¡acompasando todos la marcha!!!..., con mejor disposición que las otras veces, pues estaba claro que algunos deseábamos alejarnos de allí cuanto antes, aunque sabíamos que no nos desprenderíamos del persistente olor a añeja humanidad que nos perseguía desde el principio.

Reanudada la procesión, la ostensible presencia de desechos y desperdicios --marcando el territorio de los sufridos porteadores-- no fue obstáculo para que la ordenada formación de la travestida guardia pretoriana con sus cascos y corazas brillantes, y sus afiladas lanzas, desfilaran solemnemente, al ritmo grave de los tambores, sin quitar la vista de frente y sin perder la formación, aún cuando varios de ellos llevaran pegados a las suelas de sus sandalias restos de una reciente y reluciente mierda, aún caliente.

Al cabo de varias horas que se me antojaron eternas, después de todo tipo de avatares y de situaciones esperpénticas, con las últimas fuerzas conseguimos realizar con éxito la complicada maniobra de ingresar el paso por la puerta principal... y descansamos: ¡¡¡A cobrar!!!; y allí, a la sacristía fue todo ufano el familiar "próximo" a cobrar una fortuna, pues aunque no estaba muy ducho en matemáticas, no se le escapaban las multiplicaciones cortas: Doce apóstoles más Jesús hacen trece, por trescientas pesetas... es un montón de dinero...; y si durante el trayecto el cofrade Mayor había tenido alguna duda de sus fuerzas, ahora en la reclamación no tenía ninguna duda de su incapacidad de comprensión --lo de la inteligencia lo descartó-- abonándole los emolumentos pactados al tiempo que también le finiquitaba verbalmente: Trescientas pesetas por imagen y no por cada uno de los personajes... como sois dos costaleros... ¡toma las seiscientas, y vas listo!

No me compadecí en su lamento; exhausto ni siquiera le pedí mi exigua paga que se había guardado y me largué, al tiempo que farfullaba: Perdona a tu pueblo señor..., ¡a todos menos a éste!


FranciscoMolinaGómez















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